CAPÍTULO II
Las calles de la periferia estaban desiertas, silenciosas y oscuras, casi muertas, como las extremidades de un enorme cuerpo cuya sangre se acumulara de pronto en un solo punto. Pero a medida que el coche se acercaba al centro, Marcello y Giulia empezaron a ver grupos, cada vez más frecuentes, de personas que gesticulaban y gritaban. En un cruce, Marcello enlenteció la marcha y se detuvo para dejar paso a una fila de camiones llenos de muchachos y muchachas que agitaban banderolas y pancartas. Estos camiones embanderados y sobrecargados, con la gente agarrada a los guardabarros y a los estribos, fueron saludados por los aplausos confusos de la multitud que atestaba las aceras. Alguien se asomó a la ventanilla del coche de Marcello y rugió en la cara de Giulia:
—¡Viva la libertad! —y desapareció inmediatamente, como absorbido por la multitud que negreaba en torno.
Giulia dijo:
—¿No sería mejor volver a casa?
—¿Por qué? —opuso Marcello mientras contemplaba la calle a través del parabrisas—. Están muy contentos. No piensan en modo alguno en hacer mal. Dejemos el coche en cualquier parte y caminemos también nosotros para ver lo que ocurre.
—¿No nos robarán el coche?
—¡Qué tontería!
Con su habitual forma reflexiva, tranquila y paciente, Marcello condujo el automóvil a través de las atestadas calles del centro. En la poco densa penumbra del oscurecimiento antiaéreo, se veían distintamente los movimientos de la multitud, sus maneras de reagruparse, de disolverse, de propagarse, de correr, todas distintas, pero todas transidas de aquella única y sincera alegría por la caída de la dictadura. Quiénes se abrazaban, sin conocerse, en medio de la calle; quiénes, tras haber permanecido de pie largo rato, mudos y atentos, ante el paso de un camión embanderado, levantaban de pronto el sombrero gritando alguna frase de aclamación; quiénes corrían, como si se tratase de correos, de un grupo a otro, repitiendo frases de incitación y de alegría; quiénes, como invadidos por una repentina furia de odio, levantaban el puño amenazadoramente contra cualquier palacio cerrado y vacío, que había sido hasta entonces sede de alguna oficina pública. Marcello comprobó que había muchísimas mujeres del brazo de sus maridos e incluso a veces con los hijos, cosa que no ocurría, desde hacía tiempo, en las manifestaciones forzadas del régimen caído. Columnas de hombres resueltos y como unidos por algún lazo secreto de partido, se formaban y desfilaban un momento entre los aplausos y luego parecían perderse entre la multitud; nutridos grupos aprobantes rodeaban a cualquier orador improvisado; otros se reunían para cantar a coro algún himno libertario. Marcello conducía con toda lentitud el coche, paciente, respetuoso para todos los grupos.
—¡Qué contentos están! —exclamó Giulia en tono franco y casi solidario, olvidando de pronto temores e intereses.
—Yo también lo estaría en su lugar. —Subieron un buen trecho del Corso, siempre entre la multitud, detrás de dos o tres coches, que avanzaban también lentamente. Luego, al llegar a un callejón, Marcello giró y, tras haber esperado que pasara una columna de manifestantes, logró meterse en él. Condujo velozmente el coche tras el callejón, hasta otra calleja del todo desierta, se detuvo, apagó el motor y, volviéndose hacia su mujer—: Bajemos aquí.
Giulia se apeó sin decir palabra, y Marcello, una vez cerradas con cuidado las portezuelas, se dirigió con ella hacia la calle por la que habían venido. Ahora se sentía del todo calmado, dueño de sí, despreocupado, como había deseado estar durante todo aquel día. Pero se mantenía en guardia. Y cuando se asomó de nuevo a la calle repleta de gente y la alegría de la multitud le estalló en la cara impetuosa, tumultuosa, sincera y agresiva, se preguntó en seguida, no sin ansiedad, si aquella alegría no despertaba en su espíritu algún sentimiento poco sereno. No —pensó tras un momento de atento examen—, no sentía ni dolor, ni despecho, ni miedo. Estaba verdaderamente tranquilo, apático, casi apagado y dispuesto a contemplar la alegría de los demás, aunque, desde luego, sin participar en ella, pero tampoco sin sentirla como una amenaza o una afrenta.
Empezaron a moverse sin rumbo entre la multitud, de un grupo al otro, de una acera a la otra. Giulia no sentía tampoco miedo, e incluso parecía también calmada y dueña de sí, como él. Pero —pensó— por motivos distintos, por su bondadosa capacidad de identificarse con los sentimientos ajenos. La multitud en vez de disminuir, parecía aumentar por momentos. Era una multitud —como notó Marcello— casi únicamente alegre, con una alegría estupefacta, incrédula, torpe en la expresión y aún no segura del todo de poder hacerlo impunemente. Abriéndose paso a duras penas entre la multitud, pasaron otros camiones cargados de obreros, hombres y mujeres, que agitaban banderas, unos, tricolores; otros, rojas. Pasó un pequeño coche alemán descubierto, con dos oficiales tranquilamente sentados en los asientos y un soldado, con uniforme de campaña, junto a la portezuela, con la metralleta en las manos: de las aceras se levantaron silbidos y gritos de desprecio. Marcello notó que había también muchos soldados, desaliñados y sin armas, que se abrazaban, con sus estúpidos rostros de campesinos iluminados por una embriagada esperanza. Por primera vez, al ver a dos de aquellos soldados que caminaban cogidos por la cintura como una pareja de novios, con los machetes balanceándose sobre las desbotonadas guerreras, Marcello notó de pronto que experimentaba una sensación muy semejante a la repugnancia: eran personas con uniforme y, para él, invenciblemente, el uniforme quería decir decoro y dignidad, fuese cual fuese el sentimiento de quien lo vestía. Giulia, como si hubiese adivinado sus pensamientos, le preguntó señalando a los dos soldados afectuosos y desaliñados:
—Pero, ¿no han dicho que la guerra continúa?
—Lo han dicho —respondió él tratando de volver en sí de pronto, con un esfuerzo casi penoso de comprensión—, pero no es cierto. Y esos pobres tienen razón de estar contentos; para ellos, la guerra ha terminado de verdad.
Ante el portón del Ministerio al que Marcello acudiera a recibir órdenes en vísperas de su viaje a París, había una gran multitud que protestaba, daba alaridos y agitaba los puños en el aire. Los que estaban más cerca del portón, golpeaban con las manos para que los abrieran. Se oía el nombre del ministro que acababa de caer, repetido por muchos en voz alta, con un particular tono de antipatía y de desprecio. Marcello observó largamente a la multitud, sin entender qué querían los manifestantes. Finalmente, se entreabrió el portón y apareció en la rendija, pálido e implorante, un ujier con engalonado uniforme. Dijo algo a los que se hallaban más cerca, y alguien entró por el portón, que se cerró en seguida. La multitud siguió dando alaridos un rato más y, al fin, se dispersó. Pero no del todo, ya que algunos obstinados siguieron golpeando y gritando contra el portón cerrado.
Marcello dejó el Ministerio y pasó a la plaza contigua. Un grito de «¡apártense, apártense!», hizo retroceder a la multitud, y a él con ella. Levantando la cabeza, vio venir hacia ellos tres o cuatro mozalbetes que tiraban de una cuerda atada a un gran busto del dictador. El busto, color de bronce, era en realidad de yeso pintado, como se veía por algunos desconchones blancos producidos a consecuencia de los rebotes que los muchachos le hacían dar contra el empedrado. Un hombrecillo negro, con el semblante devorado por unas enormes gafas de concha de tortuga, se volvió hacia Marcello, tras haber mirado el busto, y, riendo, dijo en tono sentencioso:
—Parecía de bronce, cuando en realidad era vulgar yeso.
Marcello no le contestó, y por un momento, alargando el cuello, miró con intensidad el busto mientras rebotando pesadamente, pasaba ante él. Era uno de los centenares que había esparcidos por los Ministerios y las oficinas públicas: toscamente estilizado, el mentón saliente, los ojos hundidos y profundos, el cráneo ampuloso y liso. No pudo por menos de pensar que aquella boca otrora viva y tan arrogante, se arrastraba ahora por el polvo, entre los gritos de burla y los silbidos de aquella misma multitud que en otro tiempo lo había aclamado tan enfervorizadamente. Una vez más, Giulia pareció intuir sus pensamientos, ya que murmuró:
—¡Imagínate! Antes bastaba un busto como ése en una antesala, para hacer que la gente bajara la voz.
Él respondió secamente:
—Si lo tuviesen a mano ahora, le harían como a ese busto.
—¿Crees que lo matarán?
—Desde luego, si pueden.
Dieron unos cuantos pasos más entre aquella multitud, que se agitaba y se arremolinaba en la oscuridad, como el agua de una turbulenta e incierta inundación. En la esquina de una calle, un grupo de personas había apoyado en el muro del edificio una larga escalera de mano, uno de ellos había subido a todo lo alto y daba fuertes martillazos contra una lápida que llevaba el nombre del régimen caído. Alguien dijo a Marcello, riendo:
—Hay montones por todas partes. Sólo para arrancarlas se necesitarían años.
—Desde luego —dijo Marcello.
Atravesaron la plaza y alcanzaron, siempre abriéndose paso entre la multitud, el pasadizo subterráneo. Casi en la oscuridad, al débil resplandor de las amortiguadas bombillas, un grupo de personas formaban corro en torno a algo que no se veía, precisamente el punto en el que confluían los dos brazos del pasadizo. Marcello se acercó, se inclinó y vio que se trataba de un muchacho que bailaba, parodiando cómicamente los gestos y las contorsiones de las danzarinas cuando ejecutan la danza del vientre. Tenía un retrato del dictador, una oleografía en color, colgada sobre los hombros por un corte, como un collar, y hacía pensar en que, tras haber sido puesto en la picota, bailaba con el instrumento de tortura colgado aún al cuello. Mientras volvían hacia la plaza, un joven oficial, de perilla negra y ojos malignos, del brazo de una muchacha morena, enardecida y con los cabellos al viento, se inclinó hacia Marcello y le gritó en un tono a la vez exaltado y didáctico:
—¡Sí, viva la libertad, pero, sobre todo, viva el Rey!
Giulia miró a su marido.
—¡Viva el Rey! —exclamó Marcello sin pestañear. Se alejaron, y luego dijo Marcello—: Hay muchos monárquicas que tratan de inclinar la balanza en favor de la monarquía. Vamos a ver la plaza del Quirinal.
Regresaron, no sin trabajo, al callejón, y, desde él, a la callejuela en que habían dejado el coche. Giulia dijo a su marido, mientras Marcello ponía el motor en marcha:
—Pero, ¿es realmente necesario? ¡Estoy tan cansada de tanto ruido!
—Pero piensa que no tenemos nada mejor que hacer.
Velozmente, Marcello condujo el coche por calles transversales hacia la plaza del Quirinal. Cuando llegaron a ella, vieron que no estaba completamente llena. La multitud, más densa bajo el balcón al que de costumbre se asomaban los personajes de la familia real, se iba desflecando hacia los márgenes de la plaza, dejando mucho espacio vacío. También aquí había poca luz; los grandes faroles de hierro, de lámparas en racimo, amarillas y tristes, iluminaban débilmente el negrear de la multitud. Ni los aplausos ni las invocaciones eran muy frecuentes. Más que en ninguna otra parte, parecía, en esta plaza, como si la multitud no supiera demasiado bien lo que quisiera. Tal vez había más curiosidad que entusiasmo. De la misma forma que en otro tiempo la gente se congregaba, cual si se tratase de un espectáculo, para ver y oír al dictador, ahora habría querido ver y oír a aquel que había abatido al dictador. Giulia preguntó en voz baja, mientras el coche giraba suavemente en torno a la plaza:
—Pero, ¿se asomará el Rey al balcón?
Antes de contestar, Marcello torció la cabeza para mirar hacia arriba, a través del vidrio del parabrisas, hacia el balcón. Estaba débilmente iluminado por dos blandones rojizos. En medio se veía la persiana cerrada de la ventana. Luego respondió:
—No lo creo. ¿Por qué habría de asomarse?
—Pero, entonces, ¿qué espera toda esta gente?
—Nada. Es la costumbre de ir a la plaza y llamar a alguien.
Marcello dio lentamente la vuelta en torno a la plaza, casi apartando con suavidad, con el guardabarros, a los grupos reacios a moverse. Giulia dijo de manera imprevista:
—¿Sabes? Me siento casi decepcionada.
—¿Por qué?
—Creía que habrían hecho Dios sabe qué cosas: quemado casas, matado gente… Cuando salimos de casa sentía miedo por ti, y por eso te he acompañado. Pero no ha pasado nada: sólo gritos, aplausos, vivas, mueras, canciones y desfiles.
Marcello no pudo por menos de responder:
—Lo peor ha de venir aún.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella con voz repentinamente asustada—. ¿Para nosotros o para los otros?
—Para nosotros y para los otros.
Inmediatamente se arrepintió de haber hablado, porque sintió la mano de Giulia que le oprimía un brazo con fuerza y angustia:
—He sabido todo el tiempo que no era verdad lo que me decías: que todo se arreglará. Y ahora me lo acabas de confirmar.
—No te asustes. Lo he dicho por decir algo.
Esta vez Giulia no habló, sino que se limitó a aterrarle el brazo con ambas manos y a apretarse contra él. Molestado, pero no atreviéndose a rechazarla, Marcello guio el coche, por calles secundarias, de nuevo hacia el Corso. Una vez en éste, pasando por calles transversales y menos frecuentadas, llegó a la Piazza del Popolo. Desde aquí se dirigió, a través de las cuestas del Pincio, hacia Villa Borghese. Atravesaron el Pincio, oscuro y poblado de bustos de mármol, y dieron la vuelta en torno al apeadero en dirección a Via Veneto. Cuando estuvieron en la entrada de Porta Pinciana, Giulia dijo de pronto, con voz triste y lánguida:
—No quiero volver a casa.
—¿Por qué? —preguntó Marcello enlenteciendo la marcha.
—No lo sé —respondió ella mirando ante sí—. Se me encoge el corazón sólo al pensar en ello. Me parece como si fuera una casa de la que nos dispusiéramos a partir para siempre… Sin embargo, no es nada terrible —se apresuró a añadir—. Se trata sólo de una casa que se ha de desalojar.
—Entonces, ¿dónde quieres ir?
—Donde quieras.
—¿Quieres que nos demos una vuelta por Villa Borghese?
—Sí, vamos.
Marcello condujo el coche por una larga y oscura calle, en cuyo fondo se veía blanquear el edificio del museo Borghese. Cuando llegaron a la explanada, detuvo el coche, apagó el motor y dijo:
—¿Quieres que demos una vuelta?
—Como desees. —Bajaron del coche y, cogidos del brazo, se encaminaron hacia los jardines que hay detrás del museo. El parque estaba desierto: los acontecimientos políticos lo habían despoblado hasta de las parejas de enamorados. En la penumbra se veía blanquear, sobre el fondo silvestre y oscuro de los árboles, las estatuas de mármol de ademanes elegiacos o heroicos. Caminaron hasta la fuente, y por un momento se detuvieron, en silencio, contemplando el agua negra e inmóvil. Ahora Giulia apretaba la mano a su marido insertando fuertemente, como en un mínimo abrazo, sus dedos entre los dedos de él. Reemprendieron el paseo y penetraron en un sendero muy oscuro, en un bosque de encinas. Tras dar algunos pasos, Giulia se detuvo de improviso y, volviéndose, ciñó el cuello de Marcello con un brazo y lo besó en la boca. Durante largo rato estuvieron así, abrazados y besándose, de pie en medio del sendero. Luego se separaron y Giulia susurró, cogiendo a su marido por la mano y tirando de él hacia el bosque—: Ven, hagamos el amor aquí… sobre la tierra.
—¡No…! —exclamó Marcello—. ¿Aquí?
—Sí, aquí —dijo ella—, ¿por qué no? Ven; tengo necesidad de hacerlo para sentirme tranquilizada.
—¿Tranquilizada de qué?
—Todos piensan en la guerra, en la política, en los aviones… Y en vez de eso, ¡se podría ser tan feliz…! Ven. Lo haría aunque fuera en medio de una de sus plazas —añadió ella con repentina exasperación—; si no por otra cosa, para demostrar que por lo menos yo soy capaz de pensar en algo distinto… Ven. —Ahora, ella parecía exaltada y lo precedía en la densa sombra entre los troncos de los árboles—. Mira qué estupendo dormitorio —la oyó murmurar—. Pronto habremos dejado de tener casa. Pero éste es un dormitorio que no podrán quitarnos. En él podremos dormir y amarnos cuantas veces queramos. —De pronto, ella desapareció de sus ojos, como si hubiese entrado en el interior de la tierra. Marcello la buscó y, al fin, la entrevió, en aquella oscuridad, tendida a los pies de un árbol, con un brazo bajo la cabeza a guisa de almohada y el otro levantado hacia él, silenciosamente, en ademán de invitarlo a tenderse a su lado. Él obedeció, y, tan pronto como se hubo tumbado, Giulia se enroscó a él apretadamente con las piernas y con los brazos, besándolo con fuerza ciega y obtusa por toda la cara, como si buscara en su frente y en sus mejillas otras bocas a cuyo través penetrar en él. Pero casi inmediatamente, su abrazo se relajó, y Marcello la vio incorporarse a medias sobre él y mirar hacia la oscuridad—. Alguien viene —dijo ella. Marcello se incorporó también, se sentó y miró. Entre los árboles, todavía lejana, veíase la luz de una linterna que avanzaba oscilando, precedida, en el suelo, por una débil claridad. No se oía ruido alguno, pues el follaje muerto que cubría el terreno sofocaba los pasos del desconocido. La linterna avanzaba en dirección a ellos, y Giulia, de pronto, compúsose rápidamente y cogióse las rodillas entre los brazos. Sentados, uno al lado del otro, contra el árbol, vieron cómo iba acercándose la luz—. Será un vigilante —murmuró Giulia.
Ahora la linterna proyectaba su rayo contra el suelo a poca distancia de ellos; luego se enderezó, y el rayo les dio de lleno. Deslumbrados, miraron, a su vez, a la figura masculina, que era sólo una sombra y de cuyo puño brotaba aquella luz blanca. La luz debería bajarse —pensó Marcello— tan pronto como el vigilante los hubiese observado bien. Pero no: la luz siguió prolongando su mirada, en medio de un silencio que le pareció lleno de maravilla y reflexión.
—Pero, ¿se puede saber qué quiere usted? —dijo entonces Marcello con voz de enojo.
—No quiero nada, Marcello —respondió inmediatamente una voz suave. Al mismo tiempo, la luz se bajó y empezó de nuevo a moverse, alejándose de ellos.
—Pero, ¿quién es? —murmuró Giulia—. Parece conocerte.
Marcello estaba inmóvil, sin respiración, profundamente turbado. Luego dijo a su mujer:
—Perdóname un momento. Vengo en seguida.
Se puso en pie de un salto y se dirigió hacia el desconocido. Lo alcanzó en el límite del bosque, junto al pedestal de una de las estatuas de mármol. A poca distancia había un farol, y cuando el hombre, al oír sus pasos, se volvió, lo reconoció inmediatamente, aunque hubieran transcurrido muchos años, por su cara lampiña y ascética bajo los cabellos cortados a cepillo. Entonces lo había visto envuelto en el uniforme de chófer. También ahora llevaba un uniforme negro, abotonado hasta el cuello, con pantalones anchos y polainas de cuero negro. Tenía la gorra bajo el brazo y apretaba con una mano la linterna. Dijo en seguida, sonriendo:
—Los que no mueren, se vuelven a ver.
La frase le pareció a Marcello muy a propósito para las circunstancias, aunque pronunciada de forma humorística y, tal vez inconsciente. Dijo, jadeante por la turbación y la carrera:
—Pero yo creía que…, que te había matado.
—Yo, por el contrario, esperaba que te enterases de que me había salvado —respondió Lino tranquilamente—. Es verdad que un periódico anunció que había muerto. Pero es que hubo un equívoco… Murió otro en el hospital, en la cama junto a la mía; de aquí que tú me creyeses muerto. Por eso he dicho bien: los que no mueren, vuelven a verse.
Ahora, más que por volver a ver a Lino, Marcello sentía horror por el tono discursivo, familiar y, sin embargo, fúnebre, que se había establecido entre ellos. Dijo con dolor:
—Pero se han derivado muchas consecuencias de haberte creído muerto. Y tú, por el contrario, no lo estabas.
—También para mí, Marcello, se derivaron muchas consecuencias —dijo Lino mirándolo con una especie de compasión—. Lo interpreté como una advertencia y me casé. Luego murió mi mujer, y luego —añadió más lentamente— todo volvió a empezar como antes. Ahora trabajo aquí como vigilante nocturno. Estos jardines están llenos de muchachos guapos como tú. —Dijo estas palabras con un descaro plácido y suave, aunque sin sombra alguna de adulación. Marcello notó por primera vez que sus cabellos eran casi grises y que tenía la cara algo más llena—. Y tú te has casado… Aquélla es tu mujer, ¿verdad?
De improviso, Marcello no pudo soportar más aquella palabrería incolora y estúpida. Cogiendo a Lino por los hombros y agitándolo, dijo:
—Me hablas como si no hubiera pasado nada… Pero, ¿no te das cuenta de que has destruido mi vida?
Lino respondió, sin tratar de desprenderse:
—¿Por qué me dices eso, Marcello? Te has casado, a lo mejor tienes hijos, y tu aspecto es el de una persona acomodada. ¿De qué te quejas? Habría sido peor que me hubieses matado de verdad.
—Pero yo… —no pudo por menos de exclamar Marcello—, ¡cuando te conocía era un inocente, y después no lo volví a ser más, nunca más!
Vio a Lino mirarlo con estupor.
—Todos, Marcello, fuimos alguna vez inocentes. ¿Acaso no lo fui yo también? Y todos perdemos nuestra inocencia, de una u otra forma. Es la normalidad. —Se liberó, sin trabajo, de la presa, ya relajada, de Marcello, y añadió en tono de complicidad—: Mira, ahí viene tu mujer. Convendrá que lo dejemos.
—Marcello —dijo en la sombra la voz de Giulia. Él se volvió y vio a Giulia que se acercaba como vacilante. En el mismo momento. Lino, poniéndose el sombrero, hizo un ademán de despedida y se alejó apresuradamente hacia el museo—. Pero, ¿se puede saber quién era? —preguntó Giulia.
—Un compañero mío de colegio —respondió Marcello— que ha terminado su ronda nocturna.
—Vámonos a casa —dijo ella volviéndolo a coger del brazo.
—¿No quieres pasear más?
—No; prefiero ir a casa. —Llegaron al coche, subieron y no volvieron a hablar hasta hallarse en casa. Mientras conducía, Marcello pensaba en las palabras de Lino, inconscientemente significativas: «…todos perdemos nuestra inocencia de un modo u otro: es la normalidad». Pensó que en aquellas palabras se condensaba un juicio sobre su vida. Había hecho lo que había hecho para purgar un delito imaginario. Y, sin embargo, las palabras de Lino le hacían comprender por primera vez que aunque no lo hubiese conocido, y no hubiese disparado contra él, y no hubiese estado convencido de haberle matado; aunque, en suma, no hubiese ocurrido nada, precisamente porque en todo caso habría perdido su inocencia y, consiguientemente, habría deseado recuperarla, habría hecho lo que habría hecho. La normalidad era precisamente aquel deseo, tan vano como afanoso, de justificar la propia vida acechada por el pecado original y no el espejismo falaz que había seguido desde el día de su encuentro con Lino. Oyó que Giulia le preguntaba:
—¿A qué hora saldremos mañana por la mañana? —y Marcello arrojó de su mente aquellos pensamientos, como testimonios inoportunos y ya inútiles de su propio error.
—Lo más pronto posible —respondió.