CAPÍTULO II

Durante el verano, junto al mar, el terror de la fatalidad expresada tan simplemente por la cocinera: «Se empieza con un gato y se acaba matando a un hombre», fue borrándose poco a poco del ánimo de Marcello. A menudo pensaba aún en aquella especie de mecanismo inescrutable y despiadado en el que durante algunos días parecía haber quedado aprisionada su vida; pero cada vez con menos miedo, más bien como en una especie de alarma que en la condena sin apelación que durante algún tiempo había temido. Los días transcurrían alegres, ardientes de sol, embriagados de salsedumbre, varios de recreos y descubrimientos. Y a Marcello, cada día que pasaba, le parecía conseguir no sabía qué victoria, no tanto contra sí mismo, que no se había sentido nunca culpable de manera voluntaria y directa, cuanto contra la fuerza oscura, maléfica, astuta y extraña, teñida con los tintes negros de la fatalidad y de la desgracia, que lo había llevado, casi a su pesar, del exterminio de las flores, a la matanza de las lagartijas, y de ésta, al intento de matar a Roberto. Seguía sintiendo esta fuerza presente y amenazadora, aunque no ya inminente. Pero, como ocurre a veces en las pesadillas cuando, aterrorizados por la presencia de un monstruo, cree uno ablandarlo fingiendo dormir, cuando en realidad es un sueño que se tiene durmiendo, le parecía que, al no poder alejar definitivamente la amenaza de aquella fuerza le convenía adormecerla, por decirlo así, fingiendo un olvido irreflexivo que estaba aún lejos de haber alcanzado. Fue aquél uno de los veranos más desenfrenados, si no más felices, de Marcello, y, sin duda, el último de su vida sin disgusto alguno de la puericia ni ningún deseo de salir de ella. Este abandono era debido, en parte, a la natural inclinación de la edad, pero también en parte a la voluntad de salir a toda costa del maldito círculo de los presagios y de la fatalidad. Marcello no se daba cuenta de ello, pero el impulso que lo movía a arrojarse al mar diez veces en una mañana; a porfiar en turbulencia con los más turbulentos compañeros de juego; a remar durante horas en un mar ardiente; a hacer, en suma, con una especie de celo, todas las cosas que se hacen en las playas. Sin embargo, seguía siendo lo mismo que le había hecho buscar la complicidad de Roberto después de la matanza de las lagartijas y el castigo de los padres después de haber matado al gato: un deseo de normalidad; una voluntad de adecuación a una regla reconocida y general; un deseo de ser semejante a todos los demás, desde el momento en que ser distinto quería decir ser culpable. Pero el carácter voluntario y artificioso de ésta su conducta era traicionado de cuando en cuando por el recuerdo imprevisto y doloroso del gato muerto, tumbado entre los írides blancos y violeta del jardín de Roberto. Aquel recuerdo lo asustaba como asusta al deudor el recuerdo de su propia firma estampada al pie del documento y que testimonia su deuda. Le parecía que con aquella muerte había adquirido un compromiso oscuro y terrible al que, más tarde o más temprano, no podría sustraerse, aunque se metiera bajo tierra o atravesara los océanos para hacer que se perdieran sus huellas. En aquellos momentos se consolaba pensando que habían pasado uno, dos, tres meses, y que, en suma, lo más importante era no despertar al monstruo y dejar transcurrir el tiempo. Por lo demás, estos sobresaltos de desánimo y de miedo eran raros, y cesaron por completo hacia finales del verano. Y cuando Marcello volvió a Roma, sólo le quedaba ya un diáfano y casi evanescente recuerdo del episodio del gato y de los que lo precedieron. Era para él como una experiencia que había vivido, sí, pero en otra vida, con la cual no tenía más relaciones que un recuerdo irresponsable y sin consecuencias.

Y al olvido contribuyó también, una vez vuelto a la ciudad, la excitación del ingreso en la escuela. Marcello había estudiado hasta entonces en casa, y aquél era su primer año de escuela pública. La novedad de los compañeros, de los profesores, de las aulas, de los horarios, novedad en la que se traslucía, incluso en su variedad de aspectos, una idea de orden y de ocupación en común agradó mucho a Marcello después del desorden, la falta de reglas y la soledad de su casa. Era un poco el colegio por él soñado aquel día en la mesa, pero sin constricciones ni servidumbres, sólo con los aspectos agradables y sin los desagradables que lo hacían parecerse a una cárcel. Marcello no tardó en advertir que un gusto profundo lo llevaba a la vida escolar. Le gustaba, por la mañana, levantarse temprano, lavarse y vestirse apresuradamente; cerrar, bien apretado y limpio, su paquete de libros y de cuadernos en la tela de hule atada con las gomas y apresurarse por las calles hacia el colegio. Le gustaba irrumpir con la multitud de compañeros en el viejo gimnasio, subir los mugrientos escalones, correr por los pasillos desolados y sonoros para apagar, finalmente, el ímpetu de la carrera en el aula, ante la cátedra vacía. Le gustaba, sobre todo, el ritual de las lecciones: la entrada del profesor; la llamada; las preguntas; la emulación con los compañeros para contestarlas; las victorias y las derrotas de esta emulación; el tono tranquilo, impersonal, de la voz del maestro; la disposición misma, tan elocuente, del aula; y ellos, los alumnos, en filas ante el profesor, mancomunados por la misma necesidad de aprender. Sin embargo, Marcello era un escolar mediocre y, para algunas materias, incluso de los últimos. Lo que le gustaba del colegio era no tanto el estudio cuanto aquel modo totalmente nuevo de vida, más conforme con sus gustos que el que había llevado hasta entonces. Una vez más, lo que lo atraía era la novedad; y tanto más cuanto que se le revelaba no casual ni confiada a las preferencias y a las inclinaciones naturales del ánimo, sino preestablecida, imparcial, indiferente a los gustos individuales, limitada y sostenida por reglas indiscutibles dirigidas a un fin único.

Pero su inexperiencia y su candor lo hacían torpe e incierto frente a las otras reglas, tácitas, pero existentes, que atañían a las relaciones de los muchachos entre sí, fuera de la disciplina escolar. Era también éste un aspecto de la nueva normalidad, aunque más difícil de dominar. Lo experimentó la primera vez que fue llamado a la cátedra para mostrar el deber escrito. Como quiera que el profesor le tomó de la mano el cuaderno y, poniéndolo en la mesa ante sí, se dispuso a leerlo, Marcello, acostumbrado a las relaciones afectuosas y familiares con las maestras que lo habían instruido hasta entonces en casa, en vez de permanecer de pie, aparte, esperando el dictamen, con toda naturalidad pasó un brazo por los hombros del profesor e inclinó el rostro junto con el del maestro para seguir, junto con él, la lectura del deber. El profesor, sin mostrar sorpresa alguna, se limitó a quitarse la mano que Marcello le había puesto sobre los hombros y a liberarse del brazo; pero toda la clase estalló en una sonora carcajada, en la que le pareció a Marcello advertir una desaprobación distinta de la del profesor, mucho menos indulgente y comprensiva. Con aquel ingenuo ademán —no pudo por menos de reflexionar más tarde, tan pronto como logró superar el disgusto de la vergüenza— había faltado a la vez a dos normas distintas: la escolar, que lo quería disciplinado y respetuoso para con el profesor, y la de los alumnos, que lo querían malicioso y disimulado en los afectos. Y —lo que era más singular aún— estas dos normas no sólo no se contradecían, sino que, por el contrario, se completaban de una forma misteriosa.

Pero, como comprendió en seguida, si era bastante fácil convertirse en breve tiempo en un escolar eficiente, resultaba mucho más difícil llegar a ser un compañero despabilado y desenvuelto, A esta segunda transformación se oponían su inexperiencia, sus hábitos familiares e incluso su aspecto físico. Marcello había heredado de su madre una perfección de rasgos casi femenina en su regularidad y dulzura. Su cara era redonda, de mejillas morenas y delicadas; su nariz, pequeña; su boca, sinuosa, de expresión antojadiza y enfurruñada; su mentón, saliente, y, bajo la franja de los cabellos castaños, que le cubría casi por completo la frente, ojos entre grises y azules, de expresión algo melancólica, aunque inocente y acariciadora. Era casi un rostro de niña. Pero los chicos, tan burdos, quizá no se hubiesen dado cuenta de ello si la dulzura y la belleza del rostro no hubiesen sido confirmadas por algunos caracteres realmente femeninos, tanto, que hacían dudar de si Marcello no sería en realidad una niña vestida de niño: una insólita facilidad de enrojecer; una inclinación irresistible a expresar la ternura del ánimo con ademanes acariciadores; un deseo de agradar llevado hasta la servidumbre y la coquetería. Estas características eran innatas en Marcello, aunque inconscientes; cuando se dio cuenta de que lo ridiculizaban ante los ojos de los chicos, era ya demasiado tarde. Aunque hubiese podido dominarlas, si no suprimirlas, se había establecido ya su reputación de mujercita con pantalones.

Se burlaban de él de una manera casi automática, como si su carácter femenino estuviese ya fuera de toda duda. Le preguntaban, con fingida seriedad, por qué no se sentaba en los bancos de las niñas y por qué se le había ocurrido cambiar la falda por los pantalones; o cómo pasaba el tiempo en su casa, si bordando o jugando con las muñecas; o por qué no tenía agujeros en las orejas para ponerse los pendientes. A veces le ponían bajo el pupitre un trozo de ropa, con aguja e hilo, clara alusión al trabajo al que tendría que dedicarse; en ocasiones le dejaban una polvera con su espejo; una mañana se encontró incluso con unos sostenes de color rosa, que uno de los muchachos le había quitado a su hermana mayor. Además, ya desde el principio, transformando su nombre en un diminutivo femenino, lo llamaban Marcellina. Frente a estas burlas, Marcello experimentaba una sensación mezcla de enojo y de no sabía qué lisonjera complacencia, como si una parte de él, en el fondo, no estuviese muy descontenta de ello. Sin embargo, no habría sabido decir si esta complacencia era debida a la condición de la broma, o bien al hecho de que sus compañeros, aunque fuese para burlarse, se ocupaban de él. Pero una mañana en que, como de costumbre, le susurraban a sus espaldas: «Marcellina, Marcellina, ¿es verdad que llevas bragas?», él se levantó y pidiendo, brazo en alto, permiso para hablar, se lamentó en voz alta, en medio del repentino silencio de la clase, de que le daban un nombre femenino. El profesor, un hombrón barbudo, lo escuchó, sonriendo entre los pelos de su barba gris, y dijo:

—Conque te dan un nombre femenino, ¿verdad? ¿Y cuál es ese nombre?

—Marcellina —replicó Marcello.

—¿Y te desagrada?

—Sí, porque soy un hombre.

—Ven aquí —dijo el profesor. Marcello obedeció y fue a colocarse junto a la tarima—. Ahora —prosiguió afablemente el profesor— muestra tus músculos a la clase. —Marcello, obediente, se remangó e hinchó los músculos. El profesor se levantó, le tocó el brazo, movió la cabeza en señal de irónica aprobación y luego, dirigiéndose a los alumnos, dijo—: Como podréis ver, Clerici es un muchacho fuerte, y se halla presto a demostrar que es un hombre y no una mujer. ¿Hay alguien que se atreva a desafiarlo? —Siguió un largo silencio. El profesor paseó su mirada por la clase y concluyó—: Nadie. Eso es señal de que le tenéis miedo. Por tanto, dejad de llamarlo Marcellina.

Estalló una carcajada unánime. Con el rostro encendido, Marcello volvió a su sitio. Pero desde aquel día, en vez de cesar, las bromas se redoblaron, recrudecidas tal vez por el hecho de que Marcello, como le dijeron, había hecho el chivato, faltando de tal manera a la tácita ley de solidaridad que ligaba a los muchachos.

Marcello se daba cuenta de que, para acabar con aquellas bromas, debía demostrar a sus compañeros que no era tan afeminado como parecía. Pero intuía que para semejante demostración no bastaba, como le había sugerido el profesor, hacer ostentación de los músculos en la clase. Se necesitaba algo más insólito, susceptible de impresionar las imaginaciones y suscitar admiración. Pero, ¿qué? No habría sabido decirlo con precisión, pero, en sentido general, una acción o un objeto que sugiriesen ideas de fuerza, de virilidad, si no incluso de brutalidad. Se había dado cuenta de que sus compañeros admiraban mucho a un tal Avanzini porque poseía un par de guantes de cuero, de boxeo. Avanzini, un rubito delgaducho, más pequeño y menos fuerte que él, no sabía ni siquiera usarlos. Sin embargo, le habían procurado una consideración particular. De análoga admiración gozaba también un tal Pugliese porque conocía o, mejor aún, pretendía conocer un golpe de lucha japonés, infalible, según él, para tumbar al adversario. Pero, a decir verdad, jamás había sabido Pugliese aplicarlo en la práctica. Sin embargo, esto no impedía que los muchachos lo respetasen de la misma forma que a Avanzini. Marcello comprendía que, ante todo, debía hacer ostentación de poseer un objeto como los guantes o idear cualquier proeza por el estilo de la lucha japonesa. Pero comprendía que no era tan liviano ni tan irresponsable como sus compañeros. Por el contrario, sabía que, le agradase o no, pertenecía a la casta de aquellos que toman en serio la vida y sus compromisos; y que, en el lugar de Avanzini, les habría aplastado las narices a sus adversarios, y en el de Pugliese, les habría roto el cuello. Esta su incapacidad de retórica y de superficialidad le inspiraba una oscura desconfianza hacia sí mismo. De esta forma mientras deseaba dar a sus compañeros la prueba de fuerza que parecían pedirle a cambio de su consideración, al mismo tiempo sentíase oscuramente asustado ante tal idea.

Uno de aquellos días se dio cuenta de que algunos de los muchachos, entre los que más duramente se cebaban en sus bromas hacia él, se confabulaban entre ellos; y le pareció deducir de sus miradas que tramaban alguna nueva burla a sus expensas. Sin embargo, transcurrió sin incidentes la hora de la lección, si bien las miradas y los cuchicheos lo confirmasen en sus sospechas. Se dio la señal para salir, y Marcello, sin mirar a su alrededor, se encaminó hacia casa. Corrían ya los primeros días de noviembre, y en el aire, tempestuoso y suave, parecían mezclarse los últimos calores y perfumes del verano ya superado, con los primeros y aún inciertos rigores otoñales. Marcello sentíase oscuramente excitado por aquella atmósfera de tránsito y de destrucción natural en la que advertía un frenesí de estrago y de muerte muy semejante al que, meses atrás, le hiciera decapitar las flores y matar las lagartijas. El verano había sido una estación inmóvil, perfecta, plana, bajo un cielo sereno, con árboles cargados de hojas y ramas cimbreantes de pájaros. Ahora veía con delicia cómo el viento otoñal desgarraba y destruía aquella perfección, aquella plenitud, aquella inmovilidad, empujando oscuras nubes hechas jirones en el cielo, arrancando las hojas de los árboles y arremolinándolas en el suelo y expulsando a los pájaros, que, en efecto, habían de emigrar, entre las hojas y las nubes, en negras y ordenadas bandadas. De pronto se dio cuenta de que lo seguía un grupo de cinco compañeros; y no cabía la menor duda de que lo venían siguiendo, ya que dos de ellos vivían en dirección opuesta; pero, absorto en sus sensaciones otoñales, no les hizo caso. Tenía prisa por llegar a una gran avenida jalonada por plátanos y desde la cual, por una calle transversal, se llegaba a casa. Sabía que en las aceras de aquella avenida se amontonaban a millares las hojas muertas, amarillas y crujientes. Y saboreaba de antemano el placer que le causaba arrastrar los pies sobre las hojas, desparramándolas y haciéndolas crujir. Mientras tanto, y casi por juego, trataba de conseguir despistar a sus perseguidores, ora entrando en un portal, ora confundiéndose entre la multitud. Pero los cinco, como si se hubiesen puesto de acuerdo, tras un momento de incertidumbre, volvían a dar con él una y otra vez. La avenida estaba ya cerca. Y a Marcello le daba vergüenza de que lo vieran jugueteando con las hojas muertas. Entonces decidió enfrentarse con ellos y, volviéndose de pronto, les preguntó:

—¿Por qué me seguís?

Uno de los cinco, un rubito de rostro puntiagudo y cabeza rapada, respondió en seguida:

—No te seguimos. La calle es de todos, ¿no?

Marcello no dijo nada y reemprendió la marcha. Allí estaba la avenida, entre las dos hileras de plátanos gigantescos y de desechos, con las casas llenas de ventanas alineadas tras los plátanos, con las hojas muertas, amarillas como el oro, esparcidas sobre el asfalto negro y amontonadas en los huecos de los árboles. Ya no se veían los cinco, tal vez habían renunciado a seguirlo y él se hallaba solo en la amplia avenida de aceras desiertas. Sin prisa, metió los pies entre el follaje esparcido sobre el adoquinado y empezó a caminar despacio, gozando al hundir las piernas hasta las rodillas en aquella móvil y ligera masa de sonoros despojos. Pero cuando se inclinó para tomar un montón de hojas, con la intención de arrojarlas al aire, volvió a oír las voces burlonas:

—¡Marcellina, Marcellina, enseña las braguitas!

De pronto sintió unas ganas locas de pelearse, casi llenas de delectación, que le encendieron el rostro de una excitación agresiva:

—¿Queréis marcharos, sí o no?

En vez de contestar, los cinco se le arrojaron encima. Marcello había pensado hacer algo por el estilo de los Horacios y Curiacios, según explican los libros de Historia: arremeter contra ellos uno por uno, corriendo acá y allá, y asestar golpes bajos, a fin de disuadirlos a abandonar su empresa. Pero inmediatamente se dio cuenta de que este plan era imposible. De una manera previsora, los cinco se habían apretado a su alrededor, sujetándolo, uno por los brazos, otro por las piernas y dos por el cuerpo. Según pudo ver, el quinto había abierto entretanto apresuradamente un envoltorio y se le acercaba, silencioso, manteniendo suspendida entre las manos una faldita de muñeca, de algodón azul turquesa. Reían todos, sin dejar de sostenerlo fuertemente; y el de la falda dijo:

—Vamos, Marcellina, estáte quietecita. Te pondremos la falda y luego te dejaremos ir con mamá.

Era, en suma, la clase de broma que Marcello había presentido, sugerida, como de costumbre, por su aspecto no lo bastante masculino. Con el rostro encendido, furioso, empezó a agitarse con extrema violencia. Pero los cinco eran más fuertes, y, si bien logró arañar a uno en la cara y asestar un puñetazo en el estómago a otro, sintió que gradualmente se iban reduciendo sus propios movimientos. Al fin, mientras gemía: «¡Dejadme, cretinos, dejadme!» un grito de triunfo se escapó de las bocas de sus perseguidores: la falda empezaba a bajar por su cabeza, y sus protestas se perdían ya dentro de aquella especie de saco. Aún seguía agitándose, pero en vano. Hábilmente, los muchachos le hicieron bajar la falda hasta la cintura; y luego notó que se la ataban con un nudo por detrás. Entonces mientras ellos gritaban: «¡Aprieta… más… más fuerte!», oyó una voz tranquila preguntar: «¿Se puede saber qué es lo que hacéis?» Inmediatamente, los cinco lo dejaron y se dieron a la fuga, y él se encontró solo, despeinado y jadeante, con la falta atada a la cintura. Levantó la mirada y vio ante él al hombre que había hablado. Vestido con un traje gris oscuro, con el cuello muy cerrado, pálido, delgado, con los ojos hundidos, la nariz grande y triste la boca desdeñosa y el cabello cortado a cepillo, daba, al primer vistazo, una impresión de austeridad casi excesiva. Pero luego, al mirarlo por segunda vez —como notó Marcello—, se podían descubrir algunos rasgos que no tenían nada de austero, antes al contrario: una mirada ansiosa, ardiente; un no sé qué de blando y casi descompuesto en la boca, una inseguridad general en su actitud. Se inclinó, recogió los libros que Marcello, al agitarse, había dejado caer al suelo y dijo, mientras se los alargaba:

—¿Qué te querían hacer?

Su voz era también severa, como su rostro, pero, a la vez, no carente de una ahogada dulzura. Marcello respondió, irritado:

—Siempre me gastan bromas. ¡Son unos estúpidos!

Entretanto, trataba de quitarse el nudo que le habían hecho por detrás en la falda.

—Espera —dijo el hombre inclinándose y deshaciendo el nudo. La falda cayó al suelo, y Marcello salió de ella pisoteándola y arrojándola luego de un puntapié sobre un montón de hojas muertas. El hombre le preguntó, con una especie de timidez—: ¿Ibas a tu casa?

—Sí —respondió Marcello levantando la mirada hacia él.

—Bien —dijo el hombre—, ya te llevaré yo en coche —y señaló, a no gran distancia, un automóvil parado junto a la acera. Marcello lo contempló. Era un coche de un tipo que no conocía, tal vez extranjero, largo, negro, de línea anticuada. Extrañamente se le ocurrió pensar que aquel coche, parado allí a dos pasos de ellos, tenía todo el aspecto de una premeditación en la casual forma de establecer contacto el hombre—. Vamos, sube, Antes de llevarte a casa, daremos un bonito paseo por ahí. ¿Te parece? —Marcello habría querido rechazar tal invitación, mejor dicho, sintió que debía hacerlo. Pero no tuvo tiempo. El hombre le había cogido ya el paquete de libros, mientras decía—: Te lo llevaré yo —y se dirigía hacia el automóvil. Lo siguió, algo sorprendido por su propia docilidad, pero no descontento. El hombre abrió la portezuela, hizo subir a Marcello en el asiento junto al suyo y arrojó el paquete de libros en el asiento de atrás. Luego se sentó al volante, cerró la portezuela, se embutió los guantes y puso en marcha el motor.

El automóvil empezó a moverse sin prisa, majestuosamente, con un zumbido suave, por la larga avenida flanqueada de árboles. Era, sin duda, un coche de tipo antiguo, pero muy bien conservado, amorosamente cuidado, con todos los metales y níqueles brillantes. El hombre, aun manteniendo con una mano el volante, tomó con la otra una gorra de plato y se la ajustó a la cabeza. Aquella gorra confirmaba su aspecto severo, añadiéndole un aire casi militar. Marcello preguntó con timidez:

—¿Es suyo este coche?

—Háblame de tú —dijo el hombre sin volverse, mientras con la mano derecha oprimía una bocina, de sonido tan grave y anticuado como el coche—. No es mío, sino de quien me paga. Yo soy el chófer. —Marcello no dijo nada. El hombre, siempre de perfil y conduciendo con una precisión desenvuelta y elegante, añadió—: ¿Te disgusta que yo no sea el dueño? ¿Te avergüenzas de ello?

Marcello protestó con vivacidad:

—¡No!, ¿porqué?

El hombre esbozó una ligera sonrisa y aceleró la marcha. Dijo:

—Bueno, ahora vamos a subir un poco. Iremos al Monte Mario, ¿te parece?

—No he estado nunca allí —respondió Marcello.

El hombre dijo:

—Es bonito. Se ve toda la ciudad. —Calló un momento, y luego añadió con dulzura—: ¿Cómo te llamas?

—Marcello.

—¡Ah, sí! —exclamó el hombre como hablando consigo mismo—. Tus compañeros te llamaban Marcellina. Yo me llamo Pasquale. —Marcello no tuvo tiempo de empezar a pensar que Pasquale era un nombre ridículo cuando el hombre, como si hubiese intuido sus pensamientos, añadió—: Pero es un nombre ridículo. Tú puedes llamarme Lino. —El coche atravesaba ahora las anchas y sucias calles de un barrio popular, entre escuálidas casas de vecindad. Grupos de golfillos que jugaban en medio de la calzada, se apartaban jadeantes; mujeres despeinadas y hombres harapientos contemplaban, desde las aceras, el insólito paso de aquel automóvil. Marcello bajó la vista, avergonzado de aquella curiosidad—. Es el Trionfale —dijo el hombre—. Pero ya tenemos aquí el Monte Mario. —El automóvil salió del barrio pobre y enfiló una amplia calle en espiral, detrás de un tranvía, entre dos filas de casas alineadas en la pendiente—. ¿A qué hora debes de estar en casa?

—Todavía hay tiempo —dijo Marcello—. Nunca comemos antes de las dos.

—¿Quién te espera en casa, papá y mamá?

—Sí.

—¿Tienes hermanos?

—No.

—¿Y qué hace tu padre?

—No hace nada —respondió Marcello algo incierto.

El coche adelantó al tranvía en una curva, y el hombre, para tomarla lo más cerrada posible, aprisionó bien el volante con ambas manos, pero sin mover el busto, con una destreza llena de elegancia. Luego el coche, siempre cuesta arriba, corrió a lo largo de altos muros herbosos, verjas de villas y cercados de saúco. De cuando en cuando, una puerta decorada con farolillos venecianos o un arco con la insignia color sangre de toro revelaba la presencia de algún restaurante o de alguna hostería rústica. Lino preguntó de pronto:

—¿Te hacen regalos tu padre y tu madre?

—Sí —respondió Marcello algo vagamente—, a veces.

—¿Muchos o pocos?

Marcello no quería confesar que los regalos eran pocos y que a veces las fiestas pasaban incluso sin regalos. Se limitó a responder:

—Regular.

—¿Te gustan los regalos? —le preguntó Lino abriendo una puertecilla del salpicadero, para sacar del interior un paño y limpiar el parabrisas.

Marcello lo miró. El hombre seguía siempre de perfil, con el busto erguido y la visera de la gorra sobre los ojos. Dijo distraídamente:

—Sí, me gustan.

—¿Y qué regalo te gustaría que te hiciera, por ejemplo?

Esta vez, la frase era explícita, y Marcello no pudo por menos de pensar que el misterioso Lino, por el motivo que fuese, quería hacerle de verdad un regalo. De pronto recordó la atracción que sobre él ejercían las armas; y al mismo tiempo, casi con la sensación de hacer un descubrimiento, se dijo que la posesión de una verdadera arma le aseguraría la consideración y el respeto de los compañeros. Arriesgó, algo escépticamente, consciente de que pedía demasiado:

—Por ejemplo, una pistola…

—Una pistola —repitió el hombre sin mostrar sorpresa alguna—. ¿Qué clase de pistola? ¿Una pistola con cartuchos o una de aire comprimido?

—No —replicó Marcello audazmente—. Una pistola de verdad.

—¿Y qué harías con una pistola de verdad?

Marcello prefirió no manifestar la verdadera razón.

—Pues tiraría al blanco —respondió— hasta que mi puntería fuese infalible.

—¿Y por qué te importa tanto tener una puntería infalible?

Marcello tuvo la impresión de que aquel hombre le preguntaba más por el gusto de hacerlo hablar, que por verdadera curiosidad. Sin embargo, respondió con toda seriedad:

—Con una buena puntería se puede uno defender de cualquiera.

El hombre calló por un momento. Luego sugirió:

—Mete la mano en el bolsillo de la portezuela que hay a tu lado. —Marcello, lleno de curiosidad, obedeció y sintió en sus dedos la frialdad de un objeto metálico. El hombre dijo—: Sácalo. —El automóvil se desvió ligeramente para no atropellar a un perro que atravesaba la calle. Marcello sacó fuera aquel objeto metálico. Era precisamente una pistola automática, negra y lisa, cargada de destrucción y de muerte, con el cañón dispuesto a vomitar balas. Casi sin quererlo, con los dedos temblando por la complacencia, apretó la culata en el puño—. ¿Una pistola como ésa? —preguntó Lino.

—Sí —respondió Marcello.

—Pues bien —dijo Lino—, si te gusta de verdad te la regalaré. Pero no ésa, desde luego, que pertenece al automóvil, sino otra igual.

Marcello no dijo nada. Le parecía haber entrado en una atmósfera mágica de cuento de hadas, en un mundo distinto del habitual, en el que chóferes desconocidos invitaban a subir en coche y regalaban pistolas. Todo parecía haberse convertido en algo extremadamente fácil. Pero, al mismo tiempo, y sin saber por qué, le parecía que aquella felicidad, tan apetitosa, revelaba, en un segundo plano, un sabor desagradable, como si, ligada a la misma, se ocultase una dificultad aún desconocida, pero inminente y de próxima revelación. Probablemente —como pensó con frialdad—, en el coche había dos que tenían una finalidad distinta: la de él era poseer una pistola; la de Lino, obtener a cambio del arma algo aún misterioso y tal vez inaceptable. Ahora se trataba de ver cuál de los dos sacaría mejor partido del trueque. Preguntó:

—Pero, ¿adónde vamos?

Lino respondió:

—Pues vamos a mi casa por la pistola.

—¿Y dónde está esa casa?

—Pues aquí mismo. Ya hemos llegado —respondió el hombre quitándole la pistola y metiéndosela en el bolsillo. Marcello echó un vistazo. El coche se había detenido en medio de la calzada, que parecía más bien un camino rural, con los árboles, los setos de saúco, los campos y el cielo. Pero algo más lejos se veía una puerta con un arco, dos columnas y una verja pintada de verde—. Espera aquí —dijo Lino. Bajó y se dirigió hacia la puerta. Marcello lo siguió con la mirada mientras abría los dos batientes de la verja y luego regresaba. No era alto, aunque sentado lo pareciese. Tenía las piernas cortas respecto al busto, y las caderas, anchas. Lino subió de nuevo al coche y lo condujo a través de la verja. Apareció un sendero de grava entre dos filas de pequeños cipreses despenachados, que el viento tempestuoso sacudía y atormentaba. Al fondo del sendero, ante un rayo de sol, algo brilló estridentemente contra el fondo del cielo de tormenta: la vidriera de una veranda empotrada en un edificio de dos pisos—. Es la casa —dijo Lino—, pero no hay nadie.

—¿Quién es el dueño? —preguntó Marcello.

—Querrás decir la dueña —corrigió Lino—. Es una señora americana. Pero está fuera, en Florencia. —El coche se detuvo en la explanada. El edificio, largo y bajo, con superficies rectangulares de cemento blanco y ladrillos rojos alternados, acá y allá, con las fajas, de brillante cristal, de las ventanas, tenía un pórtico sostenido por columnas cuadradas, de piedra sin labrar. Lino abrió la portezuela, saltó a tierra y dijo—: Ahora bajemos.

Marcello no sabía qué quería de él Lino, ni lograba adivinarlo. Pero cada vez era mayor en él la desconfianza del que teme ser engañado.

—¿Y la pistola? —preguntó sin moverse.

—La tengo ahí dentro —respondió Lino con cierta impaciencia señalando las ventanas de la villa—. Vamos por ella.

—¿Me la darás?

—Desde luego. Una estupenda pistola nueva.

Sin decir palabra, Marcello bajó también. Inmediatamente lo asaltó, con una ráfaga cálida y llena de polvo, el embriagador y fúnebre viento otoñal. Sin saber por qué, aquella ráfaga le trajo como un presentimiento, y, aun siguiendo a Lino, se volvió para echar una última mirada a la explanada de grava, circuida de matas y de algunos oleandros. Lino lo precedía, y él advirtió que algo le abultaba el bolsillo exterior de la americana: la pistola, que, en el coche, le había quitado el hombre de la mano al llegar. De pronto tuvo la seguridad de que Lino sólo tenía aquella pistola y se preguntó por qué le habría tenido que mentir y ahora lo hacía entrar en la casa. Crecía en él la sensación de engaño y, a la vez, la voluntad de mantener los ojos bien abiertos y no dejarse engañar. Mientras tanto habían entrado en una amplia sala de estar, llena de poltronas y divanes, con una chimenea de campana, de ladrillos rojos, en la pared del fondo. Lino, precediendo siempre a Marcello, se dirigió, a través de la sala, hacia una puerta pintada de azul turquesa, en un ángulo. Marcello preguntó inquieto:

—¿Adónde vamos?

—A mi habitación —respondió Lino ligeramente—, sin volverse.

Marcello, por si acaso, decidió hacer una primera resistencia, de modo que Lino comprendiese que había descubierto su juego. Cuando Lino abrió la puerta azul, dijo, manteniéndose a distancia:

—Dame la pistola en seguida, o no voy.

—Pero es que no la tengo aquí —respondió Lino volviéndose a medias—, sino en mi habitación.

—Sí la tienes —replicó Marcello—; en el bolsillo de la chaqueta.

—Pero ésta es la del coche.

—No tienes ninguna otra.

Lino pareció insinuar un movimiento de impaciencia, reprimido inmediatamente. Marcello advirtió una vez más el contraste que formaban, con el rostro seco y severo, la boca algo carnosa y los ojos ansiosos, dolientes, suplicantes.

—Te daré ésta —dijo al fin—; pero ven conmigo. ¿Qué más te da en un sitio o en otro? Aquí puede vernos algún campesino, con todas estas ventanas…

«¿Y hay mal alguno en que nos vean?», habría querido preguntar Marcello; pero se contuvo porque advirtió oscuramente que el mal existía, aunque fuese imposible definirlo.

—Bien —dijo puerilmente—, pero luego me la darás, ¿verdad?

—Puedes estar seguro. —Entraron en un pequeño pasillo blanco, y Lino cerró la puerta. Al fondo del pasillo había otra puerta azul. Esta vez. Lino no precedió a Marcello, sino que se puso a su lado y le pasó ligeramente un brazo en torno a la cintura, mientras preguntaba—: ¿Tanto te gusta tu pistola?

—Sí —contestó Marcello, casi incapaz de hablar por la inquietud que le causaba aquel brazo.

Lino le quitó el brazo de la cintura, abrió la puerta e introdujo a Marcello en la habitación. Era una pequeña estancia blanca, larga y estrecha, con una ventana al fondo. El mobiliario se reducía a una cama, una mesita, un armario y un par de sillas. Todos estos muebles estaban pintados de verde claro. Marcello observó en la pared, sobre la cabecera de la cama, un crucifijo de bronce de un tipo muy corriente. Sobre la mesita de noche había un libro grueso, encuadernado en negro y con los bordes de las hojas de color rojo; Marcello se dijo que se trataría de un devocionario. La habitación, vacía de objetos y de ropas, parecía muy limpia. Sin embargo, en el ambiente flotaba un fuerte olor, como de jabón muy perfumado. ¿Dónde había percibido ya aquel olor? Quizá en el baño, inmediatamente después de que su madre, por la mañana, se hubiese levantado. Lino le dijo negligentemente:

—Siéntate en la cama, ¿quieres? Es más cómodo —y él obedeció en silencio. Lino iba y venía por la habitación. Se quitó la gorra y la puso en el alféizar de la ventana. Se desabrochó el cuello y, con el pañuelo, se secó el sudor en torno al cuello. Luego abrió el armario, sacó de él una botella grande de agua de colonia, mojó el pañuelo con ella y se lo pasó, con evidente sensación de alivio, por la cara y la frente—. ¿Te pones tú también una poca? —preguntó a Marcello—. Es refrescante.

Marcello habría querido rechazar, porque la botella y el pañuelo le causaban no sabía qué repugnancia. Pero dejó que Lino le pasara, con fresca caricia, la palma por el rostro. Lino dejó el agua de colonia en el armario y fue a sentarse en la cama, frente a Marcello.

Se miraron. El rostro de Lino, seco y austero, tenía ahora una expresión nueva, deseosa, acariciante, suplicante. Contemplaba a Marcello en silencio. El muchacho, movido tanto por su impaciencia como por el deseo de poner fin a aquella molesta contemplación, preguntó al fin:

—¿Y la pistola?

Vio cómo Lino suspiraba y se sacaba del bolsillo, como de mala gana, el arma. Él alargó la mano, pero el semblante de Lino se endureció, retiró la pistola y dijo apresuradamente:

—Te la daré… pero has de ganártela.

Al oír aquellas palabras, Marcello sintió una sensación de alivio. Tal como había pensado. Lino quería algo a cambio de la pistola. Con tono solícito y falsamente ingenuo, como en el colegio cuando hacía cualquier trueque de plumillas o de bolas, dijo:

—Dime lo que quieres a cambio y nos pondremos de acuerdo.

Vio a Lino bajar los ojos, titubear y luego preguntar lentamente:

—¿Qué estarías dispuesto a hacer por esta pistola?

Notó que Lino había eludido su proposición. No se trataba de un objeto que se hubiera de cambiar por la pistola, sino de algo que habría de hacer para conseguirla. Aunque no adivinó qué podría ser, dijo, siempre con su tono falsamente ingenuo:

—No sé. Dímelo tú.

Hubo un momento de silencio.

—¿Harías cualquier cosa? —preguntó de pronto Lino con voz más alta, cogiéndole una mano.

El tono y el gesto alarmaron a Marcello. Se preguntó si, por ventura, no sería Lino un ladrón que estuviese solicitando su complicidad. Tras reflexionar un poco, le pareció poder descartar aquella hipótesis. Sin embargo, respondió prudentemente:

—Pero, dime, ¿qué quieres que haga? ¿Por qué no me lo dices de una vez?

Lino jugueteaba con su mano, mirándola, dándole vueltas, apretándola, aflojando el apretón. Luego, con gesto caso desairado, la rechazó y, mirándolo, dijo lentamente:

—Estoy seguro de que tú no harías ciertas cosas.

—Pero, dímelo —insistió Marcello con una especie de buena voluntad mezcla de embarazo.

—¡No, no! —protestó Lino. Marcello notó que un rubor singular, desigual, teñía su pálido rostro en lo alto de las mejillas. Le pareció como si Lino tratase de hablar, pero quisiera estar seguro de que él lo deseaba. Entonces tuvo un gesto de consciente, aunque inocente coquetería. Se inclinó y cogió con su mano la del hombre:

—¡Vamos, dímelo! ¿Por qué no me lo dices?

Siguió un largo silencio. Lino miraba ora la mano de Marcello, ora su cara, y parecía vacilar. Finalmente, rechazó de nuevo la mano del muchacho, pero esta vez con dulzura, se levantó y dio algunos pasos por la habitación. Luego volvió a sentarse y cogió de nuevo la mano de Marcello de manera afectuosa, algo así como un padre o una madre cogen la mano de su hijo. Dijo:

—Marcello, ¿sabes quién soy?

—No.

—Soy un sacerdote secularizado —dijo Lino con un estallido de voz doloroso, afligido, patético—, un sacerdote secularizado, expulsado, por indignidad, del colegio en que enseñaba… Y tú, en tu inocencia, no te das cuenta de lo que podría pedirte a cambio de esta pistola que tanto te fascina. He sentido la tentación de abusar de tu ignorancia, de tu inocencia, de tu infantil avidez. Ya sabes quién soy, Marcello. —Hablaba en un tono de profunda sinceridad. Luego dirigió su mirada hacia la cabecera de la cama y, de una manera inesperada, apostrofó al crucifijo sin levantar la voz, como lamentándose—: ¡Te lo he pedido tanto…! Pero tú me has abandonado, y vuelvo a caer una y otra vez… ¿Por qué me has abandonado? —Estas palabras se perdieron en una especie de murmullo, como si Lino hubiese hablado consigo mismo. Luego se levantó de la cama, cogió la gorra, que había dejado en el alféizar de la ventana, y dijo a Marcello—: Vamos, te llevaré a casa. —Marcello no dijo nada. Sentíase aturdido e incapaz, por ahora, de juzgar lo que había ocurrido. Siguió a Lino por el pasillo y luego a través de la sala de estar… Fuera, en la explanada, el viento soplaba aún en torno al gran coche negro, bajo un cielo nublado y sin sol. Lino subió al coche, y él se sentó a su lado. El automóvil se puso en movimiento, recorrió el sendero y salió suavemente por la puerta hacia el exterior. Durante un largo rato permanecieron en silencio. Lino conducía como antes, con el busto erguido, la visera de la gorra sobre los ojos, las enguantadas manos pegadas al volante. Recorrieron un buen trecho de camino y luego Lino, sin volverse, preguntó inopinadamente—: ¿Te disgusta no haber conseguido la pistola?

Al oír aquellas palabras, se encendió de nuevo en el ánimo de Marcello la ávida esperanza de poseer el objeto tan deseado. Después de todo —pensó—, a lo mejor no se había perdido aún todo. Respondió con sinceridad:

—Desde luego que me ha disgustado.

—Así —preguntó Lino—, si te citara precisamente para mañana a la misma hora de hoy, ¿acudirías?

—Mañana es domingo —respondió juiciosamente Marcello—; pero el lunes, sí; podemos vemos en la avenida, en el mismo sitio de hoy.

El otro calló un momento. Luego, de improviso, con voz de lamento, gritó:

—No me hables ni me mires más. Y si el lunes me ves al mediodía en la avenida, no me hagas caso» no me saludes. ¿Has entendido?

«Pero, ¿qué le pasa?», preguntóse Marcello algo despechado. Y contestó:

—Yo no soy el que ha de verte. Eres tú el que hoy me ha hecho venir a tu casa.

—Sí, pero no debe volver a repetirse jamás, ¡jamás! —dijo Lino con fuerza—. Me conozco muy bien y sé que esta noche no haré más que pensar en ti, y que el lunes te esperaré en la avenida. Aunque hoy haya decidido no hacerlo, me conozco muy bien. No debes preocuparte de mí. —Marcello no dijo nada. Lino prosiguió, siempre con la misma furia—: Pensaré en ti toda la noche, Marcello, y el lunes estaré en la avenida con la pistola, pero tú no debes hacerme caso. —Daba vueltas en torno a la misma frase, repitiéndola. Y Marcello, con su fría e inocente perspicacia, comprendía que, en realidad, Lino quería concretar una cita con él y, con el pretexto de ponerlo en guardia, establecía, en efecto, dicha cita. Lino, tras un momento de silencio, preguntó de nuevo—: ¿Has oído?

—Sí.

—¿Qué te he dicho?

—Que el lunes estarás en la avenida esperándome.

—No te he dicho sólo eso —replicó el otro con dolor.

—Y que —acabó Marcello— no debo hacerte caso.

—Sí —confirmó Lino—, con ningún pretexto. Ten en cuenta que te llamaré, te suplicaré, te seguiré con el coche. Te prometeré todo lo que quieras. Pero tú no debes hacerme caso ni desviarte de tu camino.

Marcello, que había perdido la paciencia, respondió:

—Muy bien, enterado.

—Pero tú eres un niño —dijo Lino pasando de la furia a una especie de acariciante dulzura— y no serás capaz de resistirme. Sin duda vendrás, porque eres un niño, Marcello.

Marcello se ofendió.

—No soy un niño, sino un muchacho, y, además, no me conoces.

Lino detuvo el coche de pronto. Estaban aún en la carretera de la colina, bajo un alto muro circundante. Más allá se entreveía el arco, adornado con farolillos venecianos, de un restaurante. Lino se volvió hacia Marcello:

—¿De verdad —preguntó con una especie de dolorosa ansiedad—, de verdad te negarás a venir conmigo?

—¿Acaso no eres tú —preguntó Marcello, consciente ya de su juego— el que me lo pides?

—Sí, es cierto —dijo Lino desesperado, volviendo a poner en marcha el automóvil—, sí, es cierto… tienes razón. Soy yo el loco que te lo pide… precisamente yo. —Tras esta exclamación volvió a quedar en silencio. El coche descendió hasta el fondo de la calle y recorrió de nuevo las sucias calles del barrio popular. Entraron luego en la gran avenida, con los altos plátanos desnudos y blancos, los montones de hojas amarillentas a lo largo de las aceras, las casas llenas de ventanas. Y, después, en el barrio en que vivía Marcello. Lino preguntó sin volverse—: ¿Dónde vives?

—Es mejor que pares aquí —dijo Marcello, consciente del placer que inspiraba a aquel hombre su acento de complicidad—. De lo contrario, podrían verme bajar del coche.

El automóvil se detuvo. Marcello se apeó, y Lino, a través de la ventanilla, le tendió el paquete de libros y dijo resueltamente:

—Entonces hasta el lunes, en el mismo sitio de hoy, en la avenida.

—Pero yo —dijo Marcello cogiendo los libros— debo fingir que no te veo, ¿verdad?

Marcello vio cómo titubeaba Lino y experimentó casi un sentimiento de cruel satisfacción. Los ojos de Lino, intensamente encendidos en el fondo de sus cóncavas pupilas, le dirigían ahora una mirada suplicante y angustiada.

Luego dijo apasionadamente:

—Procede como mejor te parezca. Haz de mí lo que quieras.

Su voz terminó en una especie de lamento cantante y deseoso.

—Pero ten muy en cuenta que ni siquiera te miraré —advirtió por última vez Marcello.

Vio cómo Lino hacía un gesto que él no entendió, pero que le pareció de desesperado asentimiento. Luego, el coche partió de nuevo, alejándose lentamente en dirección a la avenida.