29
Estaba muerto y él lo buscó en vano durante varios días, a principios de septiembre, yendo sin rumbo de un lado a otro de Madrid, sospechoso él mismo, con su traje claro y su corbata y su pañuelo bien doblado en el bolsillo superior de la chaqueta, entre los hombres de camisas abiertas, caras sin afeitar y monos azules que llenaban las calles y las terrazas de los cafés, los hombres jóvenes que llevaban fusiles al hombro y pistolas y cartucheras de municiones al cinto y no se quitaban el cigarrillo de la boca cuando se dirigían a un transeúnte pidiéndole la documentación u ordenándole que levantara los brazos. Le dijo esa mañana a la señorita Rossman que se quedara esperándolo hasta que él volviera y que si averiguaba algo la llamaría por teléfono (ella tenía miedo de todo: de andar por la calle o volver al cuarto de la pensión todavía desordenado o presentarse en la oficina donde tal vez alguien la denunciaría o iría a detenerla); le indicó dónde estaba la cocina por si quería comer algo, aunque ya quedaba muy poca comida en la alacena y en la nevera eléctrica, comprada con gran júbilo de Adela y los niños cuando empezaba el calor del verano (sólo hacía dos meses, y ya en otra época), ahora casi vacía y ya oliendo mal (la corriente se interrumpía con frecuencia; el agua faltaba durante horas en los grifos; los alimentos empezaban a ser escasos en las tiendas). A lo largo del día se acordaba de ella, imaginándola inmóvil en la misma posición en que la había dejado, sentada junto a la mesa del comedor, bajo la gran lámpara del techo envuelta en una sábana, delante del vaso de agua que no había probado (las rodillas juntas, las manos en el regazo, la mirada en el suelo, como su padre la había visto en la habitación del hotel Lux de Moscú), esperando su regreso o la llamada de teléfono prometida, abrumada por una pesadumbre que al transmitirse a él se convertía en culpabilidad, en el antiguo remordimiento de no haberles ayudado a ella y al profesor Rossman tanto como hubiera debido, con verdadera convicción y no con una lástima confusa, no con la incomodidad de presenciar un infortunio que él habría podido aliviar esforzándose un poco, quizás recurriendo a tiempo a amistades influyentes. La confianza desesperada con que la señorita Rossman había acudido a él lo inducía a una determinación casi del todo imaginaria. Hojeó su agenda en busca de nombres, direcciones y números de teléfono; hizo delante de ella llamadas de teléfono que no obtuvieron respuesta (pero tampoco funcionaban bien las líneas telefónicas, o los timbrazos sonaban ahora en casas deshabitadas o en oficinas vacías). Con aire decidido se puso la americana y la corbata y se echó la cartera y las llaves en el bolsillo pero no sabía adónde ir, a quién preguntar. Había vivido, desde la noche caliente de julio en la que anduvo buscando inútilmente a Judith Biely por un Madrid que se volvía desconocido a la luz de los incendios, en un estado de pasividad y letargo semejante a una convalecencia, en el piso grande y vacío donde la mayor parte de los muebles seguían envueltos en sábanas, yendo casi cada día a su oficina de la Ciudad Universitaria, donde ya nunca había nadie, sólo patrullas de milicianos que irrumpían a veces en automóviles lanzados a toda velocidad por las avenidas rectas y vacías, o ladrones de materiales a los que ya nadie detenía, o grupos medrosos, casi siempre de mujeres, que recorrían los descampados con la primera luz del día para buscar entre los muertos de la noche anterior. En algunos edificios aún sin terminar empezaron a acampar hacia mediados de agosto familias populosas que llegaban a Madrid huyendo del avance del ejército enemigo: mareas de fugitivos, como pueblos nómadas con sus extrañas ropas y sus caras quemadas por la intemperie, con sus carros de ruedas de madera y sus burros y mulos doblados bajo el peso de las impedimentas que habían intentado salvar del pillaje de los invasores, colchones, muebles inverosímiles, armazones de camas de hierro, jaulas con gallinas. Encendían sus hogueras y hervían sus ollas de comida en los vestíbulos de las facultades sin terminar igual que en los jardines públicos del centro de Madrid o que bajo las bóvedas de las estaciones del metro. Sus rebaños de cabras y ovejas pastaban en las malezas de los futuros campos de deportes, en los que ahora aparecían cadáveres de fusilados, las manos atadas a la espalda con cuerdas o trozos de alambre o cordones de zapatos. Las mujeres tendían la ropa en las hileras racionalistas de ventanas de los edificios sin terminar. Parvas de niños pelones se perseguían por las escaleras resonantes y por los andamios abandonados y se detenían en círculos silenciosos alrededor de los cadáveres, los más audaces atreviéndose a registrarles los bolsillos o a quitarles alguna prenda en buen estado. Como en tantas mañanas en que salía hacia su oficina con una obstinación sin propósito que al menos le permitía el engaño de una cierta dosis de normalidad, Ignacio Abel le dijo a la señorita Rossman que no se preocupara y bajó a la calle con los gestos briosos de quien sabe adónde va, como si la ficción contuviera en sí misma algún efecto práctico. Aunque ahora vestía mono proletario y boina el portero lo saludó tan untuosamente como cuando llevaba librea azul y gorra de plato. La mano que había aprendido a cerrar en un puño belicoso cuando pasaba un desfile o un entierro con banderas rojas y banda de música por delante del portal ahora se extendía con la misma cauta astucia de siempre para recibir una propina. «¿Todavía sin noticias de la señora y de los niños, don Ignacio? Yo no me preocuparía. Como yo digo, más tranquilos estarán en la Sierra, aunque sea del otro lado, y más sano para los chicos. A la señora seguro que le sienta bien el verano fuera de Madrid.» Lo decía sabiendo: de algún modo había llegado a enterarse de la razón por la cual Adela había pasado inesperadamente las dos últimas semanas de junio en un sanatorio de la Sierra, aunque no tenía débiles los pulmones. Sonreía inclinándose y tal vez estaba calculando la posibilidad de una denuncia, ahora que sabía que Ignacio Abel, aunque se hubiera salvado una vez, no era invulnerable. «Veo que el señor ha tenido visita», dijo el portero, afanándose detrás de él, con su mono miliciano y sus maneras serviles. «Me preguntó la señorita extranjera por usted y la dejé subir porque me acordaba de verla cuando venía a dar clases particulares a sus hijos. La verdad es que le he visto cara de haberse llevado un disgusto, pero en estos días ya me dirá usted quién está libre de penas.» Adelantaba la insinuación igual que la mano cautelosa: cerraría la mano en torno a la moneda entregada igual que atraparía una confidencia que pudiera ser beneficiosa para él y tal vez dañina para quien la había formulado, su antigua condición de chismoso elevada en los nuevos tiempos a la de experto delator.
Buscó a Negrín en el café Lion y le dijeron que ahora andaba muy ocupado y que mejor preguntara por él en la Casa del Pueblo de la calle Piamonte o en el Ministerio de la Guerra. Con su activismo de siempre acelerado por la guerra, Negrín acababa de marcharse siempre de los lugares donde él estaba a punto de encontrarlo. «Don Juan va y viene todo el día», le dijo el limpiabotas del café Lion, que tenía por Negrín una devoción sin límites: «Lo mismo sube a la Sierra con su auto lleno de barras de pan y latas de conservas para los muchachos de las milicias que se planta en un hospital de sangre y les explica a las enfermeras cómo tienen que vendar las heridas. Usted ya lo conoce, este hombre no se cansa nunca. Y cuando le sobra un rato viene aquí a que le lustre los zapatos y se toma de un trago un bock de cerveza. ¡Lástima que ya no vengan las cigalas frescas que a él le gustan tanto! Qué hombre. Mejor nos habría ido si hubiera estado él en la presidencia cuando se levantaron los facciosos. Aunque ahora se oyen rumores de que lo van a nombrar para algo grande, ministro como mínimo. Qué eminencia. Yo le digo que me gustaría arrancarme veinte años de encima para irme al frente a pegar tiros y él me contesta: "Agapito, si lo que usted sabe hacer bien es limpiar zapatos, limpie zapatos, que es un oficio muy noble. Mejor nos iría a los españoles si en vez de hablar todos tanto cada uno hiciera bien su oficio…" ¿Quiere usted que le dé algún recado?» De la fachada de Correos colgaba un cartel enorme medio desbaratado por el viento de milicianos que avanzaban de perfil empuñando fusiles con bayonetas contra un horizonte de casas incendiadas. La revolución era una apoteosis de tipografías en colores muy fuertes; la guerra un catálogo de victorias anunciadas o vaticinadas en los periódicos por titulares mal impresos que empezaban y terminaban con signos de admiración, ilustrados por fotos en huecograbado en las que grupos de voluntarios siempre victoriosos levantaban fusiles en cimas de peñascos o torreones de pueblos recién conquistados al enemigo. El cerco irresistible que ejercen nuestras fuerzas sobre Teruel no admite demoras y la caída de la ciudad en manos de la República significará un golpe mortal para la sedición. El avance de nuestras tropas en el frente de Granada hace prever la rendición en breve plazo de la capital de la Alhambra, en la que la situación de los rebeldes es angustiosísima. En la plaza de Cibeles un lento rebaño de vacas había provocado un atasco de tranvías y de camionetas de milicianos. Delante de las vacas avanzaba una pequeña banda de trompetas y tambores presidida por una pancarta, y seguida por grupos de niños que marcaban el paso y hacían como que soplaban trompetas o tocaban tambores, alguno de ellos con un gorro de papel. Entre los cláxones de los coches y las campanillas de los tranvías los vaqueros saludaban con el puño cerrado a las cámaras de los fotógrafos, que se subían a la fuente de Cibeles para tomar ángulos audaces. Heroicos trabajadores de las granjas colectivizadas abastecen de carne al pueblo antifascista de Madrid. Ignacio Abel cruzó la Castellana invadida por un olor a estiércol que fermentaba en el calor del verano tapándose la boca y la nariz con el pañuelo. Bajo los árboles de los paseos centrales los evacuados de los pueblos habían levantado sus toldos de lona y establecido sus fogatas, atando sus burros a los árboles, mientras las cabras se comían los duros tallos de los setos. Dónde irán cuando empiece a hacer frío, si todo esto no ha terminado, cómo será posible darles alojamiento y comida si continúan subiendo en columnas cada vez más numerosas y más desastradas por las calles en las que desembocan las carreteras del sur, huyendo del enemigo al que nadie detiene salvo en la irrealidad de los titulares de los periódicos y de las crónicas de la radio amenizadas con himnos. De dónde saldrán las mantas, los uniformes de invierno, las botas para equipar a los milicianos que ahora pelean a pecho descubierto y calzando alpargatas. Descubría con estupor que al quedarse sin los vínculos que le deparaban su matrimonio con Adela y el amor de Judith Biely carecía casi por completo de conexiones sociales, aislado como un ermitaño que sale de pronto de su encierro y no sabe nada del mundo exterior. Las relaciones intensas que establecía en el trabajo no iban más allá de él ni habían devenido en amistades. Salvo con la misma Judith no recordaba haber tenido nunca una conversación íntima con nadie. La cordialidad que lo unía a Moreno Villa o a Negrín estaba delimitada por una rigurosa reserva. Una mezcla de arrogancia íntima y de aguda inseguridad de clase le había vedado siempre el trato fluido con la mayor parte de sus colegas arquitectos. Yendo por Madrid en busca del profesor Rossman, despojado de las certidumbres de normalidad que le habían dado su trabajo y su familia, hasta su amante perdida, sentía su aislamiento como una forma de impotencia, como una falta de anclaje que ya lo había enajenado de las cosas mucho antes de que la ciudad y el país entero fueran arrojados a la deriva por el trastorno de la sublevación militar y de lo que ya era, indudablemente, una guerra, aunque los cafés y los cines estuvieran llenos de gente, aunque los desfiles de milicianos tuvieran siempre una falta de marcialidad cercana a la parodia (pero de los frentes regresaban camiones cargados de muertos y los refugiados venían huyendo de pueblos cada vez más próximos; pero en el depósito judicial de la calle Santa Isabel había cada mañana una nueva cosecha de cadáveres recogidos por los camiones de la basura junto a las tapias de los cementerios, en las cunetas y en los descampados de los confines de Madrid). Qué solitariamente había vivido, qué separado de los otros, hijo único y luego huérfano tan pronto, confiado a borrosos guardianes, protegido no tanto por sus facultades intelectuales y su empeño de estudiar como por la previsión de su padre, que se sabía muy enfermo y ahorró dinero y tomó las medidas necesarias para seguir protegiéndolo cuando él ya no estuviera: para que no tuviera que dejar el bachillerato, para que pudiera sostenerse mientras estudiaba la carrera, amparado tan sólo por las sombras exigentes de los muertos, vigilado por ellos en el cumplimiento de un destino que le habían proporcionado con su sacrificio. «Qué solo te vas a quedar, hijo mío», le dijo su madre, tocándole la cara con su mano rígida, deformada por el trabajo, en la cama del hospital provincial donde agonizaba. La mano se quedó agarrada a la suya y tuvo que desprender uno por uno los dedos antes de dejarla reposar sobre el embozo de la cama. Tan solo ahora y tan ajeno a todo como entonces Ignacio Abel se vio reviviendo por un azar de la memoria la tarde de más de treinta años atrás en la que había caminado desde el cementerio del Este hasta la portería oscura y ya deshabitada de la calle Toledo después de enterrar a su madre. Caminaba con la cabeza baja y sin fijarse por dónde iba, muy aprisa, guiado por el instinto de sus pasos. Cuando llegó a la calle Toledo ya estaban encendidos los faroles de gas.
Si se daba prisa ahora, si tenía suerte o astucia tal vez podría salvar aún al profesor Rossman. Llamó a puertas de dependencias vagamente oficiales y de palacetes incautados en los que le habían dicho que había ahora cárceles clandestinas. En los patios rugían automóviles en marcha y hombres de paisano armados con fusiles y con pistolones terciados entre la camisa y la correa del pantalón le cerraban el paso y lo sometían a interrogatorios que no siempre cesaban cuando abría su cartera para mostrar sus credenciales políticas: el carnet del Partido Socialista y el de la Unión General de Trabajadores, el salvoconducto que le habían extendido para que pudiera seguir yendo sin peligro a las obras suspendidas de la Ciudad Universitaria. Decía el nombre del profesor Rossman, explicaba su condición de eminente antifascista extranjero refugiado en España; mostraba la foto que le había dado su hija: una de las que se había hecho para tenerlas dispuestas en caso de que llegara la aprobación del visado americano. Espiaba miradas de posible reconocimiento, gestos de complicidad. Guardaba la foto después de obtener una negativa y salía de nuevo a la calle obedeciendo alguna indicación desganada: quizás debía preguntar en el Círculo de Bellas Artes, en la Dirección General de Seguridad, en la checa de la calle Fomento. «Éste tiene cara de muerto», le dijo alguien, riéndose: «a lo mejor debería buscarlo usted en el depósito, o en la pradera de San Isidro, que allí hay todas las noches romería». Empujaba verjas de palacios coronados ahora por banderas rojas o rojas y negras, con las fachadas cubiertas por capas sucesivas de carteles de propaganda, todos unidos triunfaremos; la victoria es nuestra, ¡adelante!; grandioso festival taurino; ¡todos al frente!; ¡ingresad en los batallones de acero! En los carteles los milicianos eran musculosos y altos y tenían siempre perfiles temerarios y mandíbulas cuadradas. En las oficinas hacia las que él se abría paso por corredores estrechos llenos de gritos y de humo de tabaco había hombres sin afeitar con caras de fatiga y de sueño y grupos turbulentos que rompían de pronto en carcajadas cuartelarias o bajaban como a galope por escalinatas de mármol con alfombras rojas que ahora tenían huellas polvorientas de alpargatas y quemaduras de cigarrillos. Otros de aire más grave pero igual de insomnes consultaban documentos en grandes despachos forrados de maderas nobles y adornados todavía con escudos nobiliarios, panoplias de armas, retratos pomposos. Hablaban por teléfono, dictaban listas de nombres que copiaban secretarias veloces, arrastrados todos por una urgencia nerviosa en la que la presencia de Ignacio Abel era un molesto contratiempo: su empeño en preguntar por alguien de quien no sabía nadie nada, por repetir un nombre que le era preciso deletrear una y otra vez y mostrar una foto que provocaba una negativa automática. En un salón con grandes balcones que daban al paseo de la Castellana se acercó con mansedumbre instintiva a una mesa de patas labradas en forma de garras de león detrás de la cual un grupo apretado de hombres juzgaban o daban audiencia, flanqueados por mecanógrafas en mesas más pequeñas, examinando papeles y fumando cigarrillos, alguno de ellos con traje y corbata, con un cierto aire oficial. Se fueron pasando la foto del profesor Rossman, como estudiando una autenticidad sospechosa. Hablaban entre sí en voz baja. Uno de ellos le devolvió la foto negando con la cabeza y le hizo un gesto a uno de los paisanos armados que esperaban algo o vigilaban sentados en los balcones, con las piernas colgando hacia afuera. En las últimas semanas el mundo había empezado a regirse por nuevas normas que en apariencia sólo él desconocía. El miliciano lo tomó con fuerza del brazo y lo hizo salir del salón ordenándole que se marchara cuanto antes. «Yo que tú me quitaba de en medio en vez de ir por ahí preguntando; a ver si va a resultar que este amigo tuyo es un faccioso y te compromete.» Tanto como el tirón del brazo lo agravió el tuteo del que lo expulsaba. Al bajar por la escalinata se cruzó con un grupo de milicianos que subían a golpes a un hombre esposado. Por un momento se encontró con su mirada, en la que había una petición de auxilio, y apartó los ojos. El hombre le había parecido el profesor Rossman, pero un instante después era un desconocido. Se resistía y lo sujetaban y lo empujaban haciéndole que arrastrara los pies sobre los últimos peldaños. Vio en el patio a otros que se dejaban llevar pasivamente: los hacían bajar a golpes de la caja de un camión y ellos aguardaban en silencio, pálidos, las manos atadas, despeinados, las camisas abiertas, mirando con una especie de obediente abandono, mansos como reses.
Volvió a la Casa del Pueblo y el centinela de la puerta le dijo que Negrín acababa otra vez de marcharse, pero que había ido muy cerca, al economato socialista de la calle Gravina. Cuando lo vio por fin Negrín cargaba cajas de cartón llenas de alimentos y bebidas en su automóvil, limpiándose de vez en cuando el sudor con un pañuelo que guardaba luego doblándolo de cualquier manera en el bolsillo superior de la chaqueta.
—Ayúdeme, Abel, no se quede parado —le dijo sin sorpresa nada más verlo, con un gesto terminante.
Entre los dos llenaron el maletero de latas de conservas, embutidos, sacos de patatas. En los asientos posteriores había cajas de cervezas y damajuanas de vino envueltas en mantas para protegerlas de las sacudidas.
—No piense mal de mí, Ignacio, que no me estoy incautando de todos estos víveres, ni le voy a pagar a los compañeros del economato con vales, como nuestras heroicas patrullas revolucionarias.
El encargado le entregó a Negrín una larga cuenta y él la repasó rápidamente con la punta de un lápiz diminuto entre sus grandes dedos, murmurando cifras y artículos. De una cartera sujeta con gomas sacó un puñado de billetes y le pagó al encargado. Ya se había montado en el automóvil y lo había puesto en marcha, indicándole a Ignacio Abel que lo acompañara, mientras se despedía sumariamente del encargado del economato sacando el brazo con el puño cerrado por la ventanilla, de la misma manera expeditiva con que lo sacaría para indicar una maniobra.
—¿Quiere que lo deje en algún sitio, Abel? Yo voy a la Sierra, a llevarles algo de comer y de beber a los muchachos de la columna donde se ha alistado mi hijo Rómulo. No hay suministros regulares de nada, es una vergüenza. Mandan al frente a esos muchachos valerosos y luego no se acuerdan de llevarles municiones, ni comida, ni mantas para abrigarse por la noche. Si faltan camiones para la comida y la munición, ¿cómo es que no paran de hacerlos destilar por Madrid? —Encajado en el espacio demasiado angosto Negrín conducía gesticulando sobre el volante, con acelerones y frenazos bruscos en las calles estrechas, arrebatado por una mezcla de indignación y entusiasmo—. Así que en vez de desesperarme y de perder el tiempo yo también llamando por teléfono y pidiendo a la autoridad que haga algo he decidido cortar por lo sano y encargarme yo mismo. Poco es, pero menos es nada, y además así me mantengo ocupado. Ahora que lo pienso, ¿y si me ayudara usted con su auto?
—Me lo incautaron, don Juan. Lo dejé en el taller mecánico unos días antes de que empezara esto y no he vuelto a verlo.
—Ha usado usted la palabra exacta: «esto». ¿Qué estamos viviendo? ¿Una guerra, una revolución, un puro disparate, una variante de las tradicionales fiestas españolas de verano? «Esto». Ni siquiera sabemos qué nombre darle. ¿Leyó usted cómo lo ha llamado Juan Ramón Jiménez? Cuando se ha visto bien seguro en América, eso sí. Una «loca fiesta trájica», eso dice Juan Ramón. El gran triunfo del pueblo. Pero él y Zenobia, por si acaso, se han dado prisa en poner tierra de por medio. ¿Sabe que a él estuvieron a punto de darle el paseo, como decimos todos ahora? Pero qué vergüenza, cómo se nos contagian las palabras.
—¿A Juan Ramón Jiménez lo iban a matar? ¿Y él de qué podía ser sospechoso?
—Sospechoso de nada. Se llamaba igual que otro al que iban buscando, o se le parecía. Lo salvó su buena dentadura.
—¿Se defendió a bocados? Con su mal carácter…
—No es broma. Parece que los milicianos sólo estaban seguros de un detalle del hombre al que buscaban: que tenía dentadura postiza. Cuando Juan Ramón les repitió tanto que se equivocaban empezaron a dudar, y a uno de ellos se le ocurrió una forma de comprobar si era verdad lo que decía. Le metió la mano en la boca y le dio un tirón de los dientes. Y ya sabe usted que Juan Ramón tiene la mejor dentadura en este Madrid de bocas tan desastrosas. ¡A don Antonio Machado iba a llevárselo detenido una patrulla porque les pareció que tenía pinta de cura! Pero cuénteme, cuánto hace que detuvieron a su amigo. Será una vergüenza internacional para nosotros si le pasa algo. Otra más.
—No sé por dónde empezar a buscarlo.
—Ni usted ni nadie. Parecía que íbamos a abolir el Estado burgués y por lo pronto en Madrid cada partido y cada sindicato ya tiene su propia cárcel y su propia policía, además de sus propias milicias. Gran adelanto. Supongo que nuestros enemigos están encantados con nosotros. En las milicias anarquistas se somete a votación si conviene o no conviene atacar al enemigo y en las nuestras fusilan por sabotaje a los pocos mandos militares que nos quedan si una ofensiva resulta un desastre. Lo milagroso es que en la Sierra hayamos podido contener a los facciosos y que por el sur no hayan llegado todavía a Madrid. ¿Y qué me dice usted del frente de Aragón? Si las bravas columnas del anarquismo catalán continúan rompiendo arrolladoramente las defensas del enemigo, ¿cómo es que no llegan nunca a Zaragoza? Y si cada d{a estamos a punto de tomar el Alcázar de Toledo, ¿por qué al día siguiente seguimos sin tomarlo? De lo que usted me cuenta deduzco que los que se llevaron a su amigo pueden ser comunistas. Eso quiere decir que no lo habrán matado inmediatamente. Querrán interrogarlo por algo. ¿No estuvo viviendo un tiempo en la Unión Soviética? Vaya a hablar con Bergamín, en la Alianza de Intelectuales. Ya sabe usted que de un modo u otro él siempre está conectado con todo el mundo. Déjeme un recado en casa si se entera de algo. En cuanto vuelva de la Sierra esta noche me pongo a buscar con usted.
—¿Y esa Alianza dónde está?
Negrín soltó una carcajada y dio un volantazo en la esquina de la plaza de Santa Bárbara para girar hacia el oeste por los bulevares.
—Por Dios, Abel, es admirable que usted siga sin enterarse de nada. La crema de la intelectualidad antifascista se ha instalado en el palacio de los marqueses de Heredia Spínola, que parece ser uno de los mejores de Madrid. Hacen la guerra editando un periodiquillo con poesías revolucionarias y para descansar de sus rigores dan bailes de disfraces usando el vestuario de los marqueses, que no sé si están huidos o difuntos, o los ex marqueses, como hay que decir ahora… Disculpe que no lo lleve, pero me pilla en dirección contraria, y quiero llegar a la Sierra a la hora de comer.
Desde hacía mucho tiempo no caminaba tanto por Madrid; desde que era muy joven y ahorraba concienzudamente los pocos céntimos del tranvía: tal vez por eso le había venido a la memoria la caminata larguísima desde el límite entonces despoblado de la ciudad donde estaba el cementerio después del entierro de su madre; un paso tras otro, igual que ahora, la cabeza baja, la determinación solitaria de llegar a alguna parte y de llegar a ser algo; la fatiga y también la energía: la euforia maniática del oxígeno bombeado al cerebro por el esfuerzo muscular y el ritmo de los pasos; la sensación de ser un transeúnte despojado de cualquier parentesco con la gente que se cruzaba con él y nunca lo veía, solo ahora en el mundo, al menos tanto como entonces, caminando por una ciudad que era la suya y que también le era extraña, igual que cuando pasaba junto a los escaparates de las tiendas de juguetes o de las librerías o de las tiendas de ropa y miraba cosas deseadas e inaccesibles para él, como los hambrientos miraban los despliegues de comida en los escaparates de los restaurantes o de las tiendas de ultramarinos; como pegaban la cara en los días de invierno a los cristales de los cafés cuyo interior caldeado les estaba prohibido, aunque lo tuvieran tan cerca. De niño él miraba con pánico el mundo próximo y terrible de los muertos de hambre, los dañados físicamente por la miseria, los que iban descalzos en invierno y tenían las cabezas blancas de tiña, los nacidos cojos o jorobados, los que parecían pertenecer a otra especie y sin embargo vivían a unos minutos de distancia de la portería abrigada de su madre, al final de la calle Toledo, donde se terminaba Madrid, más allá de las rondas, en poblados de chozas o cuevas crecidos en los mismos terraplenes a los que se arrojaban las basuras, atravesados por ríos de cloacas. Con una vaga aprensión infantil de remordimiento, pero también de alivio, él era tan consciente de su fragilidad ante aquellos niños de aire salvaje que subían a veces del suburbio como del privilegio que lo salvaba de compartir sus destinos. Pero no se sabía menos lejano de los otros, los que recibían los trenes eléctricos, los regimientos de soldados de plomo con uniformes de colores brillantes, los teatros de juguete y las linternas mágicas: eran los mismos a los que veía jugar, vigilados por doncellas de uniforme, en los jardines del Palacio de Oriente, o dar paseos en un carricoche tirado por una cabra con una jáquima de cascabeles; los que después empezaron a mirarlo con una sonrisa de curiosidad o de desdén cuando compartió con ellos las aulas del colegio de los Escolapios, murmurando a su espalda que era el hijo de una portera. A algunos, con el tiempo, volvió a encontrarlos en la Escuela de Arquitectura, y la sonrisa no había cambiado, o aparecía en seguida cuando alguien repetía al oído de otro la antigua confidencia, la información reveladora sobre su origen, sometida a las modificaciones y los errores de la transmisión oral: su madre había sido portera o algo peor aún, lavandera en el Manzanares (lo había sido de muy joven, mucho antes de que naciera él); su padre un maestro de obras o un albañil o uno de aquellos arrieros que transportaban a los muladares el cascajo de los derribos. Desertor del andamio, le había llamado un pariente de Adela. Desertor ahora no sabía de qué o de quién, en la acera de la glorieta de Bilbao donde lo había dejado Negrín, arrastrado por las circunstancias, como tanta gente en Madrid y en toda España, a un lado y a otro de las desgarraduras de los frentes, tan azarosas como las fracturas de un terremoto, llevado escaleras abajo hacia los túneles del metro por la multitud que se agolpaba junto a las puertas que se abrieron cuando llegó el tren, las caras brillantes de sudor en el aire viciado, bajo las bombillas amarillentas del techo, los cuerpos demasiado próximos que le repelían, amontonados obligatoriamente en un silencio hostil, contaminado de alarma, refractario a los entusiasmos de la propaganda, aún menos verosímiles en este mundo subterráneo que en el aire libre y la claridad de las calles. Era arrastrado por fuerzas ajenas a su control igual que por la gente y por la locomotora del metro y sin embargo no sentía que tuviera disculpa o que su impotencia le concediera una coartada. Desertor siempre en el fondo de su corazón pero ahora más que nunca: ansioso por recobrar a sus hijos aunque tuviera que cruzar al otro lado de las líneas (sus hijos a los que había abandonado la tarde del 19 de julio); por marcharse de España y escapar del desastre común o al menos del crimen que fulminaba a otros —al profesor Rossman tal vez, si él no lo encontraba antes— como en virtud de una lotería siniestra. Su conciencia giraba sin fruto en un monólogo acelerado por un malestar semejante a la fiebre; se agotaba dando vueltas por Madrid en una búsqueda estéril y regresaba al mismo punto: salió del metro en la esquina del Banco de España por la que había pasado sólo una hora antes, la gran fachada de granito cubierta hasta más arriba de las verjas por una inundación de carteles, ¡alistaos en el glorioso e invenciblebatallón del campesino y él os llevará a la victoria! Siluetas de altos hornos soviéticos, hoces y martillos; un puño aplastando a un avión adornado con una esvástica; un pie calzado con alpargata campesina expulsando del mapa de España a un cura obeso, a un militar con entorchados, a un falangista con la boca de ogro, ¡obrero! ingresando en la columna de hierro fortaleces la revolución. Junto a la boca del metro pululaba un remolino de pedigüeños, vendedores de lotería y cigarrillos y piedras de mechero, de cromos revolucionarios mezclados todavía con los antiguos cromos religiosos, de postales y manoseadas novelitas pornográficas, de chicos descalzos que pregonaban los primeros periódicos de la tarde, con la noticia habitual de la toma inminente del Alcázar de Toledo. ¡Atacar es vencer! ¡Todos al ataque como un solo hombre! ¡Con nuestra sangre escribiremos la página más sublime de la historia gloriosa de Madrid! Entre el gentío que paseaba a la hora del aperitivo entre los jardines y las mesas de los cafés, bajo las copas de los plátanos, reconoció la espalda erguida y la nuca de su cuñado Víctor. Dejó de verlo un momento; creyó que se había confundido; en vez de cruzar inmediatamente hacia la entrada de la calle donde le había dicho Negrín que estaba la Alianza de Intelectuales apresuró el paso para alcanzar a Víctor, que sin la menor duda había vuelto hacia un lado la cabeza, como si hubiera presentido que alguien lo seguía. De cerca costaba más reconocerlo: muy moreno, con barba de varios días, con una camisa abierta y remangada, con pantalón de pana y alpargatas, con unas gafas de sol.
—Me has dado un susto, cuñado. No te pares. Háblame.
—¿Qué haces tú todavía en Madrid?
—¿Y qué haces tú?
—Busco a un amigo.
—Anda más rápido. ¿No vas a denunciarme?
—Pensaba que te habrías pasado.
—Ya no vale la pena. Los nuestros llegarán muy pronto. Y los que estamos aquí también tenemos mucho que hacer.
—Eres un insensato. Por lo menos podías esconderte.
—Es lo que estoy haciendo ahora mismo, si tú no me lo impides. A plena luz y entre la gente no corro ningún peligro. No querrás que me quede como un conejo en la madriguera, esperando a que vengan a cazarme.
—¿Sabes algo de la familia?
—No te pares, coño, sigue andando. No mires al frente. Hay una patrulla pidiendo papeles en la esquina.
—¿Tú tienes algunos?
—Seguro que tú sí, ahora que mandan los tuyos. Por ahora.
Ignacio Abel vio de soslayo a los milicianos al final del paseo. Darse la vuelta ahora sería muy peligroso para Víctor. Quizás si seguían avanzando y él mostraba sus credenciales no sospecharían de su acompañante. Un barullo de niños rodeaba el carrito de un vendedor de cacahuetes, tirado por un burro diminuto. Una pequeña chimenea de latón difundía el aroma suculento de los cacahuetes recién tostados. El vendedor pregonaba su mercancía cantando rimas estrambóticas mientras removía con una pala el interior del horno portátil o llenaba delgados cucuruchos de papel de estraza. Uno de los milicianos sostenía horizontalmente un fusil. El otro examinaba la documentación de una pareja tomada del brazo. El humo del puesto de cacahuetes le dio a Ignacio Abel en la cara cuando hacía el gesto anticipado de sacar la cartera. Cerró los ojos y cuando volvió a abrirlos Víctor ya no caminaba a su lado.
—La revolución es una cirugía necesaria —le dijo Bergantín, las palmas de las manos juntas y extendidas verticalmente delante de su cara enjuta, muy afeitada o lampiña, en un despacho sombrío con panoplias de armas y altos libros encuadernados en piel en estanterías de madera oscura, al que llegaba apenas, al cerrarse la puerta, el trasiego de máquinas de escribir y de voces de las oficinas y el ritmo poderoso y constante de las máquinas de imprenta.
He buscado la dirección en un mapa y he subido por una calle estrecha, a espaldas de Cibeles, Marqués de Duero, hasta encontrar el número siete: una verja, un edificio de ladrillo con tejados de aire mudéjar, una marquesina de hierro y cristal encima de la escalinata de acceso, en la que Ignacio Abel, cuando entraba, vio, en medio de la confusión de gente atareada cargando paquetes de periódicos en una furgoneta, a un hombre rubio y algo carnoso, muy sonriente, que le era familiar, aunque no llegaba a identificarlo, quizás porque ahora iba vestido de miliciano, con un mono azul impoluto y un correaje brillante, con una cámara fotográfica en bandolera en vez de fusil. Al verlo más de cerca se dio cuenta de que era el poeta Alberti. Los ojos de Alberti se detuvieron un momento en él, claros y en seguida ausentes, quizás porque sabía con vaguedad quién era pero no consideraba necesario saludarlo. Al pasar a su lado olió a brillantina y a colonia. Preguntó por Bergamín mintiendo que venía de parte de su hermano arquitecto y una secretaria menuda que llevaba un cinturón con una pistola en una funda de cuero lo guió hacia su despacho. Bergamín sí se acordaba de él: le había publicado algunos artículos en los últimos años en su revista Cruz y Raya. Casi puedo verlo, como si fuera yo mismo quien se ha sentado delante de él, quien se aclara la garganta y traga saliva antes de explicarle, tanteando en busca del tono adecuado, el motivo de la visita, la llegada de los hombres metódicos que se llevaron al profesor Rossman después de registrar meticulosamente su habitación: está más flaco, más chupado que nunca, la nariz más afilada, la punta húmeda, rojiza, por un resfriado que le obligaba a sonarse los mocos de vez en cuando, los ojos más pequeños bajo las cejas muy peludas, la voz débil, nasal por el resfriado, la raya recta dividiendo el pelo aplastado, muy negro.
—…el corte, por fuerza, ha de ser sangriento —dice, y toma aire, respirando por la nariz—; pero lo que cuenta no es la sangre derramada en sí sino la limpieza de la operación. Sangre siempre hay de sobra, como se encargan de recordarnos nuestros enemigos, que no tienen reparo en derramarla. Ya tiene usted noticia de los ríos de sangre que están haciendo correr allí donde han triunfado, en Sevilla, en Granada, en Badajoz. Para ellos no existen los escrúpulos morales que a nosotros nos paralizan a cada momento. De modo que a nosotros lo que debe preocupamos en esta hora gloriosa y trágica no es el volumen de la sangre que se esté derramando a cuenta de la revolución sino su eficacia, y en ese punto sí que es posible tener alguna duda. El pueblo español está actuando con un instinto justiciero muy propio del genio de la raza, pero también con una anarquía que es igual de atávica, y que puede volverse en su contra si no la encauzamos. Qué talento para la improvisación, qué instinto insuperable, incluso en el lenguaje. De pronto hay palabras y expresiones nuevas que ya parecen de toda la vida. ¿A qué genio del sainete espontáneo se le ocurrió esa maravilla verbal de «dar el paseo»? O eso que también se dice, «picar a alguien», la cantera inagotable del idioma taurino, que está en el corazón mismo de lo español irreductible. No me ponga usted mala cara. Yo lamento tanto como usted los excesos que se han producido, pero qué poco son comparados con el gran acierto del heroísmo instintivo del pueblo, y en cualquier caso no hemos sido nosotros los que empezamos esta guerra, y es justo que el peso de la sangre caiga sobre los cómplices de los que la provocaron. No se escandalice usted de la sangre, ni del fuego. Ha sido necesario. Obligado. Defensa, y no agravio de nuestra parte. Recuerdo aquel artículo de usted en el que celebraba la capacidad maravillosa de adaptación de la arquitectura popular española. ¿No está ahora ocurriendo lo mismo? El pueblo español, acostumbrado a la escasez, se arregla con lo que tiene a mano. ¿Que el ejército desleal se subleva? El pueblo se levanta en milicias y en partidas guerrilleras, igual que en 1808 contra los franceses, con el mismo instinto dormido durante más de un siglo, y toma lo que encuentra a mano, lo más común lo vuelve épico, el mono azul proletario convertido en nuevo uniforme, sin la antipatía de la uniformidad militar. Por eso quise yo que le diéramos ese nombre a nuestra revista. El Mono Azul ¿No es mejor que el que le puso Neruda a la suya, Caballo Verde? Un caballo verde, si usted se para a pensarlo, es una tontería. El mono azul es una cosa muy seria. Estaría bien, ahora que lo pienso, que usted nos escribiera algo. No le conviene andar por ahí preguntando por el paradero de un sospechoso sin hacer algún mérito visible, usted ya me entiende, sin que se le vea una disposición clara de arrimar el hombro. La hora de los intelectuales puros ha pasado, si es que existió alguna vez. Mire la vergüenza de Ortega, de Marañón, de Baroja, de ese felón miserable que ha resultado ser don Miguel de Unamuno. Le supongo enterado de lo que le han hecho al pobre Lorca en Granada…
—He oído algo pero no podía creérmelo. Se oyen tantas cosas que parecen verdad y luego resultan ser rumores.
—Veo que usted es de los que tienen dudas todavía. De los que sospechan que nuestra propaganda es exagerada y que nuestros enemigos no son tan sanguinarios como decimos nosotros. Usted conserva el escrúpulo humanista de no trazar una raya definitiva entre ellos y nosotros; usted no quiere aceptar que nosotros tenemos toda la razón y ellos toda la animalidad y toda la barbarie. ¿Cómo era esa boutade de Unamuno? ¿Los Hunos y los Hotros? El que parecía que estaba por encima de todo ladra en Salamanca contra la República lamiendo las espuelas de los militares y los anillos de los obispos, que ahora son para él los defensores de la Civilización Cristiana, con todas sus mayúsculas. Mire lo que hacen cuando entran en los pueblos de Extremadura, cómo actúan. Los servidores de la patria dan caza a sus compatriotas como los italianos a los negros en Abisinia. No buscan la victoria militar sino el exterminio. ¿Y nosotros hemos de tener todavía remordimientos de conciencia porque el pueblo, en defensa propia, se toma la justicia por su mano?
—Mi amigo no ha hecho nada, estoy seguro. Se lo han llevado como se pueden llevar a cualquiera. No creo que eso sea justicia.
—Si es inocente, y para mí que usted lo avale me sirve de plena garantía, no dude que lo pondrán en libertad.
—¿No sabrá usted dónde puedo buscarlo?
Bergamín se quedó pensativo, los codos sobre la gran mesa de caoba, las manos juntas y rectas, las puntas de los dedos muy flacos debajo de la nariz un poco húmeda, los ojos entornados, en una actitud de recogimiento que tenía algo de religioso.
—¿Está usted plenamente seguro de que su amigo no se ha significado por nada? ¿No tendría algún contacto con la embajada alemana?
—Tuvo que irse del país cuando triunfó Hitler. Si no lo metieron en la cárcel fue porque le habían dado la Cruz de Hierro en la guerra.
—¿Era un hombre de claras simpatías antifascistas?
—¿Por qué dice usted «era»?
—Una forma de hablar. ¿Algún distintivo en el auto donde se lo llevaron?
—Ninguno. A su hija tampoco le enseñaron ninguna credencial.
—En estos tiempos, ¿quién piensa en credenciales? Usted no se da cuenta de la urgencia de la lucha en que nos encontramos. No podemos permitir que en nombre de los miramientos de una legalidad caduca que se ha derrumbado se nos escape alguno de nuestros enemigos.
—El profesor Rossman no es un enemigo.
—Si de verdad no lo es, ¿por qué lo han detenido?
Ignacio Abel tragó saliva, se removió incómodo en la silla de filigranas pseudomedievales, en el despacho de maderas nobles y panoplias que habría sido el sueño de su suegro don Francisco de Asís. Notaba el peligro de seguir hablando y sin embargo no se callaba: oía su propia voz.
—Porque detienen a cualquiera. Van por ahí con esos autos incautados imaginándose que son gángsters en una película, con esos nombres de película mala que se ponen, Los Aguiluchos de la República, la Patrulla del Amanecer, los Justicieros Rojos. No me diga usted que eso es manera de hacer las cosas, Bergamín. ¿No hay policía, no hay guardias de Asalto? Lo paran a uno por la calle, le ponen en el pecho un fusil que casi no saben manejar y algunas veces no saben ni leer el nombre que pone en la cédula…
—¿Se considera usted superior a un soldado del pueblo porque usted sí tuvo el privilegio de que le enseñaran a leer y escribir? Es el pueblo el que impone ahora su ley y nosotros, la gente como usted y como yo, tenemos la opción de unirnos a ella o de desaparecer junto a la clase en la que nacimos. El pueblo es tan generoso en su victoria que nos está dando una posibilidad de redención tan radical como la que trajo en su día Jesucristo.
—Qué victoria. Cada día que pasa el enemigo está más cerca de Madrid.
Pensó añadir, casi se escuchó a sí mismo diciendo: yo no nací en la misma clase que usted; su padre era ministro del rey Alfonso XIII y el mío maestro de obras; usted nació en un principal de la plaza de la Independencia y yo en una portería de la calle Toledo. Pero no dijo nada. Tragó saliva de nuevo, erguido en la silla labrada, el nudo de la corbata apretándole el cuello. Bergamín se limpió la nariz con el mismo pañuelo arrugado, se frotó con suavidad envolvente las manos, miró un momento en silencio a Ignacio Abel, por encima de la amplitud barroca de la mesa, con su carpeta de piel y su escribanía pseudoantigua, con sus tinteros falsos y plumas de plata y abrecartas en forma de puñal toledano y sus montones de pruebas de imprenta encabezadas con el rótulo de El Mono Azul Habló como si recitara uno de los artículos de fondo que dictaba cada día a una secretaria, caminando de un lado a otro del despacho, complacido por el crujir de sus botas de cuero, deteniéndose a veces ensimismadamente junto a la ventana de cristales emplomados que daba al patio del palacio, las manos rectas delante de la cara, oliéndose las uñas.
—Yo le tengo aprecio a usted, Abel. Me gustan los artículos que ha escrito para nosotros y mi hermano me ha hablado muy bien de su trabajo, y me ha asegurado que es usted un republicano cabal. Pero no se confíe. En los nuevos tiempos no caben los melindres ni las contemplaciones de la vieja política burguesa, con sus tibiezas y sus legalismos. No ha sido el pueblo el que ha prendido la brecha de la hoguera en la que arde hoy toda España, pero será el pueblo el que salga triunfante de esta batalla y el que dicte los términos de la victoria. En esta hora no hay sitio para los derrotistas ni habrá contemplaciones con los tibios. ¿Que se cometen errores, excesos? Claro que sí. Son inevitables. Se cometieron en la Revolución francesa, y en la rusa. Cuando un gran río se desborda lo arrastra todo en su camino. Esos grandes canales y esas centrales hidroeléctricas que se construyen ahora mismo en la Unión Soviética no pueden hacerse sin destruir algo. Y qué sacrificios no serán necesarios para completar la colectivización de la agricultura, que aquí todavía ni siquiera nos atrevemos a imaginar. Aquí la República intentó una modesta reforma agraria y mire cómo se han levantado contra ella los terratenientes y sus servidores de siempre, los militares y los curas. Ha sido la ceguera de su propio egoísmo la que ha desatado su ruina. Ellos empezaron a derramar la sangre y ahora la sangre cae sobre ellos. Acuérdese del pasaje evangélico: «Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos…»
—Pero no se hace justicia matando a inocentes.
—Usted me habla de una justicia legalista de inocencias y culpas individuales. Pero las fuerzas históricas actúan a una escala muy superior, que es la de las grandes colisiones de clases. En la naturaleza no cuentan los individuos, sino las especies. Usted o yo no somos nada aisladamente, y nuestro destino personal significa muy poco a no ser que nos unamos a una de las grandes corrientes que ahora mismo están chocando en España. ¿Qué hacíamos todos nosotros, antes de abril del 31, cada uno embebido en sus cosas, elaborando quimeras, imaginándonos que conspirábamos contra el rey? Nos sumamos a la fuerza del pueblo el 14 de abril y fuimos parte de la inundación que derribó la Monarquía. O somos pueblo o no somos nada, residuos de especies destinadas a perecer…
Sonó el timbre del teléfono. Bergamín se puso de lado para hablar por él, asintiendo mientras escuchaba, tapándose la boca cuando respondía, durante largos minutos. Colgó y pareció que le costaba recordar quién estaba sentado frente a él. Se puso en pie, flaco y un poco encorvado, encogido en el interior de una cazadora de cuero de aviador o tanquista, incongruente en el despacho, en el calor de finales de agosto.
—¿Me ayudará usted a encontrar al profesor Rossman?
—No se preocupe por nada. Si su amigo de usted no ha hecho nada acabará apareciendo. No soy quién para hacerlo, pero le doy mi palabra.
Bergamín debió de pulsar un timbre oculto y la secretaria uniformada y con la pistola al cinto apareció en la puerta.
—Abel —dijo Bergamín, sin levantar la voz, todavía de pie, las manos posadas sobre la mesa con los flacos dedos muy abiertos—. Vuelva pronto por aquí. No podemos prescindir de hombres como usted. Tiene usted que ayudarnos a salvar el patrimonio artístico del pueblo español. Esos bárbaros lo destruyen a sangre y fuego por donde pasan. Y en esta hora de tanta confusión le conviene a usted que se sepa que está con los leales.