28

Antes de que se vea el tren saliendo de la curva que sigue el recodo del río ha sonado su llamada grave como la sirena de niebla de un buque y han empezado a vibrar los cables del tendido eléctrico y las planchas metálicas y los pilares de hierro del paso elevado sobre los andenes, donde una figura masculina se distingue al otro lado de una cristalera. El edificio principal de la estación que verá el viajero nervioso cuando el tren salga de la curva tiene un aire de castillo alpino, en la cima de una pared de roca desnuda, al pie de la cual están las vías, tan cerca del agua que casi las salpican las olas débiles provocadas por el paso de una lancha motora. Rhineberg: alguien se acordó de los acantilados boscosos sobre el Rin al elegir ese nombre y esa nostalgia perduró luego en los torreones picudos de la estación. El paso elevado que cruza sobre las vías como un puente cubierto y una alta escalera metálica unen el edificio principal y los andenes. En uno de ellos, el más cercano al río, un hombre que acaba de subirse las solapas del abrigo ha mirado el reloj al escuchar que el tren se aproxima y ha levantado los ojos hacia la cristalera desde donde sabe que está el otro, el que ha venido con él pero prefiere observar las cosas desde lejos, a ser posible desde arriba, dar instrucciones con gestos rápidos y terminantes aunque también ambiguos y a veces de interpretación difícil: pero no llega a verlo porque lo deslumbra el reflejo del sol poniente, que aún tardará algún tiempo en desaparecer detrás de las cimas arboladas de la otra orilla, muy lejana aquí, donde el río se ensancha tanto. En el centro de la corriente hay una isla alargada y cubierta de árboles, con un pequeño embarcadero. Con el sol ya más débil los amarillos y los rojos de los árboles irradian un rescoldo poderoso de luz; un viento húmedo que viene del río da de repente una frialdad de invierno a la tarde hasta ahora templada y arrastra con un rumor seco oleadas de hojas sobre los andenes y las vías. El suelo tiembla bajo los pies cuando el tren surge con el faro encendido en el morro de la locomotora eléctrica y se detiene con un largo chirrido de frenos. Permanece unos largos segundos quieto, hermético, ocupando todo el andén, con una sugestión de energía formidable en suspenso, sin que se abra ninguna puerta, el sol poniente hiriendo los cristales de las ventanillas en el lado del río. El único viajero que desciende por fin lleva un abrigo de severo corte europeo y una maleta demasiado pequeña para quien ha venido de tan lejos. Se queda algo aturdido mientras el tren se pone de nuevo en movimiento con lentitud, la maleta en una mano, el sombrero en la otra, desconcertado al no ver a nadie, temiendo haberse equivocado de estación, a pesar de todas las precauciones, confrontado con la amplitud y la soledad de la orilla del río, con el silencio del bosque que se impone en cuanto el tren ha desaparecido. Oye a su espalda la voz que dice su nombre y teme haberla imaginado, volverse y no encontrar a nadie. Detrás del ventanal en el pasadizo elevado, Philip Van Doren sonríe al reconocerlo, lo ve volverse hacia el otro, el profesor Stevens, director del departamento de Fine Arts and Architecture, que le recuerda su nombre y su título (se conocieron brevemente en Madrid, el año pasado) y le da la bienvenida estrechándole con energía la mano, la primera persona con la que habla de verdad desde hace no sabe cuántos días, la primera vez que alguien lo recibe y lo mira otorgándole una plena existencia en cualquiera de los lugares a los que ha ido llegando en las últimas semanas. Dos hombres vistos desde lejos, desde arriba, unidos por una vaga semejanza de época, en una estación muy secundaria, en la orilla del río Hudson, una tarde de octubre de hace setenta y tres años.

Se ha preparado nada más salir el tren de la estación anterior, nervioso por una cercanía en la que ya no habrá más dilaciones, agitado de nuevo, después de la breve tregua del viaje, dominado por una creciente desgana de llegar, casi rechazo instintivo, agravado por la fatiga que le afloja los músculos, que lo hace consciente del peso de las manos, de los pies hinchados en el interior de zapatos como con suelas de plomo. Uno por uno, antes de levantarse, ha revisado todos los bolsillos, asegurándose neuróticamente de su contenido, el catálogo de las cosas mínimas a las que a estas alturas ha quedado reducida la certeza de su identidad, el pasaporte y la cartera con documentos y fotografías, la última carta de Judith Biely, la carta de Adela, no sé dónde estarás ni qué estarás haciendo ahora mismo aunque me lo imagino pero si quieres volver conmigo y con tus hijos cuando todo esto termine que alguna vez terminará aquí tienes la puerta abierta. Ha ido al cuarto de aseo y se ha lavado precariamente la cara delante del espejo, entre las sacudidas del tren, se ha peinado, ajustado la corbata, limpiado las solapas de pelos caídos y motas de caspa, enjuagado la boca, por miedo a que quien venga a recogerlo a la estación le huela el aliento, examinado las uñas, que no están limpias y que debería haberse cortado. Ha visto sus ojeras, el temblor de la carne aflojada bajo la barbilla y la mandíbula por culpa de la vibración del tren: la papada que cuelga y desde luego no colgaba hace sólo unos meses, aunque entonces no se fijaba y no lo hubiera advertido. Se ha acordado de estar afeitándose delante de un espejo y levantar los ojos del grifo donde aclaraba la cuchilla y ver junto a su cara la cara mucho más joven de Judith, el pelo rozando sus pómulos mientras el cuerpo desnudo se adhería por sorpresa a su espalda, en la casa frente al mar donde por primera vez se habían despertado juntos. Pero ha sido un fogonazo de memoria tan rápido que se extingue sin amargura, sin despertar una conexión verdadera entre el pasado y el presente. Ni ese momento existe ni es él ese hombre que se da la vuelta hacia la mujer desnuda sin terminar de afeitarse, en un cuarto de aseo de baldosas rojas y paredes encaladas al que entra por la ventana el olor del Atlántico. Él examina el punto donde el cuello gastado y algo sucio de la camisa aprieta la carne aflojada y lamenta no tener ninguna limpia para cambiarse, no haber advertido antes que le falta un botón (pero si tiene cuidado la corbata disimulará su ausencia). Se fijarán en esos detalles igual que él mismo los veía con íntimo disgusto en otros hace sólo unos meses, en el profesor Rossman, por ejemplo, que podía analizar durante una hora la sutileza de diseño de una aguja y remontarse a las más antiguas agujas de hueso exhumadas en yacimientos paleolíticos y usadas para coser pieles (y dar un salto en el tiempo para celebrar la velocidad de las máquinas Singer), pero que era incapaz de enhebrar una, de modo que iba en los últimos tiempos con los ojales sin botones y los bolsillos descolgados. La idea de encontrarse delante de un desconocido dentro de unos minutos, de someterse al escrutinio de una mirada demasiado cercana y de emprender una conversación en inglés le da casi miedo después de tanto silencio; pero le da más miedo todavía pensar que llegará a la estación y bajará del tren y no habrá nadie esperándolo. El revisor ha pasado pregonando el nombre de la estación con una voz vibrante de bajo y le ha hecho un gesto confirmándole que esta vez sí tiene que bajarse. El tren ha acelerado con un estrépito creciente de ruedas y engranajes metálicos avanzando al filo del agua, provocando desbandadas de aves entre cañaverales amarillos. Pierde velocidad al tomar una curva pronunciada, y por la ventanilla de la plataforma Ignacio Abel ve el nombre en grandes letras negras, Rhineberg, un momento antes de que el tren se detenga del todo.

Pero no ve a nadie, al principio. Baja y se encuentra al final de un andén muy largo, delante de la anchura del río, de una hilera de altas columnas y arcos de hierro que sostienen lo que parece un pasadizo cubierto, donde hay alguien que mira hacia abajo y que tal vez le hace una señal. El olor marítimo del río y el de las hojas y la tierra húmeda del bosque le inundan los pulmones al mismo tiempo que siente descender sobre él un silencio en el que se apaga el fragor lejano del tren, el eco del silbido de la locomotora. Alguien dice su nombre entonces, pero casi no lo reconoce, casi teme que sea un engaño de la imaginación, su nombre y su apellido pronunciados con una fonética improbable, con algo de reverencia admirativa, Professor Ignacio Abel, it's great to have you here with us at long last. Asiente, torpe, adaptándose con dificultad a la cercanía humana, queriendo atrapar palabras demasiado rápidas en inglés, huraño por instinto, su mano cautiva del apretón cálido del profesor Stevens, que se ha apoderado con la misma determinación de su maleta: muy alto, de gestos desordenados, los brazos y las piernas muy largos, un flequillo tan móvil como sus gestos, juvenil aunque su cara ya no lo es, menos aún tan de cerca, la piel de arrugas muy finas y de un color seco de ladrillo rojizo, los ojos bulbosos de un azul muy claro tras los cristales de las gafas. Stevens lo aturde con su energía excesiva, con la velocidad de sus elogios y de sus preguntas, de sus peticiones de disculpas por retrasos y malentendidos cuyas explicaciones Ignacio Abel no llega a entender (secretarias, oficinas, telegramas, el hotel que no era, imperdonables descuidos); qué honor increíble tenerlo por fin con nosotros, después de tantas dificultades, cómo ha sido el viaje en el tren, estará muy cansado después de la travesía desde Europa. No acierta a ver en sí mismo a la persona a la que están destinados los agasajos y las excusas de Stevens, como si a causa de algún error lo estuvieran tomando por otro y él careciera del dominio del idioma necesario para deshacer el equívoco, o simplemente de las fuerzas para sobreponerse al despliegue de energía fresca del otro, el director del departamento, con su jersey de cuadros bajo la chaqueta y su pajarita verde con lunares, con la mano de largos dedos que se niega a devolverle la maleta, don't even mention it, y tira vigorosamente de ella cuando sube delante de él los peldaños de hierro hacia el paso elevado, que tiemblan bajo las pisadas de sus grandes zapatos de aire deportivo con las suelas de goma. Siguiéndolo, escaleras arriba, delante de la amplitud del Hudson, teñido de resplandores rojizos por el sol declinante, Ignacio Abel siente una forma de cansancio que no recuerda haber experimentado hasta ahora, el que se hace más visible por la comparación con la fuerza intacta de alguien más joven (pero él no reparó en la diferencia de edad mientras estaba con Judith: qué raro haber vivido tanto tiempo en un estado de perfecta inconsciencia, haberse creído invulnerable a los años, a la fragilidad, a la muerte). Recostado contra la cristalera que da a las vías, con los brazos cruzados, con el mismo gesto que tenía una noche de hace tres meses junto al ventanal de un último piso en Madrid, Philip Van Doren lo examina de arriba abajo con una sonrisa ecuánime antes de dar unos pasos hacia él, como si observara algo, los signos del paso acelerado del tiempo, el resultado de un experimento. Pero luego cambia, en un instante, después de indicarle a Stevens con una mirada, con un breve giro del mentón, que se quede atrás. Se aparta de la cristalera, y por un momento a Ignacio Abel le parece incómodamente que viene a abrazarlo, pero está observándolo todo, tomando nota de indicios laterales de su experimento, tal vez conteniendo su asombro, no queriendo mostrar que se fija en el estado de los zapatos o en el de la camisa o la corbata, en la diferencia entre la cara que está viendo ahora y la del hombre a quien conoció en Madrid hace algo más de un año, a quien vio alejarse por una acera de la Gran Vía una medianoche de hace tres meses. No lo abraza, pero extiende las manos hacia él, estrecha las dos suyas, él también sutilmente cambiado en este lugar donde no es extranjero, donde su figura no resalta contra un fondo ajeno a ella, algo más corpulento tal vez, más carnoso, el mismo lustre en la cabeza afeitada y en el mentón que se alza sobre un cuello alto. «Querido Ignacio, dichosos los ojos», dice, en español, resaltando con una sonrisa la propiedad de la expresión, su vanidad de saber usarla, él que le pedía ayuda siempre a Judith para encontrar equivalencias de giros en inglés. «Tiene usted que contarme tantas cosas. Ya pensábamos que no podría venir. Telegrafiaba a la embajada en Madrid cada día. Llamaba por teléfono. Intenté llamar a su casa, pero era imposible lograr comunicación. Querido Ignacio. Querido profesor. Bienvenido por fin. Stevens se encargará de todo. Está impresionado con tenerlo a usted aquí. No acaba de creérselo. Conoce todas sus obras, sus escritos. Fue la primera persona que me habló de usted.» Da órdenes, igual que en Madrid. Signos breves, miradas: Stevens se adelanta a ellos con la maleta de Ignacio Abel en la mano, les va abriendo puertas para que pasen, haciéndose a un lado, adelantándose, quedándose atrás: flexible, físicamente desorganizado, consciente de su posición, más subordinada hacia Van Doren que hacia el invitado extranjero al que admira tanto. Sin levantar la voz Van Doren le da instrucciones en un inglés muy rápido, y Stevens escucha y asiente, ocupándose de todo, poniéndose rojo. En los asientos de atrás hay una amplitud confortable y un sutil olor a cuero, otro mundo de olores en el que Ignacio Abel ahora se encuentra extraño, y en el que ya casi no recordaba haber habitado él también, no hace tanto tiempo. Se sienta incómodo, rígido, sin apoyar la espalda, las rodillas juntas, el sombrero en el regazo. Ha perdido tan completamente la costumbre del confort como la del halago. Van Doren saca un cigarrillo y Stevens, que ya había puesto en marcha el motor, lo apaga para buscar un mechero y darle fuego. Van Doren se echa hacia atrás, moviendo apenas la mano derecha para apartar el humo o para indicarle a Stevens con cierta impaciencia que arranque de una vez. «Pasará usted los primeros días en la casa de invitados de la universidad, si no le importa. En una semana como máximo tendrá su propia vivienda, en un sitio muy conveniente, cerca del campus y del sitio donde estará la biblioteca. Into walking distance. ¿Cómo es el giro en español? Espere, no me lo diga. ¿A un tiro de piedra? Nuestra querida Judith no habría dudado ni un momento. Aunque "sitio" tal vez no es tampoco una traducción correcta para site…» Qué poco ha tardado en decir el nombre, en invocar la presencia; observando la cara de Ignacio Abel, buscando en ella indicios del sobresalto, el nombre dicho en voz alta delante de él por primera vez en tanto tiempo. Estará esperando a que Abel se atreva a preguntar si sabe algo de ella, como esa noche en Madrid, delante del ventanal en el que se reflejaba la claridad de los incendios; urdiendo su pequeño experimento, decir un nombre como si se vierte una gota de cierta sustancia en un líquido. Pero ahora mira hacia fuera, de perfil junto a la ventanilla, recostado en el asiento de cuero. Toma aire, va a decir algo, tal vez que sabe dónde está Judith. «Imagino que no ha tenido usted tiempo de enterarse de las últimas noticias de España. El ejército de los otros tomó ayer Navalcarnero. No creo que vaya a salir mañana en los periódicos. Qué bellos son los nombres de los pueblos españoles, y qué difíciles de pronunciar. Miro el mapa y los leo en voz alta. Lo más difícil es saber dónde va el acento en palabras tan largas. Veo los nombres y echo de menos los viajes en automóvil por aquellas carreteras. Illescas lo tomaron sólo tres días antes. ¿A cuánto está Navalcarnero de Madrid? ¿A quince millas, a veinte? ¿Cuánto tiempo cree que tardarán en llegar?»

El automóvil avanza por una carretera estrecha, flanqueada de árboles enormes, más allá de los cuales ve deslizarse bosques otoñales, praderas en las que pastaban caballos, granjas aisladas y vallas pintadas de blanco, relumbrando en la claridad declinante de la tarde. Sobre las ondulaciones de los prados la luz oblicua revela un vapor tenue de tierra humedecida y fertilizada por la lluvia, abrigada bajo la capa de las hojas del otoño que se irán pudriendo lentamente hasta convertirse en abono. Se acuerda de sus primeros viajes por las llanuras fértiles y lluviosas de Europa, amaneceres de niebla desde la ventanilla de un tren, la luz del día revelándole arboledas rectas en las orillas suntuosas de ríos, campos de cultivos. Qué injuria venir de los páramos españoles, de las llanuras de secano, de las serranías de roca desnuda, habitadas por cabras y por seres humanos que se refugiaban en cuevas, que tenían, hombres y mujeres, la piel tan renegrida y áspera como el paisaje en el que malvivían arañando la tierra, las caras deformadas por bultos de bocio, los ojos estrábicos, la injusticia encorvándolos como una maldición sin remedio. «No hay que desesperar, amigo Abel, como esos señores cenicientos del 98, Unamuno y Baroja, todos ellos», decía Negrín, riéndose; «bastarán dos generaciones para mejorar la raza, y nada de eugenesia, ni de planes quinquenales. Reforma agraria y alimentación saludable. Leche fresca, pan blanco, naranjas, agua corriente, ropa interior limpia; si nos dejaran tiempo, los otros y los nuestros…»

Pero no nos lo han dejado. Nunca hubo tiempo, tal vez; nunca existió la posibilidad verdadera de eludir el desastre; el porvenir que parecía abrirse por delante de nosotros el año 31 era un espejismo tan insensato como nuestra ilusión de racionalidad; en las cunetas de las avenidas recién asfaltadas de la Ciudad Universitaria ahora hay montones de cadáveres; en las aulas que tanta prisa nos dábamos para que estuvieran listas a principios de curso no ha venido a estudiar nadie; todo dispuesto, las bancas nuevas, las pizarras no manchadas todavía de tiza, los corredores resonantes donde ya se habrán roto algunos cristales, donde retumbarán muy pronto los cañonazos del enemigo que avanza, igual que ahora, desde la medianoche hasta el amanecer, las descargas de los fusiles en las ejecuciones. Mañana mismo, dentro de unas horas, en cuanto amanezca sobre la llanura, seguirán acercándose, camino de Madrid, igual que a lo largo del verano, subiendo desde el sur, por las carreteras desoladas y rectas, como una epidemia maléfica contra la que no hay antídoto, resistencia posible, sólo la inmolación o la huida, milicianos aturdidos y mal armados arrojándose a cuerpo limpio contra la metralla o escapando a campo través y tirando los fusiles para correr más rápido sin haber visto ni siquiera al enemigo, aterrorizados por sombras de jinetes a caballo entre remolinos de humo o por los gritos de pánico de otros tan extraviados como ellos. Con la uña de un dedo índice rosada de manicura (el dedo que ahora golpea distraídamente el cigarrillo para sacudir la ceniza mientras por la ventanilla del automóvil se sucede ordenadamente un paisaje de praderas, casas y vallas blancas, manchas rojas, ocres y amarillas de bosque) Philip Van Doren ha seguido en un mapa la línea trazada por los nombres que leía en los periódicos o en quién sabe qué noticias que llegan a él antes siquiera de que se publiquen: nombres sonoros y abstractos, Badajoz, Talavera de la Reina, Torrijos, Illescas, resaltando con sus duras consonantes y sus vocales nítidas en la música del idioma inglés igual que su grafía exótica en las columnas impresas con letra diminuta o en los titulares. Pero qué sabe él de lo que hay detrás de esos nombres; qué puede imaginar, menos aún, el profesor Stevens cuando los lea o los oiga, leyendo el periódico o escuchando la radio por la mañana mientras desayuna junto a uno de estos ventanales en los que no hay postigos ni visillos, delante de estos paisajes limpios de aristas, de huellas de pobreza y sequía o cicatrices de torrentes secos, bañados en una luz apacible que parece rozar tan delicadamente las cosas, ahora mismo, cuando la tarde sigue extinguiéndose muy despacio, perdurando en el azul muy claro del cielo y de las montañas lejanas, en el oro polvoriento de las colinas cubiertas de arces y robles, en los costados de las casas pintadas de blanco que dan al oeste. Nombres, recuerda, lugares por los que él mismo pasó alguna vez yendo de viaje, pueblos en los que se detuvo para estudiar la torre de una iglesia o tomar fotografías de un edificio popular, un molino, un lavadero, una casa de labor, ni siquiera eso, un bardal coronado de tejas, el arco de un puente sobre un arroyo. Día tras día, desde el amanecer, en el calor terrible de las siestas de verano, en la templanza de los atardeceres, los invasores armados han seguido avanzando por esos paisajes despojados de árboles en los que nadie puede esconderse, han asaltado los pueblos, cada uno un nombre tachado al poco tiempo en los mapas, dejando tras de sí una cosecha metódica de cadáveres, un horizonte de casas incendiadas, a lo largo de la mancha blanca de la carretera, de las líneas de postes y cables de telégrafos. Avanzan en camiones militares, en automóviles requisados, en escuadrones de jinetes que aterrorizan a los fugitivos desarmados enarbolando sables y lanzando gritos de una furia primitiva. Turbantes y alfanjes mezclados con ametralladoras; trofeos de manos y de orejas cortadas y telémetros para la artillería que derriba a cañonazos una torre de iglesia en la que han buscado refugio unos campesinos armados con escopetas viejas, resueltos a morir; una barbarie ejecutada con la solvente planificación de un proyecto moderno: como hubieran querido ustedes realizar el proyecto de la Ciudad Universitaria, dice Philip Van Doren, inseguro acerca del verbo que ha usado, demasiado pobre o general. «¿Cómo se dice bien en español to carry out?», pregunta, se consulta a sí mismo sin mirar a Ignacio Abel, o mirándolo un poco de soslayo, para hacerle saber que quien podría darle una respuesta indudable no está allí, aunque los dos piensan en ella. «Llevar a cabo», dice, satisfecho ahora, aliviado, la sombra de Judith invocada entre los dos, igual de presente que la guerra invocada en los nombres de los lugares que ha ido tomando el enemigo, los que caerán mañana, dentro de unas horas, cuando sea todavía de noche aquí pero ya esté amaneciendo en España: motores poniéndose en marcha; relinchos de caballos; el estrépito de las armas y el de las botas militares sobre la grava de la carretera (pero ellos tampoco llevan botas, o sólo los oficiales: calzan alpargatas, igual que los nuestros, unidos a ellos en la penuria, en el destino probable de ser carne de cañón); la matanza como una tarea extenuante pero embriagadora, como una cacería humana en la que se multiplica sin esfuerzo el número asombroso de las piezas cobradas, unánimes en el pavor de la huida y el desvalimiento. Los hermosos nombres en los mapas ahora designan cementerios. El otro país ahora ocupado y enemigo se extiende como una mancha según avanzan las columnas militares reforzadas por un séquito de matarifes con camisas azules que atraviesan los pueblos manejando listas de condenados metódicamente copiadas a máquina y dejando tras de sí un rastro de cadáveres. Mientras él esperaba y no hacía nada en Madrid ellos seguían acercándose; mientras él viajaba en tren hacia París disimulando la huida y tomaba el barco y se quedaba hipnotizado mirando el océano gris como una lámina de acero, escribiendo postales que no llegarían a su destino, imaginando cartas que dejaría sin escribir. Desde Navalcarnero la carretera continúa casi en línea recta hacia las afueras de Madrid; mucho antes de llegar los invasores verán a lo lejos la mancha blanca del Palacio Nacional sobre las barrancas del Manzanares: verán el perfil rojizo y pueblerino de los tejados interrumpido por la torre de la Telefónica, bajo el cielo inmenso de Castilla.

—El presidente de la República ha abandonado Madrid, como usted ya sabrá —dice Van Doren, observando a Ignacio Abel para asegurarse de lo que sospecha, que no lo sabía.

—Probablemente el gobierno se marchará también, si no lo ha hecho ya, en secreto. ¿Su familia de usted está segura, lejos de Madrid? Creo recordar que la última vez que nos vimos me dijo que los había dejado en la Sierra. Si usted lo desea quizás podamos arreglar que se reúnan con usted aquí al cabo de un cierto tiempo. Otros profesores que hemos traído de Europa, de Alemania sobre todo, están en una situación parecida. ¿Qué fue de su amigo, por cierto, el profesor Rossman?

Al oír el nombre Stevens vuelve un momento la cabeza hacia ellos, la cara enrojecida.

—¿El profesor Karl Ludwig Rossman? ¿Es amigo suyo, profesor Abel?

—Era —dice, en voz tan baja que Stevens no lo oye, por culpa del ruido del motor, pero sí Van Doren, que inmediatamente olfatea algo, excitado por la posibilidad de averiguar, de saber.

—¿Ha muerto? ¿Hace poco? No sabía que estuviera enfermo.

—En nuestro departamento lo admiramos tanto como a Breuer, como a Van der Rohe. —Stevens aparta nerviosamente los ojos de la carretera, volviendo el cuello hacia Ignacio Abel, con torsiones rápidas de pájaro—. ¿De verdad trabajó usted con él? Qué emocionante. ¿En Weimar, en Dessau? Sus escritos de entonces son incomparables. Sus análisis de los objetos, sus dibujos. Ahora que lo pienso, profesor Abel, con el respeto debido, a usted se le nota en algunos de sus proyectos la influencia de Rossman.

Van Doren no hace caso a Stevens, ni siquiera lo escucha: mira a Ignacio Abel, la cabeza un poco inclinada, alzando una ceja, el cigarrillo entre los dedos rectos, sabiendo de antemano.

—¿Lo han asesinado? ¿En Madrid?

Comprende con desgana que puede contar y que probablemente sea inútil; intuye (recién llegado a su destino, ni siquiera acomodado todavía al refugio provisional en el que pasará al menos unos meses, la parte precaria del porvenir que cubre su visado) el cansancio de las explicaciones sin fruto, de la imposibilidad de hacer que otros entiendan, lleguen a imaginar lo que él ha visto, lo que no transmitirán sus torpes palabras en inglés y menos aún las crónicas que publiquen los periódicos, las confusas fotografías en las que casi todo es remoto y abstracto. Qué entenderá Stevens, con su cara jovial que sigue pareciendo joven a una cierta distancia, con su fatigosa disposición a admirar; cómo explicarle a él o a Van Doren el miedo a morir que le hace a uno orinarse en los pantalones o la náusea de ver por primera vez un cadáver con los ojos saltones y la lengua hinchada y ennegrecida sobresaliendo entre los dientes. Haber visto o no haber visto es la diferencia: marcharse y seguir viendo; cerrar los ojos apretando los párpados y que no importe; seguir viendo con los ojos cerrados la cara de un muerto desconocido que poco a poco se va convirtiendo en la del profesor Rossman, aunque sólo aproximadamente, de modo que es más fácil identificarlo por el cuello duro medio desprendido de la camisa o por la insignia de su regimiento de Caballería en la solapa que por los rasgos borrosos, desfigurados, sometidos a distorsiones fantásticas. «Probablemente fue un error», dice, «lo confundirían con otro». El profesor Rossman estaba en el depósito de cadáveres, hediendo a formol y a putrefacción en el calor de principios de septiembre, un cartón con un número colgado de su cuello como un tosco escapulario; pero no en una de las mesas de mármol, rebosantes de cuerpos, de brazos y pies rígidos que sobresalían como ramas peladas, sino en el suelo, en una especie de corralón trasero en el que zumbaban las moscas y pululaban las hormigas. Lo ve ahora y el olor revivido es más intenso que el de la tierra otoñal y las hojas caídas que entra por la ventanilla y se mezcla con el del humo dulzón del cigarrillo de Van Doren. Lo que él ve con los ojos entornados es más real que este momento, este viaje en automóvil por colinas de praderas y bosques; tan cerca del profesor Stevens y de Philip Van Doren en el espacio recogido del coche una frontera lo separa de ellos, una zanja invisible que no pueden remediar las palabras. De pronto siente que ha vivido en la irrealidad desde la noche en que salió de Madrid; el mundo que habitan los otros para él es un espejismo; es lo que sigue viendo aunque se haya marchado lo que lo convierte en un extranjero, no los datos inscritos en un pasaporte emitido por una República que de un día para otro puede dejar de existir; no la fotografía tomada hace varios meses de un hombre que ya no es él. Ve lo que ellos no sabrán imaginar nunca: las caras grisáceas de los muertos en los descampados, en los desmontes de la Ciudad Universitaria, junto a las tapias del Museo de Ciencias Naturales, en la acera de la calle Príncipe de Vergara, junto al portal de su casa, bajo las mismas arboledas del Botánico en las que unos meses atrás se citaba con Judith Biely, en cualquier cuneta de las afueras de Madrid; los muertos tan diversos y tan singulares como los vivos, congelados en un gesto último como el que atrapa el fogonazo de una fotografía, y sin embargo poco a poco despojados de su individualidad, conservando tan sólo su condición genérica, viejos o jóvenes, hombres o mujeres, adultos o niños, gordos o flacos, oficinistas o burgueses o simples desgraciados, con zapatos o con alpargatas, con huecos de dientes perdidos o de dientes de oro arrancados por los ladrones que madrugaban para expoliar los cadáveres, algunos con las gafas todavía puestas, con las manos atadas o con las manos y los brazos abiertos y descoyuntados como los de un muñeco, con una colilla en la esquina de la boca, con un churro que algún bromista les había puesto entre los dientes, con el pelo erizado como por el pánico o en el desorden del que acaba de levantarse de la cama o con el pelo planchado de brillantina; muertos en pijama, muertos en camiseta, muertos con corbata y cuello duro, muertos con los párpados apretados o con los ojos muy abiertos, algunos con las mandíbulas distendidas como en una carcajada, otros con una especie de sonrisa sonámbula, muertos caídos boca arriba o con la cara hincada en el suelo o echados a un lado y con las piernas encogidas, con un solo agujero en la nuca o con el tórax abierto por los disparos, muertos caídos en un charco de sangre o tan limpiamente como si un rayo o un ataque al corazón los hubieran fulminado, muertos con los vientres tan hinchados como los cadáveres de burros o de mulos, muertos solos o amontonados los unos sobre los otros, muertos irreprochablemente limpios o con los pantalones manchados de orines y de mierda y con vómitos secos sobre las camisas, todos iguales entre sí tan sólo en la grisura opaca de la piel: muertos desconocidos, fotografiados de frente y de perfil, clasificados en los registros de la Dirección General de Seguridad, donde un fotógrafo y su ayudante llegaban cada tarde para pegar en las grandes hojas de cartulina las fotos recién reveladas, las que habían tomado desde el amanecer por los descampados de Madrid. Con unas tijeras y con un bote de pegamento el ayudante iba recortando las fotografías y luego las pegaba en las hojas del álbum, encima de un recuadro que tenía al pie espacios en blanco señalados por líneas de puntos suspensivos que nunca se llenaban: nombre, domicilio, causa de la muerte. Gente medrosa se agolpaba sobre los registros, mirando fotos, pasando páginas, abriéndose paso a codazos en una habitación demasiado pequeña y poco ventilada, llena de humo, con el suelo sucio de colillas. Al cabo de un rato la mirada se embotaba y las caras de las fotos empezaban a volverse idénticas, tan genéricas en su condición de retratos en blanco y negro de muertos que era muy difícil identificar a alguien. Había un rumor de conversaciones en voz baja, de pasos; de vez en cuando se escuchaba un grito; una mujer se había desmayado; alguien rompía a llorar con una brusquedad animal, repetía un nombre en voz alta, una exclamación.

Llevaba el día entero en la calle y a las diez de la noche aún no había averiguado nada sobre el paradero del profesor Rossman. Como su coche había sido incautado y los tranvías circulaban de manera errática iba de un lado a otro de Madrid caminando bajo el sol del verano o viajando en los vagones agobiantes del metro. En su casa estaba esperándolo la señorita Rossman, demasiado asustada para volver a la pensión. Se había presentado muy temprano, antes de las ocho. «Tiene usted por favor que ayudarme, profesor Abel, unos hombres se llevaron a mi padre ayer por la tarde y me dijeron que volvería en cuanto contestara a unas preguntas, pero no me quisieron decir adonde lo llevaban. Usted conoce a mucha gente en Madrid, seguro que le dirán qué ha sido de mi padre. Usted ya sabe cómo es: habla con cualquiera. Bajaba a ese café que hay al lado de la pensión y decía lo que se le pasaba por la cabeza. Le decía a todo el mundo que una guerra no es una fiesta y que si no había más disciplina y menos discursos y desfiles los fascistas iban a tomar Madrid antes de que termine el verano. Usted lo conoce, le ha oído las mismas cosas mil veces. Esa gente apenas lo entendía y él les hablaba de Marco Aurelio y de los bárbaros, los bárbaros de fuera y los de dentro, esas teorías suyas. Discutía con la dueña de la pensión, que tiene un hijo anarquista. Quizás alguien le ha oído el acento y ha pensado que era un espía.» Pero también tenía miedo por ella misma; tenía miedo de que los hombres que habían venido a buscar a su padre regresaran para llevársela a ella. Había pasado la noche en vela en su cuarto. Se acordaba de que el profesor Rossman, como hacía calor, llevaba desabrochado el cuello duro de la camisa, y de que estaba adormilado en una mecedora, junto al balcón que daba a la calle de la Luna, donde había un cuartel de milicianos o una sede anarquista. Vinieron a buscarlo y lo único que se le ocurrió fue pedirles que le dejaran abrocharse el cuello y ponerse la chaqueta y la corbata y cambiarse las zapatillas por sus botines. Pero se lo llevaron con la camisa abierta y sin chaqueta, con las zapatillas viejas de paño. Al menos le dio tiempo a ponerse las gafas, que había dejado antes de dormirse en una mesita junto a la mecedora. Eran tres hombres, de modales suaves, armados con pistolas, actuando con una cierta neutralidad policial. La señorita Rossman recordó luego que nada los alertó a ella o a su padre del peligro, porque no habían oído las usuales pisadas muy fuertes en la escalera de la casa y golpes violentos en la puerta de la pensión al mismo tiempo que sonaba el timbre de manera insistente. Ella, al principio, no entendió lo que sucedía. Recordaba que su padre se había quedado quieto en la mecedora, muy pálido, parpadeando a causa de la luz que inundó la habitación cuando uno de los recién llegados apartó las cortinas para emprender el registro. Los tres hombres ocupaban con tranquila insolencia el espacio reducido en el que la señorita Rossman y su padre habían aprendido a moverse con tanta cautela para aprovechar cada palmo: las dos camas iguales, con cabeceros de hierro, el lavabo con su espejo oval, el armario, la pequeña estantería con los pocos libros que habían podido salvar después de años sobresaltados de viajes, la repisa en la que se apoyaban por turno para escribir cartas y rellenar formularios y en la que la señorita Rossman preparaba sus clases de alemán. En pocos minutos las camas estaban deshechas y los colchones levantados, los libros por el suelo, los preciados documentos, formularios, diplomas del profesor Rossman, el contenido de su cartera insondable, la ropa que guardaban en el armario. La señorita Rossman, sentada en una silla, con las rodillas huesudas muy juntas, con los grandes pies juntos, los codos sobre los muslos, la cara flaca apoyada en las dos manos, empezó a temblar igual que había temblado algunas veces en su habitación casi tan angosta en el hotel Lux de Moscú, cuando a ella y a su padre nadie los visitaba ni parecía verlos y no sabían si iban a dejarlos salir de la URSS. Cuando se lo llevaban le dijo algo en alemán y uno de ellos le puso la pistola en el costado. «Cuidadito con dar mensajes que no se entienden.»

«Me dijo que viniera a buscarlo a usted, que usted nos ayudaría, igual que nos ha ayudado siempre. Nadie más que usted nos ha ayudado desde que vinimos. Yo no conozco a nadie más.» Los ojos incoloros de la señorita Rossman, fijos en él tras los cristales de las gafas, tan irritados por la mala noche y el llanto como la punta de su nariz, que secaba con un pañuelo guardándolo cada vez en la manga, con una especie de obstinada corrección automática. Larga, no alta, vestida con la peculiar falta de garbo de esas monjas que ahora intentaban salvarse escondiendo los hábitos, había algo en ella refractario a cualquier atractivo, una predisposición al infortunio y al error que se traslucía en su presencia física, una forma de desamparo destinada a despertar incomodidad pero no simpatía. Le había tenido que decir que pasara, que no se quedara en la puerta, como con miedo a contagiarle a él su desgracia. Se sentó en una de las sillas enfundadas para el veraneo, en el comedor donde Ignacio Abel no entraba nunca y en el que por lo tanto no era tan visible el desorden. Recuperaba el aliento, por haber subido los cinco pisos a pie. Ignacio Abel le trajo un vaso de agua y ella lo dejó en el filo de la mesa, con mucho cuidado, pero sin mirarlo siquiera, como si actuara parcialmente sumida en el sueño, viendo sólo unas pocas cosas aisladas. Los pies juntos, muy grandes, las rodillas juntas, temblando mientras hablaba, rehuyendo la mirada inquisitiva de Ignacio Abel en cuanto se encontraba con ella. Asustada, pero también culpable, agobiada no sólo por la detención de su padre sino por el remordimiento de haber sido ella quien lo arrastró a la Unión Soviética cuando tuvieron que salir de Alemania; quien estuvo a punto de atraer sobre los dos el cautiverio y tal vez la ejecución; quien finalmente fue responsable de que al profesor Rossman le fuera negado lo que más deseaba, un visado para los Estados Unidos, donde podría haber continuado su carrera igual que tantos otros compañeros de la Escuela, expatriados como él, acogidos en universidades y estudios de arquitectos mientras él daba tumbos por Madrid, donde su prestigio no existía y sus credenciales no valían nada: vendiendo a comisión por los cafés plumas estilográficas, esperando en antesalas de despachos que nunca se abrían para él, elaborando nuevos planes que no llevarían a nada: un viaje a Lisboa, donde le habían dicho que los visados para América eran menos difíciles, o donde podrían tomar él y su hija un pasaje que los llevara a algún puerto intermedio de Sudamérica, a Río de Janeiro, Santo Domingo o La Habana: donde alguien fuera lo bastante descuidado o corrupto para no ver los sellos con la hoz y el martillo estampados en su pasaporte de apátrida, no mucho menos inútil que el pasaporte caducado alemán con las letras rojas cruzando la página de la fotografía: Juden—Juif.

—Nos vimos hace sólo unos días —dijo Ignacio Abel, como si diera una información tranquilizadora, sentado frente a la señorita Rossman, al otro lado de la mesa formal del comedor, bajo la gran lámpara enfundada en una tela blanca—. Me dijo que estaba contento, que usted había conseguido un buen trabajo.

—Habría preferido seguir dando clases de alemán a sus hijos. —La señorita Rossman levantó los ojos, como si despertara un poco más de su sueño, aunque no del todo, reparando en los muebles enfundados y en el aire general de abandono del salón, tan distinto de lo que ella recordaba—. ¿Su señora y sus hijos no están con usted?

Había visto de lejos al profesor Rossman en la calle Bravo Murillo y como tantas veces había tenido la tentación de cambiar de acera o de pasar a su lado sin llamar su atención. No lo vería, tan miope, tan distraído entre la gente, en la acera del cine Europa, bajo las grandes banderas rojinegras y los carteles que ocupaban toda la fachada, con colores muy vivos y figuras enormes en actitudes heroicas, aunque ya no mostraban sólo propaganda de películas sino también de batallones de musculosos milicianos, de obreros con martillos y fusiles y campesinos agitando hoces contra un cielo de color rojo en el que volaban escuadrillas de aviones, ¡la revolución libertaria aplastará a la hidra del fascismo! sala refrigerada, grandes estrenos visite nuestro selecto ambigú. (En el cine Europa se había citado una tarde de junio con Judith Biely; entrando del calor de horno y de la luz cegadora de la calle desierta la había buscado en el amparo de la penumbra, en el frescor benéfico de una brisa artificial.) Milicianos con fusiles al hombro, bronceados por el sol de la Sierra, bebían jarras de cerveza a la sombra de los toldos listados de un café. Conversaban en grupos ruidosos, vestidos con grados diversos de uniformidad, algunos con monos azules abiertos hasta la cintura, con guerreras y pantalones descabalados de uniformes, con alpargatas, con gorros cuarteleros echados sobre la nuca, casi todos muy jóvenes, muy morenos, con patillas largas y pañuelos sudados al cuello, embravecidos cuando pasaba cerca una muchacha, embriagados por el delirio de omnipotencia que les concedía el derrumbe de la antigua normalidad, la posesión de las armas, la mezcla de carnaval y carnicería de la guerra. Durante más de cuatro horas desfilan por Madrid en imponente manifestación las Juventudes del Frente Popular vitoreadas con entusiasmo delirante por una inmensa multitud. Del interior del cine venía la música rudimentaria de una banda que tocaba desorganizadamente himnos marciales. Sobre las mesas brillaba el metal de las pistolas igual que el de las jarras de cerveza. La guerra parecía ser tan sólo esa jovialidad bronca y nerviosa, el desaliño general y el aire de indolencia de la gente en la mañana cálida de agosto, la épica de las figuras gigantes y esquemáticas en los cartelones de la fachada del cine, en las que no daba la impresión de que reparara nadie. En los picachos 4e la Sierra cordobesa nuestras tropas preparan su acometida a la ciudad de la mezquita esperando impacientes la orden de avance para desplomarse sobre ella. La guerra eran los titulares triunfales y embusteros de los periódicos y entierros con puños levantados y marchas sombrías en los que la muerte siempre era algo abstracto y glorioso; los desfiles con grandes pancartas y banderas en los que nadie marcaba bien el paso y delante de los cuales, como en las procesiones religiosas ahora abolidas, avanzaban mojigangas de niños con escopetas de madera y retrasados mentales con las cabezas muy erguidas bajo las viseras de sombreros de papel de periódico. Continúa el avance irresistible de nuestras columnas sobre los abruptos terrenos de la Sierra de Guadarrama, donde día a día son desplazadas de sus posiciones las fuerzas enemigas.

—Amigo mío, mi querido profesor Abel, qué alegría encontrarlo. —El profesor Rossman, la cartera negra bien apretada contra el pecho, se limpió la mano sudada en el faldón de la chaqueta antes de estrechársela: parecía que llevara mucha prisa y que al mismo tiempo no supiera adónde iba, igual que hablaba muy rápidamente saltando de un asunto a otro como si fuera olvidándolos según dejaba de aludir a ellos—. ¿Ha leído los periódicos de hoy? El enemigo retrocede en todos los frentes, pero las líneas que defienden las gloriosas milicias están cada vez más cerca de Madrid. Créame, tengo experiencia, me pasé cuatro años estudiando mapas de posiciones en el frente occidental. ¿Ha visto que las noticias tratan no de lo que ya ha sucedido sino de lo que está a punto de ocurrir? Granada a punto de rendirse a las tropas leales, de un momento a otro se espera la caída del Alcázar de Toledo, se anuncia la toma inminente de Oviedo, o de Córdoba. ¿Y qué me dice de Zaragoza? ¿Cuántas semanas hace que avanzan sobre ella columnas que ponen en fuga al enemigo o que no encuentran resistencia, y sin embargo nunca llegan a ella? Me paso el día mirando el mapa y el diccionario español—alemán. Tengo que buscar de nuevo palabras españolas de las que estaba seguro. ¿Se encuentra usted bien, sigue en su trabajo? ¿Ha tenido noticias de su señora y de sus hijos? No tiene costumbre de vivir solo y se le ve que ha adelgazado. ¿Quiere tomar un refresco, una jarra de cerveza? Ha triunfado la revolución pero los cafés siguen abiertos, como en Berlín al terminar la guerra. Le invito yo esta vez. Tenemos que celebrar que mi hija ha encontrado un trabajo excelente…

Buscaron una mesa en el interior del café. El profesor Rossman, nada más sentarse, abrió su cartera y empezó a sacar de ella periódicos descabalados y recortes llenos de subrayados en rojo y en azul, mapas de los que se publicaban cada día con las modificaciones del territorio que ocupaban los rebeldes, y que según todos los informes no paraba de menguar, aunque las posiciones estaban cada vez más próximas. El contundente avance de las tropas republicanas por el frente de Aragón se traduce en una inminente amenaza sobre los rebeldes de Zaragoza. Las fuerzas leales están a 6 km de Teruel y continúan tomando posiciones ventajosas. Las columnas que manda el heroico capitán Bayo prosiguen su avance para la reconquista de Mallorca. Los rebeldes de Huesca se encuentran en una situación desesperada.

Ignacio Abel miraba incómodamente a un lado y a otro, temiendo que alguien entendiera lo que decía el profesor Rossman, desconfiara de su aire extranjero y de su afición a los mapas de guerra.

—Tenga más cuidado, profesor —le dijo en voz baja—. Por la menor sospecha lo denuncian a uno.

—Quien debe cuidarse más es usted, mi amigo querido. Le veo desmejorado, si me permite la libertad de decírselo. ¿Tiene algo en lo que ocupar el tiempo? ¿Es verdad que las obras de la Ciudad Universitaria están temporalmente suspendidas? Me contó alguien que los sublevados piensan atacar Madrid desde ese flanco, lo cual tiene sentido, militarmente hablando. No me mire así: no tema nada. Personalmente yo no tengo miedo. Soy un viejo y soy un refugiado del hitlerismo. Los que me echaron de mi país son los mismos que están ayudando a los facciosos con armamento y con aviones. ¿Qué interés puedo tener yo en ponerme de su lado? ¿Adónde puedo huir si entran en Madrid? Pero estaba diciéndole que hay buenas noticias para nosotros, para mi hija sobre todo, excelentes.

—¿Les conceden por fin el visado para América?

—¿Quién piensa ya en el visado? Habrá que esperar a que termine todo esto en España. No antes del final del verano, si me permite el pesimismo, por mucho que digan los periódicos. ¿Los británicos y los franceses presionarán a Hitler y a Mussolini para que no ayuden a Franco? Me parece difícil. El gobierno de ustedes quiere explicarle al mundo que se ha quedado solo frente a la invasión de los bárbaros pero los periódicos de toda Europa están llenos de fotos de iglesias quemadas y sacerdotes y frailes asesinados. ¿Que los otros bárbaros matan mucho más? Probablemente, pero eso no les perjudica con Mussolini o con Hitler. ¿Y cómo van ustedes a explicarse si no hay nadie en el gobierno que hable idiomas extranjeros? No me quejo, porque gracias a eso mi hija ha encontrado por fin un trabajo excelente, ahora que todos los niños a los que daba clases de alemán están de veraneo fuera de Madrid. Y mejor pagado, si me permite usted decirlo. La han contratado como traductora en el servicio de censura de los corresponsales internacionales. Habla inglés y ruso casi igual que alemán, como usted sabe, y su español es magnífico, mucho mejor de lo que será nunca el mío. Trabaja cerca de la pensión, en un despacho de la Telefónica, tiene un salvoconducto, cupones para alimentos. Yo le ayudo en lo que puedo, como usted ve, busco para ella noticias en los periódicos, la llevo a la Telefónica y la recojo cuando sale. Siempre de su brazo. Mi pobre hija nunca ha sabido valerse sola, ni cuando se hizo fanática comunista. Iba a sus reuniones eternas y su madre se dormía porque ya estaba grave y tomaba medicinas muy fuertes para el dolor pero yo me quedaba despierto hasta que ella regresaba. ¡Mi pobre hija, enamorada de Lenin y de Stalin como se había enamorado antes de Douglas Fairbanks y Rudolf Valentino! Ahora, si me disculpa, tengo que irme, he de llegar a casa para repasar con ella la prensa del día antes de que se vaya a la oficina. Mi hija piensa que es comunista, pero en el fondo es una señorita romántica del tiempo de mis abuelos. En lugar de leer a Heine le dio por leer a Karl Marx. ¿Sabe de qué tengo miedo ahora? De que se enamore de uno de esos corresponsales americanos que llegan cada día a Madrid para ver la guerra de cerca y parecen cowboys o actores de cine. El destino de mi hija es sufrir por amor. Por amor de un hombre que no le haga caso o se aproveche de ella y la engañe con otra o por amor de una causa que le prometa la explicación total del mundo y el paraíso sobre la tierra. Lo peor ha sido cuando los dos amores se han mezclado. ¿Sabe por qué quiso ir a Rusia cuando ya no podíamos seguir viviendo en Alemania? Se iba a ir de todos modos, así que yo la seguí, aterrado de que estuviera sola en ese país espantoso. Quería ir a Rusia para ver de cerca la patria del proletariado y para seguir como un perro a ese dirigente del Partido Comunista alemán del que se había enamorado y que había tenido el capricho de acostarse con ella, aunque estaba casado y tenía hijos. Moral revolucionaria. A mi hija le dieron un puesto de mecanógrafa en las oficinas del Komintern y el camarada heroico pasaba de vez en cuando por nuestra habitación en el hotel Lux y yo tenía que irme a la calle durante varias_ horas aunque estuviera nevando y aunque me quedara helado dando vueltas. No hay cafés como éste en Moscú, amigo mío. No hay camareros con chaquetillas blancas que sigan sirviéndole a uno igual que antes de la revolución. De pronto el camarada dejó de venir y mi hija empezó a pasarse las noches llorando, pegando la cara contra la almohada, para que yo no la oyera. La mujer nueva soviética llorando como una señorita del siglo pasado porque su prometido ya no viene a visitarla como antes. Pero el héroe también dejó de ir a la oficina en la que mi hija le ayudaba en cuerpo y alma en la lucha propagandística que iba a derribar en poco tiempo a Hitler, ahogándolo en una marea internacional de indignación contra sus crímenes. No se había ido con otra mecanógrafa o secretaria. No había vuelto con su mujer, de la que tampoco se sabía nada. Un día supimos que estaba detenido. ¡Que lo acusaban de complicidad con los asesinos de Kirov en Leningrado! ¡Pero él no había ido nunca a Leningrado y ni siquiera estaba en la URSS cuando mataron a Kirov! A mi hija empezaron a dejar de hablarle sus compañeras de la oficina y al cabo de unas semanas ya ni siquiera la miraban. Ni a ella ni a mí. Éramos como dos fantasmas por los pasillos y por los salones del hotel Lux. Pero tampoco hablábamos entre nosotros cuando nos quedábamos solos en la habitación. Ella no me lo decía, pero yo sé qué pensaba, sentada en una silla, junto al teléfono. Que su amante había hecho algo peor que traicionarla a ella, que había traicionado a la Revolución o al Partido o al Proletariado. ¿Cómo iban a acusarlo si no fuera culpable? Pero tampoco sabía de qué lo acusaban. Le puedo leer el pensamiento aunque no me diga nada. ¿Y si lo habían detenido por culpa de ella, por alguna indiscreción que ella hubiera cometido sin darse cuenta? Mi hija siempre carga sobre sí las culpas del mundo. Por eso anda un poco encorvada. Todavía tiene la esperanza de que él aparezca, de que se deshaga el malentendido y se rehabilite su buen nombre. Un día y otro día y nadie nos hablaba, pero tampoco sucedía nada, tampoco la despedían de la oficina o nos echaban del hotel Lux o venían a detenernos. El teléfono no funcionaba, pero podía tener dentro un micrófono. Yo levantaba el auricular y algunas veces escuchaba la tos de alguien. El pobre espía que nos vigilaba sufría bronquitis. Y de pronto un día vinieron a buscarnos. No después de medianoche, como tenían por costumbre. Habíamos preparado cada uno una pequeña maleta con unas pocas cosas necesarias y la guardábamos debajo de la cama. Mi hija una maleta y yo mi cartera. Si nos detenían nos permitirían llevarla con nosotros. Eso era lo que hacía la gente. Preparaba la maleta y la guardaba debajo de la cama y esperaba meses o años a que vinieran los policías con los uniformes azules o con los chaquetones de cuero después de medianoche. Pero a nosotros vinieron a buscarnos a las ocho, un poco después de que mi hija llegara de la oficina. Oímos los pasos en la escalera, luego en el pasillo, llamaron a la puerta y mi pobre hija seguía sentada, con las piernas temblando, chocando entre sí. Yo sentí cierto alivio, si he de decirle la verdad. Si aquello iba a ocurrir de todos modos mejor sería que ocurriera cuanto antes. Hombres jóvenes, muy educados, con uniformes limpios, con botas brillantes, no como estos que se ven ahora por Madrid. Nos dijeron que teníamos que acompañarlos y mientras salíamos por el pasillo yo iba sujetando a mi pobre hija para que no se cayera. Pero pensaba, qué raro que hayan venido tan temprano, que nos lleven por el hotel a la vista de todos, no después de medianoche, cuando no hay nadie en los pasillos y todo el mundo está despierto detrás de las puertas cerradas de las habitaciones. Nos hicieron subir a una de aquellas camionetas negras que le daban tanto miedo a la gente, pero en seguida me di cuenta que no íbamos camino de la prisión Lubianka, que no estaba lejos del hotel. Frenó la camioneta y vi que estábamos delante de la estación. Nos llevaron casi a rastras por los andenes, golpeándonos contra la gente, nos empujaron al interior de un vagón y sin decirnos nada nos dieron un sobre en el que estaban nuestros pasaportes. Podían habernos matado, o habernos enviado a Siberia, pero nos expulsaron, y todavía no entiendo por qué, por qué nos dejaron vivir…

Habría asistido a la repetición de todo como a una fatalidad de la que esta vez no podría escaparse, tan lejos de Moscú, en esta otra ciudad veraniega y caótica del otro extremo de Europa: los pasos en la escalera, los golpes en la puerta, las rodillas de su hija chocando entre sí en otra habitación casi idéntica atestada de cosas, sentada en una cama debajo de la cual estaba la misma maleta que había tenido preparada en Moscú. El sonido de las rodillas, el de los muelles del somier. Pero no era su hija la elegida por la desgracia, como había temido siempre, sino él mismo, y después de tanto tiempo huyendo de un lado para otro y preparándose para lo que tanto temía y lo que estaba siempre siguiéndolo por muy lejos que se fuera, la hora de la verdad le llegaba por sorpresa, inesperadamente, con la neutralidad de una visita. Más de tres años aguardando la irrupción del desastre, desde que vio en Berlín el desfile de los hombres con camisas pardas y antorchas marcando el paso sobre los adoquines relucientes, y cuando por fin sobrevenía lo encontraba distraído, dormitando en una mecedora al calor de la siesta de agosto, en zapatillas, con el cuello desabrochado, con la camisa abierta, tan amodorrado por el sueño que le costó un poco comprender que estos hombres metódicos que no alzaban la voz y no llevaban monos de milicianos ni fusiles truculentos probablemente iban a matarlo.

—Seguro que usted hizo todo lo que pudo por salvarlo —dijo Van Doren—. Quizás puso su propia vida en peligro.

—¿Ha muerto Rossman? —Stevens los miraba en el retrovisor, las manos largas y flacas en el volante, la cara enrojecida, inquieto por no comprender bien la conversación en español—. ¿En Madrid? No he visto nada en el periódico.

—No puse en peligro nada. Estaba muerto y yo lo seguía buscando.