CAPÍTULO I
Tan pronto como el tren se puso en movimiento Marcello abandonó la ventanilla a la que se había asomado para hablar con la suegra o, mejor dicho, para oír las palabras de la misma, y se metió en el compartimiento. Giulia siguió pegada a la ventanilla. Desde el compartimiento, Marcello podía verla en el pasillo, inclinada hacia delante y agitando el pañuelo con un ímpetu tan ansioso, que hacía patético aquel ademán, tan corriente por lo demás. Pensó que, sin duda, seguiría agitando el pañuelo mientras le pareciese entrever, de pie en el andén, la figura de su madre, allá a lo lejos. Y, para ella, el dejar de entreverla sería la señal más clara de la separación definitiva de su vida de muchacha. Separación temida y deseada a la vez y que, con la partida del tren, mientras la madre se quedaba en tierra, adquiría un carácter dolorosamente concreto. Marcello miró una vez más a su esposa inclinada sobre la ventanilla, envuelta en un vestido claro, que el gesto del brazo fruncía sobre sus formas salientes, y luego se dejó caer hacia atrás sobre los almohadones y cerró los ojos. Cuando los abrió, al cabo de unos minutos, su mujer no estaba ya en el pasillo, y el tren corría por el campo abierto: una llanura árida, sin árboles, envuelta ya en las penumbras del crepúsculo, bajo un cielo verde. De cuando en cuando, el terreno se levantaba en peladas colinas, y entre éstas aparecían pequeños valles, que se extrañaba de ver desiertos de casas y de figuras humanas. Algunos montones de ladrillos, en la cima de las colinas, confirmaban esta sensación de soledad. Era un paisaje lleno de paz —pensó Marcello—, que invitaba a la reflexión y a dejar volar la fantasía. Mientras tanto, al fondo de la llanura, sobre el horizonte, se había levantado la Luna, redonda, de un rojo sanguinolento, con una brillante estrella blanca a su derecha.
Su mujer había desaparecido, y Marcello deseó que tardase en volver por lo menos algunos minutos: quería reflexionar y, por última vez, sentirse solo. Ahora volvía con la memoria a las cosas que había hecho los últimos días y se daba cuenta de que, al recordarlas, experimentaba una convencida y profunda complacencia. Pensaba que aquélla era la única forma de cambiar su propia vida y cambiarse a sí mismo: actuar, moverse en el tiempo y en el espacio. Como de costumbre, le gustaban, sobre todo, las cosas que reforzaban sus lazos con un mundo normal, común, previsto. La mañana de su boda: Giulia, vestida ya de novia, que corría alegremente de una estancia a otra, entre un rumor de seda; él, que se metía en el ascensor con un ramillete de convalaria en la enguantada mano; su suegra, que, tan pronto como él entró, se arrojó en sus brazos sollozando; Giulia, que tiró de él hasta llevarlo tras la puerta de un armario para besarlo a su talante; dos amigos de Giulia, un médico y un abogado, y dos amigos suyos, del Ministerio; la salida para la iglesia, desde la casa, con la gente que miraba desde las ventanas, balcones y aceras, en tres coches: en el primero, él y Giulia; en el segundo, los testigos, y en el tercero, su suegra y dos amigas. Durante el trayecto había ocurrido un incidente singular. El automóvil se había detenido en un semáforo y, de pronto, alguien, desde fuera, se asomó a la ventanilla: una cara rojiza, barbuda, de frente calva y nariz saliente. Un mendigo. Pero en vez de pedir una limosna dijo, con voz ronca: «¿Me dan un caramelo, novios?», y, al mismo tiempo, metió la mano por la ventanilla. La súbita aparición de aquel rostro en la ventanilla y aquella mano indiscreta extendida hacia Giulia habían irritado a Marcello, que, tal vez con severidad excesiva, había contestado: «¡Fuera, fuera, nada de caramelos!» A lo cual el hombre, probablemente borracho, dijo a voz en grito: «¡Maldito seas!», y desapareció. Giulia, asustada, se había apretado a él, murmurando: «Nos traerá mala suerte»; y él, dándole golpecitos en la espalda, había contestado: «¡Tonterías…, era sólo un borracho!» Luego el coche volvió a ponerse en marcha, y la escena se borró en seguida de su memoria.
En la iglesia, todo se había desarrollado de una manera normal, o sea, tranquilamente solemne, ritual, ceremonioso. Una pequeña multitud de parientes y amigos se había distribuido entre los primeros bancos ante el altar mayor: los hombres, con trajes oscuros; las mujeres, con vestidos claros y primaverales. La iglesia. La iglesia, muy rica y adornada, estaba dedicada a un santo de la Contrarreforma. Tras el altar mayor, tras un dosel de bronce dorado, figuraba precisamente una estatua de este santo, en mármol gris, de tamaño superior al natural, con la mirada dirigida hacia lo alto y las palmas abiertas. Tras la estatua, el ábside se veía lleno de frescos a la manera barroca, agitada y vivaz. Giulia y él se habían arrodillado ante la balaustrada de mármol, sobre almohadones de terciopelo rojo. Los testigos se pusieron detrás de ellos, dos a dos, de pie. La función había sido larga, ya que la familia de Giulia había querido darle la máxima solemnidad. Desde el comienzo de la ceremonia, allá arriba, en el coro levantado sobre la puerta de entrada, un órgano había empezado a tocar, y no dejó de hacerlo durante toda la función, ora roncando en sordina, ora propagándose triunfalmente en notas clamorosas bajo las resonantes bóvedas. El sacerdote había estado muy lento, por lo que Marcello, tras haber observado con complacencia todos los pormenores de la ceremonia, que era precisamente tal como él la había imaginado y querido; tras haberse convencido de que estaba haciendo cuanto habían hecho millones de novios centenares de años antes que él, empezó a distraerse observando la iglesia. No era una iglesia bonita, pero sí muy grande, concebida y construida con intentos de solemnidad teatral, como todas las iglesias de los jesuitas. La enorme estatua del santo, arrodillado bajo el dosel en actitud estática, se erguía sobre un altar pintado de falso mármol, saturado de candelabros de plata, de recipientes llenos de flores, de estatuillas decorativas, de lámparas de bronce. Tras el altar se curvaba el ábside pintado al fresco por un artista de la época: Vaporosas nubes, que habrían podido muy bien figurar en el telón de un teatro de ópera, se hinchaban en un cielo azul atravesado por las espadas de luz de un sol oculto. Sobre las nubes había sentados varios personajes sagrados, audazmente pintados con más sentido decorativo que espíritu religioso. Entre ellos sobresalía, superándolos a todos, la figura del Padre Eterno. Y, de pronto, Marcello no pudo por menos de identificar, en aquella cabeza barbuda ornada con el triángulo, al mendigo que poco antes se había asomado a la ventanilla del coche para pedir caramelos y que luego lo había maldecido. En aquel momento, el órgano tocaba fuerte, con una severidad casi amenazadora, que no parecía dejar paso a ninguna dulzura. Y entonces, aquella semejanza, que en otras circunstancias lo habría hecho sonreír —el Padre Eterno vestido de mendigo asomándose a la ventanilla de un taxi para pedir caramelos—, había traído a su mente, sin saber por qué, los versículos de la Biblia, referente a Caín, que años después del asunto de Lino, al abrir un día la Biblia, cayeron casualmente bajo su mirada: «¿Qué has hecho? ¡Siento la sangre de tu hermano clamar a mí desde la tierra! Ahora tú eres maldito lejos de la tierra cuya boca ha sido abierta por tu mano para recibir la sangre de tu hermano. Cuando trabajes la tierra, no te dará ya su producto; andarás errante y fugitivo sobre la tierra. Dijo Caín a Yavé: ¿Tan grande es mi culpa como para no merecer perdón? He aquí que tú me expulsas hoy de la faz de esta tierra, y yo me habré de esconder lejos de tu presencia; andaré errante y fugitivo sobre la tierra, para que me mate cualquiera que me encuentre. Pero Yavé le dijo: ¡No será así! Cualquiera que mate a Caín, sufrirá una venganza siete veces mayor. Yavé puso así una señal sobre Caín, para que no lo matara cualquiera que pudiese encontrarlo.» Estos versículos le parecieron aquel día escritos expresamente para él, maldecido por su delito involuntario, pero, al mismo tiempo, convertido en sagrado e intangible precisamente por aquella maldición. Luego, tras haberlos releído y meditado varias veces, se había cansado, como suele ocurrir, de pensar en ellos, y los había olvidado. Pero aquella mañana en la iglesia, al contemplar la figura representada en el fresco, habían vuelto de nuevo a su memoria y, una vez más, le habían parecido a propósito para definir su caso. Fríamente, aunque no sin una profunda convicción de que ahondaba el instrumento del pensamiento en un terreno fértil en analogías y significados, mientras proseguía la ceremonia, había especulado sobre este punto. Si la maldición existía en realidad, ¿por qué había sido lanzada? Ante esta pregunta volvió a su mente la tenaz melancolía que lo oprimía, como la de aquel que se pierde, sabe que es inevitable el perderse y se dice que por lo menos con el instinto, si no con la consciencia, sabía que era un maldito. Mas no por haber matado a Lino, sino porque había tratado y seguía tratando aún de liberarse del peso del arrepentimiento, de corrupción y de anormalidad de aquel lejano delito, fuera de la religión y de sus sedes. Pero, ¿qué podía hacer? —pensó una vez más—; así era él y no podía cambiarse. En suma, no había en él mala voluntad alguna, sino sólo la aceptación honesta de la condición en que había nacido, del mundo en que vivía. Una condición lejana de la religión, un mundo que parecía haber sustituido la religión por otras cosas. Habría preferido sin duda confiar su vida a las antiguas y afectuosas personas de la religión cristiana: el Señor, tan justo; a la Virgen, tan maternal; a Cristo, tan misericordioso. Pero en el momento mismo en que sentía este deseo, se daba cuenta de que aquella vida no le pertenecía y, sin embargo, no podía confiarla a quien quisiera; que estaba fuera de la religión y no podía volver a ella, ni siquiera para purificarse y convertirse en normal. Pensó que la normalidad era ya otra cosa, o quizá se hallaba aún por venir y estaba siendo reconstruida fatigosa, dudosa, sangrientamente.
Casi como para confirmar estos pensamientos, en aquel momento miró, a su lado, a aquella que dentro de unos minutos sería su esposa. Giulia estaba arrodillada, con las manos juntas, el rostro y los ojos vueltos hacia el altar, como si estuviera arrebatada en un éxtasis alegre y lleno de esperanza. Y, sin embargo, al mirarla él, como si hubiese advertido en su persona aquella mirada de una manera semejante al contacto de una mano, se volvió en seguida y le sonrió con los ojos y con la boca. Fue una sonrisa tierna, humilde, grata, de una inocencia casi animal. Él le devolvió la sonrisa, aunque menos abiertamente, y luego, como brotado de aquella sonrisa, sintió, quizá por primera vez desde que la conocía, un impulso, si no propiamente de amor, por lo menos de profundo afecto, una mezcla de compasión y de ternura. Luego, por un momento, y extrañamente, le pareció desnudarla con la mirada, quitarle de su persona el atuendo nupcial, las ropas más íntimas, y ver sus senos, su vientre, verla florida, sana y joven, arrodillada, completamente desnuda, sobre aquel almohadón de terciopelo rojo, a su lado, en acción de cogerle las manos. Y también él se hallaba desnudo como ella. Y, fuera de toda consagración ritual, se disponían a unirse de verdad, como se unen los animales en los bosques. Y esta unión, creyese o no creyese él en el rito en que estaba participando, habría sido real, y de ella, como deseaba, habrían nacido hijos. Por primera vez, al hacer esta reflexión, le había parecido pisar un terreno firme y había pensado: «Dentro de poco, ésta será mi mujer… y la poseeré… y ella, una vez poseída, concebirá hijos… y esto, por ahora, a falta de algo mejor, será el punto de partida de la normalidad.» Pero en aquel momento vio a Giulia mover los labios en acto de oración, y ante aquel fervoroso movimiento de la boca le había parecido que, de pronto, se cubría su desnudez como por encanto, que quedaba vestida de nuevo con el ropaje nupcial, y comprendió que ella, por el contrario, creía firmemente en la consagración ritual de su unión. Y no le disgustó aquel descubrimiento; más aún, le causó una especie de alivio. Para Giulia, la normalidad no era, como para él, algo que se había de encontrar ni de reconstruir. Existía. Y Giulia estaba inmersa en tal normalidad, y, ocurriera lo que ocurriese, jamás saldría de ella.
Así, la ceremonia había concluido con suficiente emoción y afecto por su parte. Una emoción y un afecto de los que antes se había creído incapaz y que había sentido inspirados por motivos profundos y muy personales y no por la sugestión del lugar ni del rito. En resumidas cuentas, todo se había desarrollado según las reglas tradicionales, de modo que había satisfecho no sólo a aquellos que creían en estas reglas, sino también a él, que no creía en ellas, pero que actuaba de la misma forma que si creyese. Al salir del brazo de su esposa, en el momento que se detenía bajo la puerta, ante la escalinata de la iglesia, oyó que la madre de Giulia, detrás de él, decía a una amiga: «¡Es más bueno… más bueno…! ¿Has visto lo emocionado que estaba? ¡La ama tanto! Desde luego, Giulia no podría haber encontrado un marido mejor.»
Ahora, como colofón de estas reflexiones, sentía una impaciencia acre y celosa de reanudar su parte de marido en el punto en que, tras la ceremonia nupcial, la había dejado. Apartó la mirada de la ventanilla, que entretanto, al haber llegado la noche, se había llenado de una oscuridad negra y débilmente brillante, y miró hacia el pasillo, en busca de Giulia. Se dio cuenta de que casi sentía irritación por su ausencia, y esto le causó placer, porque le pareció un indicio de la naturaleza con la que, desde ahora, desempeñaría su papel. Al llegar a este punto se preguntó si debería poseer a Giulia en la incómoda litera del coche-cama, o bien esperar a que llegaran a S., donde acabaría la primera etapa de su viaje, y se dio cuenta de que, al pensar en esto, le acometía un repentino y fuerte deseo, y decidió poseerla ya en el tren. Así debía de ocurrir en semejantes casos —pensó—, y, por lo demás, así se sentía inclinado a actuar, ya por apetito carnal, ya por complacida fidelidad a su parte de esposo. Pero Giulia era virgen, de ello estaba bien seguro, y no sería fácil poseerla. Advirtió que casi le gustaría el que, tras haber intentado en vano violar aquella virginidad, tuviese que esperar la llegada al hotel de S. y la comodidad de una cama de matrimonio. Estas cosas —ridículas a fuerza de normalidad— les ocurrían a los recién casados, y él quería parecerse al más normal entre los normales, aun a costa de pasar por impotente.
Se disponía ya a asomarse al pasillo cuando se abrió la puerta y apareció Giulia. Llevaba sólo la falda y la blusa, pues se había quitado la chaqueta, que traía en el brazo. Sus florecientes senos pugnaban, exuberantes, por estallar bajo el lino blanco de la blusa, a la que transfundían un tenue color sonrosado de desnudez. En su rostro se reflejaba la luz de una alegre satisfacción. Sólo los ojos, más grandes, extenuados y lánguidos que de costumbre, parecían revelar un temblor anhelante, una turbación casi temerosa. Marcello observó todas estas cosas con complacencia: Giulia era verdaderamente la esposa que se disponía a entregarse por primera vez. Ella se inclinó torpemente (se movía siempre torpemente —pensó él—, pero era una torpeza amable, de animal sano e inocente) para cerrar la puerta y correr la cortinilla: luego, de pie ante él, trató de colgar la chaqueta en un gancho del portaequipajes. Pero el tren corría a gran velocidad. Al tomar impetuosamente un cambio de agujas, todo el coche pareció inclinarse y Giulia cayó encima de él. No sin malicia, ella remedió la caída sentándose en sus rodillas y rodeándole el cuello con los brazos. Marcello sintió sobre sus delgadas piernas todo el peso del cuerpo de ella y, maquinalmente, la ciñó por la cintura. Ella dijo lentamente:
—¿Me amas? —y, al mismo tiempo, inclinó el rostro buscando con su boca la de él. Se besaron largamente, mientras el tren seguía corriendo, al parecer, con una velocidad cómplice de aquel, beso, ya que, a cada sacudida, sus dientes chocaban entre sí, y la nariz de Giulia parecía querer entrar en la de él. Al fin se separaron, y Giulia, concienzudamente, sin bajar de sus rodillas, sacó del bolso un pañuelito y le limpió los labios mientras le decía—: Tienes por lo menos un kilo de carmín en los labios. —Marcello, dolorido, aprovechó una nueva sacudida del tren para hacer deslizar sobre el asiento aquel cuerpo pesado. Ella dijo—: ¡Malo! ¿No me quieres?
—Aún tienen que venir a preparar la litera —replicó él con cierto embarazo.
—Piensa —continuó ella sin transición, mirando alrededor— que es la primera vez que viajo en coche-cama.
Marcello no pudo por menos de sonreír ante la ingenuidad de aquel tono y preguntó:
—¿Te gusta?
—Sí, me gusta mucho —ella volvió a mirar en torno—. ¿Cuándo vendrán a preparar las camas?
—Pronto.
Callaron. Luego Marcello miró a su esposa y advirtió que también ella lo miraba, pero con una expresión distinta, casi con timidez y aprensión, aún conservando en su rostro la expresión encendida y feliz de pocos minutos antes. Ella se sintió observada y le sonrió como para excusarse y, sin abrir la boca, le cogió una mano entre las suyas. Luego, de sus ojos tiernos y líquidos, rodaron dos lágrimas por sus mejillas, seguidas de otras dos. Sin dejar de mirarlo, Giulia lloraba, tratando, a duras penas, de sonreírle entre las lágrimas. Finalmente, con ímpetu repentino, inclinó la cabeza y empezó a besarle furiosamente la mano. Marcello quedó desorientado ante aquel llanto. Giulia era de carácter alegre y poco sentimental, y era la primera vez que la veía llorar. Sin embargo, Giulia no le dio tiempo a formular suposición alguna, porque, poniéndose de pie, dijo apresuradamente:
—Perdóname si lloro. Pero he pensado que eres mucho mejor que yo y que soy indigna de ti.
—Ahora te pones a hablar como tu madre —dijo Marcello sonriendo.
La vio sonarse la nariz y luego responder con calma:
—No; mamá dice esas cosas sin saber por qué. Yo, en cambio, tengo mis razones.
—¿Qué razones son ésas?
Ella lo miró largamente y luego explicó:
—Debo decirte una cosa, después de la cual tal vez dejarás de amarme. Pero debo decírtela.
—¿De qué se trata?
Ella respondió lentamente, mirándolo con atención, como si hubiese querido sorprender en su rostro los inicios de la expresión de desprecio que temía:
—No soy como tú me crees.
—¿Qué quieres decir?
—Que no soy… bueno, que no soy virgen.
Marcello la miró y comprendió de improviso que no existía en realidad aquel carácter normal que había atribuido hasta entonces a su mujer. No sabía lo que podía esconderse bajo aquellos inicios de confesión, pero ya sabía con toda seguridad que Giulia no era, según sus palabras, la que él había creído. Sintió una sensación de anticipada saciedad ante la idea de lo que se disponía a oír, y casi un deseo de rechazar la confidencia. Pero, ante todo, debía tranquilizarla. Y esto le resultaría fácil, porque no le importaba realmente nada el hecho de que existiera aquella famosa virginidad. Respondió en tono afectuoso:
—No te preocupes… Me he casado contigo porque te quería mucho, y no porque fueses virgen.
Giulia dijo moviendo la cabeza:
—Sabía que tenías una mentalidad moderna y que no le darías mucha importancia a eso… Pero, de todas formas, tenía que decírtelo.
«Mentalidad moderna», no pudo por menos de pensar Marcello, casi divertido. La frase se parecía a Giulia y compensaba su falta de virginidad. Era una frase inocente, aunque de una inocencia distinta de la que él había supuesto. Tomándola por una mano, le dijo:
—Vamos, no pensemos más en ello —y le sonrió. Giulia le devolvió la sonrisa. Pero de nuevo, mientras le sonreía, se le llenaron los ojos de lágrimas y rebosaron por sus mejillas. Marcello protestó—: ¡Vamos, vamos!, ¿qué te pasa ahora? ¿No te he dicho que no me importa?
Giulia hizo algo singular. Le rodeó el cuello con los brazos, pero aplastó la cara contra el pecho de él y bajó la cabeza para que no pudiera verla Marcello.
—Debo decírtelo todo.
—¿Todo qué?
—Todo lo que me ha ocurrido.
—Ya te he dicho que no importa.
—Te lo ruego… Tal vez sea una debilidad, pero si no te lo digo, me parecería que te oculto algo.
—Pero, ¿por qué? —dijo Marcello acariciándole los cabellos—. Habrás tenido algún amante, alguien al que te parecería que querías mucho… o al que quizá querías de verdad. ¿Por qué habría de saberlo?
—¡No, no lo quería —respondió ella inmediatamente, casi con desprecio—, y jamás he creído que lo quería! Fuimos amantes puede decirse que hasta el día en que me prometí contigo. Pero no era un joven como tú, sino un viejo de sesenta años: repugnante, duro, malo, exigente. Un amigo de la familia. Ya lo conoces.
—¿Quién es?
—El abogado Fenizio —dijo ella brevemente.
Marcello se sobresaltó:
—Pero, ¿no era uno de los testigos?
—Sí. Hube de hacerlo por la fuerza. Yo no quería, pero no podía rechazarlo… Y ya es una gran cosa que me haya permitido casarme.
Marcello recordó que jamás había sentido simpatía por el tal abogado Fenizio, con el que se había encontrado con mucha frecuencia en casa de Giulia: un hombrecillo rubio, calvo, con gafas de oro, nariz puntiaguda que se arrugaba cuando reía y boca sin labios. Un hombre —como recordó también— muy tranquilo y frío, aunque, dentro de su calma y frialdad, agresivo y petulante de una manera característicamente desagradable. Y robusto. Un día en que hacía mucho calor, se había quitado la americana y remangado las mangas de la camisa, lo cual le permitió exhibir unos brazos blancos y gruesos, de turgentes músculos.
—Pero, ¿qué le encontrabas? —no pudo por menos de exclamar Marcello.
—Fue él el que encontró algo en mí. Y muy pronto. Fui su amante no un mes, ni un año, sino seis años.
Marcello hizo un rápido cálculo mental. Giulia tenía ahora veintiún años o poco más. Por tanto… Asombrado, repitió:
—¡Seis años!
—Sí, seis años… Tenía yo quince cuando… ¿me entiendes? —Como pudo observar, Giulia, aunque hablase de cosas que, según todas las apariencias, seguían doliéndole, conservaba el acostumbrado tono arrastrado y cándido de sus charlas más intrascendentes—. Se aprovechó de mí, puede decirse que el mismo día en que murió el pobre papá. Bueno, si no fue aquel mismo día, sí fue aquella semana… Por lo demás, puedo decirte incluso la fecha precisa: apenas ocho días después del funeral de mi padre, de quien —fíjate bien— era amigo íntimo y su hombre de confianza. —Calló por un momento, como para subrayar con su silencio la maldad de aquel hombre; luego prosiguió—: Mamá no hacía más que llorar, y, naturalmente, iba mucho a la iglesia. Él vino una tarde en que yo estaba sola en casa. Mamá había salido, y la criada estaba en la cocina. Yo estaba en mi cuarto, sentada a la mesita, tratando de hacer mis deberes escolares. Yo estudiaba entonces el quinto de secundaria y me preparaba para obtener mi diploma. Él entró de puntillas, se puso detrás de mí, se inclinó sobre los deberes y me preguntó qué estaba haciendo. Yo se lo dije, sin volverme. No sospechaba nada, en primer lugar, porque era inocente —y esto puedes creerlo, como una niña de dos años—, y luego porque él para mí era casi como un pariente. ¡Figúrate que lo llamaba tío! Pues bien, le dije que estaba preparando el tema de latín; y entonces, ¿sabes qué hizo? Me cogió por los cabellos, con una sola mano, pero fuertemente… Me lo hacía a menudo en son de juego, porque yo tenía unos cabellos magníficos, largos y ondulados, y él decía que eran una tentación para sus dedos. Al sentir que me tiraba de ellos, creí que se trataba de nuevo de una de sus acostumbradas bromas y le dije: «Déjame, que me haces daño»; pero él, en vez de dejarme, me obligó a ponerme de pie y, manteniendo siempre el brazo extendido, me guio hasta la cama, que, como ahora, se encontraba en el rincón junto a la puerta. ¡Fíjate si yo era inocente entonces, que aún no comprendí nada! Y recuerdo que le dije: «Déjame, tengo que hacer los deberes.» En aquel momento, él me soltó de los cabellos y…, pero no; no puedo decírtelo. —Marcello estaba a punto de decirle que continuara, creyendo que Giulia se avergonzaba de proseguir su confesión. Pero ella se había detenido sólo para graduar los efectos, y no tardó en continuar—: Aunque no había cumplido aún los quince años, estaba muy desarrollada, como una mujer… Bien, no quería decírtelo, porque sólo el recordarlo me causa malestar… Me soltó de los cabellos y me cogió por el pecho, pero tan fuerte, que no pude ni siquiera gritar y estuve a punto de desvanecerme… y tal vez me desvanecí de verdad… Luego, después de aquel apretón, no sé lo que ocurrió. Yo estaba tendida en la cama y él se hallaba a mi lado. Entonces medí cuenta de todo, me encontraba sin fuerzas y era como un objeto entre sus manos, pasiva, inerte, sin voluntad. Así, pudo hacer de mí lo que quiso. Más tarde lloraba, y él, para consolarme, me dijo que me amaba, que estaba loco por mí… en fin, las cosas de costumbre… Me dijo también —previendo que yo no me dejase convencer— que no le dijera nada a mamá si no quería que él nos arruinase. Al parecer, papá, últimamente, se había metido en algún negocio que había salido mal, y nuestra vida material dependía solamente de él. Después de aquel día volvió otras veces… pero sin regla, siempre cuando menos lo esperaba. Entraba en mi habitación de puntillas, se inclinaba sobre mí y me preguntaba con voz severa: «¿Has hecho ya los deberes? ¿No? Entonces, ven a hacerlos conmigo.» Y, como de costumbre, me cogía por el pelo y me llevaba a la cama con el brazo extendido. Ya te he dicho que tenía la manía de cogerme por el pelo —ella rio al recordar esta costumbre de su ex amante, y lo hizo casi cordialmente, como quien se ríe de un rasgo característico y amable—. Así estuvimos casi un año. Él seguía jurándome que me amaba y que si no hubiese tenido mujer e hijos, se habría casado conmigo. Yo no digo que no fuese sincero, pero si en verdad me quería, como afirmaba, había una sola manera de demostrármelo: dejándome en paz. Pues bien, al cabo de un año, desesperada ya, hice un intento por liberarme. Le dije que no lo quería y que no lo querría jamás; que no podía seguir adelante de aquel modo, que ya no me salía nada a derechas; que, por más que lo había intentado, no había podido obtener el diploma y que, si no me dejaba, tendría que abandonar los estudios. Y fíjate entonces lo que hizo: Fue a decirle a mamá que, habiendo comprendido mi carácter, estaba convencido de que yo no servía para estudiar y que, como ya tenía dieciséis años, lo más conveniente para mí era empezar a trabajar. Para comenzar me ofrecía un puesto de secretaria en su bufete. ¿Has entendido? Naturalmente, yo resistí cuanto pude; pero la pobrecita de mamá me dijo que era una ingrata, que él nos había ayudado y seguía ayudándonos mucho, que no debía dejar escapar una ocasión como aquélla. Total, qué al fin me vi obligada a aceptar. Una vez en el bufete, todo el día a su lado, no podía ni siquiera pensar en dejar «aquello». Así, reanudamos nuestras relaciones íntimas y, al fin, me acostumbré a ello y renuncié a rebelarme. Ya sabes lo que pasa en estos casos. Me parecía que ya no había esperanza para mí. Llegué a convertirme en fatalista. Mas cuando, hace ya un año, me dijiste que me querías, me fui directamente a verlo y le dije que aquella vez había terminado todo definitivamente. Pero, como es un hombre vil, protestó y me amenazó con ir a verte y explicártelo todo. Entonces, ¿sabes lo que hice yo? Cogí un abrecartas de punta muy aguda que había sobre la mesa y le puse la punta en la garganta diciéndole: «¡Si lo haces, te mato…!»; y poco después le precisé: «Él sabrá lo nuestro, como es justo, pero seré yo quien se lo diga, no tú. Tú, desde hoy, has dejado de existir para mí. Y si sólo intentas interponerte entre yo y él, te mataré. Yo iré a la cárcel, pero te mataré.» Y lo dije con un tono tal, que comprendió que hablaba en serio. Lo cierto es que desde entonces no ha vuelto a dar señales de vida, excepto para vengarse escribiendo aquella carta anónima en la que se habla de tu padre.
—Conque fue él, ¿verdad? —no pudo por menos de exclamar Marcello.
—Desde luego. Reconocí inmediatamente el papel y la máquina de escribir. —Ella calló por un momento, y luego, con repentina ansiedad, cogiendo a Marcello por la mano, añadió—: Ahora que te lo he contado todo, me parece encontrarme mejor. Pero quizá no habría debido decírtelo. Tal vez no puedas seguir soportándome y me odies.
Marcello no contestó, y durante largo rato permaneció en silencio. El relato de Giulia no había despertado en él ni odio contra el hombre que había abusado de ella, ni piedad hacia ella, víctima del abuso. Ya la propia manera apática y razonable, incluso en la expresión de la repugnancia y de la indignación, con que ella había hecho el relato, excluía sentimientos como el odio y la piedad. Por tanto, él mismo, como por contagio, sentíase inclinado a una consideración no diferente, mezcla de indulgencia y de resignación. Como máximo, tenía una sensación de estupor completamente física, desligada de todo juicio; algo así como si cayera en un vacío imprevisto. Y, de rebote, un recrudecimiento de su melancolía frente a aquella inesperada confirmación de una regla de decadencia respecto a la cual, por un momento, había esperado que Giulia pudiese constituir una excepción. Pero, extrañamente, no había resultado ilesa su convicción del carácter profundamente normal de la persona de Giulia. La normalidad —como comprendió en un momento— no consistía tanto en mantenerse alejados de ciertas experiencias, cuanto en el modo de valorarlas. La casualidad había querido que tanto él como Giulia tuviesen algo que ocultar en sus vidas y, en consecuencia, que confesarlo. Pero mientras él se sentía incapaz por completo de hablar de Lino, Giulia, por el contrario, no había titubeado en revelarle sus relaciones con el abogado, escogiendo para ello el momento más adecuado, según sus ideas, o sea, el de su matrimonio, que, en su concepto, debía abolir el pasado y abrirle un modo de vida completamente nuevo. Este pensamiento le causó cierto placer, porque, pese a todo, confirmaba la normalidad de Giulia, que consistía precisamente en la capacidad de redimirse con los medios tan habituales como antiguos de la religión y de los afectos. Abstraído en estas reflexiones, dirigió la mirada hacia la ventanilla, sin darse cuenta de que aquel silencio espantaba a su mujer. Sintió que ella trataba de abrazarlo y oyó su voz que le decía—: ¿No hablas? Luego es verdad… Te doy asco… Di la verdad: no puedes seguir soportándome y te doy asco.
Marcello habría querido tranquilizarla, e hizo un movimiento para volverse y corresponder a su abrazo. Pero un brusco sobresalto del tren desvió el gesto, por lo cual, sin quererlo, le dio un codazo en la cara. Giulia interpretó aquel golpe involuntario como un gesto de repulsa y se puso de pie inmediatamente. En aquel momento, el tren había entrado en un túnel, con un largo y plañidero silbido y un espesamiento de la oscuridad en los cristales de las ventanillas. Entre aquel fragor, redoblado por el eco de las bóvedas, le pareció oír como un lamento de llanto que partía de Giulia mientras ella, con los brazos extendidos hacia delante, vacilando y tropezando, se dirigía hacia la puerta del compartimiento. Sorprendido, sin levantarse, la llamó:
—¡Giulia!
La vio, por toda respuesta, siempre y de aquella forma vacilante y dolorosa, abrir la puerta y desaparecer en el pasillo.
Por un momento permaneció quieto, y luego, alarmado de improviso, se levantó y salió también. El compartimiento se encontraba a mitad del vagón, y en seguida vio a su mujer que se dirigía apresuradamente, por el desierto pasillo, hacia el extremo del vagón, hacia la puerta de salida. Al verla huir sobre la suave y gruesa alfombra, entre las paredes de caoba, acudió a su mente la frase que ella dijo a su ex amante: «¡Si hablas, te mato!» Y pensó que quizá hasta ahora había ignorado un aspecto de su carácter, al interpretar su cobardía por candidez. En aquel instante la vio inclinarse y agitar el tirador de la portezuela. De un salto llegó junto a ella, la cogió por los brazos y la obligó a ponerse derecha.
—Pero, ¿qué haces, Giulia? —preguntó en voz baja, pese al fragor del tren—. ¿Qué has creído? Ha sido el tren… Quería volverme y, sin querer, te he hecho daño.
Ella permanecía rígida entre sus brazos, como disponiéndose a agitarse. Pero al oír su voz, tan tranquila y sinceramente sorprendida, pareció calmarse de pronto. Tras un momento, e inclinando la cabeza, dijo:
—Perdóname; tal vez me haya equivocado, pero he tenido la impresión de que me odiabas y entonces he sentido el deseo de acabar para siempre… No era ningún gesto: si no hubieses venido, lo habría hecho.
—Pero, ¿por qué? ¿Qué es lo que has pensado?
La vio encogerse de hombros.
—Pues que no quería sufrir más… Para mí, casarme ha sido mucho más importante de lo que puedas imaginarte… Cuando me ha parecido entender que ya no podías soportarme más, he pensado: todo ha terminado… —Se encogió de nuevo de hombros y añadió, levantando finalmente la mirada hacia él y sonriéndole—: Piensa que te habrías quedado viudo apenas casado.
Marcello la miró durante un momento sin hablar. Evidentemente —pensó—, Giulia era sincera. No cabía la menor duda de que había dado al matrimonio mucha más importancia de cuanto él pudiera imaginarse. Entonces, con una sensación de estupor, comprendió que la sencilla frase indicaba una participación completa en el rito nupcial, el cual, para Giulia, a diferencia de él, había sido en realidad lo que debía ser, ni más ni menos. Por tanto, no es sorprendente que, tras una rendición tan apasionada, al llegar la primera desilusión, hubiese pensado en suicidarse. Se dijo que la actitud de Giulia era casi un chantaje: o me perdonas, o me quito la vida. Y una vez más experimentó una sensación de alivio al encontrarla tan semejante a como la había deseado. Giulia se había vuelto de nuevo y parecía mirar hacia la ventanilla. La ciñó por la cintura y le murmuró al oído:
—Ya sabes que te quiero.
Súbitamente, ella se volvió y lo besó, con una pasión tan impetuosa, que Marcello casi se asustó. Pensó que de aquel modo besan algunas devotas en las iglesias los pies de las estatuas, las cruces y las reliquias. Entretanto, el fragor del túnel se extinguía en el habitual traqueteo veloz de las ruedas que corrían al aire libre. Y ellos se separaron.
Luego permanecieron el uno junto al otro ante la ventanilla, cogidos por las manos, contemplando la oscuridad de la noche.
—Mira —dijo finalmente Giulia con voz normal—, mira allí abajo. ¿Qué será? ¿Un incendio?
En efecto, un fuego, semejante a una flor roja, brillaba ahora en medio del cristal oscuro. Marcello dijo: «Tal vez» y bajó la ventanilla. Desapareció de la noche el resplandor reflejado en el vidrio, el viento frío de la marcha rápida le azotó el rostro, pero la flor roja permaneció, no podría decirse si lejana o cercana, si alta o baja, misteriosamente suspendida en las tinieblas. Entonces, tras haber mirado largamente aquellos cuatro o cinco pétalos de fuego que parecían moverse y palpitar, dirigió la mirada hacia el talud de la vía férrea, sobre el cual, junto con su sombra y la de Giulia, corrían las débiles luces del tren, y sintió de pronto una sensación de agudo extravío. ¿Por qué estaba en aquel tren? ¿Y quién era la mujer que estaba a su lado? ¿Y adónde iba? ¿Y quién era él mismo? ¿Y de dónde venía? No le molestaba aquel extravío; por el contrario, le gustaba como una sensación que le era familiar y constituía tal vez el fondo mismo de lo más íntimo de su ser. «Soy como aquel fuego —pensó fríamente—, allá abajo, en la noche… Arderé y me apagaré sin razón, sin sucesión… Un poco de destrucción suspendida en la oscuridad.»
Se sobresaltó al oír la voz de Giulia que le advertía:
—Mira, ya deben de haber preparado las camas —y comprendió que para ella, mientras él se perdía en la contemplación de aquel fuego lejano, la cuestión era siempre el amor de ambos; o mejor, más precisamente aún, la próxima unión de sus dos cuerpos. Era, en suma, lo que estaba haciendo en aquel momento y nada más. Ella se había dirigido, no sin una especie de contenida impaciencia, hacia el compartimiento; y Marcello la siguió a cierta distancia. Se detuvo en la puerta para dejar salir al revisor y luego entró a su vez. Giulia, de pie ante el espejo, sin preocuparse de la puerta, que aún permanecía abierta, se quitaba la blusa, desabrochándola de abajo arriba. Le dijo sin volverse—: Coge tú la litera de arriba; yo me acostaré en la de abajo.
Marcello cerró la puerta, trepó a la litera y empezó a desnudarse inmediatamente, dejando sobre las redes prenda tras prenda. Desnudo, sentóse sobre la colcha, con las rodillas entre los brazos, esperando. Oyó a Giulia moverse, un vaso tintinear en el soporte de metal, un zapato caer sobre la alfombra del pavimento y otros ruidos. Luego, con un golpe seco, se apagaron las luces más fuertes, sustituidas por la claridad violeta de las luces nocturnas; y la voz de Giulia dijo:
—¿Quieres venir?
Marcello dejó colgando las piernas en su litera, dio media vuelta, puso un pie en la litera de abajo y se dobló en parte para entrar en ella. Al hacer aquel movimiento, vio a Giulia desnuda, en posición supina, un brazo en los ojos y las piernas extendidas y separadas. A la luz mortecina e incierta, el cuerpo aparecía de una fría blancura de madreperla, moteado de negro en las ingles y en las axilas y de rosa oscuro en los senos. Y se habría dicho exánime no sólo por aquella palidez mortuoria, sino también por la perfecta y abandonada inmovilidad. Pero tan pronto como Marcello se le puso encima, ella se agitó de repente, con un sobresalto violento de cepo que salta y se cierra y lo atrajo hacia sí echándole los brazos al cuello, a la vez que abría las piernas y reunía los pies a la altura de los riñones de Marcello. Más tarde lo rechazó con dureza y se acurrucó contra la pared, completamente doblada sobre sí misma, con la frente contra las rodillas. Y Marcello, tumbado junto a ella, comprendió que lo que ella le había sustraído con tanta furia y luego había cerrado y guardado con tanto celo en su propio vientre, no le pertenecía ya y crecería en ella. Y pensó que él había hecho aquello para poderse decir, por lo menos una vez: «He sido un hombre semejante a todos los demás hombres… He amado, me he unido a una mujer y he engendrado a otro hombre.»