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Se acordará del temporal de esta noche; de la lluvia como una oleada chocando contra el parabrisas y rebotando en el techo del coche en el que Stevens lo llevaba de vuelta a la casa de invitados, después de la cena con el presidente de Burton College, durante la cual había bebido demasiado, por nerviosismo sobre todo, por no saber bien qué decir o qué hacer con sus manos, por darse ánimos para hablar inglés y encarar la presencia de los desconocidos; recordará el mareo que le producían las curvas y que las varillas se movían a toda velocidad en un vaivén de abanico, aunque todo lo que veía por delante era la cortina de la lluvia y el reflejo en ella de los faros del coche, y un poco más allá, a los lados, las grandes ramas de los árboles retorcidas por el viento, las copas volcándose hacia la carretera en sacudidas que arrancaban remolinos de hojas mezclándolas con los chorros de lluvia. Él no ha oído nunca un viento así. No ha visto árboles tan fieramente estremecidos ni una lluvia que siga durando tantas horas, sus gotas violentas rebotando como metralla contra cristales, tejados, paredes de madera, sus oleadas verticales abatiendo las espesuras de los árboles como golpes de mar. Stevens conducía muy cautelosamente: de vez en cuando una racha de viento sacudía el coche como si fuera a volcarlo y Stevens apretaba con más fuerza el volante y adelantaba la cara queriendo atisbar la línea de la carretera entre la oscuridad y la lluvia. Pero ahora recordaba haber visto que Stevens bebía antes de la cena no menos ávidamente que él, y que en la mesa daba tragos sonoros a los vasos de vino, quizás nervioso él también, doblemente inseguro, en presencia no sólo de Van Doren sino también de la otra máxima autoridad ante la que se inclinaba con ademanes tan asiduos, un hombre destinado congénitamente a servir sufriendo la ansiedad de no saber hasta qué punto sus actos merecían la benevolencia inescrutable de sus superiores. You take this from me, le dijo cuando iban hacia el coche y ya estaban a una cierta distancia de la casa, obsequiosamente adelantando el paraguas para que Ignacio Abel no se mojara, You have made quite an impression on the President. Solidario, identificándose con él en la precariedad de una posición que dependía del favor de los omnipotentes, casi protegiéndolo, con la vehemencia añadida de haber bebido más de la cuenta, él también, de la digestión de la cena, carnes rojas y salsas en una abundancia a la que Ignacio Abel ya no estaba acostumbrado, platos con nombres en francés pronunciados con puntillosa corrección por la esposa del presidente, a cuya derecha estuvo él sentado en la mesa, enterándose de menos de la mitad de lo que la mujer le decía, aunque compensando la falta de comprensión con la energía de los movimientos afirmativos de cabeza, mientras los ventanales del comedor vibraban con la fuerza del viento, con las oleadas de la lluvia que rompían contra la casa. Se mareaba en el coche tan sólo acordándose de las conversaciones, de las caras que se habían acercado a él desconocidas y obsequiosas, los nombres que oía y olvidaba en el momento o que ni siquiera llegaba a descifrar, a no ser que su titular lo resumiera en un diminutivo, como había hecho el presidente nada más verlo: se llamaba, suntuosamente, Jonathan Joseph Almeida, pero le pidió que le llamara Jon, estrechándole enérgicamente la mano y poniendo encima la otra como para confirmar su bienvenida, la admiración por su trabajo, tal vez también la condolencia anticipada por la aflicción de la República Española, a la que según otro de los invitados a la cena, un profesor lúgubre de literatura inglesa medieval, no le quedaban mucho más de cuarenta y ocho horas. Había oído en la radio o leído en el periódico algo que repetía como si hubiera memorizado un titular, The Rebels Appear to Be within Less than a Doy March from Madrid. Al decirlo miraba a Ignacio Abel muy fijamente y muy de cerca, como desconfiando de que fuera de verdad quien decía ser o intrigado por inspeccionar con detalle la cara de alguien que en muy poco tiempo no tendría un país al que regresar. Entre humo de cigarrillos y neblina creciente de alcohol las caras se aproximaban a Ignacio Abel y retrocedían o más bien se difuminaban, igual que los nombres y las frases cordiales que le decían y las tarjetas de visita que le eran ofrecidas y que él miraba apreciativamente un momento y luego se guardaba en el bolsillo, disculpándose porque no podía corresponder. Había dejado sus tarjetas en España, se excusaba, pero al decirlo imaginaba que no sería creído, que nadie, no sólo el medievalista fúnebre, tomaba en serio de verdad el papel que esa noche le había tocado interpretar, con incompetencia tan visible, en un torpe inglés que la bebida no agilizaba, más bien volvía más densa la confusión de las palabras que no llegaba a comprender, o las que a él se le quedaban sin decir porque a mitad de una frase no las encontraba. Desde el otro lado de la mesa, cerca y lejos, con su aire a medias de protección y de ironía, Van Doren lo observaba, interviniendo a veces para sacarlo de un aprieto lingüístico, repitiendo las credenciales de Ignacio Abel como si también él tuviera dudas sobre su solvencia, o sobre su misma identidad de posible impostor, venido al fin y al cabo de tan lejos, de un país trastornado y en guerra, provisto de documentos y méritos cuya autenticidad no sería fácil comprobar: el profesor Abel, explicaba Van Doren en su ángulo de la mesa, con la aprobación vehemente y tal vez algo beoda de Stevens, llevaba años dirigiendo el proyecto de construcción universitaria más ambicioso de Europa, había estudiado con Bruno Taut y Walter Gropius en Alemania. Y aunque lo que decía era aproximadamente verdad su parte de calculada exageración lo volvía sospechoso, al menos para los oídos vigilantes del propio Abel, más alerta y más inseguro porque lo envolvían varias conversaciones al mismo tiempo y porque se sentía observado por pares de ojos de cuyo escrutinio dependía su porvenir; los ojos sobre todo del presidente Almeida, muy poderosos detrás de unas gafas redondas de carey, su mirada arrogante y ecuánime, tan sólidamente protegida contra la incertidumbre como su gran cuerpo saludable y su casa de cimientos de piedra y muros firmes contra el temporal. Se acordó de una expresión que le había enseñado Judith Biely, to step on thin ice. Andaba a tientas y pisaba un hielo muy delgado. Examinado por los otros lo inquietaba la congoja de que pudieran descubrir su íntima falta de sustancia, de que advirtieran la incomodidad de su sonrisa o el miedo que poco a poco se había convertido en su estado natural. El profesor lúgubre de inglés medieval y un pastor o capellán de traje negro y alzacuellos lo miraban como sospechando en él una tara de carácter o un vicio secreto o alguna forma de complicidad con los incendios de iglesias y las matanzas de sacerdotes en los primeros días de la guerra, acerca de los cuales parecían manejar una información ilimitada, tan abundante en cifras como en pormenores sanguinarios o macabros. La señora del presidente suspiraba llevándose la mano al pecho al recordar las fotos de los niños de Madrid muertos a consecuencia de los bombardeos. Había que sonreír ante los gestos excesivos, que erguirse para dar una impresión de integridad personal, que aceptar la lástima como una limosna, sabiendo que en algún momento la gratitud podría ser inseparable de la humillación (adonde iría cuando acabara el curso, si era verdad que Madrid estaba a punto de caer). Había que buscar en vano palabras claras y enérgicas para explicarle al pastor de traje negro y alzacuellos y cara muy roja que el gobierno de la República no perseguía a los sacerdotes y que aunque había en él varios ministros comunistas no estaba planeando la colectivización de la agricultura. Hablaba notando el calor en la cara, la ansiedad del impostor que en cualquier momento puede ser descubierto; tragaba saliva y cuando iba a beber un poco más el vaso estaba vacío. Llegaba por detrás una camarera negra y se lo llenaba de vino y el pastor y el erudito en inglés medieval lo miraban beber como advirtiendo otro síntoma de su escasa catadura moral. Por encima del rumor de la conversación general el presidente Almeida le hacía una pregunta con su vozarrón bien timbrado, con la misma expresión que si lo sometiera a un examen: Si Hitler y Mussolini estaban ayudando tan descaradamente a los rebeldes, ¿creía él que las democracias intervendrían en el último momento para salvar a la República, o al menos para garantizar un armisticio? «Pero ya no hay tiempo», dijo no sin satisfacción el erudito medieval, sacudiendo la servilleta con un gesto como inapelable, «ya están perdidos», y repitió el titular que se había aprendido de memoria, que había leído en el periódico o escuchado en la radio. Sin limpiarse la salsa de los labios se inclinó sobre el otro lado de la mesa para mirar más de cerca a Ignacio Abel, para observar el efecto de su pregunta: Do you picture yourself being allowed to return to Spain any time soon, Professor?
Y mientras tanto, en el fondo de su conciencia, se repetían como un latido secreto las palabras, los nombres dichos unas horas antes por Van Doren, y luego ya no repetidos, las dos o tres gotas suficientes para alterar la composición química de un líquido, invisibles al disolverse en él y sin embargo actuando, el nombre de Judith y el de ese lugar al que podría llegar en unas pocas horas, al cabo de un viaje no muy largo en tren, según le dijo alguien en la cena, otra de las caras y de las identidades que fueron adquiriendo un contorno preciso a pesar de su aturdimiento agravado por la falta de costumbre de beber alcohol, una mujer incolora que parecía americana y hablaba español con un acento raro pero era española: Miss Santos, informó Stevens, siempre servicial, y se corrigió a sí mismo, doctor Santos, la directora del departamento de Lenguas Romances, que se alegraba tanto de saludar a un compatriota, dijo, aunque ella llevaba tantos años en América que ya no estaba segura de dónde era. Van Doren había dicho el nombre de Judith Biely y el de Wellesley College como si oprimiera cuidadosamente el capuchón de goma de un dispensador de líquidos para administrar sólo unas gotas, y después había guardado silencio y se había dedicado a observar el efecto de su confidencia, estudiando a Ignacio Abel desde una cierta distancia, en el salón de la casa del presidente mientras bebían los cócteles los invitados y luego desde su ángulo de la mesa de la cena, en la cual Ignacio Abel tenía a su derecha a la doctora Santos, más aséptica y americana en sus gestos que cualquiera de los demás invitados, los hombros rectos, un poco encogidos, la boca de pájaro engullendo breves sorbos de agua, nunca de vino. Fue ella la que nombró ese lugar, no porque Ignacio Abel le hubiera preguntado, sino porque alguien hablaba de los muchos profesores europeos, alemanes sobre todo, que estaban llegando a las universidades en América. Hablaron de Einstein, que estaba en Princeton; de Thomas Mann, instalado en California; y la pálida directora del departamento de español dijo, sólo para Ignacio Abel, suponiendo que nadie más que él reconocería el nombre que iba a mencionar: «Pues no sé si sabe usted que Pedro Salinas está cerca de aquí, en Wellesley College. ¿Usted lo conoce personalmente?»
Las palabras, los nombres dichos ahora sin intención, actuaban sobre el momento presente con su aguda eficacia química. Sólo unas gotas y todo se volvía más irreal, como desenfocado, la cena y el comedor iluminado por un gran candelabro y las caras y las voces y el temporal que hacía vibrar los ventanales de la casa, por comparación con el efecto de esas gotas de una sustancia adictiva, más poderosa porque el organismo llevaba mucho tiempo privado de ella, y reacciona de golpe con toda su formidable apetencia, intacta de nuevo, desbaratando en unos segundos la inercia de la conformidad acumulada durante tanto tiempo, sacudido hasta las puntas de las terminaciones nerviosas no por la expectativa cercana de la satisfacción sino tan sólo por la enunciación de su posibilidad: Judith Biely no pertenece irrecuperablemente al pasado; no es una figura inventada por el recuerdo; ha seguido teniendo una vida ajena a él, ha regresado a América, ha asistido tal vez a la agonía y a la muerte de su madre; de manera del todo verosímil podría estar asistiendo a una cena como ésta, con su tedio de caras muy repetidas y de cortesías académicas; está ahora mismo en un lugar al que podría llegarse en tren o en automóvil al cabo de unas horas; es tan real que se encuentra en el mismo plano de existencia que el poeta Salinas, al que la doctora Santos ha mencionado con tanta naturalidad, sin saber que al hacerlo tiende un nuevo hilo de cercanía hacia Judith, alumna suya el curso pasado en la Facultad de Filosofía y Letras. Tenía un libro de sus poemas firmado por él y le pedía a veces a Ignacio Abel que le leyera versos en voz alta para aprender la entonación y le preguntaba el significado de palabras difíciles. (Y qué raro era leer esos poemas y pensar que hubiera podido inspirarlos la señora de Salinas, tan amiga de Adela, aunque algo mayor que ella, igual de aficionada a los tés a la inglesa y a las conferencias para damas en el Lyceum Club; más raro todavía acordarse del Lyceum Club y creer que alguna vez haya existido, no en otro país y en una época remota, sino tan sólo hace un año, ni siquiera eso, unos meses, en Madrid, en la misma ciudad sobre la que esta noche vuelan los aviones de Hitler y de Mussolini, que tal vez será asaltada por un ejército enemigo un poco antes de que rompa el amanecer, Franco's rebel troops seem to be tightening their grip around three sides of Madrid, decía el periódico que hojeó nerviosamente esta misma mañana Ignacio Abel en el Faculty Club, no informando de algo sino más bien enunciando secamente el curso del destino.) «Mi mujer y la suya son buenas amigas», dijo, volviendo a la conversación, consciente de la ausencia que la doctora Santos habría advertido, y para compensarla se esforzó en seguir hablando, con el alivio de descansar del inglés: desde su ventana en la oficina de las obras de la Ciudad Universitaria veía pasar cada mañana al profesor Salinas en su coche, camino de la Facultad de Filosofía, y más de una vez se habían encontrado en el edificio. La doctora Santos lo escuchaba inclinándose hacia él con su descolorida cara española y sus gestos americanos, el tenedor y el cuchillo suspendidos sobre el plato, en una actitud americana de atención entusiasta, sin sospechar que Ignacio Abel no hablaba para ella sino para sí mismo, para seguir abandonándose en secreto a su dependencia recobrada, el nombre de Judith ahora casi en los labios, porque al contar sus encuentros con Pedro Salinas en la Facultad de Filosofía lo que estaba haciendo era invocarla a ella en voz alta sin nombrarla, acordándose de una de aquellas veces en que la resignación y la decencia y el orden de la vida normal quedaban trastornados porque en medio de una tarea cualquiera había sonado el timbre del teléfono y era Judith que lo llamaba. De golpe, con un redoble de trastorno, porque estaba muy cerca, en la facultad. Había salido de uno de los seminarios de Salinas y al ver la fila reluciente de cabinas de teléfonos recién instaladas en el vestíbulo no había sabido resistir la tentación. Le dijo que en ese mismo momento iría a buscarla y colgó tan rápido para ganar tiempo que no se acordó de preguntarle en qué lugar de la facultad lo estaría esperando. Le contó cualquier embuste a su secretaria, se puso la americana y cruzó la oficina eludiendo con una ficción de propósito urgente a quienes se acercaban para consultarle algo. Qué disculpa inventaría si se encontraba a algún conocido; vería a Judith en un vestíbulo lleno de gente o en el tumulto de la cafetería y tendría que contenerse para no abrazarla. El impulso que guiaba sus pasos escaleras abajo no tenía nada que ver con su voluntad; el modo en que el aire cálido de primavera con olores de sierra estremecía las aletas de su nariz pertenecía a una vida que no era la que había quedado interrumpida, congelada como una imagen fija, en el momento en que contestó al teléfono. Recorrió en coche en pocos minutos la distancia entre el pabellón de las oficinas y la facultad y al subir la escalinata vio de lejos al decano, García Morente, con sus gafas de búho y sus patillas absurdas como de bandolero, y miró sin disimulo hacia el otro lado para no tener que pararse a saludarlo. En la alta vidriera translúcida el sol de la mañana se convertía en un resplandor plateado que llenaba el vestíbulo, reflejando las hermosas superficies pulidas, los azulejos de los muros y los pasamanos de las escaleras, las losas de mármol en las que resonaban las pisadas de los estudiantes, los martillazos de los operarios, el clamor vago de las voces, todavía con una intensidad de edificio nuevo, inundado por los olores frescos de los materiales. Después de buscar a Judith en la cafetería volvió al vestíbulo y por un golpe de intuición saltó a uno de los ascensores automáticos que estaban siempre en marcha. La encontró en la terraza, apoyada contra la barandilla, el pelo echado hacia atrás y la cara vuelta hacia el sol todavía suave de marzo, de espaldas al horizonte del Guadarrama, agigantado por el efecto óptico de la lejanía, las cumbres cubiertas todavía de nieve, las piernas desnudas, los cortos calcetines blancos. Me gusta que me busques pero que no estés seguro de que vas a encontrarme.
Podría levantarse ahora mismo de la mesa, doblar la servilleta y salir a buscarla, sin esperanza y hasta sin dignidad, no alentado por ninguna promesa sino tan sólo por la inoculación de las palabras que han seguido actuando sobre él como esas gotas de una sustancia que entra en el flujo de la sangre y de él pasa al cerebro, mientras quien las administró aguarda los primeros signos de que han hecho efecto. Desde el otro lado de la mesa Philip Van Doren lo observa, fumando, sin haber probado casi la cena, su cuello musculoso inquieto por la molestia de la corbata, velando por él y al mismo tiempo vigilándolo, intrigado por las consecuencias de sus palabras, de la dosis de información que le dio antes de venir, impaciente por saber de qué estará hablándole ahora mismo la esposa del presidente a Ignacio Abel, que se ha vuelto hacia ella después de los minutos preceptivos de conversación con la doctora Santos. Podría levantarse sin remordimiento y dejándola con la palabra en la boca para marcharse en busca de Judith con la misma desvergüenza con que abandonó otras veces una reunión en la oficina o una cena familiar: aunque Judith no lo haya llamado, aunque no quiera verlo, reclamado no por el deseo de ella sino por el imán de su misma existencia. Si me llamaras, leía ella en voz alta, en el libro de tapas austeras firmado por Salinas en el que había subrayado tantas palabras que no sabía y anotado cosas en los márgenes. Pero Ignacio Abel no acababa de creerse esos versos, en parte por una indiferencia general hacia la poesía, y también porque si no asociaba esos arrebatos de amor con la señora Bonmatí de Salinas menos aún le parecían verosímiles viniendo de su marido, que no tenía aspecto de estar esperando a que una mujer lo llamara ni de abandonarlo todo, como aseguraba el poema, si eso sucedía. Demasiado catedrático, le dijo él a Judith, atenuando su escepticismo para no contrariarla, demasiado satisfecho de sí mismo como para perder la cabeza por una mujer, falto de tiempo, con todas aquellas tareas oficiales en las que andaba siempre. Lo dejaría todo, todo lo tiraría. Y ella le dijo: si estás tan seguro de que Salinas miente es porque tú eres igual, irritada de pronto, en casa de Madame Mathilde, una mañana ya muy calurosa, a finales de mayo, cerca del final, dándole la espalda, su piel brillante de sudor. Ahora no tiene nada, no hay nada que le hiciera falta dejar para irse con ella. La esposa del presidente pone cara de compasión, casi de temerosa simpatía, para preguntarle si es verdad que por culpa de la guerra se vio separado de su mujer y de sus hijos, que no sabe nada de ellos y tal vez están en peligro. Él asiente con la cabeza y pone la debida expresión de pena y al mismo tiempo está sintiendo en los talones, en los latidos del corazón, en la boca del estómago, que podría marcharse ahora mismo y conducir durante horas para ir en busca de Judith o sentarse en un banco de la estación esperando un tren que lo llevara a Wellesley College. Sin ninguna esperanza, casi sin propósito, tan sólo dejándose llevar, sobrecogido por el hecho indudable de la presencia de Judith Biely en el mundo. «Estoy segura de que podremos encontrar la manera de que se reúnan con usted cuanto antes. Imagino cómo se sentirá, tanto tiempo sin poder abrazar a sus hijos, a su esposa.» El alcohol volvía fácil la compasión de sí mismo, la parte de impostura que Van Doren no dejaba de advertir desde su distancia benévola, atrapando hilos sueltos de la conversación, sumándose voluntariosamente a ella, los puños de la camisa replegados sobre las muñecas peludas, los músculos del cuello agobiados por la presión de la corbata: habría que buscar influencias en la Cruz Roja Internacional, dijo, mirando a Ignacio Abel a los ojos, secundado con entusiasmo por Stevens, si era preciso él recurriría a sus contactos en el Departamento de Estado. Y mientras decía todo eso le estaba preguntando en silencio a Ignacio Abel si de verdad quería reunirse con su mujer y con sus hijos o si era capaz de reconocer ante sí mismo que lo único que deseaba era ver de nuevo a Judith Biely.
El tintineo de la punta del tenedor sobre el cristal tallado de la copa de vino del presidente Almeida lo despertó de su ensimismamiento. Van Doren le hizo un gesto, levantando una ceja, con su cara benévola de asistente a una larga representación teatral, interesado pero siempre al filo del aburrimiento, ahora viene el discurso inevitable, el brindis, dándole ánimos, desde su distancia. Se apagaron poco a poco las voces y los sonidos de los cubiertos y los vasos y por un momento sólo se escuchó el fragor del temporal, el viento en la campana de la chimenea. El presidente había encendido un habano y le dio pensativamente una larga chupada antes de empezar su discurso, la copa de vino en la mano derecha, alzándose hacia Ignacio Abel, hinchado por la seguridad de su supremacía. Tenía el pelo escaso, rubio, casi blanco, muy tenue, la cara de un rojo de manzana, con finas venas rojas visibles en las mejillas y en la punta de la nariz, irradiando un brillo de salud rebosante, de abundancia orgánica cercana a la congestión, como la mesa llena de grandes porciones de comida que nadie había terminado y la casa entera opulenta de muebles coloniales, estanterías con lomos en piel de ediciones valiosas, de cuadros y lámparas y alfombras y fotografías sobre los aparadores y sobre la repisa de la chimenea en las que el presidente Almeida posaba en compañía de eminencias públicas, sonriendo a la cámara mientras les estrechaba la mano (entre ellas, bien visibles, a la primera dama y al presidente Roosevelt, en una de sus visitas, nada inusuales, a Burton College, que estaba tan cerca de su residencia familiar en Hyde Park). Un retrato al óleo del presidente Almeida presidía el comedor. Encima de la repisa de la chimenea había un busto en bronce del presidente Almeida. En el pasillo, entre antiguas vistas al óleo de las orillas del Hudson, había un dibujo que era claramente un boceto del retrato al óleo. Había que escuchar el discurso con la expresión adecuada, de asentimiento, de interés, de complacencia, con la risa dispuesta para las bromas que el presidente intercalaba, y que habría repetido en muchas cenas semejantes, con la seriedad necesaria cuando enunció las perspectivas tan oscuras de Europa y mencionó la tradición de hospitalidad del college, idéntica a la del país, tierra de acogida para disidentes desde hacía tres siglos, moldeada por ellos, hecha grande por espíritus a los que se les quedaban pequeñas las fronteras de los viejos países. Miraba a su alrededor, en esta misma mesa —lo hizo, girando despacio la cabeza, sus ojos agrandados tras los cristales de las gafas—, y qué veía, dijo, sino a hijos o nietos o biznietos de emigrantes, con sus apellidos que declaraban orígenes tan diversos, holandeses, escoceses, hugonotes, portugueses, como sus propios antepasados, Almeida. Y españoles, dijo, mirando primero a la doctora Santos, y como llevaba un rato hablando con demasiada seriedad ahora hizo un quiebro de burla educada, esperemos que la doctora Santos no sea descendiente de un Gran Inquisidor, provocando un coro de risas y un rubor incómodo en la aludida. Y por fin, cerrando el círculo de sus miradas y sus alusiones, el presidente Almeida se dirigió a Ignacio Abel, no sin mostrar que sabía cómo se pronunciaba su apellido y en qué sílaba caía el acento: la cara roja, el cigarro entre los dedos gruesos de una mano y la copa de vino levantada un poco más en la otra, el brillo del fuego y el de la gran lámpara de brazos de cristal reflejándose en su piel lisa y rotunda, en la pechera de su camisa estirada por el tamaño de los hombros y la musculatura del pecho. Cree que es inmortal, pensó Abel en una ráfaga furtiva de clarividencia, mientras sonreía y esperaba el final del discurso para dar las gracias y atreverse a decir unas cuantas frases a las que llevaba dando vueltas mucho rato; cree que no envejecerá nunca, que no le sobrevendrá de golpe ninguna desgracia, que su casa no será asaltada nunca ni incendiada, que a él no lo despertarán a medianoche para llevárselo en pijama a un descampado y matarlo delante de unos faros encendidos. Volvió a prestar atención y el presidente Almeida hablaba de él llamándole our new colleague, distinguished guest, outstanding, leading, accomplished: pero miraba de soslayo a Van Doren y a Stevens como pidiéndoles confirmación de que eran de fiar los calificativos que ellos habían puesto en su boca, y una de las veces que iba a decir el nombre de Abel tuvo un momento de duda. Después del brindis, del breve aplauso, el invitado se puso en pie, mareado por la bebida, tragando saliva, de nuevo un principiante a sus años, un huésped de crédito más bien dudoso, acordándose de la dulce voz añorada de Judith Biely, su deseo por ella tan inmediato y físico como un dolor en las articulaciones del que fuera consciente mientras se disponía a decir algo, con la boca seca, stepping on thin ice.
Se acordará de que a la salida de una curva el parabrisas se quedó despejado unos segundos y los faros iluminaron una casa delante de la cual un árbol recién caído había aplastado un automóvil: un corro de personas miraban con aire atónito, azotadas por el viento, bajo las luces giratorias de una ambulancia. Sin apartar los ojos de la carretera Stevens hablaba animosamente, para no alarmarlo o para quitarse el miedo él mismo: ya había oído al presidente Almeida, tenía que empezar sus clases de inmediato, que ponerse a trabajar cuanto antes en el proyecto de la biblioteca, en unos días estaría lista la casa y tendría una oficina y un estudio, el trabajo era el mejor remedio contra el desaliento. Como se le habla a un enfermo sin comprometerse a darle esperanzas de curación, a asegurarle nada más allá de cierto punto, no vaya a olvidarse de su condición verdadera, de la distancia que lo separa de los sanos, los cuales tienen buen cuidado de no dejar de marcarla (como si ellos nunca fueran a caer enfermos, no estuvieran destinados a morir). Llegaron a la casa de invitados y cuando Ignacio Abel salió del coche lo sorprendió que hubiera cesado tan de repente la lluvia. El viento ahora apaciguado difundía entre las copas de los árboles un rumor como de respiración. Servicial, implacable, gradualmente odioso, Stevens se despidió de él recordándole que a las nueve de la mañana vendría a buscarlo, diligente como un corneta militar, blowing off my bugle right under your window, inmune al cansancio y a la previsible resaca.
Se acordará de que al entrar en el vestíbulo el silencio y la oscuridad lo acogieron como las dimensiones de un gran espacio abstracto. Tanteó en busca de la llave de porcelana del interruptor y cuando al fin dio con ella la hizo girar varias veces en vano. El viento que una hora antes arrancaba árboles de raíz habría derribado sin dificultad los postes del tendido eléctrico. La casa era mucho más grande teniendo que moverse a tientas por ella. Como por el piso de Madrid en las noches de los bombardeos. Las manos rozando las paredes, los pasos inciertos, las pupilas acostumbrándose poco a poco, distinguiendo bultos, manchas de claridad. El estado de aguda agitación nerviosa en que se encontraba no le dejaría dormir en toda la noche: los nervios y el peso de la digestión, el efecto del alcohol en la concavidad interior de la nuca. Un tren estaba pasando interminablemente por la orilla del río. Previsor, clarividente, atento a cualquier eventualidad, Stevens le había enseñado la tarde anterior el armario junto a la cocina en el que se guardaban escobas y viejos aparatos domésticos y una lámpara de petróleo, así como una provisión de cerillas y velas. Stevens no parecía tolerar ni un mínimo margen de incertidumbre sobre el inmediato porvenir. Ignacio Abel cruzó rozando las paredes y las estanterías la amplitud desconocida de la biblioteca y al llegar a la cocina hizo memoria para recordar en qué dirección estaba el armario de las escobas. Al terminar la cena —expeditivamente, para su sorpresa, a las nueve en punto, los invitados cancelando las efusiones de la conversación y marchándose tan rápido como si desmontaran los decorados de una función teatral en la que ellos mismos hubieran participado como actores, el presidente Almeida apartando los ojos de él nada más estrecharle la mano— Philip Van Doren le había deseado a good night's sleep alejándose en seguida hacia su automóvil, junto al cual un chófer de uniforme lo estaba esperando. ¿Parecía decepcionado por algo, finalmente aburrido de una representación que ya duraba demasiado? Pero quizás estaba dolido porque Ignacio Abel no le hubiera preguntado más detalles sobre el paradero de Judith, no hubiera dado muestras más visibles de su debilidad, de su no amortiguada dependencia. Durante no sabe cuánto tiempo tendrá que aprender a vivir entre desconocidos cuyos resortes de comportamiento le serán inteligibles sólo de una manera muy imperfecta, como los gestos que hacen y el idioma que hablan, toda la malla de signos que uno interpreta de manera automática cuando está en el mundo donde ha crecido y al que pertenece, con la misma desenvoltura con que habla y escucha su idioma y no se pierde ni un matiz, ni un sobrentendido. Aquí en las cosas más obvias habrá siempre una zona de incertidumbre, de niebla, como en las palabras que de pronto dejan de serlo para convertirse en sonidos sin contorno. Junto al rastro de claridad que entra por un ventanal de la cocina ha encendido casi a tientas la lámpara de petróleo. El temporal se oye ahora tan lejano como las sirenas de los trenes, dispersándose sobre las colinas de los bosques y el río. Al pasar de nuevo por la biblioteca se ve con un sobresalto en el espejo que hay sobre la repisa de la chimenea, un hombre de mediana edad y pelo gris, de rasgos exagerados por los contrastes de la sombra y de la luz aceitosa. El piano de cola, los libros en las estanterías, las sillas plegadas contra la pared, el periódico abandonado desde esa mañana en un brazo del sillón, formulan los términos de una expectativa, tensos en su inmovilidad como la figura masculina sorprendida en el espejo. He venido tan lejos para dar vueltas de noche por una casa tan deshabitada y en tinieblas como la que dejé en Madrid: ahora mismo vacía tal vez, acumulando silenciosamente polvo, abandonada a la misteriosa decrepitud gradual de los lugares donde no habita nadie; o destruida por una bomba, obscenamente revelada a la luz de la calle en el edificio medio en ruinas, mostrando las intimidades que nadie ve, la mitad de un dormitorio, los barrotes retorcidos de una cama; o tal vez saqueada, ocupada por milicianos, o por desplazados de los pueblos cercanos a Madrid, de los barrios obreros en los que se ensañan cada noche los bombardeos, con una letal puntería de clase. Estaba parado una noche en la negrura del pasillo y de pronto sonaron golpes en la puerta. Suenan ahora y él está tan ensimismado, tan perdido en el tiempo, en el túnel cavernoso de sombras que la luz de la lámpara ha abierto en el espejo, que tarda en darse cuenta de que los oye de verdad, no en el pasado, no en Madrid, sino aquí mismo, en la puerta de esta casa, en el silencio casi tangible que el final de la tempestad ha dejado en los bosques, punteado de gotas que el viento suave desprende de los extremos de las hojas, de roces de hojas sobre el suelo esponjoso y fértil en la oscuridad, ahíto de agua. Y con la conciencia de los golpes en la puerta sobresaltándole los latidos del corazón le sobreviene la certeza insensata de que es Judith Biely quien ha venido y lo está llamando, no en un sueño ni en un desvarío del deseo, sino en el vértigo literal de la realidad, del presente, ahora mismo, a la distancia de unos pasos.