CAPÍTULO II
Apenas le pareció que Giulia se había adormecido, Marcello se levantó de la cama, se puso de pie y empezó a vestirse. La habitación estaba inmersa en una penumbra fresca y transparente, que permitía adivinar la bella luz de junio en el cielo y sobre el mar. Era una habitación de hotel en la Riviera, alta y blanca, decorada con estucos azules en forma de flores, tallos y hojas, con muebles de madera clara del mismo estilo floreal que los estucos y, en un rincón, una gran palmera verde. Cuando estuvo vestido, se dirigió, de puntillas, hacia las persianas, las corrió un poco y miró hacia el exterior. Inmediatamente vio el mar, enorme y sonriente, que parecía más vasto por la perfecta claridad del horizonte, de un azul casi violeta, y en el que una ligera brisa parecía encender en cada ola diminutas flores brillantes de luz solar. Marcello transfirió su mirada del mar al paseo: Estaba desierto, no había nadie sentado en los bancos dispuestos cara al mar, a la sombra de las palmeras; nadie caminaba sobre el asfalto gris y terso. Tras contemplar largamente aquel cuadro, corrió las persianas y se volvió para mirar a Giulia, tendida en la cama. Estaba desnuda y dormía. La posición del cuerpo, reclinado de lado, ponía de relieve la redondez pálida y amplia de la cadera, cuyo tronco, como el tallo de una planta marchitada en un recipiente, parecía pender fláccido y sin vida. La espalda y las caderas —como Marcello sabía muy bien— eran las únicas partes sólidas y tensas de aquel cuerpo. En la otra parte, invisible, pero presente en su memoria, estaba la morbidez de su vientre, que rebosaba en suaves pliegues sobre la cama, y de sus senos, inclinados por el peso y uno sobre el otro. La cabeza, oculta tras los hombros, no se veía. Y Marcello, al recordar que había poseído a su mujer hacía sólo unos minutos, tuvo por un momento la sensación de estar mirando no a una persona, sino a una máquina de carne, bella y amable, pero brutal, hecha para el amor y sólo para el amor. Como arrancada del sueño por sus implacables miradas, ella se movió de pronto, suspiró profundamente y dijo con voz clara:
—Marcello.
Él se acercó solícito y respondió con afecto:
—Estoy aquí.
La vio volverse, transfiriendo de una parte a otra aquel peso de carne femenina, levantar los brazos a ciegas y ceñirlo por la cintura. Luego, con el rostro ofuscado por los cabellos, en una fricción lenta y tenaz de la nariz y de la boca, le buscó las ingles. Se las besó con una especie de humilde y apasionado fetichismo, permaneció un momento inmóvil abrazada a él y luego se derrumbó de nuevo sobre la cama, vencida por el sueño y con el rostro envuelto en los cabellos. Había vuelto a quedarse dormida en la misma posición de antes, sólo que había cambiado de lado y ahora dormía sobre el costado izquierdo en vez de sobre el derecho. Marcello cogió la americana de la percha, se dirigió, de puntillas, hacia la puerta, y salió al pasillo.
Bajó la amplia y sonora escalera, cruzó el umbral del hotel y salió al paseo. El sol, reverberado por el mar en miríadas de puntitos luminosos, lo deslumbró por un momento. Cerró los ojos, y entonces, como reclamado por la oscuridad, hirió su olfato un intenso y acre olor de orina de caballo. Los coches estaban allí, tras el hotel, en una fila de tres o cuatro, protegidos bajo una franja de sombra, con los cocheros dormidos sobre los pescantes y los asientos cubiertos con fundas blancas.
Marcello se dirigió al primero de la fila, subió a él y dio en voz alta la dirección:
—Via dei Glicini.
Vio cómo el cochero le lanzaba una breve mirada significativa y luego, sin decir palabra, estimulaba al caballo con el látigo.
El coche rodó un buen trecho por el paseo junto al mar, para entrar, al fin, en una breve calle de villas y de jardines. En el fondo de la calle se levantaba la colina ligur, ataviada con viñedos, luminosa, punteada por olivos grises, con alguna que otra casa rojiza, de grandes ventanas, erguida sobre la pendiente. La calle marchaba en línea recta hacia el flanco de la montaña. De pronto cesaron las aceras de asfalto, que cedieron su lugar a una especie de trazado herboso. El coche se detuvo, y Marcello levantó la mirada. Al fondo de un jardín se levantaba una casa de tres pisos, gris, de tejado negro compuesto por fragmentos de pizarra imbricados, y ventanas tipo buhardilla. El cochero dijo secamente:
—Es aquí —cogió el dinero y dio la vuelta rápidamente al caballo.
Marcello pensó que tal vez se había ofendido por haberlo tenido que llevar a aquel lugar. Pero quizá —como reflexionó mientras empujaba la verja— atribuía a aquel hombre la repugnancia que sentía él mismo.
Recorrió el sendero, encajonado entre dos setos polvorientos, y se dirigió hacia la puerta de vidrios policromados. Siempre había odiado aquellas casas, y no había estado en ellas más que dos o tres veces, en los años de su adolescencia, y siempre había salido con una sensación de repugnancia y de arrepentimiento, como de cosa indigna y que no habría tenido que hacer. Con verdadero asco, subió dos o tres escalones, empujó la puerta-vidriera, oyóse una escandalosa campanilla y se encontró en un vestíbulo pompeyano, ante una escalera de barandilla de madera. Reconoció el hedor dulzaino de polvos, de sudor y de semen masculinos. La casa estaba sumida en el silencio y en el torpor de la tarde estival. Mientras miraba a su alrededor, y saliendo sin saber de dónde, una especie de camarera vestida de negro, pequeña, avispada, con el rostro aguzado de un hurón animado por dos ojillos brillantes, se detuvo ante él con un «buenos días» retumbante, pronunciado con voz alegre.
—Tengo que hablar con la dueña —dijo él, quitándose el sombrero, tal vez con excesiva urbanidad.
—Sí, guapazo, hablarás con ella —respondió la mujer en dialecto—. Mientras tanto, ve a la sala. La dueña vendrá… Entra ahí. —Marcello, ofendido por aquel tuteo y por el equívoco, se dejó, sin embargo, empujar hacia una puerta entreabierta. Apareció ante él, envuelta en la leve penumbra, la sala común, ancha y rectangular, desierta, con los pequeños sofás forrados de tela roja alineados junto a las paredes. El suelo estaba lleno de polvo, como la sala de espera de una estación. También la tela de los sofás, lisa y sucia, confirmaba la desolación del lugar público, dentro de la intimidad y secreto de la casa. Marcello, vacilante, sentóse en uno de aquellos sofás. Al mismo tiempo, y a la manera de un vientre cuyas vísceras, tras una larga inmovilidad, se descargan de pronto de su peso, oyóse en toda la casa como una disgregación, una barahúnda, un escandaloso estrépito de pies bajando la escalera. Y luego ocurrió lo que había temido. Abrióse la puerta, y la descarada voz de la camarera anunció—: Aquí tienes a las chicas: todas para ti.
Entraron indolentemente, con desgana, algunas muchachas semidesnudas, otras con alguna ropa más, dos morenas y tres rubias, tres de mediana estatura, una francamente pequeña, y otra, enorme. Esta última fue a sentarse junto a Marcello, dejándose caer de golpe en el sofá con un suspiro de fatigada satisfacción. Marcello apartó instantáneamente la mirada de ella; pero luego, fascinado, se volvió algo para mirarla. Era realmente enorme, de forma piramidal: las caderas, más anchas que la cintura; la cintura, más ancha que los hombros, y los hombros, más anchos que la cabeza, verdaderamente exigua, con un rostro chato y una trenza negra envuelta en torno a la frente. Un sostén de seda amarilla aguantaba sus senos, hinchados y caídos. Bajo el ombligo, la falda roja se abría ampliamente, como un telón, al espectáculo de las negras ingles y de los muslos robustos y blancos. Al verse observada, sonrió alusivamente a una de sus compañeras sentada contra la pared de enfrente, exhaló un suspiro y se pasó una mano entre las piernas como para abrirlas y tener menos calor. Marcello, irritado por aquel impudor indiferente, habría querido retirar la mano que la mujer se refregaba bajo el vientre; pero no tuvo fuerzas para moverse. Lo que más lo molestaba de aquel ganado femenino era el carácter irremediable de la decadencia, aquello mismo que lo hacía temblar de horror ante la desnudez materna y la locura paterna y que se hallaba en el origen de su amor casi histérico por el orden, la tranquilidad, la limpieza y la compostura. Al fin, la mujer dijo con voz benévola y festiva, volviéndose hacia él:
—Bueno, ¿te gusta o no tu harén? ¿Te decides?
Pero súbitamente, con un impulso de disgusto frenético, se levantó y salió corriendo de la sala, despedido, según le pareció, por una carcajada y alguna que otra frase obscena en dialecto. Furioso, se dirigió hacia la escalera, con la intención de subir al primer piso e ir en busca de la dueña. Pero en aquel momento oyó de nuevo a sus espaldas la campanilla de la puerta y, al volverse, vio en el umbral la figura sorprendida y, para sus ojos, en aquella situación embarazosa, casi paterna del agente Orlando.
—Buenos días, doctor… Pero, ¿adónde va, doctor? —exclamó en seguida el agente—. No es en modo alguno ahí arriba adonde ha de ir usted.
—La verdad —dijo Marcello deteniéndose y calmándose de pronto— es que creo que me han tomado por un cliente.
—¡Estúpidas mujeres! —exclamó el agente sacudiendo la cabeza—. Venga conmigo, doctor. Ya lo llevaré yo. Lo esperan, doctor. —Precedió a Marcello, a través de la puerta-vidriera, hasta el jardín. Andando uno detrás del otro, recorrieron el sendero bordeado de setos y dieron la vuelta al edificio. El sol abrasaba aquella parte del jardín, con un calor seco y acre de polvo y de vegetación silvestre. Marcello vio que todas las persianas del edificio estaban cerradas, como si estuviese deshabitado. Incluso el jardín, lleno de hierbas silvestres, parecía abandonado. El agente se dirigía ahora hacia un edificio bajo y blanco que ocupaba todo el fondo del jardín. Marcello recordó haber visto casitas por el estilo, en el fondo de jardines y tras edificios semejantes á aquél, en lugares de veraneo. En efecto, al multiplicarse sensiblemente la población flotante, los propietarios de aquellas casas se retiraban durante el verano a casitas muy parecidas a aquélla, restringiéndose a dos habitaciones, impulsados por la ganancia que ello les proporcionaba. El agente, sin llamar, abrió la puerta, se asomó al interior y anunció—: El doctor Clerici.
Marcello se adelantó y se encontró en una pequeña estancia amueblada sumariamente como oficina. La atmósfera estaba cargada de humo. A la mesa había sentado un hombre con las manos juntas y el rostro dirigido hacia él. El hombre era albino. Su cara tenía la transparencia brillante y sonrosada del alabastro, punteada por manchitas amarillentas. Sus ojos eran de un azul intenso, casi rojizo, y sus blancas cejas parecían las de algunas fieras que viven entre las nieves polares. Acostumbrado al desconcertante contraste entre el insípido estilo burocrático y las misiones, a menudo terribles, de muchos de sus colegas del Servicio Secreto, Marcello tuvo que decirse que, por lo menos aquel hombre, se hallaba perfectamente en su marco. Había algo más que crueldad en aquel rostro espectral: casi una especie de furor despiadado, si bien contenido en la rigidez convencional de una actitud militar. Tras un momento de embarazosa inmovilidad, el hombre se levantó bruscamente y puso de manifiesto su pequeña estatura:
—Gabrio. —Sentóse en seguida y prosiguió en tono irónico—: Bueno, por fin tenemos aquí al doctor Clerici.
Su voz era de tono metálico, desagradable. Marcello, sin esperar a que lo invitaran a hacerlo, sentóse a su vez y dijo:
—He llegado esta misma mañana.
—Y precisamente le esperaba esta mañana.
Marcello titubeó: ¿debería decirle que se hallaba en viaje de novios? Decidió que no y dijo con tranquilidad:
—No me ha sido posible presentarme antes.
—Ya lo veo —replicó el hombre. Empujó hacia Marcello la caja de cigarrillos con un «¿fuma?» carente por completo de amenidad: Luego empezó a leer, con la cabeza baja, una hoja de papel que había sobre la mesa—. Me dejan aquí en esta casa, todo lo acogedora que se quiera, pero en modo alguno secreta, sin informaciones, sin direcciones y casi sin dinero… ¡y arréglatelas como puedas! —Volvió a leer de nuevo durante un buen rato y luego, levantando la mirada, añadió—: Se le dijo en Roma que tenía que verme aquí, ¿verdad?
—Sí, el agente que me ha introducido ante su presencia fue a advertirme que había de interrumpir mi viaje y presentarme a usted.
—Exactamente. —Gabrio se quitó el cigarrillo de la boca y lo dejó, con precaución, en el borde del cenicero—. Según parece, a última hora han cambiado de idea… Se ha modificado el programa.
Marcello no parpadeó; pero, llegada sin saber de dónde, sintió que lo invadía una oleada de alivio y de esperanza, que henchía su espíritu. Tal vez le sería permitido desdoblar su viaje, reducirlo a sus motivos aparentes: su boda. París. Sin embargo, preguntó con voz clara:
—¿Cómo queda, pues, todo?
—De la siguiente forma: El plan ha sido modificado y, en consecuencia, también la misión de usted —continuó Gabrio—. Tenemos que, de acuerdo con el primitivo plan, Quadri era vigilado, usted había de ponerse en contacto con él, inspirarle confianza, lograr incluso que le encomendara algún encargo… Pero ahora, en la última comunicación de Roma, Quadri es considerado como persona incómoda, a la que se ha de suprimir. —Gabrio cogió de nuevo el cigarrillo, aspiró una bocanada y lo volvió a dejar en el cenicero—. En resumen —explicó en tono más discursivo—, la misión de usted queda reducida a casi nada. Se pondrá usted en contacto con Quadri valiéndose del hecho de que ya lo conoce, a fin de que tome buena nota de ello el agente Orlando, que se traslada también a París… Podrá invitarlo incluso a cualquier lugar público, en el que se encontrará también Orlando: un café, un restaurante… Bastará que Orlando lo vea con usted y se asegure de su identidad… Esto es todo lo que se le pide. Luego podrá dedicarse a su viaje de bodas como mejor le guste.
¡Conque Gabrio sabía también lo de su viaje de bodas!, pensó extrañado. Pero este primer pensamiento, como se dio cuenta en seguida, era sólo una máscara apresurada con la que su espíritu trataba de ocultarse a sí mismo su propia turbación. En realidad, Gabrio le había revelado algo más importante que su conocimiento del viaje de bodas: la decisión de suprimir a Quadri. Haciendo un violento esfuerzo, se obligó a examinar objetivamente esta extraordinaria y funesta novedad. Y en seguida hizo una comprobación fundamental: Para eliminar a Quadri no eran en modo alguno necesarios su presencia y su concurso en París; el agente Orlando podía muy bien encontrar e identificar por sí solo a su víctima. En realidad —pensó— se lo quería involucrar en una complicidad efectiva, aunque no necesaria, comprometerlo a fondo y de una vez para siempre. En cuanto al cambio de plan, no cabía la menor duda de que era sólo aparente. Estaba claro que, en el momento de su visita al Ministerio, el plan que le acababa de exponer Gabrio se hallaba ya decidido y definido en todos sus pormenores. Y el aparente cambio se debía al cuidado característico de dividir y confundir las responsabilidades. Ni él ni quizá Gabrio habían recibido órdenes escritas. De esta manera, en la suposición de que las cosas salieran mal, el Ministerio podría proclamar su propia inocencia. Y la responsabilidad del asesinato recaería sobre él, sobre Gabrio, sobre Orlando y sobre los restantes ejecutores materiales. Titubeó y luego, para ganar tiempo, objetó:
—Me parece que Orlando no me necesita para encontrar a Quadri… Creo que incluso está en el listín de teléfonos.
—Son órdenes —replicó Gabrio con rapidez casi precipitada, como si hubiese previsto la objeción.
Marcello bajó la cabeza. Se daba cuenta de que había sido arrastrado a una especie de trampa; y que, habiendo ofrecido un dedo, ahora, con un subterfugio, se le tomaba un brazo. Pero extrañamente, pasada la primera sorpresa, se daba cuenta de que no experimentaba repugnancia alguna por el cambio de plan, sino sólo un sentimiento de resignación terca y melancólica, como frente a un deber que, para hacerse más ingrato, seguía, empero, inalterado e inevitable. Tal vez el agente Orlando no tenía conocimiento del mecanismo interno de este deber, mientras que él sí lo tenía; pero a esto sólo se limitaba toda la diferencia. Ni él ni Orlando podían sustraerse a aquello que Gabrio llamaba las órdenes y que eran en realidad condiciones personales ya consolidadas, fuera de las cuales, para ambos, no había más que desorden y arbitrio. Finalmente, dijo levantando la cabeza:
—Bien, y ¿dónde podré ver a Orlando en París?
Gabrio respondió echando una mirada a la habitual hoja de papel que tenía en la mesa:
—Deje usted su dirección. Orlando se encargará de buscarlo.
O sea —no pudo por menos de pensar Marcello—, que no se fiaban por completo de él, y de una u otra forma, no creían oportuno revelarle la dirección del agente Orlando en París. Dio el nombre del hotel en el que pensaba hospedarse, y Gabrio lo apuntó al pie de la hoja de papel. Luego añadió en tono más amable, Como para indicar que había terminado la parte oficial de la visita:
—¿Ha estado alguna vez en París?
—No; es la primera vez.
—Yo estuve dos años antes de acabar en este agujero —dijo Gabrio con su amargura burocrática—. Una vez que se ha estado en París, hasta Roma parece un villorrio… ¡Figúrese usted, un lugar como Roma…! —Encendió un cigarrillo con la colilla del anterior y añadió, con árida jactancia—: Yo estuve en París a lo grande… Apartamento, automóvil, amistades, relaciones femeninas… Ha de saber usted que, en este último aspecto, París es ideal.
Marcello, aunque con repugnancia, creyó un deber secundar de alguna forma la afabilidad de Gabrio y dijo:
—Pues con esta casa aquí al lado no lo debe usted echar mucho de menos.
Gabrio movió la cabeza:
—¡Bah! ¿Cómo quiere usted divertirse con esa carnaza de soldados a tanto el kilo? ¡No! —añadió—. El único recurso aquí es el casino. ¿Juega usted?
—No, nunca.
—Sin embargo, es interesante —dijo Gabrio tirándose hacia atrás en la silla, como para significar que había terminado la entrevista—. La fortuna puede sonreírle a cualquiera, a usted o a mí. No en vano es mujer. Todo está en atraparla a tiempo. —Se levantó, se dirigió hacia la puerta y la abrió. Era verdaderamente pequeño, como pudo observar Marcello, con las piernas cortas y el tronco rígido envuelto en una chaqueta de color verde y de corte militar. Gabrio permaneció un momento inmóvil mirando a Marcello, bajo un rayo de sol que parecía acentuar la brillante y rosada transparencia de su piel y luego dijo—: Supongo que no nos volveremos a ver. Usted, después de París, volverá directamente a Roma, ¿no?
—Sí, casi seguramente.
—¿Necesita usted algo? —preguntó de pronto Gabrio de mala gana—. ¿Le han provisto de fondos? Yo no tengo aquí mucho dinero, pero si necesita algo…
—No, gracias, no me hace falta nada.
—Entonces, buena suerte y a la guarida del lobo.
Se dieron la mano, y Gabrio, a toda prisa, cerró la puerta. Marcello se dirigió hacia la verja.
Pero cuando estuvo en el sendero de los setos, diose cuenta de que, al huir violentamente de la sala común, había olvidado el sombrero. Titubeó. Le repugnaba volver a entrar en aquel cuartucho que hedía a zapatos, a polvos y a sudor y, por otra parte, temía las pullas y los arrumacos de las mujeres. Luego se decidió, volvió sobre sus pasos, empujó la puerta y se oyó la acostumbrada campanilla.
Esta vez no acudió nadie, ni la camarera de cara de hurón ni ninguna de las muchachas. Pero de la sala común llegó hasta él, a través de la puerta abierta, la voz bien conocida, grave y bonachona, del agente Orlando. Y, animado, se asomó a la puerta.
La sala estaba vacía. El agente estaba sentado en el rincón de la puerta junto a una mujer que Marcello no recordó haber visto entre las que se habían presentado cuando entró allí por primera vez. El agente, con un zafio gesto confidencial, tenía un brazo en torno a la cintura de la mujer y no trató de recomponer su figura al aparecer Marcello. Con evidente embarazo y vagamente irritado, apartó su mirada de Orlando y la fijó en la mujer.
Ella estaba sentada en actitud rígida, como si hubiese tratado de alguna forma de rechazar o, por lo menos, alejar a su compañero. Era morena, de frente alta y blanca, ojos claros, cara larga y delgada y boca grande, reavivada por un oscuro carmín y de expresión tal vez desdeñosa. Iba vestida de manera casi normal: un traje de noche, descolado y sin mangas, de color blanco. Lo único que delataba en ella su género de vida era la hendidura de la falda, que se abría algo más abajo de la cintura, dejando al descubierto el vientre y las piernas, cruzadas una encima de la otra, largas, secas y elegantes, de una belleza casta de danzarina. Sostenía entre dos dedos el cigarrillo encendido, pero no fumaba: con una mano apoyada en un brazo del diván, el humo ascendía en el aire. La otra mano la tenía abandonada sobre la rodilla del agente, como —pensó Marcello— sobre la cabeza fiel de un enorme perro. Pero lo que lo sorprendió más fue su frente, no tanto blanca cuanto iluminada misteriosamente por la intensa expresión de sus ojos: una pureza de luz que le hizo pensar en una de aquellas diademas de brillantes que en otro tiempo lucían las mujeres en los bailes de gala. La mirada de Marcello se prolongaba, atónita; y al mirarla se daba cuenta de que experimentaba no sabía qué dolorosa sensación de lástima y enojo. Entretanto, intimidado por aquella insistente mirada. Orlando se había levantado.
—Mi sombrero —dijo Marcello. La mujer, que seguía sentada, lo miraba ahora, a su vez, sin curiosidad. El agente, solícito, atravesó la sala para ir a coger el sombrero, que se hallaba en un sofá distante. Entonces, de improviso, comprendió Marcello por qué la vista de aquella mujer le había inspirado aquella dolorosa sensación de pena. En realidad, como advirtió, él no quería que ella fuese el objeto del placer del agente, y el verla soportar el abrazo de éste, lo había hecho sufrir como si se hubiese tratado de una profanación intolerable. Sin duda, ella no sabía nada de la luz que irradiaba de su frente y que no le pertenecía, de la misma forma que, en general, no pertenece la belleza al que es bello. Sin embargo, le parecía casi como un deber impedirle inclinar aquella frente luminosa para satisfacer los caprichos eróticos de Orlando. Por un momento pensó en valerse de su propia autoridad para llevársela de la sala. Charlarían un poco, y luego, tan pronto como hubiese estado seguro de que el agente había elegido otra mujer, se marcharía. Incluso se le ocurrió la loca idea de arrancarla de aquel burdel y encaminarla hacia otro género de vida. Pero al pensar estas cosas, se daba cuenta de que eran fantasías. Ella no podía por menos de no ser semejante a sus compañeras y, como ellas, estar irreparable y casi inocentemente viciada y perdida. Luego notó que le tocaban el brazo: Orlando le tendía el sombrero. Lo cogió maquinalmente.
Pero Orlando había tenido tiempo de reflexionar acerca de la singular mirada de Marcello. Se adelantó un paso y, señalando a la mujer de la misma forma que hubiese indicado una comida o una bebida a un huésped de consideración, le propuso:
—Doctor, si quiere usted, si ésta le gusta… yo puedo esperar.
Marcello no lo entendió inmediatamente. Luego vio la sonrisa de Orlando, respetuosa y maliciosa, y sintió que enrojecía hasta las orejas. O sea, que Orlando no renunciaba, sino que sólo se avenía, por cortesía de compañero y disciplina de inferior, a dejarlo pasar delante, como en el mostrador de un bar o en la mesa de un buffet. Marcello dijo apresuradamente:
—¿Está loco, Orlando? Haga usted lo que quiera, yo tengo que marcharme.
—En tal caso, doctor… —replicó el agente con una sonrisa. Marcello lo vio hacer una señal de llamada a la mujer y observó, con dolor, cómo ésta, obediente, alta y erguida, con su diadema de luz en la frente, sin titubear ni protestar, con sencillez profesional, se dirigió hacia el agente. Éste dijo a Marcello—: Doctor, nos veremos pronto —y se apartó para dejar paso a la mujer. También Marcello, casi contra su voluntad, se echó hacia atrás. Y ella se puso en marcha entre los dos, sin prisa, con el cigarrillo entre los dedos. Pero cuando estuvo delante de Marcello, se detuvo un instante y dijo:
—Si me quieres, me llamo Luisa.
Su voz, como había temido Marcello, era grave y ronca, carente de gracia. Luisa creyó un deber añadir a estas palabras algún gesto sugerente, por lo que sacó la lengua y se lamió el labio superior. A Marcello le pareció que tanto las palabras como el gesto le aliviaban en parte del remordimiento de no haberle impedido irse con Orlando. Entretanto la mujer, precediendo siempre al agente, había llegado a la escalera. Arrojó al suelo el cigarrillo encendido, lo aplastó con el pie, se levantó la falda con ambas manos y empezó a subir los escalones apresuradamente, seguida, un peldaño más abajo, por Orlando. Al fin desaparecieron tras el rincón del primer piso. Ahora, unas personas, tal vez una de las muchachas con su cliente, bajaban la escalera. Marcello salió de la casa a toda prisa.