CAPÍTULO VI

Lina y Giulia descansarían y luego irían a visitar las casas de modas. Después, Giulia volvería al hotel, y más tarde, los Quadri irían a recogerlos para ir todos juntos a cenar. Eran casi las cuatro, por lo que faltaban aún más de cuatro horas para la cena. Pero sólo tres para que Orlando telefonease al hotel con objeto de enterarse de la dirección del restaurante. Marcello disponía, pues, de tres horas para estar solo. Cuanto había ocurrido en casa de Quadri le hacía desear la soledad, si no por otra cosa, al menos para tratar de comprenderse mejor a sí mismo. Porque —como pensó al bajar la escalera— mientras la conducta de Lina —con un marido mucho más viejo que ella y absorbido del todo por la política— no era sorprendente, el suyo, por el contrario, pocos días después de su matrimonio y en pleno viaje de bodas, lo espantaba y, aunque vagamente, lo halagaba. Hasta ahora había creído que se conocía bastante bien y que estaba en condiciones de dominarse siempre que lo quisiera. Pero ahora se daba cuenta —no sabía si con más miedo que complacencia— de que tal vez estaba equivocado.

Caminó un trozo de una callejuela a otra, hasta desembocar, finalmente, en una ancha calle, que trepaba en ligera pendiente: la Avenue de la Grande Armée, como leyó sobre la pared de una casa. Y, en efecto, cuando levantó la mirada, imprevisto y enorme, apareció ante sus ojos el erguido rectángulo del Arco del Triunfo, que se perfilaba de lado en lo alto de la calle. Macizo, pero fantasmagórico a la vez, parecía suspendido del pálido cielo, tal vez a causa de la neblina estival, que le daba un tono azulado. Mientras andaba, con los ojos fijos en la mole triunfal, Marcello experimentó de pronto una sensación nueva para él, embriagadora, de libertad y de disponibilidad, como si, de improviso, le hubiesen quitado de encima un gran peso que lo oprimiese y anduviese más ligero, casi volando. Se preguntó por un momento si habría de atribuir este sensible alivio al simple hecho de encontrarse en París, lejos de las habituales estrecheces, frente a aquel grandioso monumento: había ocasiones en que confundía con movimientos profundos del espíritu efímeras sensaciones de bienestar físico; luego, al pensar nuevamente en ello, comprendió que aquella sensación derivaba, por el contrario, de la caricia de Lina. Advirtió el flujo de pensamientos tumultuosos e inquietantes que afloraban a su mente ante el recuerdo de aquella caricia. Maquinalmente se pasó una mano por la mejilla, allí donde se había posado la palma de ella. Y no pudo por menos de cerrar los ojos con dulzura, para saborear de nuevo el contacto de la mano áspera e intrépida que dio vueltas en torno a su mejilla, casi como para reconocer afectuosamente su contorno. ¿Qué era el amor —se preguntó Marcello mientras subía por la ancha acera, con la mirada dirigida hacia el Arco del Triunfo—, qué era el amor por el que ahora —y se daba perfecta cuenta de ello— se disponía tal vez a destrozar toda su vida, a abandonar a la mujer apenas desposada, a traicionar su fe política, a arrojarse a los riesgos de una aventura irreparable? Recordó que muchos años atrás, al contestar a esta pregunta, formulada por una compañera de universidad, que rechazaba obstinadamente sus galanteos, le había dicho, despechado, que, para él, el amor era una vaca detenida en medio del prado, en primavera, y el toro levantándose sobre sus patas delanteras para montarla. Aquel prado —pensó una vez más— era la alfombra burguesa del salón de Quadri; Lina, la vaca, y él, el toro. Desnudo, pese a la diferencia del lugar y a los miembros no animales, se comportarían de una manera semejante por completo a los dos animales. Y el furor del deseo, desfogado con desmañada y urgente violencia, sería también el mismo. Pero aquí acababan las semejanzas, al mismo tiempo tan obvias y tan poco importantes. Porque, por una misteriosa y espiritual alquimia, aquel furor no tardaba en transformarse en pensamientos y sentimientos lejanísimos, los cuales, aun recibiendo el sello de la necesidad, no habrían podido en modo alguno referirse sólo a él. El deseo era, en realidad, únicamente la ayuda decisiva y poderosa de la naturaleza a algo que existía antes que ella y sin ella. La mano de la naturaleza que extraía de las vísceras del porvenir al niño completamente humano y moral de las cosas futuras.

«En pocas palabras —pensó, tratando de reducir y amortiguar la exaltación extraordinaria que se había apoderado de su ánimo—, en pocas palabras, deseo abandonar a mi esposa durante el viaje de bodas, desertar de mi puesto durante una misión, para convertirme en el amante de Lina y vivir con ella en París. En pocas palabras —continuó—, haré sin duda estas cosas si reconozco que Lina me ama como yo la amo, por los mismos motivos y con la misma intensidad.»

Si le quedaba alguna duda respecto a la seriedad de esta decisión, no tardó en desaparecer, porque, llegado al término de la Avenue de la Grande Armée, levantó los ojos hacia el Arco del Triunfo. En efecto, ahora, reclamado por la analogía de la vista de aquel monumento levantado para celebrar las victorias de una gloriosa autocracia, le pareció como si se compadeciera de aquella otra autocracia a la que hasta ahora había servido y a la que se disponía a traicionar. Aligerado y hecho casi inocente por la sensación anticipada de esta traición, el papel que había desempeñado hasta aquella mañana se le mostraba ahora más comprensible y, sin embargo, más aceptable; no ya, como se le había mostrado hasta entonces, el fruto de una voluntad externa de normalidad y de rescate, sino casi como una vocación o, por lo menos, una inclinación no del todo artificiosa. Por otra parte, este lamento tan indiferente y ya retrospectivo era un indicio seguro de la irrevocabilidad de su decisión.

Esperó largo rato a que se interrumpiese el carrusel de los coches que giraban en redondo en torno al monumento y, una vez atravesada la plaza, marchó directamente hacia el Arco y penetró, sombrero en mano, bajo la bóveda donde se hallaba la lápida del Soldado Desconocido. He aquí, en las paredes del Arco, la lista de las batallas ganadas, cada una de las cuales había significado para multitud de hombres una fidelidad y entrega muy parecidas a aquellas que lo habían ligado a su Gobierno hasta pocos minutos antes. He aquí la tumba velada por la llama perennemente encendida, símbolo de otros sacrificios no menos completos. Al leer los nombres de las batallas napoleónicas, no pudo por menos de recordar la frase de Orlando: «Todo por la familia y por la patria»; y comprendió, de pronto, que lo que lo distinguía del agente tan convencido y, a la vez, tan impotente para justificar de una manera racional su propia convicción, era sólo su capacidad de elección, acechada por la melancolía que lo perseguía desde tiempo inmemorial. Sí —pensó—, él había elegido ya en el pasado, y ahora se disponía a elegir de nuevo. Y su melancolía era precisamente la melancolía mezclada con el lamento que suscita el pensamiento de las cosas que habrían podido ser y a las que, al elegir, era preciso renunciar.

Salió de debajo del Arco, esperó de nuevo que se interrumpiese el paso de los coches y alcanzó la acera de los Campos Elíseos. Le pareció como si el Arco se extendiese cual una sombra invisible sobre la rica y alegre calle que bajaba de él, y como si corriera un nexo indudable entre aquel belicoso monumento y la prosperidad pacífica y alegre de la multitud que llenaba las aceras. Pensó entonces que también éste era un aspecto de aquello a lo que renunciaba: una grandeza sangrienta e injusta que se transmutaba más tarde en alegría y en riqueza ignorante de sus orígenes, un sacrificio cruento que, con el tiempo, se convertía, para las generaciones posteriores, en poder, libertad y comodidad. He aquí otros tantos argumentos en favor de Judas, pensó humorísticamente.

Pero la decisión estaba ya tomada y sólo tenía un deseo: pensar en Lina y en por qué y cómo la amaba. Con el alma llena de este deseo, bajó lentamente los Campos Elíseos para detenerse de cuando en cuando a observar los escaparates, los periódicos expuestos en los quioscos, la gente sentada en los cafés, los carteles de los cines, los letreros de los teatros. La multitud que se apiñaba en las aceras los rodeaba por todas partes con un pululante movimiento que le parecía el movimiento mismo de la vida. Las cuatro filas de coches, dos en cada sentido, que subían y bajaban por la larguísima calle, las veía con su ojo derecho; ante el izquierdo se alternaban los fastuosos comercios, los alegres letreros, los atestados cafés. A medida que caminaba, apresuraba el paso, casi deseoso de dejar tras él el Arco del Triunfo, que ya, como comprobó en determinado momento al volverse, se había hecho remoto y, por la lejanía y la calina estival, inmaterial por completo. Cuando llegó al fondo de la calle, buscó un banco a la sombra de los árboles de los jardines y se sentó en él, contento de poderse dedicar en paz al pensamiento de Lina.

Quiso trasladarse con la memoria a la primera vez que había advertido su existencia: en la visita al burdel de S. ¿Por qué la mujer entrevista en la sala común junto al agente Orlando le había inspirado un sentimiento tan nuevo y violento? Recordó que había quedado impresionado por la luminosidad de la frente de ella, y comprendió que lo que le había atraído, primero en aquella mujer y luego, más cumplidamente, en Lina, era la pureza que le había parecido entrever, mortificada y profanada en la prostituta, y triunfante en Lina. La repugnancia de la decadencia, de la corrupción y de la impureza que lo había perseguido toda la vida y que no había logrado mitigar su matrimonio con Giulia, comprendía ahora que sólo podía disiparla la radiante luz de que estaba circuida la frente de Lina. Le pareció una señal de buen agüero la coincidencia de los nombres: Lino, que le había inspirado por primera vez aquella repugnancia, y Lina, que lo liberaba de ella. Así, natural y espontáneamente, por la sola fuerza del amor, encontraba de nuevo, a través de Lina, la tan ansiada normalidad. Pero no la normalidad casi burocrática que había perseguido durante todos aquellos años, sino otra normalidad, de especie casi angelical. Frente a aquella normalidad luminosa y etérea, la pesada carga de sus compromisos políticos, de su matrimonio con Giulia, de su vida conveniente y lánguida de hombre de orden, se revelaba sólo con un simulacro embarazoso que había adoptado en la inconsciente espera de un destino más digno. Ahora se liberaba de él y se volvía a encontrar a sí mismo a través de los mismos motivos que, contra su voluntad, se lo habían hecho aceptar.

Mientras, sentado en el banco, se abandonaba a estos pensamientos, su vista cayó de improviso sobre un coche grande que, bajando en dirección a la plaza de la Concordia, parecía enlentecer gradualmente la marcha; y, en efecto, se detuvo junto a la acera, a poca distancia de él. Era un coche negro y viejo, aunque de lujo, de forma anticuada, que parecía realzada por el brillo y limpieza casi excesivos de los metales de la carrocería. Un Rolls Royce, pensó. Y de pronto fue asaltado por una temerosa inquietud mezclada, sin saber por qué, con una horrenda sensación de familiaridad. ¿Dónde y cuándo había visto antes aquel coche? El chófer, un hombre delgado y canoso, con uniforme gris oscuro, tan pronto como se detuvo el coche, bajó para abrir la portezuela, y entonces, aquel ademán trajo a la memoria de Marcello una imagen en respuesta a su pregunta: el mismo coche, del mismo color y de la misma marca, parado en la esquina de la calle, en el camino cercano a la escuela, y Lino inclinándose para abrirle la portezuela, a fin de que él subiese a su lado. Entretanto, mientras el chófer permanecía junto a la portezuela con la gorra en la mano, una pierna masculina —embutida en un pantalón de franela gris y terminada en un pie calzado con un zapato de un amarillo bruñido y brillante como los metales del coche— salía con precaución; luego el chófer tendió la mano y apareció a la vista de Marcello la persona entera, mientras bajaba fatigosamente a la acera. Era un hombre anciano, como pudo juzgar, delgado y muy alto, de cara rojiza y cabellos aún rubios, al parecer; de paso vacilante y que se apoyaba en un bastón rematado en una goma, pese a lo cual, daba una impresión singularmente juvenil. Marcello lo observó con atención mientras se acercaba con lentitud al banco, y se preguntó de dónde le venía al viejo aquel aire de juventud; luego comprendió: le daba aquel aspecto joven la forma del peinado, con la raya a un lado, y la corbata de mariposa, verde, sujeta al cuello de una camisa vivaz, de rayas rojas y blancas. El viejo caminaba con la cabeza baja; pero tan pronto como llegó al banco, la levantó, y Marcello pudo ver que tenía los ojos azules, límpidos, de una dureza ingenua y también juveniles. Finalmente se sentó, con gran trabajo, junto a Marcello, y el chófer, que lo había seguido paso a paso, le alargó inmediatamente un pequeño envoltorio de papel blanco. Luego, tras una breve inclinación, volvió al coche, subió al mismo y permaneció firme en su puesto, tras el parabrisas.

Marcello, que había seguido con los ojos la llegada del viejo, los mantenía ahora bajos, reflexionando. Habría querido no haber experimentado jamás tanto horror a la vista de aquel coche, tan parecido al de Lino; y ya sólo esto era para él motivo de turbación. Pero lo que más lo espantaba era la viva, turbia y acre sensación de sumisión, de impotencia y de servidumbre que acompañaba a la repugnancia. Era como si todos aquellos años no hubiesen pasado o, peor aún, hubiesen pasado en vano, y él fuese aún el muchacho de otro tiempo, y en el coche lo esperase Lino, y él se dispusiera a subir al auto, obediente a la invitación de Lino. Le parecía sentir una vez más el antiguo chantaje, pero esta vez no era ya Lino el que se lo hacía, con el señuelo de una pistola, sino su propia carne, memorable y turbada. Aterrorizado por la reaparición imprevista y perturbadora de un fuego que creía ya apagado, exhaló un suspiro y se hurgó mecánicamente en los bolsillos, en busca de los cigarrillos. Inmediatamente, una voz le dijo, en francés:

—¿Cigarrillos? Aquí los tiene. —Volvióse y vio que el viejo, con su rojiza mano, algo temblorosa, le alargaba un paquete, intacto, de cigarrillos americanos. Mientras tanto lo miraba con expresión singular, imperiosa y benévola a la vez. Marcello, lleno de embarazo, y sin darle las gracias, tomó el paquete, lo abrió apresuradamente, sacó un cigarrillo y devolvió el paquete al viejo. Pero éste, cogiendo el paquete y metiéndolo, con mano autoritaria, en el bolsillo de Marcello, dijo en tono alusivo—: Son para usted. Puede quedárselos.

Marcello sintió que enrojecía y luego empalidecía, por no sabía que mezcla de ira y de vergüenza. Por suerte para él, detuvo la mirada en sus propios zapatos; estaban blancos de polvo y deformados por lo mucho que había andado. Entonces pasó por su mente la idea de que tal vez el viejo lo hubiese confundido con algún mendigo o desocupado; y entonces se apagó su cólera.

Sin ostentación, simplemente, se sacó el paquete del bolsillo y lo dejó sobre el banco, entre los dos.

Pero el viejo no advirtió su restitución, pues no reparaba ya en él. Marcello lo vio abrir el paquete que le había entregado el chófer y sacar de él un trozo de pan. Lo partió lenta y laboriosamente, con sus temblorosas manos, y tiró al suelo dos o tres pedacitos. Inmediatamente, de uno de los frondosos árboles que daban sombra al banco, voló hasta el suelo un gorrión gordito y familiar. Dando saltitos, llegó hasta uno de los pedazos de pan, volvió la cabeza dos o tres veces para mirar a su alrededor y luego cogió con el pico el pan y empezó a devorarlo. El viejo dejó caer tres o cuatro pedazos más, y otros pájaros bajaron de las ramas a la acera. Con el cigarrillo encendido entre los labios y los ojos entreabiertos, Marcello observaba la escena. El viejo, aunque inclinado y con las manos temblorosas, conservaba en realidad algo de la adolescencia, o, mejor aún, no era necesario realizar un gran esfuerzo para imaginarlo adolescente. De perfil, su boca sonrosada y caprichosa; su nariz recta y grande; sus cabellos rubios, que le caían en un mechón casi travieso sobre la frente, hacían incluso pensar en que había sido un adolescente agraciado; tal vez uno de aquellos atletas nórdicos que unen la gracia de la muchacha a la fuerza viril. Doblado sobre sí mismo, con la cabeza pensativamente inclinada sobre el pecho, desmenuzó todo el pan y se lo echó a los pajaritos. Luego, sin moverse ni volverse, y siempre en francés, preguntó:

—¿De qué país es usted?

—Italiano —respondió brevemente Marcello.

—¿Cómo no se me habrá ocurrido? —exclamó el viejo dándose, con vivacidad colérica, un fuerte golpe en la frente—. Me estaba preguntando precisamente dónde habría podido yo ver un rostro como el suyo, tan perfecto. ¡Estúpido, pues en Italia, qué diablos! ¿Y cómo se llama usted?

—Marcello Clerici —respondió Marcello, tras un momento de titubeo.

—Marcello —repitió el viejo levantando la cabeza y mirando ante sí. Siguió un largo silencio. El viejo parecía reflexionar o, mejor —como pensó Marcello—, esforzarse en recordar algo. Finalmente, con aire triunfal, se volvió hacia Marcello y recitó—: «Heu miserande puer, si qua fata aspera rumpas, tu Marcellus eris.» —Eran versos que Marcello conocía muy bien, por haberlos traducido en la escuela y porque entonces le habían atraído las bromas de sus compañeros. Pero dichos en aquel momento, tras el ofrecimiento del paquete de cigarrillos, aquellos famosos versos adquirieron un sentido desagradable de estúpida lisonja. Este sentido se trocó en irritación cuando vio que el viejo le lanzaba una mirada que lo abarcó de la cabeza a los pies y luego le informó—: Virgilio.

—Sí, Virgilio —repitió secamente—. Y usted, ¿de dónde es?

—Inglés —contestó el viejo hablando de pronto, peregrinamente, en un italiano áulico y, tal vez, irónico. Luego, más peregrinamente aún, mezclando el napolitano con el italiano—: Yo he vivido en Nápoles muchos años. ¿Eres napolitano?

—No —contestó Marcello, desconcertado por aquel tuteo inesperado.

Ahora los pájaros, tras haber acabado con el pan, habían vuelto a las ramas de los árboles; unos pasos más allá, junto a la arena, el Rolls Royce estaba parado, esperando. El viejo cogió el bastón y se puso en pie fatigosamente, diciendo a Marcello en tono de mando, esta vez en francés:

—¿Quiere acompañarme hasta el coche? ¿Le molestaría darme el brazo? —Mecánicamente, Marcello le extendió el brazo. El paquete de cigarrillos había quedado en el banco, en el mismo sitio en que Marcello lo había dejado—. Olvida usted los cigarrillos —dijo el viejo designando el objeto con la punta del bastón. Marcello fingió no haberlo oído y dio el primer paso hacia el coche. Pero esta vez el viejo no insistió y se puso a andar a su lado. El viejo caminaba lentamente, con mucha mayor lentitud que cuando, antes, andaba solo; y con la mano se apoyaba en el brazo de Marcello. Pero esta mano no permanecía quieta: iba arriba y abajo por el brazo del joven, con una caricia ya posesiva. Marcello sintió de pronto que le faltaba la respiración y, levantando los ojos, comprendió por qué: el coche estaba allí, los esperaba a ambos, y él, como comprendió, sería invitado a subir al mismo, como muchos años antes. Pero lo que más lo aterraba era saber que no rechazaría la invitación. Con Lino había habido, además del deseo de poseer la pistola, una especie de inconsciente coquetería. Con éste —como se dio cuenta con estupor—, casi la memorable sujeción de quien, habiendo estado ya sometido en el pasado a una oscura tentación, cogido por sorpresa, tras muchos años, por la misma insidia, no encuentra razones para oponerse a ella. Como si Lino hubiese gozado con él, pensó; como si él, en realidad, no hubiese resistido a Lino y no lo hubiese matado. Estos pensamientos pasaron con toda rapidez por su mente, como si, más que pensamientos, hubiesen sido iluminaciones. Luego levantó la vista y vio que habían llegado junto al coche. El chófer se había apeado y esperaba junto a la portezuela abierta, con la gorra en la mano. El viejo, sin soltarle el brazo, dijo—: ¿Quiere usted subir?

Marcello respondió en seguida, contento de su propia resolución:

—Gracias, pero tengo que ir a mi hotel. Me espera mi esposa.

—¡Pobrecita! —exclamó el viejo con maliciosa familiaridad—. Hágala esperar un poco. Le hará bien.

O sea, que había que explicarse, pensó Marcello. Dijo:

—No nos entendemos. —Titubeó unos momentos y luego captó con el rabillo del ojo a un joven vagabundo que se había detenido junto al banco en el que había quedado el paquete de cigarrillos y añadió—: Yo no soy lo que usted cree… Tal vez busque usted a uno de aquéllos —y señaló al vagabundo, que, en aquel momento, con un rápido movimiento, se metía furtivamente el paquete en el bolsillo.

El viejo miró también hacia el banco, sonrió y contestó con descarada jocosidad:

—De ésos tengo cuantos quiero.

—Lo lamento —dijo fríamente Marcello, sintiéndose del todo seguro; e hizo ademán de marcharse. El viejo lo retuvo:

—Permítame, por lo menos, que lo acompañe.

Marcello titubeó y luego miró el reloj.

—Muy bien, acompáñeme, si es que eso le gusta.

—Me gusta mucho. —Subieron, en primer lugar, Marcello, y luego, el viejo. El chófer cerró la portezuela y subió rápidamente a su puesto—. ¿Dónde? —preguntó el viejo. Marcello dio el nombre del hotel. El viejo, volviéndose hacia el chófer, dijo algo en inglés. El coche partió. Era un coche silencioso y cómodo, como comprobó Marcello mientras el automóvil corría rápida y tácitamente bajo los árboles de las Tullerías, en dirección a la plaza de la Concordia. El interior estaba forrado de fieltro gris; un florero de cristal, de forma antigua, fijado en la portezuela, contenía algunas gardenias. El viejo, tras un momento de silencio, se volvió hacia Marcello y dijo—: Perdóneme por lo de los cigarrillos. En verdad lo había confundido con un pobre.

—No importa —respondió Marcello.

Después de un nuevo silencio, prosiguió el viejo:

—Raramente me equivoco… Habría jurado que usted… Estaba tan seguro, que casi me avergoncé de recurrir al pretexto de los cigarrillos. Estaba convencido de que bastaría una mirada.

Hablaba con desenvoltura cínica, alegre, cortés. Y no cabía duda de que el viejo seguía considerando a Marcello un invertido. Su tono de complicidad era tan autoritario, que Marcello sintióse casi tentado a complacerlo y contestar. «Sí, quizá tenga usted razón. Lo soy… sin saberlo, contra mi voluntad… Y he tenido la confirmación de ello al aceptar subir a su coche.» Pero, en vez de ello, dijo secamente:

—Se ha equivocado usted; eso es todo.

—Ya. —El coche daba ahora la vuelta en torno al obelisco de la plaza de la Concordia. Luego se detuvo de pronto ante el puente. El viejo dijo—: ¿Sabe usted qué me lo hizo pensar?

—¿Qué?

—Sus ojos… tan dulces, tan acariciadores, pese a esforzarse por mostrarse duros. Ellos hablan, contra su voluntad.

Marcello no dijo nada. El coche, tras una breve parada, reanudó su marcha, cruzó el puente y, en vez de coger la calzada que corría a lo largo del Sena, se adentró por la calle abierta tras la Cámara de los Diputados. Marcello, sobresaltado, se dirigió al viejo:

—Mi hotel está junto al Sena.

—Vamos a mi casa —dijo el viejo—. ¿No quiere usted venir a beber algo? Lo entretendré sólo un rato. Luego podrá volver al lado de su esposa.

De pronto, Marcello pareció experimentar de nuevo aquella sensación de humillación y de furor impotente de muchos años atrás, cuando los compañeros le pusieron una falda al grito de «¡Marcellina!». Lo mismo que aquellos compañeros, el viejo no creía en su virilidad; y lo mismo que sus compañeros, se obstinaba en considerarlo como una especie de mujer. Dijo entre dientes:

—Le ruego que me lleve al hotel.

—Pero, ¿por qué? Si se trata sólo de un momento…

—He subido sólo porque se me había hecho tarde y me resultaba cómodo que me acompañara usted… Pues bien, acompáñeme.

—Es extraño. Habría dicho que le gustaba que lo raptaran. Todos ustedes son así. Tienen necesidad de ser tratados con violencia.

—Le aseguro que se equivoca al adoptar ese tono conmigo. No soy en modo alguno lo que usted cree. Ya se lo he dicho y se lo repito ahora.

—¡Cuán sospechoso es usted…! ¡No creo nada…! ¡Vamos, no me mire de esa forma!

—Usted lo ha querido —dijo Marcello; y se llevó la mano al bolsillo interior de la americana. Al salir de Roma había cogido una pistola pequeña; y, en vez de dejarla en la maleta, para que Giulia no sospechara, la llevaba siempre consigo. Sacó el arma del bolsillo y la apuntó discretamente, de modo que el chófer no pudiera verla, hacia la americana del viejo. Éste lo contemplaba con aire de afectuosa ironía; luego bajó la cabeza. Marcello vio que se ponía serio de pronto, con una expresión perpleja y casi incomprensiva. Dijo—: ¿Ha visto usted? Y ahora ordene a su chófer que me lleve al hotel. —Inmediatamente, el viejo tomó la bocina y gritó el nombre del hotel de Marcello. El coche enlenteció su marcha y se desvió por una calle transversal. Marcello se metió la pistola en el bolsillo y dijo—: Así está bien.

El viejo no dijo nada. Parecía como si se hubiera repuesto de su sorpresa y miraba atentamente a Marcello, como estudiando su cara. El coche desembocó en la calzada que corría a lo largo del Sena y se deslizó junto al pretil. Marcello reconoció de pronto la entrada del hotel, con la puerta en tambor bajo la marquesina de cristal. El coche se detuvo.

—Permítame que le ofrezca esta flor —dijo el viejo, cogiendo una gardenia del recipiente y tendiéndosela a Marcello. Éste titubeó, y el viejo añadió—: Para su esposa.

Marcello cogió la flor, le dio las gracias y se apeó ante el chófer, que esperaba, descubierto, junto a la portezuela abierta. Le pareció oír —aunque tal vez fuera una alucinación— la voz del viejo que se despedía: «Adiós, Marcello», en italiano. Sin volverse, apretando la gardenia entre dos dedos, penetró en el hotel.