CAPÍTULO I

Con el sombrero en una mano, quitándose con la otra las gafas negras y metiéndoselas en el bolsillo de la chaqueta, Marcello entró en el vestíbulo de la biblioteca y preguntó al conserje dónde se encontraban las colecciones de periódicos. Luego se encaminó, sin prisa, por la larga escalera, a cuyo término el ventanal del primer piso resplandecía bajo la intensa luz de mayo. Sentíase ligero y casi vacío, en una sensación de perfecto bienestar físico, de vigor juvenil intacto. Y el traje nuevo que vestía —gris y de sencillo corte— añadía a esta sensación la no menos agradable de una elegancia seria y nítida, según sus gustos. En el segundo piso, tras haber rellenado la cartulina en la entrada, se dirigió hacia la sala de lectura, a un mostrador tras el cual había un anciano conserje y una muchacha. Esperó a que le tocara su tumo y luego entregó la cartulina, pidiendo la colección de 1920 del principal diario de la ciudad. Esperó pacientemente, apoyado en el mostrador mirando ante sí hacia la sala de lectura, en cuyo fondo se alineaban varias filas de mesas, cada una de ellas con una luz protegida por una pantalla verde. Marcello observó atentamente aquellas mesas, escasamente pobladas, en su mayor parte por estudiantes, y eligió mentalmente la suya: la última de la sala, al fondo a la derecha. La muchacha reapareció sosteniendo con ambos brazos el enorme libro encuadernado que formaba el periódico pedido por Marcello. Éste lo cogió y se fue hacia la mesa.

Dejó el libro sobre el plano inclinado de la mesa y se sentó, tirándose antes cuidadosamente de los pantalones hacia arriba sobre las rodillas. Luego, con tranquilidad, abrió el tomo y empezó a hojearlo. Los títulos habían perdido su primitiva intensidad luminosa, para adquirir un color negro verdoso; el papel era amarillento; las fotografías aparecían descoloridas, confusas, sin relieve. Observó que cuanto mayores eran los titulares, tanto más intensa era la sensación de futilidad y absurdidad: anuncios de acontecimientos que habían perdido importancia y significado ya la tarde misma del día en que habían aparecido y que ahora, clamorosos e incomprensibles, repugnaban no sólo a la memoria, sino también a la imaginación. Como pudo comprobar, los titulares más absurdos eran aquellos que llevaban bajo la noticia un comentario más o menos tendencioso: con su mezcla de vivacidad sugestiva y de total carencia de eco, hacían pensar en las extravagantes vociferaciones de un loco, que ensordecen, pero no afectan para nada. Marcello comparó su sentimiento frente a aquellos títulos, con el que imaginaba experimentar frente al título que le interesaba, y se preguntó si también la noticia que buscaba despertaría en él el mismo sentimiento de absurdo y vacío. Éste era, pues, el pasado —pensó mientras seguía pasando las páginas—: aquel ruido que había enmudecido; aquella furia que se había apagado, y hasta la materia misma del periódico, aquel papel amarillento que pronto se desmenuzaría y se convertiría en polvo, le daba un carácter vulgar y despreciable. El pasado estaba hecho de violencias, de errores, de engaños, de frivolidades y de mentiras, pensó mientras seguía leyendo, unas tras otras, las noticias en las páginas. Y éstas eran las únicas cosas que, día tras día, consideraban los hombres dignas de ser publicadas y con las cuales se entregaban a la memoria de la posteridad. La vida normal y profunda estaba ausente de aquellas hojas. Pero incluso él mismo, mientras se hacía estas reflexiones, ¿qué buscaba en aquellas páginas sino el testimonio de un delito?

No tenía prisa por encontrar la noticia que le interesaba, aunque sabía con precisión la fecha y pudiese encontrarla con toda seguridad. He aquí el veintidós, el veintitrés, el veinticuatro de octubre de 1920: se acercaba cada vez más, al volver cada página, a aquello que consideraba el hecho más importante de su vida; mas el periódico no preparaba el anuncio, no registraba sus preliminares. Entre todas aquellas noticias, que no le interesaban en lo más mínimo, la única que le afectaba aparecería de pronto, sin previo aviso, como aflora en la superficie, subiendo desde la profundidad del mar, un pez saltando tras un cebo. Trató de tomarlo a broma, pensando: «En vez de estos grandes titulares sobre los acontecimientos políticos, tendrían que haber impreso: “Marcello ve por primera vez a Lino; Marcello le pide la, pistola; Marcello acepta subir al coche.”» Pero, de pronto, la burla murió en su mente, y una repentina turbación le cortó la respiración: había llegado a la fecha que buscaba. Volvió apresuradamente la página, y en la crónica negra, tal como esperaba, encontró la noticia, con un título sobre una columna: Mortal accidente.

Antes de leer miró a su alrededor, como si temiera ser observado. Luego bajó los ojos sobre el diario. La noticia decía: «Ayer, al chauffeur Pasquale Seminara, que vivía en via della Camilluccia número 33, mientras limpiaba una pistola, se le disparó varias veces el arma inadvertidamente. Socorrido en seguida, Seminara fue trasladado con urgencia al hospital del Santo Spirito, donde los médicos le apreciaron una herida por arma de fuego en el pecho, en dirección al corazón, y consideraron el caso desesperado. En efecto, por la noche, pese a los cuidados que se le prestaron. Seminara dejó de existir.» La noticia no habría podido ser más concisa ni convencional, pensó en seguida mientras la releía. Sin embargo, pese a la aplicación de las manidas fórmulas del periodismo más anónimo, revelaba dos hechos importantes: El primero, que Lino había muerto en realidad, de lo cual había estado siempre convencido, aunque nunca había tenido el valor de comprobarlo. El segundo, que aquella muerte se había atribuido, sin duda por sugerencia del moribundo, a una desgracia casual. Así él estaba completamente al amparo de toda consecuencia: Lino había muerto, y su muerte no se le podría imputar jamás.

Pero si, finalmente, se había decidido a buscar en la biblioteca la noticia del hecho ocurrido hacía ya tantos años, no era para tranquilizarse. Su inquietud, no acallada del todo durante años, no había considerado nunca las consecuencias materiales del hecho. Por el contrario, había franqueado aquel día el umbral de la biblioteca para ver qué sentimiento le inspiraba la confirmación de la muerte de Lino. Aquel sentimiento —pensó— le diría si era aún el muchacho de otro tiempo, obsesionado por su fatal anormalidad, o el hombre nuevo, del todo normal, que había tratado de ser posteriormente y que estaba convencido de ser.

Experimentó un singular alivio, y, tal vez, más que alivio, estupor, al comprobar que la noticia impresa en el papel amarillo diecisiete años atrás no despertaba en su ánimo ningún eco apreciable. Pensó que le había ocurrido como a aquel que, tras haber tenido un vendaje, durante largo tiempo, en torno a una profunda herida, se decide, finalmente, a quitárselo y descubre, maravillado, que allá donde creía encontrar una cicatriz, ve la piel lisa y unida, sin señal de ninguna clase. Buscar la noticia en el periódico había sido como quitarse la venda; y el verse insensible significaba descubrirse curado. No habría sabido decir cómo se había producido aquella curación. Pero, sin duda, no había sido sólo el tiempo el que había conseguido tales resultados. También debía mucho a sí mismo, a su voluntad consciente, a través de todos aquellos años, el haber podido salir de la anormalidad y convertirse en un ser igual a los demás.

Con una especie de escrúpulo, separando los ojos del periódico y fijándolos en el vacío, quiso, sin embargo, pensar explícitamente en la muerte de Lino, cosa que desde entonces, instintivamente, había evitado siempre. La noticia del periódico estaba redactada en el lenguaje convencional de la crónica, de la gacetilla, y esto podía ser también un motivo de indiferencia y de apatía. Pero su reevocación no podía por menos de ser viva y sensible y, como tal, apta para despertar en su ánimo los antiguos terrores, si es que aún permanecían en él. Así, dócilmente, tras la memoria que, semejante a un guía imparcial y justo, lo conducía hacia atrás en el tiempo, rehizo el camino que recorriera de niño: La primera entrevista con Lino en la avenida; su deseo de poseer una pistola; la promesa de Lino; la visita a la villa; la segunda entrevista con Lino; la exaltación pederástica del hombre; él, apuntando con la pistola; el hombre que gritaba, histriónicamente, con los brazos abiertos, arrodillado junto a la cama: «¡Mátame, Marcello, mátame como a un perro!»; él, como si obedeciera, disparando; el hombre que caía sobre la cama, trataba de levantarse y permanecía inmóvil, reclinado sobre un costado. En seguida se dio cuenta, al examinar de arriba abajo todos estos pormenores, de que la insensibilidad que había notado ante la noticia del periódico se confirmaba y ampliaba en él. En efecto, no sólo no sentía remordimiento alguno, sino que ni siquiera afloraban a la inmóvil superficie de su conciencia los sentimientos de compasión, de rencor y de repugnancia por Lino que durante mucho tiempo le habían parecido inseparables de aquel recuerdo. En suma, no sentía nada, y un impotente tumbado junto al cuerpo desnudo y deseable de una mujer no podía mostrarse más inerte que su ánimo frente a aquel remoto acontecimiento de SU vida. Sintióse contento de aquella indiferencia, señal indudable de que entre el niño que había sido y el joven que hoy era no existía ya relación alguna, ni siquiera oculta, ni siquiera indirecta, ni siquiera adormecida. Era realmente otro, pensó una vez más mientras cerraba lentamente el tomo y se levantaba de la mesa; y aunque su memoria estuviese en condiciones de recordar mecánicamente cuanto había acaecido en aquel lejano octubre, en realidad toda su persona, hasta en sus más íntimas fibras, lo había olvidado ya.

Lentamente se dirigió a la oficina y devolvió el tomo a la bibliotecaria. Luego, siempre con la actitud llena de mesura y vigor que era su preferida, salió de la sala de lectura y, bajando la escalera, se dirigió hacia el vestíbulo. Era cierto —no pudo por menos de pensar al franquear el umbral y salir a la fuerte luz del día—: no habían despertado ningún eco en su ánimo la noticia impresa ni, luego, la reevocación de la muerte de Lino. Y, sin embargo, no se sentía ya tan descargado y libre como le había parecido al principio. Recordó la sensación que había experimentado al hojear las páginas del viejo periódico: como la de aquel que, al quitarse el vendaje de una herida, la encuentra, con sorpresa, perfectamente curada; y se dijo que tal vez» bajo la piel intacta, la antigua infección se incubaba aún en forma de absceso cerrado e invisible. Esta sospecha le venía confirmada no sólo por el carácter efímero de la tranquilidad que había experimentado durante un momento al descubrir que la muerte de Lino le era indiferente, sino también por la ligera y tétrica melancolía que, como un diáfano velo fúnebre, se interponía entre sus miradas y la realidad. Como si el recuerdo del asunto de Lino, aun disuelto por los poderosos ácidos del tiempo, hubiese extendido una sombra inexplicable sobre todos sus pensamientos y sentimientos.

Caminando lentamente por las calles pobladas y llenas de sol, trató de establecer una comparación entre el yo de diecisiete años antes y el de ahora. Recordó qué a los trece años era un muchacho tímido, algo afeminado, impresionable, desordenado, fantástico, impetuoso, pasional. Por el contrario, ahora, a los treinta, era un hombre que no podía considerarse tímido en modo alguno, sino más bien perfectamente seguro de sí mismo, masculino por completo en sus gustos y en sus actitudes, tranquilo, ordenado hasta el exceso, casi carente de imaginación, controlado, frío. Además, le pareció recordar que por aquel entonces había en él una riqueza tumultuosa y oscura. Por el contrario, ahora todo en él era claro, aunque, tal vez, algo apagado, y la pobreza y rigidez de sus escasas ideas y convicciones habían ocupado el lugar de aquella generosa y confusa abundancia. Finalmente, había sido propenso a la confidencia y expansivo; a veces, incluso exuberante. Ahora era introvertido, ecuánime, sin brío, si no propiamente triste, silencioso. Sin embargo, el rasgo más distintivo del cambio radical que se había producido en él en aquellos diecisiete años había sido la desaparición de una especie de exceso de vitalidad, constituido por la ebullición de instintos insólitos y, tal vez, incluso anormales; y ahora, en su lugar, había surgido, al parecer, una especie de mortificada y gris normalidad. Sólo la casualidad —siguió pensando— había impedido entonces que se sometiera a los deseos de Lino; y, sin duda, su actitud frente al chófer, llena de coquetería y despotismo femeninos, había contribuido, además de a una venalidad infantil, a una inclinación turbia e inconsciente de los sentidos. Pero en la actualidad era realmente un hombre como muchos otros. Se detuvo ante el espejo de un escaparate y se miró largamente, observándose con una indiferencia objetiva y carente de complacencia. Sí, no cabía duda de que era un hombre como muchos otros, con su traje gris, su sobria corbata, su figura alta y bien proporcionada, su cara redonda y morena, sus cabellos bien peinados, sus gafas negras. Recordó que en la universidad había descubierto de pronto, con una especie de alegría, que había por lo menos mil jóvenes de su edad que vestían, hablaban, pensaban y se comportaban como él. Ahora, tal vez habría que multiplicar dicha cifra por un millón. Era un hombre normal, pensó con despectiva y acre satisfacción; esto se hallaba fuera de toda duda, aunque no pudiese decir cómo había ocurrido.

De pronto recordó que había acabado los cigarrillos y entró en un estanco, en la galería de la Piazza Colonna. Se acercó al mostrador y pidió sus cigarrillos preferidos. En aquel preciso instante, otras tres personas pedían la misma marca de cigarrillos, y el estanquero diseminó rápidamente sobre el mármol del mostrador, ante las cuatro manos que tendían el dinero, cuatro paquetes idénticos que, con idéntico ademán, retiraron las cuatro manos. Marcello notó que tomaba el paquete, lo palpaba para ver si estaba lo bastante mullido y luego rompía el envoltorio de la misma manera que los otros tres. Observó también que dos de los tres se metían, como él, el paquete en un bolsillito interno de la chaqueta. Finalmente, uno de los tres, tan pronto como salió del estanco, se detuvo a encender el cigarrillo con un encendedor de plata, en todo semejante al suyo. Estas observaciones despertaban en su ánimo una complacencia casi voluptuosa. Sí, era igual que los otros, igual que todos. Igual que los que compraban los cigarrillos de la misma marca y con los mismos ademanes que los de él; también igual que aquellos que, al pasar una mujer vestida de rojo, se volvían para mirar de soslayo, y él con ellos, el temblor de las sólidas pantorrillas bajo el tejido sutil del vestido. Aunque, como para este último gesto, la semejanza tal vez fuese en él más deseada por imitación que originada por análoga conformidad de inclinaciones.

Un vendedor de periódicos bajo y deforme salió a su encuentro con un fajo de periódicos bajo el brazo, agitando un ejemplar y voceando fuerte, con el rostro congestionado por el esfuerzo, una frase incomprensible en la que, sin embargo, se podían reconocer las palabras: «Victoria» y «España». Marcello compró el periódico y leyó con atención el título que cubría toda la cabecera: una vez más, en la guerra de España, los franquistas habían conseguido una victoria. Se dio cuenta de que leía esta noticia con evidente satisfacción. Lo cual —como pensó— era un indicio más de su plena y absoluta normalidad. Había visto nacer la guerra ya en el primer título hipócrita: «¿Qué ocurre en España?» Y luego esta guerra se había ampliado, agigantado; se había convertido en una contienda no sólo de armas, sino también de ideas. Y él, poco a poco, se había dado cuenta de que participaba en ella con un sentimiento singular, independiente por completo de toda consideración política y moral (aunque tales consideraciones acudiesen con frecuencia a su mente), muy semejante al de un deportista entusiasta partidario de un equipo de fútbol, que apostase contra otro. Desde el principio había deseado que ganara Franco, sin animosidad ni furor, pero con un sentimiento tenaz y profundo, como si tal victoria hubiese tenido que aportar una confirmación de la bondad y exactitud de sus gustos y de sus ideas no sólo en el campo de la política, sino también en todos los otros. Quizá también había deseado y deseaba la victoria de Franco por gusto a la simetría; como alguien que, al amueblar su propia casa, se preocupase de poner en ella todos los muebles del mismo estilo. Le parecía leer esta simetría en los hechos de los últimos años, con un progresivo incremento de claridad e importancia: en primer lugar, el advenimiento del fascismo en Italia, luego en Alemania, después la guerra de Etiopía y, finalmente, la de España. Este progreso le gustaba, no sabía por qué; tal vez porque era fácil descubrir en él una lógica más que humana y porque el saberlo descubrir daba una sensación de seguridad e, infalibilidad. Por otra parte —como pensó mientras doblaba el periódico y se lo metía en el bolsillo—, no se podía decir que estuviese convencido de la bondad de la causa de Franco por razones políticas o de propaganda. Esta convicción había llegado a él de la nada, como es de creer que llegue a la gente ignorante y común; en suma, del aire, como se entiende cuando se dice que una idea está en el aire. Él era partidario de Franco como lo eran otras innumerables personas del todo corrientes, que poco o nada sabían de España, que apenas leían las cabeceras de los periódicos, que no eran cultas. O sea, por simpatía, dando a esta palabra un sentido completamente irreflexivo, alógico, irracional. Una simpatía de la que se podía decir, solamente en metáfora, que venía del aire. Pero en el aire sólo se encuentran el polen de las flores, los humos de las casas, el polvo y la luz, pero no las ideas. Esta simpatía, pues, venía de zonas más profundas y demostraba, una vez más, que su normalidad no era superficial ni estaba informada, racional y voluntariamente, por razones y motivos opinables, sino ligada a una condición instintiva y casi fisiológica, a una fe, en suma, que compartía con otros millones de personas. Él formaba un todo con la sociedad y el pueblo en que vivía; no era un solitario, un anormal, un loco, sino uno de ellos, un hermano, un ciudadano, un camarada. Y esto, después de haber temido tanto que el asesinato de Lino hubiese podido separarlo del resto de la Humanidad era consolador en extremo.

Por lo demás —pensó aún—, Franco u otro poco importaba, con tal de que hubiese un nexo, un puente, una señal de enlace y de comunión. Pero el hecho de que fuese Franco y no otro demostraba que, además de ser un indicio de comunión y de compañía, su participación sentimental en la guerra de España era también una cosa verdadera y justa. En efecto, ¿qué otra cosa podía ser la verdad sino algo para todos evidente, por todos creída y considerada indiscutible? Así, la cadena no tenía solución de continuidad y todos sus eslabones eran sólidos: desde su simpatía, anterior a toda reflexión, hasta la conciencia de que tal simpatía era compartida por millones de personas de la misma manera; desde esta conciencia hasta el convencimiento de que estaba en lo cierto; y desde el convencimiento de que estaba en lo cierto, hasta la acción. Porque —como pensó aún— la posesión de la verdad no solamente permitía la acción, sino que incluso la imponía. Era como una confirmación, que había de aportarse a sí mismo y a los demás, de su propia normalidad, que no sería tal si no fuese precisamente profundizada, remachada y demostrada una y otra vez.

Había llegado. El portalón del Ministerio se abría al otro lado de la calle, más allá de una doble fila de coches y autobuses en movimiento. Esperó un momento y luego se puso en marcha tras un gran automóvil negro que se dirigía precisamente hacia el Ministerio. Entró detrás del coche, dio al ujier el nombre del funcionario con el que deseaba hablar y luego se sentó en la sala de espera, casi contento de esperar como los demás, entre los demás. No tenía prisa, ni impaciencia, ni sensación de tolerancia por el orden y la etiqueta del Ministerio. Más aún, aquel orden y aquella etiqueta le agradaban, como indicios de un orden y de una etiqueta más vastos y generales, y se adaptaba a ellos de buena gana. Sentíase completamente tranquilo, frío; si acaso —aunque esto tampoco le era nuevo—, un poco triste; era una tristeza misteriosa que consideraba ya inseparable de su carácter. Siempre había estado triste de aquella manera, o, mejor aún, falto de alegría, como algunos lagos que tienen una montaña muy alta que se refleja en sus aguas y les impide recibir la luz del sol, lo cual las hace negras y melancólicas. Como es natural, si la montaña fuese removida de su sitio, el sol haría sonreí» las aguas; pero la montaña está siempre allí, y el lago está triste. Él estaba triste como esos lagos; pero no habría sabido decir qué era aquella montaña.

La sala de espera —una pequeña estancia anexa a la portería del palacio— estaba llena de gente heterogénea, precisamente lo contrario de lo que habría podido esperarse encontrar en la antesala de un Ministerio como aquél, famoso por la elegancia y mundanalidad de sus funcionarios. Tres individuos de aspecto crapuloso y siniestro, tal vez informadores y agentes de paisano, fumaban, y parloteaban en voz baja junto a una mujer joven, de cabellos negros y rostro blanco y sonrosado, pintada y vestida escandalosamente; se trataba, según todas las apariencias, de una mujer de mala vida del género más bajo. Había también un viejo, pulcramente vestido de negro, aunque con pobreza, de bigote y barba blancos; tal vez un profesor. Y también una mujer delgada, de cabellos grises y expresión anhelante y ansiosa; quizá una madre de familia. Y, por fin, él.

Observó a hurtadillas a toda aquella gente, con una viva sensación de repugnancia. Siempre le ocurría lo mismo: pensaba que era normal, semejante a todos los demás, cuando se representaba a la multitud en forma abstracta, como un gran ejército positivo y unido por los; mismos sentimientos, por las mismas ideas, por los mismos objetivos, y del que era consolador formar parte. Pero tan pronto como los individuos afloraban al exterior de aquella multitud, la ilusión de normalidad se rompía contra su diversidad, no se reconocía en modo alguno en ellos e incluso sentía repugnancia y desapego. ¿Qué había en común entre él y aquellos tres torvos y vulgares individuos, entre él y aquella mujer de la calle, entre él y aquella madre agotada y sencilla? Nada, salvo aquella repugnancia, aquella lástima.

—¡Clerici! —gritó la voz del ujier. Él se sobresaltó y se puso en pie—. La primera escalera a la derecha. —Sin volverse, se encaminó hacia el lugar designado.

Subió por una ancha escalera, en medio de la cual serpenteaba una alfombra roja, y se encontró, después del segundo tramo, en un amplio rellano, al cual daban tres grandes puertas de dos batientes. Se dirigió hacia la del medio, la abrió y se encontró en un salón envuelto en la penumbra. Había una larga mesa maciza y, sobre ella, en medio, un mapamundi. Marcello dio unas vueltas por el salón —que probablemente no se usaba, según permitían deducir los sofás alineados junto a las paredes—; luego abrió una de las muchas puertas y se asomó a un pasillo vacío y estrecho, jalonado por armarios de cristales. En el fondo del pasillo se entreveía una puerta entornada, de la que salía una faja de luz. Marcello se acercó, titubeó un momento y luego, poco a poco, empujó la puerta con suavidad. No lo guiaba la curiosidad, sino el deseo de encontrar a un ujier que le indicara el despacho que buscaba. Asomándose por el intersticio de la puerta, comprobó que no era infundada su sospecha de haberse equivocado de lugar. Ante él se extendía una larga y estrecha estancia, suavemente iluminada por una ventana velada de amarillo. Ante la ventana había una mesa, y sentado a la mesa, de espaldas a, la ventana y de perfil, un hombre joven, de cara larga y sólida y de persona corpulenta. De pie contra la mesa, y de espaldas a él. Marcello vio a una mujer envuelta en un vestido ligero de grandes flores negras sobre fondo blanco y tocada con un amplio sombrero negro de alamares y gasas. Era muy alta y muy estrecha de cintura, pero ancha de hombros y de caderas, de largas piernas y sutiles tobillos. Se inclinaba hacia la mesa y hablaba despacio al hombre, que la escuchaba sentado, inmóvil, de perfil, mirando no a ella, sino a su propia mano, que, sobre la mesa se entretenía con un lápiz. Luego ella se puso al lado del sillón, frente al hombre, con el dorso apoyado en la mesa, cara a la ventana, en una actitud más confidencial. Pero el sombrero negro inclinado sobre el ojo impidió que Marcello pudiese distinguirle la cara. Ella titubeó, pero luego se inclinó al sesgo y, con un gesto desmañado, levantando una pierna, de la misma forma que se dobla uno bajo una fuente para recibir el chorro en la boca, buscó con sus labios los del hombre, el cual se dejó besar sin moverse ni dar a entender con ninguna señal que le gustara aquel beso. Ella se inclinaba hacia atrás, escondiendo su propio rostro y el del hombre bajo las anchas alas del sombrero; luego, vaciló, y habría perdido el equilibrio si el hombre no la hubiese cogido, ciñéndole la cintura con un brazo. Ahora, ella se había puesto en pie, tapando con su cuerpo el del hombre sentado, cuya cabeza tal vez acariciaba. El brazo del hombre seguía rodeándole la cintura; luego pareció aflojar la presión, y la mano, tosca y rechoncha, como atraída hacia abajo por su propio peso, se deslizó hasta los muslos de la mujer, donde permaneció abierta, con sus anchos dedos, semejante a un cangrejo o a una araña posada sobre una superficie lisa y esférica que rechaza de ella a su presa. Marcello ajustó de nuevo la puerta.

Volvió hacia atrás, por el pasillo, al salón del mapamundi. Cuanto había visto confirmaba la fama de libertino del ministro, porque era precisamente el ministro el hombre sentado que había entrevisto en aquella estancia y al que había reconocido inmediatamente. Pero —cosa curiosa—, no obstante su inclinación al moralismo, no empañaba en absoluto el fondo de sus convicciones. Marcello no experimentaba simpatía alguna por aquel ministro mundano y mujeriego; más aún, le era antipático; y la intrusión de la vida erótica en la de la oficina le parecía inconveniente en sumo grado. Pero todo esto no empañaba en lo más mínimo su creencia política. Era como cuando personas fidedignas le decían que otros personajes importantes robaban, o eran incompetentes, o se aprovechaban de las influencias políticas para —fines personales. Él registraba estas noticias con un sentido casi tétrico de indiferencia, como cosas que no le afectaban, desde el momento en que había hecho de una vez para siempre su elección y no pretendía cambiarla. Sentía también que tales cosas no le extrañaban porque, en cierta forma, las había experimentado, desde tiempo inmemorial, con su precoz conocimiento de los caracteres menos amables del hombre, Pero, sobre todo, advertía que no podía existir relación alguna entre su fidelidad al régimen y el moralismo demasiado rígido que informaba su propia conducta. Las razones de tal fidelidad tenían orígenes mucho más profundos que cualquier criterio moral, y no podían ser sacudidos por una mano que palpase unas caderas femeninas en una oficina estatal, o por un robo, o por cualquier otro delito o error. No habría podido decir con precisión cuáles eran estos orígenes. Entre ellos y su pensamiento se interponía el diafragma pálido y opaco de su obstinada melancolía.

Impasible, tranquilo, paciente, fue de una a otra puerta del salón, entrevió otro pasillo, se retiró, probó con una tercera puerta y, finalmente, se asomó a la antesala que buscaba. Había gente sentada en butacas en torno a las paredes, y engalonados ujieres permanecían de pie junto a las puertas. Él comunicó en voz baja a uno de aquellos ujieres el nombre del funcionario con el que deseaba hablar y luego fue a sentarse en una de aquellas butacas. Para entretener la espera, abrió de nuevo el periódico. La noticia de la victoria en España estaba impresa a toda plana, y esto, según advirtió; le molestaba, pues lo consideraba como un exceso de mal gusto. Leyó de nuevo el despacho, en negritas, que anunciaba la victoria, y luego pasó a una larga crónica; en cursiva. Pero la dejó casi en seguida, porque lo irritaba el estilo afectado y falsamente soldadesco del enviado especial. Se entretuvo un momento pensando cómo habría escrito él mismo aquel artículo. Y se sorprendió al pensar que, si hubiese dependido de él, no solamente el artículo de España, sino también todos los restantes aspectos del régimen, desde los menos importantes hasta los más vistosos, habrían sido completamente distintos. En realidad —pensó— no había casi nada en el régimen que no le desagradara profundamente. Y; sin embargo, éste era su camino, y había de permanecer fiel al mismo. Abrió de nuevo el periódico y hojeó por encima algunas otras noticias, evitando cuidadosamente los artículos patrióticos y de propaganda. Finalmente, levantó los ojos del periódico y miró en torno.

En la sala de espera sólo quedaba, en aquel momento, un anciano señor de cabeza redonda y canosa y semblante rollizo que reflejaba una expresión a la vez descarada, codiciosa y astuta. Vestía de color claro, cotí una chaqueta deportiva y juvenil que tenía un corte detrás; calzaba unos zapatos grandes con suela de goma y lucía en el pecho una corbata de colores chillones. Por sus ademanes parecía como si aquel Ministerio fuese su casa: Caminaba de arriba abajo por el salón e interpelaba con desenvuelta y humorística impaciencia a los ujieres, deferentes e inmóviles sobre los umbrales. Luego se abrió una de las puertas y salió por ella un hombre de mediana edad, calvo, delgado —aparte su vientre prominente—, de rostro consumido y amarillento, con los ojos perdidos en el fondo de amplias órbitas negras, de expresión pronta, escéptica e ingeniosa sobre sus rasgos agudos. El viejo corrió en seguida a su encuentro con una exclamación de jovial protesta. El otro le hizo un saludo ceremonioso y deferente, y luego el viejo, con gesto confidencial, cogió al hombre de rostro amarillento no por un brazo, sino por la cintura, como si se hubiese tratado de una mujer, y, caminando junto a él a través del salón, empezó a hablarle en voz muy baja, en tono susurrado y urgente. Marcello había contemplado la escena con mirada indiferente. Luego, dé pronto, advirtió, con sorpresa, que sentía un odio desatinado contra el viejo, aunque sin saber por qué. Marcello no ignoraba que en cualquier momento, y por los más diversos motivos, tan de improviso como un monstruo emerge de un mar en calma, podía aflorar, sobre la muerta superficie de su apatía habitual, uno de aquellos accesos de odio; pero cada vez se extrañaba de ello como de un aspecto desconocido de su propio carácter, que desmentía todos los demás, conocidos y seguros. Sentía, por ejemplo, que habría podido matar o hacer matar a aquel viejo con toda facilidad; más aún: que deseaba matarlo. ¿Por qué? Tal vez —pensó— porque el escepticismo —el defecto que más odiaba— estaba tan claramente pintado en aquel semblante rubicundo. O porque la chaqueta tenía el corte detrás, y el viejo, al meterse la mano en el bolsillo y levantar un lado de la misma, descubría la parte trasera de los pantalones, fláccida y con la amplitud suficiente como para dar una repugnante sensación de maniquí en el escaparate de un sastre. Sea como fuere, lo odiaba, y con tanta y tan insufrible intensidad, que prefirió, al fin, bajar de nuevo la vista sobre el periódico. Cuando la levantó de nuevo, tras un largo rato, el viejo y su compañero habían desaparecido y el salón estaba desierto.

Poco después, uno de los ujieres vino a susurrarle que podía pasar, y Marcello se levantó y lo siguió. El ujier abrió una de las puertas y lo dejó pasar. Marcello se encontró en una amplia estancia de techo y paredes pintados al fresco, en cuyo fondo había una mesa llena de papeles. Tras la mesa estaba sentado el hombre de rostro amarillento, al que ya había visto en la sala de espera. Al lado, otro hombre, al que Marcello conocía bien, pues era su inmediato superior en el Servicio Secreto. Al aparecer Marcello, el hombre de rostro amarillento, que era uno de los secretarios del ministro, se puso de pie. Por el contrario, el otro permaneció sentado y lo saludó haciéndole una señal con la cabeza. Este último, un viejo delgado con aspecto de militar, de cara rojiza y leñosa, con bigotes de negror e insipidez postiza de máscara, formaba —como pensó— un violento contraste con el secretario. En efecto, como sabía, era un hombre subordinado, rígido, honrado, acostumbrado a servir sin discutir, poniendo por encima de todo, incluso de la conciencia, aquello que consideraba su propio deber. Mientras que el secretario, por lo que podía recordar, era un hombre de especie más reciente y distinta por completo: ambicioso y escéptico, mundano, con vocación de intrigante que lo impulsaba incluso hasta la crueldad, fuera de toda obligación profesional y de todo límite de conciencia. Naturalmente, toda la simpatía de Marcello era para el viejo, entre otras cosas, porque le parecía descubrir en aquella cara rojiza y ajada la misma oscura melancolía que con tanta frecuencia lo oprimía a él también. Quizá, como él, el coronel Baudino advertía el contraste entre una fidelidad inmóvil y casi hechizada, que no tenía nada de racional, y los aspectos, demasiado a menudo deplorables, de la realidad cotidiana. Pero quizá —pensó mientras miraba al viejo— era sólo una ilusión; y él, como suele ocurrir, prestaba al superior sus propios sentimientos, como si esperase no ser el único en experimentarlos.

El coronel dijo secamente, sin mirar a Marcello ni al secretario:

—Éste es el doctor Clerici, del que le hablé hace ya algún tiempo.

Y el secretario, con una rapidez ceremoniosa y casi irónica, inclinándose sobre la mesa, le tendió la mano y lo invitó a sentarse. Marcello se sentó, y luego también lo hizo el secretario, que tendió una caja de cigarrillos y la ofreció primero al coronel, quien los rechazó, y luego a Marcello, que aceptó. Luego, el secretario, tras haber encendido también un cigarrillo, dijo:

—Clerici, estoy muy contento de conocerle. El coronel no hace más que cantar sus alabanzas. Por lo que parece, según se dice, es usted un as. —Subrayó con una sonrisa el «según dice» y luego prosiguió—: Hemos examinado su plan junto con el ministro y lo hemos considerado, sin más, óptimo. ¿Conoce usted bien a Quadri?

—Sí —respondió Marcello—, fue mi profesor en la Universidad.

—¿Y está usted seguro de que Quadri ignora la condición de funcionario de usted?

—Eso me parece.

—Es buena su idea de simular una conversación política con objeto de inspirar confianza y entrar en su organización e incluso conseguir, si es posible, que le confíen una misión en Italia —prosiguió el secretario bajando la mirada hacia la mesa, sobre una nota que tenía ante sí—: Hasta el ministro está de acuerdo en que se ha de intentar, sin tardanza, algo por el estilo. ¿Cuándo estará usted en condiciones de partir, Clerici?

—Tan pronto como sea necesario.

—Muy bien —replicó el secretario algo sorprendido, como si hubiese esperado una respuesta distinta—, muy bien. Sin embargo, hay un punto que conviene aclarar. Usted está conforme en llevar a cabo una misión, digámoslo así, más bien delicada y peligrosa. Hace un rato, hablando con el coronel, decíamos que, para no despertar sospechas, debería usted encontrar, pensar, inventar algún pretexto plausible que justifique su presencia en París. No digo que sepan quién es usted ni que estén en condiciones de descubrirlo. Pero, sea como fuere, nunca estarán de más todas las precauciones. Y tanto más cuanto que Quadri, como nos dice usted en su informe, no ignoraba, en su tiempo, sus sentimientos de lealtad hacia el régimen.

—Si no fuese por estos sentimientos —dijo Marcello secamente— no podría ni siquiera hablarse de la conversión que nos proponemos simular…

—Desde luego, desde luego… Pero no se va expresamente a París para presentarse a Quadri y decirle: Aquí estoy… Por el contrario, conviene que dé usted la impresión de encontrarse en París por motivos privados; en suma, no políticos… y que aproveche usted la ocasión para revelar a Quadri su crisis espiritual. Es necesario —concluyó de pronto el secretario levantando la mirada hacia Marcello— que combine usted la misión con algo personal, no oficial. —El secretario se volvió hacia el coronel y añadió—: ¿No le parece, coronel?

—Ése es también mi parecer —replicó el coronel sin levantar la mirada. Y añadió tras un momento—: Pero sólo el doctor Clerici puede encontrar el pretexto que le convenga.

Marcello inclinó la cabeza sin pensar nada. Le parecía que no había nada que contestar por el momento, ya que un pretexto de tal índole había que estudiarlo con calma. Estuvo a punto de responder: «Denme dos o tres días de tiempo para pensarlo», cuando, de improviso, su lengua empezó a hablar casi contra su voluntad:

—Me caso dentro de una semana… Se podría combinar la misión con el viaje de bodas…

Esta vez la sorpresa del secretario, aunque disimulada inmediatamente por un repentino entusiasmo, fue clara y profunda. Por el contrario, el coronel permaneció impasible por completo, como si Marcello no hubiese hablado.

—¡Estupendo, estupendo! —exclamó el secretario con aire desconcertado—. De manera que se casa usted, ¿verdad? No podría haberse encontrado un pretexto mejor. El clásico viaje de novios a París…

—Sí —dijo Marcello sin sonreír—, el clásico viaje de novios a París.

El secretario temió haberlo ofendido.

—Quiero decir que París es precisamente el lugar adecuado para un viaje de bodas. Por desgracia, yo no estoy casado… Pero si tuviera que casarme, creo que también yo iría a París… —Marcello no dijo nada esta vez. A menudo contestaba de esta manera a los que le resultaban antipáticos: con un silencio total. El secretario, para recuperarse, se volvió hacia el coronel—: Tenía usted razón, coronel. Sólo el doctor Clerici podía encontrar un pretexto semejante. Nosotros, aunque lo hubiésemos encontrado, no habríamos podido sugerírselo. —Esta frase, pronunciada en un tono ambiguo y semiserio, era, como pensó Marcello, de doble filo: podía ser en realidad un elogio, aunque algo irónico, como para decir: «¡Diablo, qué fanatismo!», o bien, por el contrario, ser la expresión de un sentimiento de estupefacto desprecio: «¡Qué servilismo! No respeta ni siquiera su propia boda.» Probablemente, como pensó, era ambas cosas, porque resultaba claro que ni siquiera para el secretario existía un límite preciso entre fanatismo y servilismo, medios ambos de los que se servía, según las circunstancias, para conseguir siempre los mismos fines. Con cierta complacencia, advirtió que también el coronel negaba al secretario la sonrisa que éste parecía impetrar con su frase de doble sentido. Siguió un momento de silencio. Ahora, Marcello miraba fijamente a los ojos del secretario, con una inmovilidad y una falta de sumisión que sabía y quería desconcertantes. Y, en efecto, el secretario no le devolvió la mirada y, de pronto, apoyándose con ambas manos sobre la mesa, se puso de pie—. ¡Bien! Entonces, coronel, se pondrá usted de acuerdo con el doctor Clerici para los detalles de la misión —y luego, volviéndose hacia Marcello—: Sin embargo, debe saber usted que contará con todo el apoyo del ministro… y mío, por supuesto. Más aún —añadió con afectada casualidad—, el ministro ha expresado su deseo de conocerlo personalmente. —Tampoco esta vez abrió la boca Marcello, limitándose a ponerse de pie y a hacer una ligera inclinación deferente. El secretario, que quizá esperaba palabras de gratitud, inició un movimiento de sorpresa, inmediatamente reprimido—: Quédese usted, Clerici; el ministro me ha ordenado que lo lleve directamente a su despacho.

El coronel se levantó y dijo:

—Clerici, ya sabe usted dónde puede encontrarme.

Tendió la mano al secretario, pero éste quiso a toda costa acompañarlo hasta la puerta, con una ceremoniosidad atenta y deferente. Marcello los vio estrecharse la mano; luego el coronel desapareció, y el secretario se dirigió de nuevo hacia él.

—Venga, Clerici. El ministro está ocupadísimo, pese a lo cual tiene mucho interés en verle y en manifestarle su complacencia. Es la primera vez que ve usted al ministro, ¿verdad? —Estas palabras fueron pronunciadas mientras atravesaban una antesala pequeña, contigua a la estancia del secretario, el cual se dirigió a una puerta, la abrió y desapareció mientras le hacía señales de que esperase; luego, casi inmediatamente, reapareció, invitándolo a seguirlo. Al entrar apareció ante Marcello la estancia larga y estrecha que poco antes había observado a través de la puerta entreabierta. Sólo que ahora la veía a lo ancho, con la mesa frente a él. Tras la mesa estaba sentado el hombre de cara larga y maciza y de persona corpulenta que había visto a hurtadillas mientras se dejaba besar por la mujer del enorme sombrero negro. Notó que la mesa estaba limpia, brillante como un espejo, sin papeles, con un gran tintero de bronce y una carpeta cerrada de cuero oscuro—. Excelencia, éste es el doctor Clerici —dijo el secretario.

El ministro se puso de pie y tendió la mano a Marcello, con una cordialidad atenta mucho más enfática que la del secretario, pero carente en absoluto de amenidad; más aún, francamente autoritaria.

—¿Cómo está, Clerici? —Hablaba pronunciando las palabras con cuidado y lentitud, imperiosamente, como si hubiesen estado cargadas de un significado particular—. Se me ha hablado de usted en términos muy elogiosos… El régimen necesita a hombres como usted. —El ministro se había sentado de nuevo y, sacándose un pañuelo del bolsillo, se sonó la nariz, sin dejar de examinar ciertos papeles que el secretario le iba presentando. Por discreción, Marcello se retiró hacia el ángulo más alejado de la estancia. El ministro iba examinando los papeles mientras el secretario le susurraba lentamente al oído; luego miró el pañuelo; Marcello vio que éste, de lino blanco, estaba manchado de rojo, y recordó que, al entrar, le había parecido que la boca del ministro era más roja de lo normal: el carmín de la mujer del sombrero negro. Aun sin dejar de examinar los papeles que le mostraba el secretario, sin descomponerse ni preocuparse de si era observado, el ministro empezó a frotarse fuertemente la boca con el pañuelo, mirándolo de cuando en cuando para comprobar si el carmín seguía resistiendo aún. Finalmente, acabaron a la vez el examen de los papeles y del pañuelo, y el ministro se puso de pie y tendió de nuevo la mano a Marcello—: Hasta la vista, Clerici. Como ya le habrá dicho mi secretario, la misión que se le encomienda cuenta con mi apoyo incondicional, completo.

Marcello se inclinó, estrechó la mano corta y rechoncha y siguió al secretario fuera de la estancia.

Volvieron al despacho del secretario. Éste dejó sobre la mesa los papeles examinados por el ministro y luego acompañó a Marcello a la puerta.

—Y ahora, Clerici, a la guarida del lobo —le dijo con una sonrisa—. Y felicidades por su boda.

Marcello le dio las gracias haciendo un gesto con la cabeza, una inclinación, y pronunciando una frase indistinta. El secretario, con una última sonrisa, le estrechó la mano. Luego se cerró la puerta.