9

Acostumbrado a no mentir lo sorprendía la facilidad con que por primera vez en mucho tiempo ocultaba algo. La novedad de la simulación era tan estimulante como la del deseo resurgido, como la de los signos del enamoramiento. En una impunidad tan perfecta había algo de inocencia. Lo que nadie debía saber había ocurrido tan sólo unas horas antes y estaba claro y fresco en su memoria y sin embargo no había dejado rastro alguno en su presencia exterior. El secreto de la conciencia era un don prodigioso. Echado sobre la hierba, al sol suave de la tarde del sábado, en la Sierra, conversaba distraídamente con Adela acerca del nuevo curso de los niños en el instituto y aunque ella estaba mirándolo a los ojos no podía saber lo que había en su pensamiento, lo que él revivía deleitándose en la precisión de cada detalle, de cada minuto. Su memoria era una cámara oscura en la que sólo él podía ver a Judith Biely, una galería de murmullos en la que nadie más que él escuchaba su voz tan cercana como si le hablara al oído, rozándole la cara con los labios, con su aliento en el que al cabo de dos horas de conversación fervorosa había un matiz tenue de whisky y de tabaco rubio. Adela probablemente agradecía la actitud habladora y benévola con la que había llegado esa mañana a la casa de la Sierra; su aire descansado y casi risueño, su disposición de amabilidad con suegros, cuñados, parientes; porque no siempre se mostraba afable con ellos, y mantenía a lo largo de las reuniones familiares una expresión de íntimo disgusto que a ella la laceraba doblemente: se sentía herida en su amor por los suyos, que era muy intenso, y culpable de la incomodidad de él. Pero también se sentía culpable de ver a través de los ojos de su marido lo que tal vez no habría advertido si él no hubiera estado presente, lo que habría sido menos hiriente o ridículo sin un testigo tan hostil como él. Estaba en la cocina ayudando a las criadas a pelar membrillos —le gustaba la pelusa parda y dorada que se le quedaba en las yemas de los dedos, y que olía tan delicadamente al aproximarla a la nariz— cuando oyó con un sobresalto el motor del automóvil. Con la sorpresa grata de que su marido hubiese llegado antes de lo que ella esperaba, con el temor a que apareciera hosco, irritado de antemano, falto de descanso. Hubiera querido no tener una percepción tan aguda de las variaciones en sus estados de ánimo, no responder tan de inmediato a cualquier indicio de cambio de humor, de ira o de abatimiento, como si hubiera afilado a lo largo de los años un instrumento de detección tan sensible que rozaba la profecía, porque avisaba de ciertos síntomas antes de que sucedieran. Por las escaleras abajo retumbaban como un galope los pasos de los hijos. «Ah de las almenas, mis fíeles vasallos, que se acerca al castillo, que no venta ni fonda de estación, un caballero andante», declamó con aspavientos de teatro don Francisco de Asís bajo las chatas columnas de granito del porche cuando sus nietos cruzaban el jardín camino de la verja. Ignacio Abel detuvo el Fiat delante de ella, mirándose un momento en el retrovisor, dispuesto sin remordimiento a la novedad de la mentira. En el asiento contiguo no había ni un rastro de la mujer que tan sólo la noche antes lo había ocupado, entornando los ojos para recibir el aire fresco que entraba por la ventanilla bajada y le apartaba el pelo rubio y desordenado de la cara, mientras él conducía Castellana arriba. En ese mismo espejo oval se había mirado para corregir el carmín de los labios antes de bajar, para peinarse con los dedos. Los ojos que unas horas antes la miraban con tanta atención y codicia ahora no revelaban nada, los mismos ojos que la habían visto aproximarse entreabriendo los labios y echando la cabeza hacia atrás. Qué raro que ese recuerdo no se hiciera visible a los otros, que le costara tan poco mantener el secreto, como un ladrón que extiende la mano y roba algo muy valioso sin esfuerzo y a la vista de todos y luego sale a la calle y se marcha a plena luz del día. Salió del coche y su hija vino hacia él y se colgó de su cuello para besarlo. El chico permaneció de pie al lado de la verja, ilusionado y serio, más tímido que su hermana, más débil, tal vez desconfiando de algo, alerta a cualquier signo de que la presencia del padre no era del todo segura, pues solía llegar más tarde de lo que había anunciado y probablemente también esta vez se quedaría menos tiempo del que había prometido. Abrazando a su padre se adhería luego a él como para asegurarse de que de verdad había llegado, como si en el fondo hubiera temido que no apareciera. En el claro del jardín que había delante de la entrada a la casa don Francisco de Asís recibió a Ignacio Abel con los brazos abiertos en un ademán melodramático de bienvenida, como en una parodia del teatro clásico español que tanto le gustaba. «¡Albricias, yerno insigne! ¡Tu presencia honra esta humilde morada campestre, solar de mis mayores!» Le dio dos besos sonoros y húmedos, demasiado absorto en sí mismo o demasiado inocente o pueril para no advertir el desagrado físico de Abel, su ademán de rechazo: lo advirtió Adela, que esperaba en la puerta, secándose en el mandil las manos que conservaban el olor de los membrillos. Oyó la declamación rancia de su padre a través de los oídos de su esposo, y lo que de otro modo no habría sido más que uno de esos hábitos machacones de un anciano que sólo despierta paciencia y un poco de ternura le sonó como una tontería embarazosa. Advirtió el gesto con que su marido apartaba ligeramente la cara; supo lo que estaría pensando, avergonzada de las manías ridículas de su padre, culpable de esa dosis de vergüenza y deslealtad hacia él que enturbiaba la benévola resignación con que las habría aceptado de no haber sido porque Ignacio Abel era testigo de ellas; demasiado sensible a los estados de ánimo de quien no prestaba mucha atención a los suyos, tan propensa como su hijo a depender en exceso de un cariño incierto. La niña no padecía tales inseguridades: venía junto a su padre por el sendero de grava llevándole la cartera, como un paje a su servicio, segura de la predilección depositada sobre ella. Se infantilizaba halagadoramente en su presencia en la misma medida en que delante de la madre vindicaba con cierto desafío su derecho a no ser tratada como una niña.

Qué raro que en esta parte de su vida nada hubiera sido alterado por lo que sólo él y Judith Biely sabían, que no le hiciera falta fingir para ocultar: como si hubiera traspasado la frontera invisible de dos mundos contiguos, en uno de los cuales los habitantes no tenían la menor sospecha de la existencia del otro. Y aunque echaba de menos a Judith y hubiera querido despertarse junto a ella no dejaba de deleitarse en la cercanía de sus hijos y en el olor a jara y a humo de leña resinosa que había en el aire de la Sierra, en los primeros colores otoñales del jardín. La parra virgen ascendía como una llamarada enredándose a una columna de la entrada y luego a los barrotes del balcón, el rojo vivo de las hojas recortado contra el granito y la cal blanca de la fachada de la casa, que tenía una cierta nobleza rústica en sus proporciones. En la mañana del sábado el tiempo de este otro mundo parecía suspendido. Golpes lentos de cencerro y mugidos de vacas venían de las dehesas cercanas, disparos sueltos de cazadores que no llegaban a alterar la quietud otoñal del aire. Ignacio Abel se quedaba luego absorto, sin hacer nada, con el periódico sobre las rodillas, en el porche orientado al sur, y el sol tenía una lenta densidad de miel que calentaba el aire y doraba las cosas, desperezando a los insectos. En la higuera se abrían los últimos higos, mostrando la pulpa roja que picoteaban los gorriones y los mirlos y libaban las avispas. En el interior de la casa charloteaba a gritos la familia, la voz aguda de doña Cecilia predominando sobre las otras, secundada por el vozarrón de órgano de don Francisco de Asís, como un bajo continuo. Habría elecciones, declamaba, en camiseta de manga larga y pantuflas, los tirantes colgando a los lados, el periódico entre las manos como una bandera desbaratada por los infortunios de la política española. Habría elecciones y, si las ganaban otra vez las derechas, las izquierdas se levantarían en una nueva tentativa de revolución bolchevique; y si las ganaban las izquierdas la revolución bolchevique sería también inevitable, un desplome de la civilización tan pavoroso como en Rusia. A don Francisco de Asís le gustaba la palabra pavoroso, la palabra civilización. Doña Cecilia le pedía por favor que no le contara esas cosas: en el vozarrón de su marido los vaticinios apocalípticos le provocaban, decía, descomposición de vientre. Don Francisco de Asís votaba juiciosamente a las derechas catoliconas y algo marrulleras de Gil Robles pero lo que lo arrebataba de verdad era la oratoria de don José Calvo Sotelo: con qué emoción decía aquel hombre «la nave del Estado» o «la columna vertebral de la nación»; con qué tino había reformado y robustecido la administración pública durante su mandato como ministro durante la dictadura de don Miguel Primo de Rivera. Por los senderos del jardín el chico jugaba a la pelota, imaginando que esquivaba a futbolistas célebres, feliz de estar en la casa de la Sierra y de que su padre hubiera venido. La niña estaba sentada en el columpio, balanceándose despacio mientras leía un libro, las puntas de las sandalias rozando la tierra. Encinares azulados a lo lejos, en las dehesas de las que venían los ecos de disparos aislados; membrillos en el suelo, granadas abiertas, de corteza rojiza y reseca; en la parra que daba sombra a la entrada de la casa las últimas uvas tenían el mismo color de miel jugosa del sol de octubre (se acordó del frutero con uvas y membrillos en el cuarto de Moreno Villa). Sobre la mesa de las cenas familiares al aire libre en las noches de verano estaba su carpeta de documentos y dibujos, pero a Ignacio Abel le daba pereza abrirla. El tiempo estaba detenido, en una dulce somnolencia que le pesaba en los párpados. En Madrid Judith Biely estaría acordándose de las mismas cosas que él, preguntándose dónde habría ido. No habían hablado de verse de nuevo cuando se despidieron. Como si les bastara lo que ya había sucedido, primero en la penumbra del reservado, cuando se quedaron de repente mirándose en silencio después de una conversación tumultuosa, luego en el interior incómodo del coche. Buscar una continuación, hacer planes, habría sido una profanación del paraíso inesperado en el que de pronto se encontraban, no como si hubieran llegado a él, sino como si despertaran y no supieran del todo dónde estaban. El cuerpo entero de Judith se tensaba respondiendo a una caricia honda y su mandíbula hizo un sonido reiterado y seco, como si masticara el aire. Aprendería pronto a reconocer con gratitud en ese sonido y en la rigidez de sus muslos de mujer deportista las señales de que estaba corriéndose. Sin darse cuenta Ignacio Abel se pasó bajo la nariz los dedos índice y corazón de la mano derecha y olió o creyó que olía un rastro de la humedad de ella, no borrado del todo por la ducha de esta mañana; o tal vez borrado y restituido por la imaginación, aliada fiel de su memoria, cómplice secreta. Era tan fácil esconderse: acordarse de los muslos desnudos de Judith Biely más arriba de las medias y al mismo tiempo sonreírle a Adela, que venía del interior de la casa trayéndole un vaso de vino y un aperitivo, un adelanto de la comida que estaba preparándose, el arroz con pollo legendario de doña Cecilia. Pero tampoco le había costado nada al llegar besarla en los labios mientras le pasaba la mano por la cintura, con un gesto inusual que la mirada vigilante del niño notó con aprobación. Tenía tan poca costumbre de mentir que ni siquiera había previsto una respuesta para cuando Adela o su suegro o los niños le preguntaran qué había hecho la tarde anterior. Pero no le costó nada inventar algo sobre la marcha, asombrado de que todo fuera tan fácil, de que algo imborrable hubiera podido suceder sin consecuencias, fluir tan impremeditadamente como las palabras que los dos decían en un rincón en penumbra del bar del hotel Florida, que eligieron con una tácita complicidad. Así era como habían bajado conversando en el ascensor del Palacio de la Prensa, como Judith Biely se había cogido un momento de su brazo cuando cruzaban la Gran Vía eludiendo el tráfico.

Se le había olvidado la sensación de novedad y maravilla de tener cerca de sí a una mujer muy deseada, el puro magnetismo de una presencia femenina, de una singularidad que lo estremecía por algo más que la belleza física o la elegancia un poco exótica de su manera de vestir o la naturalidad con que Judith se había apoyado en su brazo, apretándolo más fuerte cuando un coche muy rápido les pasó muy de cerca. Era la singularidad de una mujer tangible y de repente única, dotada de una vida entera que le parecía más rica y misteriosa porque no sabía nada de ella, de un idioma y de un acento en español que no pertenecían genéricamente a cualquiera de su mismo origen, sino tan sólo a ella misma, tan exclusivos de la atracción que ejercía como la forma de sus párpados o la de su boca grande y carnal. Impunemente sentía que habitaba dos mundos. La ebriedad sentimental de ayer tarde en Madrid se transmitía sin culpa a sus percepciones de esta mañana en la casa de la Sierra igual que lo había acompañado mientras conducía por la carretera de La Coruña, la velocidad del automóvil tan segura y gozosa como su conciencia plena de sí mismo. La transparencia del aire en la mañana fresca de octubre, los encinares y las casas tan nítidos en la lejanía como tallados en diamante, una crecida inmóvil de nubes desbordando los montes de El Escorial con el resplandor de un acantilado de hielo.

A Judith le había gustado escuchar música en la radio del coche mientras cruzaban Madrid. Con íntima vanidad Ignacio Abel aceleraba el motor y manejaba los mandos de la radio recién instalada. La velocidad y la música parecían alimentarse mutuamente. Delante de los faros se desplegaban las arboledas rectas de la Castellana y las fachadas de los palacios detrás de las verjas y los jardines; brillaban sobre los adoquines los rieles de los tranvías. Tenía la suerte de haberse hecho adulto en una época de máquinas extraordinarias, más hermosas que las estatuas de la Antigüedad, más increíbles que los prodigios de los cuentos. Muy pronto todas se confabularían para facilitar su amor por Judith Biely. Tranvías y automóviles lo llevarían velozmente hacia ella prolongando así el tiempo mezquino de sus encuentros; los teléfonos le traerían con sigilo su voz cuando no pudiera tenerla a su lado y la llamara desde su casa, tapándose la boca con la mano, fingiendo una conversación sobre cosas del trabajo si alguien se acercaba; los cines les acogerían en su simulacro hospitalario de oscuridad cuando quisieran esconderse de la luz diurna; las oficinas de telégrafos permanecerían abiertas hasta muy tarde para que él pudiera mandarle un telegrama en un arrebato de ternura. Cintas mecanizadas transportaban las cartas que muy pronto empezaron a escribirse y las matasellaban automáticamente para que atravesaran con rapidez más certera la distancia. Gracias a un reluciente motor Fiat en menos de dos horas había conducido de un mundo a otro. Adela notó que hablaba más de lo habitual esa mañana. Fue saludando a la suegra, a las tías solteras, a vagos parientes cuyos nombres no recordaba nunca. Desde muy temprano la familia se preparaba para la celebración —retrasada al sábado, para darle mayor realce— de la onomástica de don Francisco de Asís. De la cocina venía el borboteo y el olor del caldo del guiso, así como la voz melodramática de doña Cecilia, que deliberaba con Adela, con las criadas y con don Francisco de Asís sobre la conveniencia o no de ir echando el arroz, por miedo a que si su hijo Víctor se retrasaba en llegar, como tantas veces, lo encontrara pasado, con lo que a él le gustaba, con lo fácil que era que el arroz se pasara y perdiera toda la gracia. En aquella familia no había nada que no fuera una costumbre inmemorial, una conmemoración: cada vez que doña Cecilia preparaba su guiso —«legendario», a juicio de don Francisco de Asís— se repetía casi palabra por palabra el conflicto sobre el momento adecuado de echar el arroz, lo que don Francisco de Asís llamaba «la cuestión palpitante»: añadir el arroz al caldo que borboteaba o esperar un poco más; mandar o no a la criada a asomarse a la verja por si el señorito Víctor llegaba de Madrid; esperar al menos a que se oyera el próximo tren en la estación. Ignacio Abel pensaba en Judith Biely —pero no tenía que invocarla: era una presencia constante y secreta en su memoria— y saludaba y conversaba como un actor muy secundario que no tiene que esforzarse mucho para cumplir su papel asignado. Escuchaba cosas, asentía sin enterarse de nada, perfeccionaba su capacidad de resignación y de ausencia. Cuando llegó por fin Víctor —¡por una corazonada casi telepática doña Cecilia había echado el arroz tan sólo hacía unos minutos!— no le costó nada aceptar su apretón de manos excesivo sin mostrar desagrado. Ni siquiera mentía: contaba parcialmente la verdad; les explicaba a Adela y a los niños que había pasado toda la tarde del viernes en casa de un millonario americano que vivía en Madrid y que lo había invitado a viajar a América a dar unas clases y a proyectar un edificio.

—¿Un rascacielos? —dijo el chico—. ¿Como el de laTelefónica?

—Más grande, paleto, en América los rascacielos son mucho más altos.

—No le digas esas cosas a tu hermano.

—Una biblioteca. En medio de un bosque. A la orilla de un río muy ancho.

—¿El Mississippi?

—Pero, niño, ¿tú te crees que no hay más ríos en América?

—Es el que sale en Las aventuras de Tom Sawyer.

—El río Hudson.

—Que tiene su desembocadura al lado de Nueva York.

—Como que no iba ella a presumir de saberse toda la geografía.

—¿Y nos llevarás a nosotros contigo?

—Si vuestra madre quiere, os llevaré esta tarde a la laguna de la presa, que está mucho más cerca que América.

No fingía. No le costaba nada conversar con Adela y con sus hijos sin que lo remordiera una sospecha de impostura o traición. Lo que sucediera en la vida secreta no interfería con ésta; le transmitía una parte de su soleada plenitud. Ni siquiera le importaba demasiado la expectativa ominosa de una inmersión en las celebraciones de su familia política, tan irrespirables habitualmente para él como el aire de los lugares que habitaban, denso de polvo de cortinajes, de alfombras, de falsos tapices heráldicos, de olores a frituras con ajos, a colonias eclesiásticas, a linimentos para dolores de reuma, a escapularios sudados. Una conciencia muy aguda del otro mundo invisible al que podría regresar muy pronto le hacía más tolerable la laboriosa fealdad de éste en el que ahora se encontraba, y en el que a pesar de los años nunca había dejado de ser un forastero, un intruso. Las tías solteras pululaban en el cuarto de costura, que tenía un mirador orientado al sur. Reían tapándose la boca, se inclinaban las unas sobre las otras para decirse cosas en voz baja, bordaban sábanas y cojines con motivos románticos de hacía un siglo, marcaban patrones con trozos de jabón, bruñidos con el mismo brillo que sus caras de muchachas envejecidas. Ignacio Abel las besaba una por una y ya antes ni estaba seguro de su número. El tío sacerdote llegaría a la hora de comer; con mucho apetito pero con la cara sombría, contando noticias de impiedades o de atentados contra la Iglesia, augurando el regreso al gobierno, si era verdad que se convocaban elecciones, de los mismos que el año 31 alentaron en secreto las quemas de conventos; el cuñado Víctor, recién llegado, vestido para el fin de semana en la Sierra con una vaga indumentaria de cacería o de equitación, le tendió la mano con la palma en diagonal, medio vuelta hacia abajo, en un gesto que a él debía de parecerle deportivo y enérgico. «Cuñado, dichosos los ojos.» El pelo escaso y muy pegado al cráneo le formaba un ángulo picudo sobre la frente. Era más joven de lo que parecía; lo envejecían el ceño siempre algo hostil y la sombra de la barba en el mentón huesudo y brillante, la dureza de los rasgos, que era del todo voluntaria, producto de su empeño en mostrar una hombría sin debilidades ni fisuras. Su cordialidad hispánica y viril de cuñado contrastaba con un fondo de recelo hacia Ignacio Abel que sólo en parte era ideológico: daba la impresión de estar al acecho en busca de alguna señal de peligro para la honra o el bienestar de su hermana, de la que se sentía protector aunque era diez años más joven que ella. Adela lo trataba con una ilimitada indulgencia, con una docilidad de madre blanda que irritaba a Ignacio Abel. Tenía una pistola y una porra de goma. Algunas veces se presentaba a comer en casa de sus padres con camisa y correaje de centurión falangista. Adela era a la vez sumisa y protectora: «Siempre le gustaron los uniformes, y la pistola ni siquiera tiene balas.» Alzaba la barbilla al estrecharle la mano a Ignacio Abel y lo miraba a los ojos en busca de señales de peligro, sin sospechar nada. Les mostró el regalo que había traído para el padre: un Quijote pseudoantiguo encuadernado en piel, con letras y cantos dorados, con reproducciones de Doré. En aquella familia reinaba un apetito insaciable por los objetos atroces, por las antigüedades falsas, por las caligrafías góticas sobre pergamino, por las encuadernaciones de lujo y las genealogías ilusorias. En la fachada de la casa de la Sierra, detrás de las dos columnas de granito que sostenían la terraza, estaban empotrados los escudos heráldicos de los dos apellidos familiares, el de don Francisco de Asís y el de su esposa doña Cecilia, Ponce—Cañizares y Salcedo. En la familia se debatían apasionadamente los rasgos distintivos de cada una de las dos ramas. «Mi hijo Víctor tiene la nariz Ponce—Cañizares inconfundible»; «A la niña se le nota que nació con un carácter Salcedo puro». A los hijos de Ignacio Abel y Adela, desde que nacieron, el abuelo, las tías solteras, el cuñado Víctor, el tío sacerdote, los tomaban en brazos y los miraban de cerca discurriendo a cuál de los dos linajes pertenecía una nariz o un tipo de pelo o unos hoyuelos en la cara, de qué Ponce o Cañizares o Salcedo había heredado el bebé la propensión a llorar reciamente —¡Esos vigorosos pulmones Cañizares!— o a engolfarse en el pecho suculento del ama de cría; apenas la criatura empezaba a dar unos pasos vacilantes ya se reconocía su parecido exacto a los andares de algún antepasado especialmente gallardo, o se disputaba con vehemencia el origen Ponce o Ponce—Cañizares o Salcedo, con un detallismo técnico de filólogos debatiendo una etimología. En el calor de las sabrosas diatribas tendían a olvidarse de la inevitable contribución genética del padre de las criaturas, a no ser que pudieran relacionarla con la sospecha de un defecto: «El chico parece que ha sacado la rareza del padre.» En las comidas familiares Adela miraba de soslayo a su marido y se irritaba consigo misma por no saber sobreponerse a la tensión de imaginar lo que él estaría pensando, lo que estaría viendo. Desprecias a mis padres, que no te han hecho nada y te quieren como a un hijo, que te quieren más porque tus padres no viven. Los ves tontos y ridículos, y no te das cuenta de que son mayores y van teniendo manías de viejos como las que tendrás tú o tendré yo cuando lleguemos a su edad. Mi hermano te parece un fascista y un parásito, y cuando te dice algo le hablas de una manera tan cortante que hasta a mí me da vergüenza. No sabes ver nada de lo que tienen de buenos y de generosos, lo que quieren a tus hijos y lo que tus hijos los quieren a ellos. No te imaginas cómo sufren por ti cuando se enteran de todas las cosas horribles que los tuyos o los que tú crees que son los tuyos están haciendo en Madrid y se angustian igual que yo y que tus hijos por no saber dónde estás ni si te han hecho algo esos salvajes. Yo creo que te da rabia, que te dan celos. No sabes lo que se han alegrado cada vez que has tenido un éxito en tu profesión. A ellos no les importa para apreciarte que seas republicano y socialista y que no vayas a misa los domingos ni quieras que nuestros hijos tengan una educación religiosa, como si mi opinión no contara. Tú los desprecias porque son católicos y votan a las derechas y van a misa y rezan el rosario todos los días sin hacerle mal a nadie con eso. Pero no rechazaste el dinero que nos dio mi padre cuando no teníamos nada ni los encargos que empezaron a salirte gracias a él, y cuando se te metió en la cabeza irte a Alemania a pesar de que los niños eran tan pequeños tampoco te importó pedirle a mi padre que nos tuviera en su casa mientras tú estabas lejos, porque eso te permitía irte sin cargo de conciencia y además era un ahorro, y tú no habrías podido mantenerte un año entero en Alemania sólo con la pensión que te daban en la Junta para la Ampliación de Estudios. No les perdonas que sean conservadores y católicos ni les agradeces que te aceptaran con los brazos abiertos aunque otras personas de mi familia y de nuestra clase les dijeran que no tenías ni un céntimo cuando me pretendiste y que eras el hijo de un maestro de obras socialista y de una portera de la calle Toledo. Son carcas como vosotros los llamáis pero han tenido siempre contigo mucha más generosidad que tú con ellos. Y si no hubiera sido por ellos y por nuestros hijos yo me habría podrido de soledad todos estos años y dime ahora qué haría desde que tú te empeñaste en volver a Madrid aunque sabías igual que nosotros que algo muy malo estaba pasando porque más que tus hijos te importaba ver a tu amante ese mismo día.

Pero no habría podido explicarle a su mujer que lo que más le enconaba contra su familia no era una discordia ideológica sino estética, la misma que mantenía silenciosamente contra la inagotable fealdad española de tantas cosas cotidianas, contra una especie de depravación nacional que ofendía más gravemente su sentido de la belleza que sus convicciones sobre la justicia: las cabezas de toros disecadas sobre los mostradores de las tabernas, los carteles taurinos con un rojo de pimentón y un amarillo de sucedáneo de azafrán, los sillones de tijera y los bargueños que imitaban el Renacimiento español, las muñecas vestidas de flamenca y con caracolillo sobre la frente que cerraban los ojos cuando se las echaba hacia atrás y los abrían como resucitadas cuando se las enderezaba, las sortijas con uña piedra cúbica, los dientes de oro en las bocas brutales de los potentados, los trágicos ataúdes blancos de los niños, las esquelas de niños muertos en el periódico —subió al Cielo, se reunió con los ángeles—, las molduras barrocas, las excrecencias labradas en granito en las fachadas groseras de los bancos, los percheros con cuernos o pezuñas de ciervos o de cabras monteses, los escudos heráldicos de apellidos comunes hechos en cerámica vidriada de Talavera, las esquelas mortuorias en el ABC y en El Debate, las fotos de cacerías del rey Alfonso XIII, hasta unos pocos días antes de su salida del país, indiferente o ciego a lo que sucedía a su alrededor, apoyado en su escopeta junto a la cabeza de un pobre ciervo derribado de un tiro, o bien erguido y jovial junto a una hecatombe de perdices o de faisanes o de liebres, rodeado de señoritos con trajes y polainas de caza y de servidores con gorras de pobres y alpargatas y sonrisas apocadas en las bocas sin dientes. Pensaba a veces que sus accesos de furia tenían más que ver con la estética que con la ética; con la fealdad que con la injusticia. En la rotonda del hotel Palace los señoritos monárquicos levantaban la taza de té extendiendo el dedo meñique adornado con una pequeña sortija y con una uña pulida y muy larga. En las películas de más éxito los personajes profanaban la maravilla técnica del cine sonoro rompiendo a cantar coplas folklóricas vestidos con horrendos trajes regionales, montados en burros, apoyados en rejas de ventanas con macetas, tocados con sombreros de ala ancha o boinas o pañuelos rústicos. El Heraldo informaba con vehemencia patriótica de que al principio de la corrida grande de las fiestas del Pilar en Zaragoza la cuadrilla había efectuado el paseíllo a los compases vibrantes del Himno de Riego. En casa de la familia Ponce—Cañizares Salcedo, al fondo de un pasillo lóbrego, ardían unas diminutas velas eléctricas en los farolillos que enmarcaban una estampa a todo color de Jesús de Medinaceli, provista de un tejadillo artístico de inspiración mudéjar y de una pequeña baranda que simulaba un balcón andaluz. En el sillón Renacimiento del comedor, lleno de muebles de madera oscura que imitaban un estilo entre gótico y moruno, con medallones incrustados de los Reyes Católicos, don Francisco de Asís Ponce—Cañizares, interventor jubilado de la Excelentísima Diputación Provincial de Madrid, leía en voz alta y grave los artículos de fondo y las crónicas parlamentarias del ABC, y su mujer, doña Cecilia, lo escuchaba entre atolondrada e impaciente, y decía «Muy bien» o «Claro que sí» o «Qué vergüenza» cada vez que don Francisco de Asís concluía un párrafo con su timbre cavernoso de orador sagrado, y notaba al mismo tiempo las punzadas de la emoción y las de la descomposición de vientre, de la cual informaba con detalle a la familia. A don Francisco de Asís lo embriagaba la prosa apocalíptica de los discursos de Calvo Sotelo en el parlamento y la de los cronistas que hablaban de las hordas o las turbas asiáticas del resentimiento bolchevique o de la alegría varonil y marcial de la juventud alemana que aclamaba al Führer agitando ramas de olivo, alzando enérgicamente el brazo derecho en los estadios. Le gustaban palabras como horda, turba, vorágine, colapso, contubernio, y según leía y se iba emocionando engolaba más la voz y acompañaba la lectura con gestos tribunicios, con golpes de ira sobre la mesa o índices acusadores. Amaba los giros verbales rotundos y las expresiones en latín: alea jacta est, sic semper tirannis, reirá mejor el que ría el último, más vale morir con honra que vivir con vilipendio, más vale honra sin barcos que barcos sin honra; los clarines del destino; el momento de la verdad; la gota que colma el vaso de la paciencia. Las crónicas fervientes de los corresponsales en Alemania y en Italia y las publicaciones falangistas que traía a casa su hijo Víctor le suministraban una prosa poética algo menos rancia pero igual de embriagadora, que le permitía el halago de sentirse en sintonía con el dinamismo juvenil y gimnástico de los nuevos tiempos. Pero era verdad que por Ignacio Abel había mostrado siempre un afecto rotundo de apretones y besos, en el que intervenía una mezcla curiosa de admiración e indulgencia: admiración por la brillantez de su yerno y por la tenacidad con que había logrado sobreponerse a las dificultades de su origen y a las muertes tempranas de sus padres; indulgencia hacia sus convicciones políticas, que tal vez atribuía, si es que pensaba en ellas, más a una lealtad sentimental a la memoria de su padre republicano y socialista que a un verdadero radicalismo personal. ¿Cómo se podía ser extremista y tener tanta afición por los trajes bien cortados y por los buenos modales? Si Ignacio Abel era socialista tendría que serlo a la manera civilizada y medio británica de don Julián Besteiro o de don Fernando de los Ríos. ¡Pero según el tío sacerdote no había que dejarse engañar, porque esos socialistas eran los peores, los más insidiosos! ¿Quién sino Fernando de los Ríos, con todos sus modales untuosos, había ideado la blasfema ley del divorcio siendo ministro de Justicia? íntimamente don Francisco de Asís compararía el tesón y la entereza de su yerno, que se había hecho a sí mismo saliendo de la nada, con la inutilidad de su propio hijo, que lo tuvo todo siempre y no fue capaz ni de acabar la carrera de abogado, y llevaba años dando tumbos de un oficio a otro, sin sacar nada en limpio, con la cabeza llena de pájaros, comprometiéndose en proyectos vanos y negocios dudosos, ahora atolondrado por un entusiasmo falangista que a don Francisco de Asís le provocaba en el fondo menos simpatía que alarma y desconfianza. Tenía miedo de que a su hijo le pasara algo; de que se metiera en un lío y lo encerraran en la cárcel; o de que cualquier día acabara muerto en la calle después de una de aquellas refriegas a tiros en las que se enredaban falangistas y comunistas, él tan desmañado siempre, como cuando era niño, tan fácilmente acobardado a pesar de sus bravatas, de su camisa azul abierta en el pecho y sus botas y correajes brillantes de betún.

Qué diferencia con el yerno, el casi otro hijo tan serio y esquivo, entrando esa mañana en el jardín con su apostura tan firme, su manera tan sólida de estar en el mundo, su traje oscuro de chaqueta cruzada y sus zapatos hechos a medida en la mejor zapatería inglesa de Madrid pisando la grava, su cartera en la mano, que la niña le quitó para llevarla ella, pesada de documentos y planos que requerirían su atención incluso en el día de fiesta, pues tenía un cargo de mucha responsabilidad en las obras de la Ciudad Universitaria, según se complacía en contar don Francisco de Asís a sus amistades. El Sol había publicado su foto unos días atrás, y don Francisco de Asís —contra su costumbre, porque él se definía como lector sempiterno de ABC— había comprado ese periódico y leído en voz alta a doña Cecilia la crónica de la charla de su yerno en la Residencia de Estudiantes, y luego había recortado la página y la había guardado en una de sus carpetas, en el bargueño imitación Renacimiento de su despacho. Muy poco perspicaz, nada propenso a pensar mal de nadie, por inocencia senil o por falta de imaginación, o por reverencia excesiva a las formalidades, don Francisco de Asís, como él mismo decía, «habría puesto la mano en el fuego por su yerno»: que no fumaba; que apenas bebía más de un vaso de vino en las comidas; que nunca alzaba la voz, ni cuando hablaba de política, lo cual sucedía raramente, ni siquiera cuando al cuñado Víctor o al tío sacerdote, a la hora de la comida, se les calentaba la boca hablando de la calamidad de la República, de la anarquía constante, de la insolencia de los obreros, de la falta que hacía en España una figura providencial como el Duce o el Führer, o al menos como el añorado general Primo de Rivera, un cirujano de hierro; él, su yerno, no respondía, jamás usaba una palabra grosera; era socialista, pero gracias a su trabajo había podido comprarse un automóvil y un piso amplio con ascensor en la parte más distinguida de la calle Príncipe de Vergara, entre Goya y Lista nada menos; mandaba a los hijos al Instituto—Escuela para que tuvieran una educación laica y no dejaba que les colgaran escapularios, pero no se había opuesto a que hicieran la comunión ni a que su madre les enseñara las oraciones; no perdía las tardes mano sobre mano en los cafés; el tiempo que no dedicaba a su trabajo lo pasaba con su mujer y con sus dos hijos, los dos únicos nietos de don Francisco de Asís, que dolorosamente no transmitirían a la siguiente generación como primer apellido el Ponce—Cañizares. Probablemente anoche se había quedado trabajando hasta muy tarde en la Ciudad Universitaria; y esta mañana, a primera hora, había venido conduciendo a la casa de la Sierra. Inmune a su frialdad habitual don Francisco de Asís lanzó un albricias festivo al ver a su yerno y le dio un beso húmedo de bienvenida en cada mejilla. Los dos chicos se peleaban por estar más cerca de él, por llevarle la cartera, por contarle aventuras y exploraciones de los últimos días, competían por el mérito de los libros leídos. Le rogaban que fuera con ellos y con su madre esa tarde a la laguna de la presa; le preguntaban si era verdad lo que les había prometido antes de venir, que no se marcharía mañana domingo por la tarde, que los llevaría de vuelta a Madrid en el coche el lunes por la mañana. Asentía, se dejaba llevar por las anchuras interiores de la casa. Al encontrarse con su mujer la miró a los ojos y le dio un beso en los labios, y su hijo vio desde atrás que le pasaba la mano por la cintura y la apretaba ligeramente contra él.

La actitud benévola que detectaban con alivio y casi gratitud los sensores extremados de Adela era justamente la consecuencia del engaño; quizás su marido no le habría pasado la mano por la cintura al besarla si no hubiera abrazado a otra mujer la tarde anterior; sus gestos de ternura la compensaban por la ofensa que no sabía que hubiera recibido; eran los materiales sobrantes de una efusión que había despertado otra; el resultado del alivio del estafador que no ha sido atrapado; de la alegría de quien ha visto surgir en sí mismo un deseo que ya no imaginaba posible en su vida y ha alcanzado una satisfacción que no recordaba haber conocido nunca, y que importándole ahora tanto ha dependido estrictamente del azar. Como habían hecho muchas veces cuando los chicos eran pequeños se alejaron esa tarde con ellos por el camino que llevaba entre pinares y espesuras de jara a la laguna de la presa: el embalse que había alimentado la antigua central eléctrica, de la cual quedaba en la orilla un edificio medio abandonado. Por él aparecía a veces un guarda huraño que en otro tiempo les daba miedo a los chicos, y que les servía como personaje en sus fabulaciones de casas encantadas junto a un lago. Que Ignacio Abel hubiera accedido tan fácilmente a la excursión ya era un indicio de su humor benévolo, y no sólo de su impaciencia por apartarse del espesor familiar, que culminaba después de los ronquidos de la siesta con el rezo del santo rosario, seguido por una merienda confortadora de chocolate bien espeso con bizcochos de anís, obra del también legendario talento de doña Cecilia para la repostería. Parecía que los cuatro conmemoraban, apartados de los demás, un tiempo más antiguo que no costaba nada imaginarse más feliz, los veranos" de la niñez de los hijos, cuando tenían que llevarlos de la mano por el sendero y se cansaban tan pronto que el padre se los cargaba a la espalda, tan pequeños que había que vigilarlos a cada momento para que no se adentraran en el agua, que en algunas partes era muy profunda. Jugaban a Hansel y Gretel y dejaban migas de pan por el sendero, y al volver comprobaban si se las habían comido los pájaros. Pero si se sumergían demasiado en el juego el chico de pronto rompía a llorar porque de verdad temía que sus padres fueran a abandonarlos, abrazándose a las piernas de Adela con su pequeña cara enrojecida, mojada por las lágrimas, mientras la hermana se reía. El agua de la laguna tenía una transparencia verdosa y reflejaba en la superficie las copas de los pinos y el volumen hosco del edificio de ladrillo que en otro tiempo habría alojado las turbinas. El sol de octubre aún estaba alto, dorando las lejanías azuladas, los colores suaves de la tarde. Los chicos buscaban guijarros planos por la orilla, los lanzaban luego en ángulos certeros sobre la lisura del agua, disputando a voces, regresando a la complicidad antigua de los juegos, ahora que los dos habían salido ya de la infancia, más cercanos a ella de lo que imaginaban. Miguel llevaba al cuello la cámara fotográfica de su padre y mientras venían a través del bosque se había imaginado que era un reportero solitario abriéndose paso por la jungla del Amazonas o del centro de África, porque su hermana no quería secundarlo en el juego. Sentados sobre la hierba, en el aire todavía cálido de la tarde, Ignacio Abel y Adela también parecían regresados a un tiempo anterior, el padre y la madre jóvenes a los que ven los hijos a una distancia protectora, ocupados en sus conversaciones misteriosas pero también vigilantes, tal vez ansiosos, temiendo un percance o una desgracia que sobrevendrán si apartan los ojos tan sólo un momento de los niños que juegan y chapotean en la orilla. Qué raro tener a Adela tan cerca y que no pudiera saber nada, sostener su mirada franca y melancólica sin despertar en ella ninguna sospecha, hablarle con tanta naturalidad, sin necesidad de fingir o de decirle una mentira. La escuchaba observándola. La veía con la sensación de no haberse fijado en ella desde hacía algún tiempo, como le había sucedido unas noches atrás en la Residencia, el tiempo justamente en el que había perdido sin que él lo advirtiera los últimos rescoldos de juventud. Sonó un chasquido y era que Miguel les había hecho una foto sin avisarles desde la orilla de la laguna.

—¿De verdad piensas ir a América el año que viene? ¿Y podrás llevarnos contigo?

Lo conocía demasiado bien para no intuir que su disposición de ánimo podría ser pasajera. Agradecía los gestos de tibia ternura, el beso rápido en los labios, la mano en el talle, pero instintivamente se protegía contra la decepción, y al mismo tiempo protegía a sus hijos, sobre todo al chico, que era el más frágil y también el más cercano a ella, el de imaginación más excitable: ahora, en la orilla, le hablaba a su hermana de transatlánticos o de aeroplanos en los que viajarían a América, hacía ademanes exagerados con los brazos para sugerir el tamaño de las cosas, del Empire State, de la Estatua de la Libertad.

—Tengo que consultar con Negrín lo primero de todo. Y tengo que ver lo que me ofrecen, y cuánto tiempo debería quedarme. Sea como sea, si yo me voy venís vosotros conmigo.

Pero había un punto de insinceridad en su voz que Adela percibía, aunque él mismo no supiera que no estaba diciendo del todo la verdad. Ahora estaba en los dos mundos, en los dos tiempos simultáneos, en la tarde de ayer con Judith y en la de hoy con Adela y los chicos, en la media luz propicia del bar del Florida y en el sol confortable a la orilla de la laguna, oliendo jara y tomillo y resina y carmín de los labios y la colonia americana de Judith Biely, no dividido sino duplicado, enardecido por el amor y al mismo tiempo acomodado en la sólida rutina que había ido construyendo a lo largo de los años, que esa tarde alcanzaba una especie de plenitud visual, como un cuadro acabado, como la maduración de los últimos frutos de octubre, las granadas y los membrillos, las calabazas amarillas, los caquis, las uvas reventonas y rubias del jardín. Tenía tan poca experiencia o tan poca capacidad de verdadera introspección que no imaginaba el acecho probable de la culpa y la angustia; ni siquiera se preguntaba qué estaría sintiendo Judith Biely. No existía para él de una manera autónoma y plena, sino como una proyección de su propio deseo.

—¿En qué estás pensando?

—En nada, en algo del trabajo.

—Parecía que estuvieras en otro mundo.

—Quizás debería irme a Madrid mañana por la tarde.

—Les prometiste a los chicos que volveríamos juntos en el coche el lunes muy temprano.

—Si me voy no lo hago por capricho.

—No les digas que los llevarás a América si no vas a hacerlo. No les prometas lo que sabes que no vas a cumplir.

—Y a ti, ¿te apetecería el viaje?

—Lo que a mí me apetece es no separarme nunca de ti. El sitio donde estemos me da igual.

Enrojeció al decir eso y pareció más joven. Se parecía a la mujer demasiado tímida que ya no contaba con encontrar un novio cuando se conocieron, a la que sus padres vaticinaban el mismo destino familiar de las tías solteras, con las que a veces pasaba las tardes de domingo rezando el rosario. Sus caderas demasiado anchas se aposentaban en la hierba de la orilla de la laguna, sus tobillos tendían a hincharse, su pelo negro peinado con una onda anticuada la hacía parecer mayor; pero sus ojos miraban de pronto como hacía quince años, con una expresión apasionada y vulnerable, como si pasara tumultuosamente de no esperar nada a desearlo todo, de la conformidad a la audacia, y de ésta al anticipado desengaño, al escepticismo sobre lo que pudiera ofrecerle la vida. Ahora habría deseado que los hijos no estuvieran tan cerca; que no gritaran tanto mientras buscaban guijarros planos en la orilla y contaban luego los saltos que daba cada uno cuando los lanzaban en una experta trayectoria oblicua sobre la lisura del agua. Para ella fue un contratiempo que vinieran hacia ellos fatigados y hambrientos, las mejillas enrojecidas por el ejercicio y la brisa serrana, reclamando la merienda, que habían traído en un cesto de mimbre. Para Ignacio Abel fue un alivio. El sol empezaba a declinar sobre los pinares, el aire adquiría un punto de humedad que hacía más intensos los olores del monte, el del tomillo y la jara, el de las agujas secas de los pinos. Los cencerros y los mugidos de las vacas, las esquilas de las ovejas, resaltaban acústicamente la sensación de amplitud y lejanía. Si el aire estuviera más claro podría verse la mancha blanca de Madrid en el límite del horizonte. Haría frío en cuanto el sol ya oblicuo no alcanzara la laguna, levantando sobre ella una tenue niebla dorada. Desleal en secreto, impune en su simulación, Ignacio Abel decidió que inventaría un pretexto para volverse a Madrid la tarde del domingo; que no esperaría hasta entonces para escuchar de nuevo la voz de Judith Biely: iría al pueblo para comprar algo, para intentar llamarla desde el único teléfono, que estaba en el café de la estación. Alzó los ojos, saliendo del ensimismamiento, del viaje clandestino al otro mundo invisible y contiguo. Sentada sobre una piedra su hija comía un bocadillo y leía una novela de Julio Verne. Adela daba unos pasos torpes por la orilla, desentumeciendo las piernas, limpiándose las agujas de pino y las briznas de hierba de la falda. Su hijo lo estaba mirando con los ojos muy abiertos, como si hubiera podido leer en su conciencia y advertir el engaño, como si ya supiera que a la tarde siguiente iba a marcharse solo de regreso a Madrid, y que si iba a América tampoco los llevaría con él.