27

Recuerda de esos días la sensación permanente de realidad en suspenso y de actos frustrados; Madrid como una burbuja de cristal turbulenta de palabras gritadas o impresas y de músicas y ráfagas secas de disparos; una burbuja parcialmente turbia que no dejaba ver lo que había fuera y más allá de ella y de golpe se volvía inaccesible, un país conjetural de ciudades sometidas por los rebeldes y un minuto después reconquistadas por las fuerzas leales y al cabo de un rato perdidas de nuevo pero a punto de caer ante el empuje de nuestras milicias siempre heroicas; y él mismo de un día para otro desgajado por golpes diversos de la mayor parte de su vida, Adela y sus hijos en la Sierra y Judith no sabía dónde y las obras en la Ciudad Universitaria interrumpidas y las oficinas vacías, el viento que entraba por las ventanas rotas a causa de explosiones y disparos que cubrían de polvo los escritorios y dispersaban por los suelos planos y documentos olvidados. Córdoba ha quedado en poder de las milicias leales. La rendición de Sevilla es inminente. Aplastada la sublevación en Barcelona, las columnas leales de Cataluña están a la vista de Zaragoza. Escribía cartas que no llegaba a enviar porque no sabía adónde o porque descubría que ya no era posible. Columnas gubernamentales circundan Córdoba, esperándose la rápida rendición de las fuerzas rebeldes. Ponía la radio y volvía a apagarla sin haber reconocido ni una brizna sólida de información entre un oleaje de palabras interrumpido de vez en cuando por anuncios y marchas militares que de pronto era el mismo que anegaba todos los periódicos. El gobierno impone su autoridad sobre toda la península salvo en las escasas capitales donde los rebeldes todavía resisten y confirma que la sublevación, yugulada desde el principio, está derrotada. El estanco donde se abastecía de papel de cartas y sellos tenía rotos los cristales del escaparate y había sido saqueado; en un estanco unas esquinas más allá un dependiente calvo y untuoso que parecía agazapado en la penumbra detrás del mostrador le atendía como si no hubiera pasado nada, aunque le decía que el suministro de sellos estaba interrumpido, y que si las islas Canarias estaban de nuevo en poder del gobierno cómo era que no llegaban de ellas envíos de tabaco. El gobierno confirma que el movimiento insurreccional en Cataluña ha sido dominado a poco de iniciarse. La topografía de los actos diarios en parte estaba desbaratada y en parte seguía indemne, igual que la geografía del país entero se había vuelto fantástica, con regiones enteras tan inaccesibles como si de golpe hubieran sido tragadas por el mar y fronteras tan cambiantes que nadie sabía dónde estaban. Sobre los traidores cabecillas de esta inicua intentona destinada al fracaso caerá implacable y enérgica la justicia popular. En una esquina de la calle de Alcalá la pequeña iglesia delante de la cual había siempre un ciego tocando un violín había empezado a arder y desde la acera de enfrente el perro del ciego les ladraba a los incendiarios que apilaban bancos y reclinatorios sobre la hoguera de la puerta. Por momentos se acentúa la impresión de que toca a su fin el dramático episodio que vivimos desde el domingo pasado. Marcaba un número de teléfono y la señal de llamada se repetía interminablemente sin que hubiera respuesta; volvía a levantar el auricular un rato después y ya no había línea. Radio Sevilla lanza las últimas proclamas de los facciosos, llenas de falsedad y desesperación, destinadas a levantar el decaído ánimo de los que se han lanzado en armas contra el pueblo y su legítimo gobierno. Empezaba cartas y a las pocas líneas la pluma le resbalaba entre los dedos por culpa del calor y ya no seguía escribiendo; algunas se escribían completas en su imaginación y no llegaban al papel. Queridos Lita y Miguel me encuentro bien y espero reunirme con vosotros en cuanto la situación se tranquilice, que por lo que parece no tardará más de unos días. Varias columnas de fuerzas leales y milicias avanzan contra los sublevados en Sevilla, y los soldados facciosos empiezan a desertar. Escrutaba el periódico buscando en las informaciones sobre la lucha en la Sierra el nombre del pueblo y no lo veía mencionado. El asalto de las milicias republicanas sobre Córdoba es inminente. Igual que la censura dejaba en blanco columnas enteras había ciudades y provincias borradas del mapa y cuyos nombres no se pronunciaban ni se escribían. Varias columnas procedentes de Cataluña se hallan ante Zaragoza, donde los rebeldes se encuentran en una situación crítica. Se quedaba inmóvil en su casa ahora más grande porque no la habitaba nadie más que él y sentía el remordimiento de no estar haciendo algo, de no ir a reunirse con sus hijos, de no estar buscando con suficiente empeño y astucia el paradero de Judith. La heroica columna del glorioso coronel Mangada desborda al enemigo en las cumbres de la Sierra de Guadarrama y con ímpetu arrasador e irresistible avanza hacia Ávila. Salía a la calle sin propósito verdadero y tenía miedo de que durante su ausencia rompiera a sonar el timbre del teléfono porque alguien quería transmitirle un mensaje urgente. Según noticias llegadas a nuestra redacción en la tarde de ayer las fuerzas del coronel Mangada se encuentran a las puertas de Burgos y se disponen al ataque final contra los insurrectos. Sentado en un banco del paseo central en la calle Príncipe de Vergara el profesor Rossman sudaba en la tarde de julio bajo las sombras breves de las acacias y rebuscaba en su cartera hojas de periódicos y recortes que se le enredaban entre las manos. «No quería molestarle, querido profesor Abel, pero quería asegurarme de que usted está bien y de que volvió a tiempo de la Sierra. ¿Cómo se explica usted que según el periódico de ayer la columna del coronel Mangada avanzara hacia Ávila y en el de hoy digan que ya se encuentra a las puertas de Burgos?» Carros blindados y cañones se disponen a tomar el Alcázar de Toledo, que está en llamas. Telefoneaba a la estación para preguntar si continuaba interrumpido el servicio de trenes y nadie contestaba al teléfono, o si contestaba alguien no le podía dar una respuesta segura. Columnas gubernamentales circundan Córdoba, asegurándose la rápida rendición de las desmoralizadas fuerzas rebeldes. El número de la estación comunicaba siempre o al marcarlo no se producía ningún sonido. Se practican en Madrid numerosas detenciones de elementos fascistas, religiosos y oficiales del ejército traidores a la República. Quería mandar un telegrama y estaba cerrada la oficina de Correos, pero aunque hubiera podido mandarlo cómo sabría si llegaba a su destino. El gobierno tiene impresiones optimistas sobre una rápida dominación del movimiento subversivo. Querida Judith no sé dónde estás pero no puedo dejar de escribirte y no puedo vivir sin ti. En el frente de Aragón los facciosos, en su desordenada huida, dejan sobre el campo numerosos muertos y heridos, así como camiones, ametralladoras y fusiles. En la confusión extrema del Palacio de Comunicaciones no había nadie que atendiera las ventanillas de telégrafos y la estridencia de los teléfonos que nadie contestaba se mezclaba con los gritos y las órdenes de los milicianos y el estrépito de los cerrojos de los fusiles, porque en la planta principal se había improvisado un centro de reclutamiento de milicias. Zaragoza empieza a sentir los rigores del asedio al que la tienen sometida las fuerzas leales. Consiguió hablar con un empleado y pudo enterarse de que estaba suspendido indefinidamente el servicio con el otro lado de la Sierra, y de que el mapa de España lleno de súbitos espacios en blanco con los que estaba prohibido o no era posible establecer comunicación cambiaba cada día y casi cada hora según los bulos y las noticias fantásticas de ofensivas y victorias. Un grupo de frailes armados alevosamente con navajas asaltan a los milicianos que se disponían a efectuar un registro. Querida Adela diles a tus padres que vi hace unos días a tu hermano y que me pareció que se encontraba bien. La situación de los rebeldes en Sevilla es tan desesperada que el general traidor Queipo de Llano prepara su fuga a Portugal. Se levantaba antes del amanecer para ir a la embajada americana y aunque todavía era de noche ya había en la acera una cola de hoscos aspirantes a fugitivos, que intentaban no hacer visible su rango social: señoras de clase alta sin pulseras ni joyas; hombres sin corbata o con una gorra o una boina y una chaqueta vieja que no llegaban a disimular su origen, revelado, sin que ellos se dieran cuenta, por la suavidad del afeitado, por el buen corte del pantalón o el color rosado de las uñas. En el campo cerca de Pozuelo de Alarcón descubren entre unos matorrales el cadáver de una mujer joven y bella, elegantemente vestida, con traje de crespón negro, medias claras de seda, zapatos de piel blanca con ribetes negros y ropas interiores valiosas. Para obtener el visado tenía que presentar antes la carta de invitación y el contrato de Burton College, pero el correo internacional no funcionaba, o los carteros se habían alistado en las milicias y tardaban en incorporarse los sustitutos. Las tropas de la República ocupan las cercanías de Huesca y dejan sin fluido eléctrico a Zaragoza, donde la situación de los rebeldes es ya desesperada. Dear Mr. President, Burton College, Rhineberg, N.Y., it is an honor for me to accept your kind invitation and as soon as current circumstances improve in Spain I will send you the documents you have requested from me. Las columnas procedentes de Cataluña, con moral elevadísima, continúan su avance victorioso por tierras de Aragón y se acercan irrefrenablemente a Zaragoza, nuevamente bombardeada por nuestra aviación. Sólo quería estar lejos, poner tierra por medio, marcharse y no volver nunca, sumergirse en un silencio en el que no zumbaran día tras día no ya los disparos y las explosiones sino las mismas palabras, repetidas siempre, obtusas y triunfales, vengativas y tóxicas, casi igual de temibles que los actos. Las bestias carlistas marchan como manadas de hienas y les acompañan más feroces todavía las sotanas pavorosas de los curas. Las mismas palabras en un asedio sin descanso, en las emisoras leales y en las del enemigo, en los periódicos y en los carteles pegados en todas las paredes, inmunes a la evidencia de la mentira, imponiéndose por la fuerza bruta de la repetición. Día a día crece el entusiasmo entre los luchadores que defienden en los frentes de combate la causa de la República y de la libertad haciendo inútiles los esfuerzos desesperados de los rebeldes. Cómo sería posible no escucharlas, no ser contagiado e infectado por ellas, las borracheras de palabras que sostenían la alucinación colectiva. Es de lamentar que la excesiva velocidad de los automóviles requisados por los grupos y milicias del Frente Popular ocasione numerosos accidentes, que podrán ser fácilmente remediados si los conductores de los mismos se atienen a cumplir las normas de la circulación. Esperaba cada mañana y cada tarde el silbato del cartero pero muchos días ni siquiera llegaba, y al día siguiente esperaba sin embargo con la misma dolorosa intensidad, una carta de Judith, de sus hijos, de Burton College, de la embajada americana. Un gran número de milicias de Lérida desfila por la ciudad entre delirantes ovaciones antes de marchar hacia la reconquista de Zaragoza. Bajó a preguntarle al portero si había llegado alguna carta para él y vio que había cambiado la librea azul con galones dorados por un mono abierto sobre la camiseta y que ahora no se afeitaba. La rendición de los facciosos del Alcázar de Toledo se considera inminente. Por consejo de un chófer del vecindario el portero se había afiliado a la CNT y aunque seguía llevando la gorra de plato que tanto lo enorgullecía porque le daba un cierto aire de guardia de Asalto ahora se había atado al cuello un pañuelo rojo y negro y le colgaba del cinturón en el costado derecho una pistola, tan abultada como el manojo de llaves que le había colgado siempre del costado izquierdo. Las columnas leales que marchan hacia Zaragoza no encuentran resistencia. Decía que le habían dado la pistola en un reparto de armas incautadas a los militares fascistas derrotados por el pueblo en el asalto al Cuartel de la Montaña. Tanques de las fuerzas leales marchan desde Guadalajara en dirección a Zaragoza protegiendo el avance incontenible de la Infantería. El portero lustraba su pistola con la misma concentración con la que en otro tiempo sacaba brillo a los zapatos de algún vecino pudiente pero no había conseguido que le dieran munición y la solicitaba cada día a su amigo el chófer libertario, asegurando que al fin y al cabo él también era autoridad y vigilaba con eficacia en busca de posibles emboscados o saboteadores que se refugiaran en la casa. De cinco en cinco, con los brazos en alto, abandonan el Alcázar de Toledo los rebeldes que lo defendían. Ignacio Abel salía por la mañana y el portero, con su mono proletario y su pistolón al cinto, le abría la puerta inclinándose al mismo tiempo que se quitaba la gorra y alargaba discretamente la mano para recibir una propina. «Usted no tiene que preocuparse de nada, don Ignacio, que en este barrio la gente trabajadora lo conoce a usted bien, y además si hace falta yo pongo la mano en el fuego por usted.» Granada está a punto de rendirse a las fuerzas del gobierno y según noticias de la máxima fiabilidad los soldados desertan o se alzan en rebeldía contra los jefes facciosos que los han llevado a la deshonra y a la derrota. Llamó a la pensión de la plaza de Santa Ana con la esperanza insensata de que Judith no se hubiera marchado y una voz airada que hablaba a gritos en medio de un gran tumulto le dijo que allí no había ningún huésped con ese nombre, pero a él lo conmovió el solo hecho de repetirlo en voz alta en el teléfono, como si de ese modo conjurara su presencia. La escuadrilla de aeroplanos salida esta mañana de Barcelona reconoce el terreno y protege el avance de las columnas leales que deben apoderarse de Zaragoza, las cuales se hallan ya casi delante de la ciudad. Asegúrese, por favor, Judith Biely, con b, una señorita extranjera, americana. Subió en un tranvía por la calle de Alcalá camino de la plaza de Sevilla y sobre el torreón del Círculo de Bellas Artes y la Minerva de bronce ondeaba una gran bandera roja. En las inmediaciones de Córdoba nuestras tropas esperan el momento decisivo para lanzarse al ataque. Cuando ya estaba más cerca, si no de Judith al menos de la casa y de la habitación en la que había vivido, seguir avanzando fue imposible: en la esquina de la calle del Príncipe estalló un tiroteo tan súbito como un remolino de verano; salió del portal en el que se había refugiado y en la claridad del sol que venía desde la plaza de Santa Ana le pareció que veía cruzar a Judith. Se encarece a todos los conductores de vehículos incautados al enemigo a que respeten las señales de tráfico colocadas en las vías públicas de Madrid en evitación de los accidentes que vienen produciéndose por no ser aquéllas respetadas.

Recuerda su empeño obstinado de no creer al principio, la sensación como de tocar cosas conocidas y firmes que se deshacían inmediatamente en arena. El lunes 20 de julio, al día siguiente de su cita fracasada con Judith, Ignacio Abel salió a las ocho y media de la mañana a la calle con la convicción absurda de que si repetía los gestos habituales de cualquier otro lunes alguna forma inteligible de normalidad se habría restablecido. Hacia el oeste retumbaban disparos lejanos de cañón. Un avión pequeño sobrevolaba la ciudad con la persistencia molesta y la falta de propósito visible de un moscardón. En las proclamas triunfales de la radio había un filo de histeria, chirriante como los himnos tocados a un volumen excesivo y los pasodobles y las musiquillas de los anuncios intercalados sin apuro entre proclamas y amenazas. María de la O qué desgraciada gitana tú eres teniéndolo to. Con la sangre de los heroicos milicianos y de las fuerzas armadas leales a la República, con el valor y el sacrificio de todos los antifascistas y la colaboración entusiasta de los valientes aviadores se están escribiendo estos días las páginas más gloriosas de la historia de nuestro pueblo. Salió del portal y hacía un poco de fresco. En los disparos espaciados de cañón había una cierta desgana, como si cualquiera de ellos pudiera ser el último. Así había sido en 1932, en 1934. Tiroteos y calles vacías y tiendas con las persianas echadas, gente que levantaba los brazos por precaución al doblar las esquinas, y luego nada. De todos los lugares de España, con vibrante y unánime fervor republicano, salen fuertes columnas de voluntarios populares para combatir a los insurrectos. Fresco, recién duchado, un poco aturdido por la noche de insomnio, sin desayunar todavía (no había criadas en la casa y él no se preparaba nunca el desayuno), recordando con la rareza de un sueño sus caminatas por Madrid de la noche anterior, Ignacio Abel apretó el asa de su cartera mientras cruzaba Príncipe de Vergara, camino del taller donde le habían prometido que esa mañana a primera hora tendrían reparado su coche. El dueño de la lechería en la esquina de don Ramón de la Cruz le hizo un gesto amistoso desde detrás del mostrador (quizás volvería para desayunar allí en cuanto recogiera el coche); un vendedor de hielo pasaba adormilado en el pescante de un carro tirado por un caballo flaco, que dejaba sobre los adoquines un rastro de agua; la tienda de ultramarinos tenía echado el cierre metálico, pero podía ser porque en verano, en este barrio despoblado de veraneantes, abría un poco más tarde. La desbandada de los rebeldes en la Sierra de Guadarrama confirma la proximidad de la victoria conquistada por la sangre y el arrojo de las milicias populares. Si uno actuaba repitiendo sus gestos usuales la vida que había estado siempre vinculada a ellos se perpetuaría automáticamente. Si se vestía y se peinaba ante el espejo y se ajustaba el nudo de la corbata y no ponía la radio y bajaba por las escaleras resonantes de mármol con su paso veloz de todas las mañanas el glaciar poderoso de la normalidad muy difícilmente podría alterarse. Lo único extraordinario, aunque irrelevante, eran los lejanos cañonazos repetidos con parsimonia y el vuelo del avión demasiado pequeño, anticuado, brillando a veces en la distancia, cuando le daba directamente el sol de la mañana, con tornasoles de ala de insecto. En el asalto victorioso de las fuerzas populares al Cuartel de la Montaña, donde habían querido hacerse fuertes cobardemente los conspiradores, la aviación de la República ha escrito una vez más una página gloriosa. «Están derrotados», le dijo el portero, acercándose mucho a él para franquearle la puerta, y también para hablarle sin peligro de que lo escucharan otros vecinos, que podían estar a favor de los sublevados, en ese barrio burgués. «En Barcelona han tenido que rendirse. Y en Madrid ya ve usted, ni se han atrevido a echarse a la calle. Pero ande usted con cuidado, don Ignacio, dicen que hay fascistas tirando desde las terrazas, los muy malnacidos.» Como un pormenor recobrado del mal sueño de la noche anterior vio la cara sudorosa de su cuñado Víctor brillando a la luz de un pasillo al fondo del cual había un rumor de confabulación de hombres armados. En una vibrante alocución radiofónica la popular diputada del Partido Comunista Dolores Ibárruri arenga al pueblo trabajador de Madrid para que persiga sin cuartel a los chacales de la reacción que disparan cobardemente desde balcones y campanarios a las fuerzas obreras. Había salido de su casa con un aire impecable—de determinación pero en realidad no sabía adonde iba a dirigirse cuando tuviera el coche. A la Ciudad Universitaria, a la plaza de Santa Ana, a la carretera de La Coruña, si era verdad que una heroica escuadrilla de aviones leales salidos de la base de Cuatro Vientos había puesto en fuga a la columna facciosa que avanzaba desde el norte en un intento inútil de hacerse dueña de las cumbres y los pasos de la Sierra. Pero sólo unos minutos antes de salir de casa había logrado comunicación telefónica con el cuartelillo de la Guardia Civil del pueblo y una voz había respondido antes de colgar: «¡Arriba España!» Hora tras hora se confirma el pronto restablecimiento de la legalidad republicana a todo lo largo y ancho del país y la derrota humillante de los sublevados que esta vez no podrán esperar clemencia. Camino del taller de automóviles en el callejón de Jorge Juan pasó delante del hotel Wellington, donde un portero de estatura imponente y librea casi hasta los pies escrutaba el fondo de la calle con un silbato en la boca, esperando que apareciera un taxi para una pareja de extranjeros vestidos de viaje que aguardaban bajo la marquesina, junto a una pila de baúles, maletas y cajas de sombreros. Cuarenta oficiales rebeldes se suicidan en Burgos al darse cuenta de la inevitabilidad de su derrota. Al cruzar bajo la doble fila de árboles del paseo central de la calle Velázquez percibió de pronto un escándalo de pájaros y una brisa fresca casi de amanecer que perduraba a la sombra de las acacias. Sin quitarse el silbato de la boca el portero del hotel se hacía visera con la mano enguantada para mirar hacia el avión que ahora volaba mucho más bajo y a más velocidad. Girando en la esquina de Jorge Juan en dirección a Alcalá apareció de pronto una columna ruidosa de automóviles, tan inesperadamente que Ignacio Abel retrocedió casi de un salto hacia la acera para no ser atropellado, viendo caras de hombres jóvenes en las ventanillas. El último de los coches, que llevaba la capota bajada, era un Fiat de color verde idéntico al suyo. Ya eran casi las nueve y la mayor parte de los portales y las tiendas de Jorge Juan permanecían cerrados: las lecherías, las tiendas pequeñas, la carbonería, la panadería. Al menos la persiana metálica del taller de automóviles estaba levantada del todo. El cañón volvió a retumbar en la lejanía, seguido por una traca como de cohetes traída por el viento desde una verbena en otro barrio. Junto a la entrada del taller un chico de catorce o quince años, vestido con un mono, el hijo del dueño, estaba sentado en el suelo, la espalda apoyada contra la pared, la cabeza entre las rodillas, como si después de haber madrugado mucho se hubiera quedado dormido. Al acercarse más vio que las rodillas chocaban entre sí y la cabeza, tapada con las manos, tenía un temblor convulsivo, echándose una y otra vez hacia delante, como en los espasmos de un vómito que no llegara a salir. Pero había babas colgando de la barbilla del chico y un charco de vómitos entre sus piernas. En el vasto espacio del taller, iluminado desde arriba por la luz gris de una claraboya de cristales muy sucios, un olor fuerte a gasolina se mezclaba con el de los vómitos, pero no había ningún automóvil. Boca arriba, sobre el suelo de cemento manchado de grasa, con las piernas abiertas y los brazos en cruz, estaba tirado el dueño del taller, y el rojo fresco de la sangre en la boca y en el centro del pecho resaltaba más contra el gris ceniza de la cara, más empalidecida aún por la claridad sucia que fluía del techo de cristal. Sobre el peto del mono habían dejado un trozo de cartón que estaba parcialmente empapado de sangre: Por fascista. «Él no quería que se llevaran los coches», dijo el chico a su espalda, ahora de pie, temblando todavía, con pucheros de niño que le quebraban la voz, «les decía que no eran suyos, que cómo iba él luego a responder delante de los clientes. Hoy me había hecho venir más temprano para tener lavado el coche de usted».

Recuerda el miedo primitivo, el miedo recobrado a la noche, la oscuridad más honda y más llena de peligros que en los cuentos que le contaban de niño. No sólo retirarse cuando aún quedaba luz del día y cerrar las puertas asegurando pestillos y cerrojos: también cobijarse como el niño miedoso debajo de las mantas y cerrar los ojos apretando los párpados y taparse los oídos para no escuchar, como si bastara haber oído o visto algo para atraer la desgracia. En las habitaciones donde los vecinos tengan los aparatos de radio deberán abrir las ventanas y poner los altavoces al máximo de potencia. Gritos lejanos; disparos sueltos; motores que se acercaban, que parecían a punto de detenerse, que pasaban de largo y se perdían poco a poco en la distancia; la puerta de la calle abriéndose, su vibración poderosa cuando se cerraba, la resonancia de pasos y voces en los mármoles del vestíbulo, luego en las escaleras; el sonido de las anillas en las correas de los fusiles y el del gran manojo de llaves del portero. Se informa a los serenos y a los porteros de fincas urbanas que sólo están autorizados a realizar registros domiciliarios los miembros de las fuerzas de orden y de las milicias a las que se haya encargado oficialmente esa misión y que deberán mostrar en todo momento sus correspondientes credenciales. Por la mirilla vio una noche cómo unos hombres armados sacaban al vecino del piso al otro lado del rellano. El Ministerio de la Gobernación recuerda que sólo pueden practicar detenciones la Policía, la Guardia de Asalto y la Guardia Civil. El vecino iba en pijama y no ofrecía resistencia. Casi nunca había cruzado con él algo más que un gesto de saludo. No sintió compasión sino alivio. A los pocos días su mujer apareció vestida de luto. La vida en Madrid se desenvuelve con la tranquilidad habitual en todos los órdenes, acrecentado el ánimo de la población por las noticias de los diarios avances de las fuerzas defensoras de la República y los constantes fracasos de los insurrectos. En las calles deshabitadas y sin tráfico desde la caída de la noche se podía distinguir con anticipación cualquier coche que se acercara. Estaba en el estudio revisando vanamente unos planos cuando un coche se detuvo justo debajo de la ventana, delante del portal. Los que aprovechando la transitoria confusión de las circunstancias actuales se dediquen a realizar actos contra la vida o la propiedad ajenas serán considerados como facciosos y se les aplicará inmediatamente la máxima pena establecida por la ley. Dejó el lápiz sobre la ancha hoja de papel azulado y se quitó las gafas de cerca. Se aseguró de que los postigos estaban bien cerrados, de acuerdo con las instrucciones oficiales, y la luz de la lámpara no se filtraba hacia la calle. Es deber de las milicias y de los ciudadanos leales mantenerse alerta frente a los cobardes manejos de los emboscados que con inmundas astucias se empeñan en conspirar queriendo arrebatarle al pueblo trabajador la victoria ganada heroicamente en las calles y en los campos de batalla. Salió al pasillo, notando en el suelo la vibración familiar de la puerta de la calle al cerrarse. Recordó que en todo el edificio, según el portero, quedaban ya muy pocas viviendas habitadas. Permaneció en pie, en medio del recibidor, de su pomposa amplitud. Los pasos podían quedarse en algún piso más abajo o llegar a este rellano y pasar de largo escaleras arriba, quizás porque los milicianos quisieran asegurarse de que se cumplían las órdenes de mantener cerrados los accesos a las terrazas, para evitar que el enemigo disparara desde ellas. Gritos, súplicas, órdenes, sollozos, golpes de culatas de fusiles, resonaban con una rica amplificación en las concavidades de estas escaleras forradas de mármoles. Pero esta vez sólo se escuchaban pasos y él esperaba con un sentimiento de lejanía, casi de serenidad, su carnet del Partido Socialista y el del sindicato ya preparados, las fotos enmarcadas con Fernando de los Ríos, con el presidente Azaña, con don Juan Negrín, bien visibles sobre la mesa del recibidor, donde también estaba la de su boda con Adela, enmarcada en plata, las de Miguel y Lita vestidos de comunión. Sin moverse de donde estaba podía ver en el pasillo el Cristo de Medinaceli con su tejado andaluz y sus farolillos de forja, ahora apagados. En el cuarto de los niños había un cuadro del Ángel de la Guarda, también regalo de don Francisco de Asís y de doña Cecilia. No por dignidad sino por dejadez no se había molestado en quitar de la casa los adornos religiosos. Ahora sería peligroso intentar esconderlos. Voces normales, no gritos, sonaron en el recibidor. Entre ellas distinguía la del portero, que hacía sonar su gran manojo de llaves. «Usted no debe preocuparse de nada, don Ignacio. Ya hubieran querido algunos que antes no se molestaban en decir buenos días tener el cartel que tiene usted entre la gente trabajadora del barrio. Y si hiciera falta, que no hará, se lo digo yo, aquí me tiene usted a mí para avalarle.» Pero si por un motivo u otro decidían llevárselo el portero no haría nada por disuadirlos, y hasta era posible que les echara una mano, siempre servicial, la gorra de plato ladeada al estilo de las milicias y el gesto instintivo de abrir puertas para recibir una propina, el puño cerrado junto a la sien y la inclinación untuosa, «muy bien, camaradas, ya era hora de hacer una limpia en esta finca, que estaba llena de carcas y facciosos, como todo el barrio». Ignacio Abel aguardaba, delante de la puerta, bajo la araña excesiva envuelta en un lienzo blanco, el corazón extrañamente apaciguado, escuchando las voces, el sonido del manojo de llaves. Suponía que iban a llamar golpeando con los puños y las culatas de los fusiles; tocaron al timbre, con cierta urgencia, aunque no demasiada, como lo habría hecho un repartidor impaciente. Prefirió esperar un poco antes de abrir. Mejor que no pensaran que había permanecido ansioso cerca de la puerta, que tenía motivos para saber que vendrían por él desde que el motor se detuvo en la calle, en el raro silencio de una noche de verano sin musiquillas de verbenas y aparatos de radio escuchándose por los balcones abiertos, sin conversaciones de vecinos en las aceras. Pero tampoco había que dar motivo para que se impacientaran: para que pudieran pensar que ganaba tiempo quemando o escondiendo cosas, queriendo huir hacia los desvanes o los tejados por la puerta de servicio. Abrió después del segundo timbrazo, más largo y más insistente que el anterior, y decidió que no iba a pedirles que se identificaran. Eran sólo tres hombres, aparte del portero, vestidos con una uniformidad confusa, jóvenes, con mosquetones y pistolas, velozmente individualizados por la atención alerta de Ignacio Abel, que identificó en seguida al que iba al mando, el menos alto, con unas gafas redondas, con una camisa aseada y no una camiseta de color dudoso debajo del mono, el único que no llevaba mosquetón, sólo pistola, el que filmaba, dando cortas chupadas y sosteniendo luego el cigarrillo a media altura, apartándolo para que no le diera en los ojos. De los otros dos uno tenía una expresión remota, como de disfrutar de algo bajo los párpados entornados, un gorro cuartelero con una borla roja oscilando sobre la frente, casi entre los ojos, y el tercero fue inmediatamente familiar para Ignacio Abel, la cara grande y colgante de alguien a quien conocía, a quien había visto muchas veces y ahora no podía recordar, un hombre joven y sin embargo lento y fondón que andaba sin separar casi los pies del suelo, ahora se acordaba, no sabía si con más motivo para el alivio o para la alarma, el ordenanza de la oficina técnica, el qué le llevaba todas las mañanas la bandeja del correo avanzando con los pies planos hacia su despacho, las pilas de cartas entre las cuales sus ojos adiestrados distinguían los sobres azulados de Judith Biely. De modo que no han venido por azar, que saben quién soy, en casa de quién van a hacer el registro. Pero el ordenanza ahora llevaba unas patillas largas y en sus mofletes temblones de hacía muy poco tiempo negreaba una barba de varios días, y la papada, en vez de estar comprimida por el cuello de la chaqueta azul marino con galones, bajaba hacia una pechera peluda, enmarcada por la sucia media luna de una camiseta, encima de la cual vestía una guerrera desabrochada, sin duda a causa del calor, con las insignias de la Infantería en la bocamanga. El portero, más rezagado, lo saludó con una efusión algo huidiza.

—Don Ignacio, estos camaradas, que vienen para un registro de trámite.

El que estaba al mando lo miró de soslayo con desagrado: el portero no era quién para calificar la naturaleza o la gravedad del registro.

—Papeles —dijo. Pero el ordenanza o ex ordenanza les habría informado bien acerca de su identidad y de su trabajo.

—Ya os tengo dicho que el señor es de toda confianza —oyó decir al portero.

—Aquí ya se han acabado los señores, a ver si te enteras.

Miraban con asombro la amplitud del espacio, como si hubieran entrado en una iglesia, los marcos tan elevados de las puertas, la perspectiva de los salones que se perdían hacia el fondo, los techos altos con molduras de guirnaldas. Con alpargatas, con zapatos gastados, pisaban el parquet, bruñido a pesar de las semanas que habían pasado desde la última vez que le dieron cera las criadas ausentes. El ex ordenanza le había hecho un leve gesto de reconocimiento a Ignacio Abel, casi había inclinado la cabeza como cuando dejaba el correo sobre su mesa y le preguntaba dócilmente si mandaba alguna cosa más. El que parecía más directamente a las órdenes del jefe de la patrulla se quitó la gorra con borla para limpiarse el sudor y al girar la cabeza Ignacio Abel vio que se había hecho afeitar en la ancha nuca rapada las iniciales FAI. A causa de las miradas de los tres milicianos veía él mismo su propia casa con incomodidad, con disgusto, casi con miedo, la amplitud innecesaria de un recibidor en el que en realidad nunca se había celebrado ninguna recepción, los ricos pliegues de las cortinas que caían lujosamente hacia el suelo, las habitaciones que se sucedían una tras otra a través de las puertas de cristales de doble hoja pintadas de blanco. Pero no parecía que buscaran con mucho ahínco, que tuvieran prisa por encontrar algo comprometedor.

—Tú te quedas aquí —le dijo el jefe al portero, que ya no se movió del recibidor, como una visita incómoda, sin sentarse siquiera mientras los esperaba, mirando los cuadros, las lámparas, su pistola tan inútil como el gran manojo de llaves, mientras Ignacio Abel iba mostrando a los milicianos cada una de las habitaciones, abriendo armarios empotrados que los sorprendían por su profundidad, y cuyos últimos rincones, detrás de la ropa colgada, examinaban con linternas.

—¿Una casa tan grande, para ti solo?

—No vivo solo. Mi mujer y mis hijos están veraneando en la Sierra.

—¿En nuestro lado o en el de los otros?

—En el de los otros, creo.

—Pues no te preocupes que no vas a tardar mucho en poder reunirte con ellos. Esto va muy rápido.

—Eso espero.

—No esperarás a que ganen ellos.

—Ya han visto ustedes los carnets que tengo.

—Un carnet sindical se lo puede agenciar cualquiera en estos tiempos. Una casa como ésta no tantos.

Hablaba el pequeño, el de las gafas redondas y la camisa limpia, fumaba sosteniendo el cigarrillo en la mano izquierda, mantenía la derecha en el bolsillo; los otros miraban y asentían. Ignacio Abel buscaba la mirada del ex ordenanza y le inquietaba no encontrarla. Quería acordarse de su nombre y no lo lograba. Absurdamente le contrariaba que vieran el desorden de la cocina, los platos apilados en el fregadero. Comía cualquier cosa y no se decidía a lavarlos, mientras siguieran quedando platos limpios en las alacenas. Olía mal y por los rincones, cuando encendía la luz después de medianoche porque entraba para beber un vaso de agua, había grandes cucarachas rubias que se quedaban quietas, moviendo las antenas. Registraron el cuarto de las criadas, el jefe supervisando a los otros desde fuera, indicándoles con gestos que levantaran los colchones, que abrieran un baúl arrimado a la pared. En realidad él no se acordaba de haberse asomado nunca a esa habitación. Al encenderse la bombilla pelada que colgaba del techo le sorprendió que fuera tan angosta: dos literas, una sobre otra, el baúl, una repisa forrada con papel de periódico, un ventanuco con una cortinilla de flores, fotos de artistas de cine pegadas con chinchetas en la pared, programas de mano de películas, una mesita de noche vieja que debió haber sido descartada hacía muchos años por don Francisco de Asís y doña Cecilia, y sobre ella una pequeña Virgen de cobre. Sintió algo de vergüenza, más que de remordimiento; pero comprendía que no la habría sentido si no hubiera tenido miedo. El jefe de la patrulla miraba sin decir nada, fumando. Terminó el cigarrillo y lo aplastó contra las baldosas de la cocina. Había encendido otro cuando Ignacio Abel los guió a su despacho y se hizo a un lado después de encender la luz.

—¿Y esta habitación de quién es?

—Mi despacho.

—Parece el despacho de un ministro.

—Trabajo aquí. Es mi estudio.

—A cualquier cosa se le llama trabajo.

—¿Y éstos del retrato? ¿Criados viejos de la casa?

—Son mis padres.

—Nadie lo diría. ¿También están en la Sierra con los facciosos?

—Murieron hace muchos años.

—¿Y todos estos mapas? No los usarás para saber si está cerca el enemigo.

—No son mapas. Son planos. Trabajo en la Ciudad Universitaria. Ustedes lo saben.

—A nosotros no nos hables de usted, que hay confianza.

Se impacientaban o se aburrían, al menos los dos subordinados, el ex ordenanza y el otro, el que llevaba las siglas afeitadas en la nuca, por la que se pasaba de vez en cuando un pañuelo muy estrujado para limpiarse el sudor. Hacía mucho calor en la casa con todos los postigos cerrados. El ex ordenanza, con un rasgo calculado de impertinencia, revisó papeles que había sobre el escritorio y los dejó caer al suelo; cuando Ignacio Abel lo miró apartó los ojos y cruzó con el otro una mirada sonriente. Luego abrió uno por uno los cajones y los fue dejando caer al suelo, sin revisar lo que había dentro. Al encontrar cerrado el último llamó la atención a su jefe.

—¿Y ése por qué lo tienes cerrado?

—Por nada en particular. Aquí está la llave.

—¿No te estarás poniendo nervioso?

—No tengo por qué.

—¿Un pitillo?

—No, muchas gracias.

—Tú estás acostumbrado a tabacos más selectos.

—Es que no fumo.

—Venga, nos vamos.

Por un momento sintió alivio, una flojera general de los músculos más acusada de lo que su dignidad le habría permitido reconocer. Luego vio la mirada del jefe de la patrulla y la sonrisa del ex ordenanza que eludía sus ojos y comprendió que el plural lo incluía a él. Venga, nos vamos. Los tres hombres no hicieron nada. No se le acercaron amenazadoramente. El del gorro con borla pisó algo y se oyó un cristal que se rompía y algo de madera crujiendo. La foto enmarcada de Lita y Miguel en el columpio ya no estaba sobre su escritorio.

—Un momento —dijo, se escuchó con desagrado decir, notando la alteración del miedo en su voz—, aquí tiene que haber un malentendido.

—Malentendido ninguno —dijo el jefe, el cigarrillo en la mano izquierda, la derecha en el bolsillo, en la muñeca un reloj de pulsera valioso en el que por algún motivo Ignacio Abel no había reparado hasta este momento—. No te vayas a creer que nos engañas con todos tus carnets y todas tus fotos con la carcundia republicana. En nosotros no manda nadie. Para nosotros tú no eres nadie. Eres peor que nadie. Los compañeros de la construcción se acuerdan bien de ti. Te faltaba tiempo para contratar esquiroles y para llamar a los guardias de Asalto cada vez que se convocaba una huelga. Ahora vas a pagar.

Se le quebró desagradablemente la voz cuando quiso decir que no tenían ningún derecho ni ninguna autoridad para detenerlo; el jefe de la patrulla le contestó que la autoridad eran ellos; el ex ordenanza lo tomó del brazo izquierdo y el del gorro con borla del derecho; bajo esas manos grandes y extrañas sintió la vergüenza de sus músculos débiles; sin empujarlo ni tirar de él le hicieron cruzar el recibidor y pasaron junto al portero, que aún estaba de pie, como una visita llena de mansedumbre. Pensó en Calvo Sotelo la noche de tan sólo unas semanas atrás en la que habían ido a buscarlo: en que contaban con extrañeza que no se resistió, que no hizo valer ante quienes lo detenían su inmunidad de diputado; se acordó del vecino del piso de enfrente, diminuto en la mirilla, saliendo en pijama, y de la mujer que se había arrodillado agarrándose desmañadamente al pantalón de uno de los que se lo llevaban. Aún estaba en su casa y ya estaba muy lejos. Al pasar por el rellano de uno de los pisos más bajos escuchó una puerta que se cerraba y comprendió que algún vecino estaría asomado a la mirilla, agradecido de no ser él quien iba detenido, embriagado por la sensación de impunidad. El coche negro en que iban a llevárselo se puso en marcha en cuanto se abrió el portal. Era más bien una camioneta ligera y encima del techo llevaba un panel en el que había un dibujo de una pastilla de jabón de la que ascendían burbujas, jabones López. El ex ordenanza, al forzarlo a que se inclinara para entrar en el coche, le apretó muy fuerte la cabeza con una ancha mano extendida, presionando con los dedos sobre los huesos del cráneo. Queridos Miguel y Lita; querida Judith; querida Adela. Con los faroles apagados y las ventanas a oscuras la calle Príncipe de Vergara era un túnel de oscuridad que se iba abriendo delante de los faros del coche. Él iba en el asiento de atrás: nadie le dispararía en la nuca sin que se diera cuenta, sin saber que moría, como había recibido los dos tiros Calvo Sotelo. Preguntó que adonde lo llevaban. Lo preguntó tan bajo que el ruido del motor borró su voz y tuvo que tragar saliva y aclararse la garganta para repetirlo.

—¿No estabas tan orgulloso de tu cargo? ¿No tenías tanta prisa porque se terminaran las obras? Adónde mejor que a tu Ciudad Universitaria.

Iba muy apretado en el asiento de atrás, entre dos milicianos, el ex ordenanza a su izquierda, sonriendo con su boca carnosa, temblona por las desigualdades del camino, la borla de la gorra del otro moviéndose a su derecha. Después de un viaje por calles y descampados a oscuras cuya duración no supo medir reconoció más allá de la luz de los faros las siluetas de los primeros edificios de la Ciudad Universitaria. Había un control antes de llegar a ella. Milicianos con linternas y fusiles hacían señales para que el coche se detuviera.

—¿Éstos de quién serán?

—De la UGT, por las pintas, por los fusiles tan nuevos.

—Tú con la boca cerrada, que te trae más cuenta.

Habían cruzado unos largos bancos de aula en el camino de tierra. Reconoció la forma de los bancos de la Facultad de Filosofía. El jefe de la patrulla sacó una identificación y los que montaban guardia la estudiaron con sus linternas. Ignacio Abel quería pedir auxilio y tenía las mandíbulas como encajadas entre sí, las piernas encogidas y paralizadas, las manos muy frías sobre los muslos. El haz de luz de una linterna le dio de lleno en la cara y se quedó unos segundos fija, forzándole a cerrar los ojos. Estar a punto de morir era inconcebible. Era mucho más humillante la posibilidad de mearse y que se dieran cuenta los que lo llevaban, o peor aún, cagarse y que lo olieran, que estallaran en risas y en gestos de asco, en el espacio tan reducido del coche. Pensó esas palabras exactas: cagarse de miedo. Judith estaba en ese momento en un lugar preciso, haciendo algo, diciendo algo a alguien. Sus hijos se habrían ido a la cama pero aún no estarían durmiendo, habitando ya sin sospecharlo siquiera el mundo no modificado en el que su padre no existía.

—¿Y ese que lleváis quién es?

—Un fascista. Cosa nuestra.

Se quedaron dudando pero al final el que había sostenido más rato la linterna hizo una señal y otros milicianos apartaron los bancos para hacerles paso, levantando al arrastrarlos una nube de polvo que relució como una gasa flotante en el cono de luz de los faros. El coche frenó de golpe e Ignacio Abel sintió un dolor muy agudo en la rodilla derecha, que se había golpeado contra un filo metálico. Cojeaba cuando lo sacaron del coche. Quería andar y se le desmoronaban las piernas. Lo empujaron contra una pared y reconoció con extrañeza uno de los muros laterales de la Facultad de Filosofía, las hileras de ladrillo picoteadas de disparos, de salpicaduras y chorreones de sangre. Ni siquiera lo habían esposado. Pensó que cuando lo encontraran por la mañana el juez y el oficial encargados de levantar los cadáveres antes de que pasaran los camiones municipales de basura no tendrían ninguna dificultad en identificarlo porque llevaba en el bolsillo previsoramente su carnet de la UGT y el del Partido Socialista. Entonces llegó otro coche con unos faros todavía más poderosos que le forzaron a taparse los ojos y levantando una polvareda que lo sofocaba. Oyó gritos broncos de pelea a su alrededor y no comprendía las palabras. No se dio cuenta de que se había deslizado hacia el suelo cuando unas manos ásperas le separaron con dificultad las suyas de la cara y reconoció en la confusión de sombras moviéndose y gritos y luces de faros la voz de Eutimio Gómez, la figura enjuta que se inclinaba sobre él.

—Venga, don Ignacio, tranquilo, que ya no pasa nada.