36
Sube los peldaños deliberadamente, parándose un momento en cada uno, deslizando la mano derecha extendida por la baranda, que sigue el trazado enfático de la escalera, concebida para el vuelo de los vestidos de gala de otro siglo. Ha apagado antes de subir la gran araña del vestíbulo y ahora la mano lo guía con más precisión que la claridad que viene vagamente de un corredor o una habitación en el piso de arriba, de donde le llega desde hace unos minutos, amplificado por las extrañas leyes acústicas de la casa, el ruido enérgico del agua de un grifo que llena una bañera. Es tan consciente del modo en que ese ruido varía según la bañera va llenándose como de cada paso que da y de cada latido del corazón rebotando en el interior del pecho; del aliento que roza las aletas de la nariz y el aire que no le llena del todo los pulmones, dejándole una sensación de principio de ahogo tan poderosa como la opresión y el vacío en el estómago. En un relámpago de la imaginación ve a Judith desnuda, detrás de la puerta tal vez cerrada del cuarto de baño, adelantando una mano para probar la temperatura del agua. Muertos antiguos parece que lo miran subir desde la penumbra de los retratos al óleo; muertos solemnes examinando reprobadoramente desde arriba a un intruso, un ladrón sigiloso al que no pueden expulsar, igual que no pueden dar la alarma sobre su presencia; los que estaban vivos y subían y bajaban por estas mismas escaleras hace cincuenta años o un siglo y tuvieron conversaciones en voz baja a la luz del fuego, y se alumbraron con velas y lámparas de petróleo o globos de gas y gastaron con sus pisadas los filos de estos mismos peldaños. Han pasado horas sumergidos en una luz así y cuando volvió la violenta claridad eléctrica sus ojos no se acostumbraban a ella. El tiempo se dilata esta noche, tan densa de palabras, y lo sucedido hace rato ya tiene una cualidad brumosa de recuerdo. Judith volvió a la biblioteca con gotas de lluvia brillando en su cara y su pelo y se quedó parada en el umbral sin reconocer del todo el lugar de donde había salido sólo unos minutos atrás, tan largos para él. Las estanterías hasta el techo, el piano de cola, la larga mesa, las sillas de tijera apiladas contra la pared, la gran bola del mundo, eran el inhóspito escenario de un teatro. Giró la llave de porcelana del interruptor y los dos se encontraron de nuevo en el espacio que las palabras y las dos presencias habían modelado en la misma medida que las llamas de la chimenea y la luz de las velas y de la lámpara de petróleo, la habitación recóndita duplicada en los cristales de las ventanas, contra el reverso frío y húmedo de la oscuridad exterior. Le pidió que no apagara la radio, ahora que había dado con una emisora que transmitía la pulsación lejana de una música de baile, punteada por los solos de un clarinete y de una voz femenina melodiosa y aguda, interrumpida por aplausos, por el locutor que anunciaba el título de la próxima canción. Al fondo de la conversación la música y las voces de la radio han seguido sonando, aunque ellos apenas la han oído, igual que sólo de manera intermitente han oído la lluvia, cuando se quedaban callados un momento, más cerca ahora el uno del otro, el foso invisible no abolido, pero al menos ya no la frontera hostil a cada lado de la cual los dos se miraban, las palabras formándose como cristales de hielo en la tierra de nadie, en el espacio entre quienes ya no se tocan. Judith tiritó un poco al entrar en la biblioteca, viniendo del frío, la tela húmeda y ligera de la camisa rozándole la piel. Otras veces, en las noches de primavera de Madrid, frías de pronto a la intemperie, había tiritado así y se había cobijado en los brazos de él mientras paseaban, a la salida del reservado en un merendero, en la humedad de las orillas del Manzanares, o él le había puesto su chaqueta sobre los hombros. Ahora veía en ella ese ligero temblor y no hacía nada, sentado junto al fuego, cerca de la radio que ella le había pedido que dejara encendida y a la que no prestaba atención, sus manos apoyadas sobre el cuero gastado de los brazos del sillón, tan incapaz de moverse y de ir hacia ella como si hubiera perdido el uso de las piernas, tan impotente como cuando la oyó salir y pensó que no volvería. Al menos Judith no se había marchado. Echó unos troncos al fuego y se sentó en el suelo, las piernas cruzadas con desenvoltura, mirando las llamas mientras se abrazaba a sí misma para quitarse el frío, mirándolo a él, tan formal en el sillón, tan grave como el fantasma de alguno de los antiguos habitantes de la casa, percibiendo un cambio sutil en ella, como en la temperatura del aire o en la luz, pero sin atreverse a tener algo de esperanza. Judith se quitó los zapatos y los calcetines húmedos. Le habría gustado tanto acariciarle los pies hasta que entraran en calor. El talón fuerte, el pulso tenue en la moldura del tobillo, el largo empeine con la sinuosidad azulada de las venas, los dedos con las uñas pintadas. Abrió la boca para decir algo queriendo abreviar el silencio y Judith lo interrumpió. Ahora que se inclinaba hacia él podía verle con delicia furtiva el principio de los pechos en la penumbra de la camisa entreabierta. A la luz del fuego tenía el mismo brillo ligeramente oleoso y dorado en el pelo y en los pómulos.
—Por qué nos hablamos así, como si no nos conociéramos —dijo Judith, y él no fue capaz de sostenerle la mirada, abrumado por el deseo, por la imposibilidad de ir hacia ella en ese mismo momento y besarla en la boca y abrir del todo la camisa y que los dos pechos le llenaran las manos, avergonzado de una excitación que se haría visible en cuanto se moviera un poco, en cuanto Judith se fijara, su cuerpo más descarado y menos cobarde que él mismo—. Oigo tu voz y no me parece que sea la tuya. Y la mía la reconozco menos aún. Durante todo este tiempo he pensado mucho en las cosas que te diría si volviera a verte, pero ahora no me gusta haberte dicho algunas de ellas. Empezamos a hablar y las palabras nos traicionan. Uno las piensa y cuando las oye al decirlas en voz alta ya significan otra cosa. Lo que las palabras dicen de pronto no tienen nada que ver con nosotros. Se vuelven más ásperas y menos verdaderas. Aunque digan la verdad sería preferible haberlas callado. Tú sabes quién soy yo y yo quién eres tú. Hablamos como si no nos conociéramos, pero lo que hemos vivido juntos no ha podido borrarse tan pronto, de modo que algo de mentira tiene que haber en lo que nos hemos dicho.
—Pero tú has decidido romper conmigo.
—No lo he decidido. He mirado de frente los hechos. Yo estaba disponible para irme a vivir contigo. Lo único que tenías que hacer para no perderme era actuar según los sentimientos que tú decías tener hacia mí. Pero no estoy reprochándote nada. Creo que te conozco bien y que sé ver las cosas a través de tus ojos. ¿Te acuerdas del poema de Salinas? Yo no sé cuánto tiempo me costó descifrar la sintaxis: Que hay otro ser por el que miro el mundo…
—… porque me está queriendo con sus ojos…
—Es la primera vez que te oigo citar un poema.
—Sólo esos versos. Me los aprendí escuchándote.
—Te pedía que me los leyeras para estar segura de los acentos. ¿Te acuerdas?
—Me acuerdo de todo. Tengo apuntadas en una agenda todas las veces que estuvimos juntos. El día, el lugar, la hora.
—Yo comprendo el amor que sientes por tus hijos y la dificultad de separarte de ellos. Pero en tu país hay una ley del divorcio. Las personas que están enamoradas y están seguras de su amor se casan. Y para hacerlo algunas veces tienen que divorciarse antes. Es doloroso, pero es justo. Para ganar algo hay que perder algo. El daño que habrías hecho quedándote puede ser mayor que el que has hecho al irte. No quiero imaginarme en quién me habría convertido si no me hubiera divorciado, en el veneno que tendría dentro. Peor que el que ya tenía. Yo no quiero pensar y sentir de una manera y actuar de otra. Me gustaba acostarme contigo pero me habría gustado mucho más si después de acostarnos hubiera podido pasearme tranquilamente de tu brazo por Madrid o ir a buscarte a tu oficina al salir de la facultad. A ti te parecía romántico que nos encontráramos a escondidas. Dices que no te interesa mucho la literatura pero en eso eras mucho más literario que yo. Me llamó la atención que a eso que nosotros hacíamos se le llamara en español «tener una aventura». A mí no me gustaba esconderme. No veía ninguna aventura en ir a aquella casa de citas, o a aquellos cafés tristes y vacíos a los que me llevabas para estar seguro de que no te conocería nadie. O quizás sólo al principio, porque todo aquello también era nuevo para mí, y estaba muy enamorada.
—Estabas.
—Lo estoy todavía. Más de lo que yo pensaba. Me he dado cuenta esta noche. Si hubiera sabido lo vulnerable que era no habría venido. Ya ves que no te oculto nada. Pero se pasará con el tiempo. Empezará a pasarse de nuevo cuando me vaya de aquí y no tenga ninguna expectativa de verte.
—De modo que sí puedes pensar y sentir de una manera y actuar de otra.
—Lo que pienso y lo que siento es que no quiero tener una aventura con un hombre casado, aunque esté enamorada de él. Pero tampoco quiero estropearme el recuerdo de lo que he vivido. No puedo reprocharte nada. Tú no me hiciste hacer nada que yo no quisiera. Si hubiéramos seguido siendo amantes un poco más de tiempo todo habría empezado a degradarse. Ya estaba empezando, y tú y yo lo sabíamos. Acuérdate de aquella mañana, en aquel café horrendo, cuando viniste del hospital y tu mujer todavía estaba en coma. Ya no éramos dignos de lo que habíamos sido. Éramos como aquellas parejas sórdidas que veíamos a veces en otras mesas. Los viejos con muchachas jóvenes. Los amantes que ya parecían tan amargados y tan aburridos como matrimonios. Nos mirábamos como hace un rato, sin conocernos, nos hacíamos reproches. Era más sucio que acostarse en aquella cama de Madame Mathilde, que se había puesto ese nombre y ni siquiera se molestaba en imitar el acento francés. Si no podía tenerte para mí lo mejor era irme y que por lo menos me quedara intacto el recuerdo.
Comprendió con sorpresa, con un extraño alivio, volviendo a mirarla a los ojos, que Judith tenía toda la razón: que ya no había ningún motivo, ninguna excusa para no decir la verdad. Creyendo que examinaban lúcidamente el pasado lo que hacían era restituirlo buscando abrigo en él. Lo que no dijeran ahora probablemente ya no lo dirían nunca. Y antes de decir algo deberían tener mucho cuidado de que sus palabras verdaderas no significaran algo que ellos no querían, o adquirieran por sí mismas un filo de rencor o de daño. La maleta de ella estaba en el suelo, junto a la entrada de la biblioteca. Tan fácil como le había sido traerla le sería mañana ponerla de nuevo en el asiento trasero del coche. Erguida, con una desenvoltura que él nunca tendría si se sentara en el suelo, Judith se abrazaba ahora las rodillas y apoyaba en ellas el mentón, los dos pies juntos sobresaliendo de los pantalones anchos. No ha conocido a nadie que mire y escuche con tanta atención, con tanta ansia de saber, tan alerta a las palabras como a los silencios y a los gestos mínimos, ejerciendo con la misma apasionada intensidad la intuición y el razonamiento, preguntando, adivinando, examinándose a sí misma con una lucidez tan incorruptible como su curiosidad. Pero ahora la mirada, la interrogación, no lo amedrentaban. Una ventaja de haberlo perdido todo era que ya no había nada que ocultar. Como en otro tiempo la conversación no sólo estaba hecha de palabras: las miradas eran una parte decisiva de ella, la cercanía de los cuerpos, la pura presencia física, su imán, el metal de las voces y la oscuridad que los circundaba, el gesto de la boca de Judith, en la comisura de los labios, la música débil en la radio y la lluvia en los cristales de la ventana, la noche que avanzaba y sin embargo ahora les parecía detenida, comenzada mucho tiempo atrás y sin final visible, sin un amanecer que pudiera cancelarla.
Le contó que a lo largo del verano en Madrid su añoranza de ella había sido mucho más intolerable que la de sus hijos; que rememoraba cada encuentro en las diminutas anotaciones cifradas para que parecieran citas de trabajo y recorría los lugares en los que habían estado juntos tan humillado como un perro en busca de rastros perdidos; que dentro de todo y a pesar de la culpa había sido un alivio no tener que enfrentarse a la expresión permanente de sacrificio y agravio de Adela; que en el desorden y la irresponsabilidad de la guerra había encontrado una especie de inconfesable liberación; que casi a los cuarenta y ocho años se masturbaba casi cada noche en la gran cama de matrimonio con las sábanas sucias acordándose de ella, mirando sus fotos y hasta leyendo sus cartas para sostener la excitación (to jerk off, le había enseñado ella, en sus intercambios de desvergüenzas lingüísticas, y él había correspondido: hacerse una paja). Le contó que cuando aquellos milicianos lo detuvieron en la Ciudad Universitaria y lo llevaban hacia un muro de la Facultad de Filosofía para fusilarlo tuvieron que levantarlo en volandas porque las piernas no lo sostenían y que se meó por los pantalones abajo y los orines le empaparon uno de los zapatos, y que al marcharse oía el chasquido liquido a cada paso que daba; y que al llegar a casa se metió en la ducha y por mucho que se enjabonaba seguía percibiendo el olor inmundo a meados y a miedo; y que mientras le registraban la cartera llena de planos y de informes técnicos y le preguntaban si no eran mapas del frente destinados a guiar al enemigo en su avance hacia Madrid lo que él temía era que le descubrieran las cartas y las fotos de ella y se las quitaran; y que aunque se hubiera meado y se le hubieran debilitado las piernas no sentía el terror de estar a punto de morir, sino una indiferencia pasiva, una aceptación sólo alterada por la congoja de pensar que ya no volvería a verla a ella, que no vería hacerse adultos a sus hijos. Judith lo miraba, de perfil contra el fuego, los ojos muy brillantes, la claridad cambiante de las llamas modelándole la delicada osamenta bajo la piel, y él tragaba saliva y seguía hablando; detrás de él en la radio sonaba la música de baile, como en un salón lejano, muy grande, casi vacío, la orquesta tocando y las filigranas rápidas del clarinete seguidas por la voz cándida y aguda de la cantante, los aplausos dispersos y el entusiasmo excesivo del locutor, recitando títulos de canciones y marcas comerciales. Le contó que él había dado por supuesto que el trastorno sexual que había conocido por primera vez en Weimar a los treinta y tantos años con aquella amante húngara nunca volvería a repetirse; que hasta entonces, y después de entonces, no se había visto a sí mismo como alguien dotado para la sensualidad. Las mujeres que se ofrecían pintadas y lívidas bajo los faroles de gas en ciertos callejones de Madrid cuando él era muy joven lo habían excitado y a la vez le habían producido pánico, y una repulsión que no era tanto hacia ellas como hacia sí mismo, hacia su instinto de desearlas y el pudor que le hacía enrojecer y apresurar el paso si ellas lo llamaban. Tampoco había creído que una mujer pudiera disfrutar verdaderamente con él; ni siquiera lo había echado de menos: casi no pensaba que existiera de verdad esa posibilidad. Adela le pedía que apagara la luz, se quedaba inmóvil, tal vez gemía débilmente en la pesada tiniebla del dormitorio conyugal; la amante húngara apretaba los párpados y se acariciaba rítmicamente a sí misma mientras él se afanaba encima de ella, irrelevante como el insecto que poliniza una flor carnosa, adheridos el uno al otro y cada uno ausente y atareado en su propia lujuria. Le contó que desde la primera vez que la había tocado notó en ella una vibración a la vez tenue y poderosa que no sabía que existiera: encontró la mano de Judith y ella en vez de apartarla apretó la suya y ya era como si estuvieran abrazándose (se acordaron los dos: en el coche, él conduciendo Castellana arriba, la radio encendida, la mano izquierda en el volante, la derecha rozando los muslos de Judith, los faros alumbrando arboledas y verjas y fachadas de palacios); descubriéndola a ella se había ido descubriendo simultáneamente a sí mismo; siendo tocado, besado, mordido, explorado, guiado por ella. Nunca había tenido amigos, le dijo, ni verdaderas conversaciones con nadie, menos aún las conversaciones sexuales a las que observaba que eran tan aficionados otros hombres: sólo al encontrarse con ella se dio cuenta de la vida tan solitaria que había llevado desde siempre; desde que era un niño y sus padres no lo dejaban salir de la portería sino para ir a la escuela, por miedo a que se perdiera en el tumulto del barrio, a que le pegaran los niños violentos de los suburbios, a que se le contagiara alguna enfermedad. Hijo único de padres demasiado mayores; huérfano de padre a los trece años; velando a su madre muerta cuando tenía veintiuno y regresando a pie a la portería ahora deshabitada de la calle Toledo desde el remoto cementerio del Este, los pies doloridos en las botas demasiado estrechas, tapado con el sombrero hongo y la capa negra que había pertenecido a su padre; tan joven y una figura de otro siglo, y un agobio de responsabilidades excesivas que no le serían aliviadas nunca; la carrera, las privaciones inhumanas para terminarla, el legado de su padre que se iba agotando; luego las oposiciones, la pesadumbre del noviazgo, la carga nueva de responsabilidad, agravada tan pronto por los hijos. Extrañamente era ahora cuando por primera vez sentía algo parecido al alivio, aunque fuera inseparable de la sensación de despojo. No iba a callarse nada, le dijo a Judith, sentado frente a ella, hundido como un inválido en el sillón de cuero, las palmas de las manos rozando la parte gastada de la tapicería. Sólo con ella había descubierto y recobraba ahora lo que nunca había sabido que pudiera ser tan gozoso, el hábito de conversar explicándose a sí mismo, comprobando afinidades inmediatas en lo que hasta entonces había creído que eran sensaciones y pensamientos congénitamente solitarios. Siempre el miedo a incomodar, la torpeza para encontrar las palabras justas y el coraje de decirlas, siempre la tentación del silencio y de la conformidad, el fastidio permanente de sentirse como un huésped en su propia casa y en una vida que era la única que tenía y sin embargo nunca fue la suya. Porque Judith lo escuchaba había aprendido a explicarse de corazón en voz alta. Cuando ella desapareció, tan opresiva como su ausencia y como la privación sexual fue la gran campana del silencio cayendo de nuevo sobre él, que ya había perdido la costumbre de habitar en ella, de mirarlo todo detrás de un cristal de indiferencia, lejanía y disgusto. Pero ahora hasta había perdido el escrúpulo más o menos inconsciente de decir las cosas que a ella le gustaría escuchar, las que harían que se enamorara. Sin esperanza de seducirla de nuevo, casi convencido no sólo de la inutilidad sino también de la bajeza moral de intentarlo, decía lo que pensaba, lo que él era y lo que muchas veces no reconocía ni ante sí mismo. El remordimiento de haberse ido no era lo bastante poderoso como para provocarle una verdadera añoranza de España, le dijo. El peso de la responsabilidad había sido durante demasiados años tan opresivo como el de la ambición, incluso de la turbia y no confesada vanidad, y de los tres —la vanidad, la responsabilidad, la ambición— le dijo que en ese momento, esa noche, se sentía relevado, aunque no supiera por cuánto tiempo, cuándo la culpa o la nostalgia se habrían apoderado de él y le harían tergiversar por igual recuerdos y deseos. No quería dar pena. No quería fingir que hubiera preferido estar ahora mismo en Madrid, asistiendo impotente a la destrucción de su ciudad, al desastre de una revolución fantasmagórica que incendiaba las iglesias y dejaba intactos los bancos, al carnaval de los desfiles y de los asesinatos, de la vileza fría y el heroísmo desperdiciado. No creía que Salinas, en su puesto confortable de profesor visitante en Wellesley College, sintiera tanto desgarro como mostraba cuando conversaba con ella, halagado en el fondo por la cordialidad de una mujer tan joven y atractiva, que hablaba español con ese acento tan claro entre americano y madrileño y le regalaba una admiración que actuaría como un calmante para su vanidad de catedrático y de literato tan alejado ahora de su antiguo brillo. Claro que prefería que ganara la República, le dijo: pero no estaba seguro de la clase de República que habría en España al final de la guerra, y menos aún de si a él le sería permitido regresar a ella, o si lo desearía. Todo lo destruido con tanta saña debería ser levantado de nuevo; plantados los árboles arrancados de cuajo por las bombas o talados para hacer leña; restablecidas las tuberías reventadas, los rieles de ferrocarril retorcidos en el aire sobre las montañas de adoquines; reconstruidos los puentes dinamitados por ejércitos que se retiraban; alzados de nuevo los postes y cables de teléfonos que había costado tanto tender. Pero quién iba a resucitar a los muertos o a devolver los brazos o las piernas a los mutilados, a pintar los cuadros o imprimir los libros únicos quemados en las hogueras, a mitigar el luto o el odio, a reconstruir las bibliotecas y las iglesias y los laboratorios y las casas de vecindad que costó tanto levantar y que fueron arrasadas en el curso de una tarde, de una sola noche. Y cómo iban a gobernar España los mismos insensatos, los mismos criminales, los mismos alucinados que la habían arrastrado al desastre, cada uno con su grado de irresponsabilidad y sinrazón, todos, salvo unos cuantos, inmunes al remordimiento y a la amarga cordura del que ha escarmentado. Había algo que su oficio le había enseñado: en lograr que un edificio llegue a su culminación se tarda mucho tiempo, porque las cosas crecen, por mucho esfuerzo que se ponga en ellas, con una lentitud orgánica; pero la instantaneidad de la destrucción es resplandeciente: el chorro de gasolina y la llama que se alza devorándolo todo, el disparo que derriba a un hombre fuerte como un árbol. Le dijo que lo que más le asombraba era haberse equivocado tanto, en todo, especialmente en las cosas de las que estaba más seguro; haber confiado en la solidez de todo lo que se hundió de un día para otro, sin drama, casi sin esfuerzo; haberse equivocado tanto sobre sí mismo: creyéndose un racionalista, un pragmático, asistiendo con sarcasmo a los desvaríos ideológicos de quienes vaticinaban con perfecta seriedad la inminencia de la dictadura del proletariado o del comunismo libertario, los convencidos de que aboliendo el dinero y practicando el desnudismo o el esperanto o el amor libre el paraíso quedaría instaurado sobre la tierra, los idólatras de Stalin o de Mussolini, los que rugían con el puño cerrado o con la mano abierta; creyéndose un escéptico, él había sido más iluso que cualquiera de ellos; imaginando que sólo se ocupaba de lo que podía ser calculado y medido, lo que producía un beneficio modesto pero también indiscutible, un progreso. Pero el progreso era justamente lo que estaba siendo desmentido en España: no la abolición de la propiedad y del dinero, al parecer instaurada con éxito en ciertos pueblos de Aragón; no el gran teatro soviético de carteles gigantes de Lenin y Stalin colgados en las calles y batallones proletarios desfilando con una disciplina arrogante y unánime. El progreso tangible, el desarrollo metódico y gradual de las invenciones técnicas, todo lo que a él le había parecido terrenal e indiscutible, ajeno a los desvaríos verbosos de los iluminados, lo que había discutido tantas veces con Negrín, la buena alimentación, la leche diaria en las escuelas para fortalecer los huesos de los hijos de los pobres, las viviendas espaciosas y aireadas, la educación higiénica para que las mujeres no se cargaran de hijos. Ningún otro sueño había resultado más insensato; el sentido común era la más desacreditada de las utopías. Pero cómo no haber creído en el progreso, en que el presente y el porvenir eran el país luminoso al que uno pertenecía, a diferencia de los habitantes tristes del pasado, confinados en ese reino decrépito, que él conocía muy bien porque pasó allí la primera parte de su vida. Tú no sabes las cosas que yo recuerdo, le dijo: el Madrid de otro siglo, con mujeres de chales negros y hombres de barbas y grandes bigotes y capas cubriéndoles la boca en invierno y sombreros de hongo; con tranvías de muías y carretones de chirriantes ruedas de madera que subían despacio la cuesta de la calle Toledo, viniendo de los caminos polvorientos. El progreso no había sido un espejismo de cerebros recalentados por vapores verbales: él había asistido a la irrupción de los tranvías eléctricos y los automóviles, de los teléfonos y los barracones del cinematógrafo, de todas las cosas que a sus padres los desconcertaban o los aterraban, al fin y al cabo habitantes del país sombrío del pasado, su madre sobre todo, que había vivido unos cuantos años más, que al final de su vida no se atrevía a cruzar la calle por miedo a los tranvías y a los automóviles, que se espantaba cada vez que sonaba el timbre del teléfono instalado en la portería, que no se aventuraba más allá de la plaza Mayor, por miedo a todo, hasta a los resplandores de los letreros luminosos, que le daban vértigo, que nunca se montó en un automóvil ni tomó un ascensor. El progreso había tenido la inevitabilidad de la corriente caudalosa de un río. Los edificios eran más altos y gracias a la luz eléctrica la noche no sumergía a la ciudad en las tinieblas. El progreso era más indudable porque él lo había visto con sus propios ojos cuando viajó por Europa. Lo que ya existía en París o en Berlín no tardaría mucho en llegar a Madrid. Había descreído de los fervores políticos y visionarios de algunos de sus maestros en Weimar pero no de la luminosa realidad de las arquitecturas y las formas que aprendía de ellos. Las posibilidades mejores de la inteligencia humana estallaban serenamente en la maqueta austera de una casa o en alguno de aquellos objetos comunes cuyas leyes interiores les revelaba el profesor Rossman, o en los dibujos en apariencia desleídos como sueños y sin embargo tan precisos como tipografías que trazaba en sus clases Paul Klee. Mis hijos iban a tener una vida mejor que la mía, igual que yo la había tenido mejor que mis padres, le dijo. La República había venido no gracias a ninguna conspiración sino al impulso natural de las cosas, en virtud del cual la monarquía era una antigualla tan decrépita como el cinema mudo o como los carretones de los arrieros que fueron barridos de la Cava Baja por la irrupción de los camiones y de los autobuses de línea. Pero ahora Madrid, cuando caía la noche, era más oscuro y más peligroso y más deshabitado que un bosque medieval y los seres humanos actuaban como chacales, como hordas primitivas armadas no de palos o hachas o piedras sino de fusiles. Le contó la sensación de emerger a la Gran Vía desde una boca de metro después de un bombardeo y de encontrarse perdido como entre dos desfiladeros de negrura, pisando cristales rotos, tropezando en escombros, viendo sombras asustadas en los quicios de las puertas; de la extrañeza de encontrar a personas bien conocidas y normales transformadas en alimañas fugitivas o en cazadores y verdugos. Se había equivocado acerca de todo, pero más que nada sobre sí mismo, sobre su lugar en el tiempo. Toda su vida pensando que pertenecía al presente y al porvenir, y ahora empezaba a comprender que si se sentía tan fuera de lugar era porque su país era el pasado.
Tragó saliva otra vez y se acordó de algo, mirando fijamente los ojos muy abiertos de Judith, en los que se reflejaba el brillo del fuego: había una iglesia en el barrio de Salamanca, frente al Retiro, junto a la que él pasaba casi todas las mañanas, le dijo; un ciego con un perro tocaba el violín en la puerta, siempre las mismas melodías tortuosamente reproducidas, el Ave María de Schubert o el de Gounod, el Himno al Sagrado Corazón de Jesús, una gorra a sus pies en la que las beatas le echaban la limosna, vigilada por el perro, que movía la cola al oír las monedas; cuando en vez de beatas sabía por el taconeo que se acercaban muchachas tocaba aires modernos; un día de finales de julio la iglesia había sido incendiada y sólo quedaban de ella los muros; el ciego desapareció, y él pensó que ya no volvería a verlo; pero una mañana, antes de llegar a las ruinas de la iglesia, escuchó el chirrido piadoso del violín; el ciego tocaba las mismas melodías religiosas, y el perro estaba a sus pies, vigilando la gorra en la que difícilmente caería ya alguna moneda; pero el ciego seguía acudiendo cada mañana a la puerta de la iglesia en ruinas, como si no se hubiera enterado de su destrucción o no le importara; ahora, algunas veces, entre un Ave María y otro atacaba La Internacional, con la misma mezcla de dulzura y desafinación, o el Himno de Riego, o Alas barricadas; un día, mientras él bajaba por la calle, acercándose al ciego por la acera opuesta a la de la iglesia, un automóvil lanzado a toda velocidad lo adelantó: un coche de lujo, anticuado, con la parte del chófer descubierta, con un brillo plateado en los radios de las ruedas, con cabezas y fusiles saliendo por las ventanillas; procuró seguir caminando con naturalidad; la mantuvo incluso cuando el coche dio ruidosamente marcha atrás, los neumáticos chirriando sobre los adoquines, el motor forzado por un conductor inexperto; el cañón de un fusil apuntó hacia donde estaba el ciego; sonó una ráfaga de disparos y de carcajadas, y el perro saltó por los aires convertido en un pingajo de sangre; con el violín en una mano y el arco en la otra el ciego temblaba sin entender nada; se arrodilló a tientas y palpó con los dedos extendidos el charco de sangre, mientras el automóvil giraba con una violencia de película al fondo de la calle. Pero esto no te lo cuento para desanimarte, le dijo. Tú harás lo que tengas que hacer. Te lo cuento para que te hagas una idea de cómo son las cosas. Porque era verdad que ahora no quería disuadirla; lo que más lo excitaba de Judith en este momento era lo que había visto resplandecer en ella y lo había desconcertado tanto y hasta asustado algunas veces cuando empezó a conocerla, la visión de una mujer intensamente deseable que al mismo tiempo parecía dotada de una soberanía de acción y de una forma irónica y aguda de inteligencia más propias de un hombre: como las mujeres solas a las que había visto cruzando las avenidas o sentadas en los cafés de Berlín, con faldas cortas y tacones altos, riendo a carcajadas, fumando cigarrillos, quitándose una hebra de tabaco de los labios pintados de rojo. El brío que la aparta de él es lo que le hace estar más enamorado. Si hubiera venido para quedarse con él probablemente no la querría tanto. Judith habla ahora y por primera vez está sonriendo, con la sonrisa instintiva que provoca un recuerdo y que se forma en las comisuras de los labios cuando quien sonríe no lo sabe.
—Le hablé a mi madre de ti, en el hospital, unos pocos días antes de que perdiera el conocimiento. El dolor algunas veces no era tan fuerte y entonces necesitaba menos morfina, y pasaba horas muy despierta. Ella estaba segura de que en Madrid yo había conocido a alguien. Lo sabía porque le llegaban menos cartas. A mi madre no había manera de engañarla. Me preguntó algo y sin darme cuenta me vi habiéndole de ti. Yo había pensado que si llegaba a enterarse se enfadaría conmigo. No le había gustado nada el que fue mi marido. Se daba cuenta de que yo me había empeñado más en casarme con él precisamente porque ella y mis hermanos y mi padre estaban en contra. La espantaba ver que yo iba hacia el desastre y que ella no podía hacer nada para impedírmelo, y en el fondo temía que mientras estaba en Europa cometiera otro error. Mi madre pensaba que nadie aprende de la experiencia. Que nadie escarmienta. Le habría gustado ese verbo español, que no tiene equivalente en inglés. Así que cuando vio que yo le escribía menos y que mis cartas tenían otro tono comprendió en seguida que algo estaba pasando. Tus cartas se volvieron como guías de viajes, me dijo. Pero esta vez no quería preguntar, no quería dar muestras de que se alarmaba por mí, porque tenía miedo de que al sentir yo alguna clase de censura me volvería de nuevo más insensata. Le hablé de ti y empezó a hacerme preguntas. Hasta le llevé una foto tuya. Se la estaba enseñando y no me creía que yo fuera capaz de hacer eso. Como si acabara de comprometerme, como si me hubieras regalado un anillo. Se puso las gafas para verte mejor en la foto y me dijo: I'm glad to tell you this one is far more handsome than your former husband. Le pareciste un caballero. Miraba la foto con sus gafas de leer y le faltaban fuerzas en las manos para sujetarla. He looks like a true gentleman to me, me dijo, y yo me sentí orgullosa, y me irrité conmigo misma, y me puse roja cuando se quitó las gafas y me miró para preguntarme lo que yo sabía que me iba a preguntar, lo que ella había adivinado desde el mismo momento en que vio la foto, o mucho antes, cuando empezaron a no llegar las cartas. Is he married by any chance? Pero en vez de reñirme o de ponerse seria cuando le dije que sí movió la cabeza y empezó a reírse, pero no podía, le salía tos en vez de risa y se ahogaba, tan pequeña dentro de su camisón, como un pájaro, sólo la piel y los huesos, y las manos que había tenido tan bonitas y de las que había estado tan orgullosa tan secas como las de un cadáver. ¿Cuál es la palabra en español? Como sarmientos. Pero se le notaba mucho que tú le gustabas, y yo pensé que a ti te habría gustado ella. A good man is hard to find, me dijo, y yo estaba asombrada de que no se hubiera enfadado conmigo. A good man is hard to find but it can get even harder once you have found him. Me preguntó dónde estabas, si pensabas reunirte conmigo en América, si yo pensaba volver a España a pesar de lo que contaban los periódicos y la radio que estaba sucediendo. Yo había tenido tanto miedo de que descubriera tu existencia y ahora ella sólo lamentaba no poder conocerte. Me iba del hospital y volvía a la mañana siguiente y a lo mejor estaba medio dormida y abría los ojos para preguntarme por ti, con esa ironía suya. Any news from the darkly handsome Spanish gentleman? Tanto miedo y remordimiento para nada.
Tenía la boca seca de hablar tanto y ha ido a la cocina a buscar un vaso de agua y a dejar la bandeja con los restos de la cena de Judith. Al volver a la biblioteca no la ha encontrado. Los zapatos y los calcetines estaban en el mismo sitio, delante del fuego, pero la maleta, que ella había dejado al entrar de nuevo junto a la puerta entornada, ya no estaba. De la vela quedaba sobre la mesa un cabo mínimo, la mayor parte de la cera derretida desbordando el cazo de la palmatoria. La llama en el interior de la lámpara de petróleo era una débil lengua azul. La música seguía sonando en la radio, pero ahora más lejos, mal sintonizada, con pitidos de interferencias. Si Judith estaba en la planta de arriba ahora iba descalza y no podía escuchar sus pasos. Al apagar la radio oyó el viento en los árboles como una marea nocturna y un poco después el chorro del grifo cayendo en una bañera. El principio de la noche le parecía tan lejano en el pasado como la posibilidad de su final. Los latidos del corazón rebotando en el pecho y en la boca del estómago lo empujaban con más vigor que sus pasos. Ahora ha llegado a la planta de arriba y como ya no escucha el ruido del agua sólo puede orientarse gracias a la raya de luz que ha visto debajo de una puerta, al fondo del corredor en el que está su habitación. La mano derecha tiembla un poco al tantear en las paredes. Las yemas de los dedos se le han quedado frías. Traga un exceso de saliva y un momento después la boca está de nuevo seca, la lengua casi tan áspera como los labios. Cada vez que va a empujar una puerta teme encontrarla cerrada. Entra en el dormitorio del que venía la luz y ve la maleta de Judith abierta en el suelo, junto a la mesa de noche donde hay una lámpara encendida, bajo una corola de cristal azulado. Detrás de la puerta del cuarto de baño escucha el sonido de un cuerpo moviéndose en el agua. La encontrará cerrada si la empuja. Intentará girar el pomo de porcelana y no se moverá. La puerta sólo estaba entornada y nada más empujarla viene de ella un vapor caliente. Con el pelo mojado y pegado hacia atrás la frente de Judith es más grande y altera un poco la forma de la cara. Ve la forma clara del cuerpo sumergido entre el agua y la espuma pero no se atreve a bajar la mirada. Ve sobresalir los hombros, las dos rodillas relucientes y juntas. El pantalón, la camisa, el sujetador, las bragas, están sobre los azulejos húmedos. En el espejo opaco de vapor Ignacio Abel ve de soslayo la sombra de su cara. «Acércame la toalla», dice Judith, y él mira a su alrededor y no comprende. «Está detrás de ti, colgada de la puerta.»
Le ha dicho que le hacía mucha falta un baño. Que estaba sudada, que tenía en los músculos todo el cansancio del viaje. Le ha dicho que la espere. Ha salido del cuarto de baño sin cerrar del todo la puerta y ahora está sentado en la cama, de espaldas a la ventana más allá de la cual oscilan las sombras de los árboles y se ve pasar muy lejos la hilera recta de luces de un tren, que él escucha sin volverse. La ha oído sumergirse del todo en el agua, emerger de nuevo, la espuma desbordando tal vez la bañera, los ojos cerrados, el cuerpo entero chorreando y brillante cuando se haya puesto de pie, tanteando en busca de la toalla. Luego un casi silencio, el roce del tejido espeso contra la piel enrojecida. Ve lo que escucha, los ojos fijos en la puerta del cuarto de baño, en la que de un momento a otro aparecerá Judith. Sigue llevando puestas la chaqueta y la corbata. Podría estar sentado en la cama de la habitación de un hotel, recién llegado de un viaje y todavía aturdido, rígido, acostumbrándose a ese lugar de soledad y de tránsito. De un radiador de hierro con patas labradas viene una calefacción tórrida, pero el frío que antes notaba sólo en las yemas de los dedos ahora se ha extendido a las manos enteras. Casi tirita. Si intentara levantarse le daría vértigo, tendría miedo de desvanecerse, de despertar. La excitación tiene algo de enconado dolor físico, de pánico crudo. Por muy fuerte que quiera respirar el aire no llega a llenar los pulmones. Se oye algo chocar contra el cristal de la repisa, contra la loza del lavabo. Judith ha estado peinándose y luego se ha lavado los dientes. Un grifo se corta en seco. Pero él no escucha abrirse la puerta. Cuando levanta los ojos Judith está delante de él, los hombros desnudos, la toalla anudada bajo las axilas. Long time no see: cuánto hace que no le oía esa expresión, que ella le dedicaba con ironía y dulzura cada vez que se quedaban desnudos el uno delante del otro. Hace un ademán torpe de levantarse pero ella lo disuade, con otro de sus gestos que vuelven. Se arrodilla delante de él y empieza a desatarle los cordones de los zapatos. Es difícil porque los cordones están gastados y los nudos son muy estrechos, y ella no tiene las uñas largas. Le quita un zapato y cuando lo deja caer rebota contra la tarima del suelo. Él ve a la luz de la lámpara los hombros sólidos y un poco pecosos, la cara inclinada, las clavículas, los pechos ceñidos por la toalla. Le quita el otro zapato dejándolo caer y luego los calcetines. Le acaricia un pie grande y tosco entre las dos manos, y al hacerlo la toalla se desprende. El cuerpo surge delgado y carnal y ella no intenta volver a cubrirse. Vuelve la cara hacia arriba buscando sus ojos y sujetando el pie de él entre las dos manos se lo aprieta contra los pechos, la planta ancha y áspera. Tanto como el roce de la carne acogedora lo conmueve la calidad de la conmemoración. Se incorpora y como él ha abierto la boca para respirar mejor o para decir algo se la tapa con un dedo índice. Bastante hemos hablado. Todo es igual que otras veces y también mucho mejor que en los recuerdos. Quiere empezar a quitarse la ropa pero ella no lo deja. Podría estar recién llegado de su trabajo en la Ciudad Universitaria, impaciente, todavía con la americana y la corbata, con el olor del cansancio y el de la excitación, con los zapatos manchados por el polvo de las obras. Como entonces, ella lo solivianta y a la vez le doma la premura. There is time, plenty of it. We're not in a hurry, not anymore. Se acuerda en voz alta: Time on our hands. Las manos le desordenan el pelo, aflojan la corbata, la arrancan, desabrochan los botones de la camisa, bajan al cinturón. Un tren pasa con un largo estrépito lejano y él se pregunta nebulosamente cuánto tiempo hace que entró en la casa volviendo de aquella cena académica ahora perdida en el tiempo, desde la tenue borrachera y el mareo en el coche de Stevens y la lluvia azotando la capota y el parabrisas; cuánto desde que oyó los golpes en la puerta y fue hacia ella llevando en la mano la lámpara de petróleo y pensando que era insensata la esperanza de ver a Judith cuando abriera la puerta. El tiempo en nuestras manos: en las suyas rebosan los pechos que conservan todavía el calor húmedo del baño y las de Judith le acarician la cara como para reconocerla y rozan las puntas ásperas de la barba. Pero ahora no tiene miedo ni vértigo y no siente el frío en las manos. Los latidos del corazón son igual de fuertes pero no apresurados. Ella los habrá notado cuando baje la boca besándole el pecho, mordiéndole con los labios, presionando sólo un poco los dientes. Judith abre la cama por el otro lado y se acuesta, la toalla en el suelo, revuelta con la ropa y los zapatos de él, y se queda inmóvil, recta, tapándose hasta la barbilla. Le ha dado frío al entrar en las sábanas. Se tiende de costado junto a ella, sin eludir del todo la vergüenza de su propia desnudez, y un momento antes de abrazarla no sabe recordar ni predecir la sensación de longitud y dulzura del cuerpo desnudó de Judith, revelada simultáneamente, desde el sabor de la boca a la suavidad del vientre y las caderas y de las rodillas y los talones y las puntas de los pies, desde la dureza suave de un pezón al vello escaso y un poco áspero del pubis, áspero sobre todo por el contraste con la piel. Levanta las sábanas para verla bien a la luz de la lámpara. Judith tiene las rodillas y los pies fríos, los ojos cerrados, la boca abierta y jugosa, con el sabor intacto que es tan ella misma como su mirada o su voz. La acoge todavía con torpeza en sus brazos y al cabo de unos minutos ya ha dejado de tiritar, pero sigue apretándose contra él, enredada a sus piernas. Cuando la mano baja hacia el vientre ella junta los muslos y le sujeta la muñeca. No hay prisa, le dice junto al oído, sin separar los muslos, tengo todo el cuerpo entero para que me acaricies.