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Sueña de vez en cuando que está sonando un teléfono y que se despierta con demasiada lentitud y no va a levantarse a tiempo para responderlo. Los timbrazos se repiten y cada uno es más agudo y parece que será el último, y que por unos segundos no le va a ser posible contestar y por lo tanta no sabrá quién estaba llamando para pedirle ayuda o para avisarle de un peligro, o si es Judith Biely que ha regresado y al no obtener respuesta piensa que él ya no está en Madrid, y tan sólo por un retraso de unos instantes ya no vuelven a encontrarse. En el sueño hay un simulacro del despertar, perfecto en su exactitud: el primer timbrazo, el segundo, la imposibilidad de moverse porque el cuerpo todavía no se ha adaptado a obedecer a la voluntad, madera o baldosas o una alfombra bajo los pies descalzos, el desconcierto de no recordar dónde está el teléfono y luego la prisa de llegar a él, la mano que se adelanta y toca el auricular justo en el momento en que se extingue la vibración del último timbrazo. Aunque ya casi nunca sea visible en los sueños Judith Biely ronda en ellos como una ausencia imperiosa, la de quien al irse está más presente aún en la revelación del vacío que ha dejado, como está el filo de una cuchilla en una herida abierta o un desconocido en las huellas que ha dejado sobre la arena húmeda. Ignacio Abel camina por una calle cualquiera en un sueño y la sensación de ultraje que le oprime el pecho es que Judith no aparecerá en esa calle, que ya ni en sueños podrá encontrarse con ella, igual que al cabo de un cierto tiempo uno ya no se encuentra más en ellos con alguien que ha muerto, y esa ausencia es una forma última de lejanía. Si hubiera despertado más rápido y hubiera corrido sin vacilación hacia el teléfono habría podido escuchar su voz. Si su cansancio no hubiera sido tan profundo habría llegado a tiempo de levantar el auricular antes de que el timbre callara y de oír la voz de uno de sus hijos: Lita o Miguel, la voz muy distante y muy alterada por interferencias pero aun así reconocible, un poco extraña después de tanto tiempo de no oírlas, porque a una cierta edad las voces de los niños cambian tan rápido como sus caras (quizás le suenan tan lejanas porque llegan a él a través de toda la formidable longitud de un cable submarino).

Ha sido a veces un teléfono sonando en el corredor de un hotel el que provocaba el sueño y poco después le hacía despertarse de verdad; o el timbre que pulsaba alguien en la cabina contigua del barco para llamar a un servidor de guardia; en el hotel de París el timbre especialmente agudo y multiplicado resultó ser el de los silbatos de los policías que invadían escaleras empinadas y pasillos estrechos en una redada de extranjeros; las pisadas de botas eran tan fuertes como los golpes en la puerta de la habitación: un gendarme había entrado en ella cuando Ignacio Abel, sin tiempo para levantarse, le tendía desde la cama su pasaporte, que había dejado sobre la mesa de noche. Al otro lado de la puerta había un barullo de carreras y gritos, insultos en francés, voces en idiomas diversos. Abre los ojos en un estado de alarma súbita que le acelera el corazón y se da cuenta de que el teléfono que lo ha despertado sólo estaba sonando en el sueño, y no sabe si lo que siente al comprobar el silencio es decepción o alivio. En realidad sólo una vez ha coincidido la llamada telefónica del sueño y la del despertar, y le ha dejado en los nervios una marca indeleble. Abrió los ojos sabiendo que el timbre había sonado ya muchas veces y estaba tendido en la cama grande y desordenada del dormitorio conyugal, sobre las sábanas sucias que nunca cambiaba. La misma lentitud que lo había agobiado en el interior del sueño seguía pesando ahora sobre él. Se filtraban rayas de luz por los postigos cerrados pero la casa estaba tan a oscuras que no era posible calcular la hora. El pasillo que atravesó se hacía tan largo como el que había soñado hacía sólo un momento. Ya casi estaba junto al teléfono de la pared cuando le pareció que el silencio después del timbrazo anterior duraba demasiado; que la comunicación se habría cortado cuando él levantara el auricular; como un hilo que se rompe y algo cae en elevado. Voces posibles o imposibles se le anticipaban al acercárselo al oído y preguntar quién llamaba. Una mezcla de agitación y letargo le hizo que no reconociera al principio la voz de Bergamín, débil y áspera a la vez, un poco nasal por culpa del resfriado.

—Abel, ¿por qué tardaba usted tanto en contestar? Venga a la Alianza, lo más rápido que pueda. Imagino que no lo habré despertado…

—¿Sabe usted ya dónde está el profesor Rossman?

—Venga cuanto antes. Salgo de viaje en seguida.

Ahora comprende que el miedo había estado veladamente en la voz de Bergamín, oculto detrás de la urgencia, igual que estuvo más tarde en sus ojos pequeños, llorosos por el resfriado, que le humedecía también la punta de la nariz muy fina, irritada de tanto limpiarse con el pañuelo engurruñido que guardaba en el bolsillo con una especie de sigilo, como si escondiera algo impropio. O tal vez no miedo exactamente, sino un desasosiego que él mismo no reconocería, la inquietud por formas de peligro demasiado variadas o sutiles como para mantenerlas en la conciencia: que el enemigo estuviera avanzando hacia Madrid más rápido de lo que nadie había previsto; que alguien dudara de su fidelidad ortodoxa a la causa a pesar de su trabajo sin descanso en la Alianza y de los artículos tan encendidos de rabia justiciera inflexible que escribía; que lo comprometiera ser visto con Ignacio Abel esa mañana en el patio de la Alianza o haber hecho indagaciones sobre el paradero de su amigo alemán; que se le hiciera tarde para tomar en el aeródromo de Barajas el avión que iba a llevarlo a París, desde donde viajaría inmediatamente a Ginebra, para participar en representación de los intelectuales españoles en el Congreso Internacional de la Paz. Salió a la escalinata del palacio Heredia Spínola vistiendo un traje formal de viaje vagamente inglés en vez de la camisa abierta y la cazadora de aviador o tanquista y el sol de la mañana de septiembre reveló su palidez extrema y le hizo guiñar los ojos hundidos bajo las cejas, no habituados a tanta claridad, lacrimosos por el catarro inoportuno, fatigados de tanto trabajo a la luz de la lámpara del despacho sombrío en el que podía pasarse la noche entera escribiendo artículos o romances con una letra meticulosa y diminuta, corrigiendo galeradas de El Mono Azul. Después de llamar a Ignacio Abel se había quedado pensativo con las dos manos juntas delante de la cara, las puntas de los dedos muy flacos rozando la nariz húmeda (con previsible insensatez Abel había preguntado por teléfono lo que no debía, lo que sólo debía ser hablado en voz baja y de tú a tú); había consultado su reloj de pulsera comprobando que retrasaba el reloj enorme y barroco de pared con las armas de los marqueses de Heredia Spínola, que se repetían en toda la decoración del palacio, en los respaldos de las sillas y en los falsos bargueños renacentistas, en los frescos de los techos y en las campanas de las chimeneas; el avión a París tenía prevista la salida a las once de la mañana; llevaba pintada bien visible sobre el fuselaje la bandera francesa de modo que no había peligro de que lo importunaran cazas del enemigo. Se aseguró con su secretaria de que en el patio estuviera dispuesto el automóvil para el aeródromo, en el que ya estaría la cartera con los documentos del viaje, pasaportes, visados, salvoconductos. Se olió con un placer distraído las uñas mientras miraba por encima los periódicos del día, desplegados sobre la mesa enorme del despacho, cada uno con su dosis habitual de noticias favorables pero casi del todo imaginarias, que en ningún momento aliviaban la inquietud, el desasosiego oculto que uno no debía mostrar ni a sí mismo, el miedo que se insinuaba sin que uno se diera cuenta en la mirada oblicua de los ojos, en el parpadeo excesivo, en el tamborileo de los dedos que no sabían quedarse tranquilos y buscaban un cigarrillo o un fósforo o contaban sílabas de versos. Miró el reloj otra vez y se puso la chaqueta de tweed adecuada para el viaje, recogió papeles y los guardó en su cartera de mano, la estilográfica en el bolsillo superior de la chaqueta, ya impaciente, sin sosiego, irritado con Ignacio Abel, que tenía en el teléfono voz de dormido, que aún tardaría mucho en llegar, aunque él bien le había advertido, que se diera prisa, que viniera cuanto antes a la Alianza. «Mariana, me marcho ya, cuando venga el arquitecto Abel le da usted misma las instrucciones. Y dígale de mi parte lo conveniente que es para él cumplir bien la misión que se le encarga.» A Mariana Ríos, por escribir a máquina más velozmente, arrancando hojas y papel de calco nada más terminarlas, se le había desabrochado un botón de la camisa de miliciana y Bergamín veía al inclinarse hacia ella el inicio de su escote. En un salón cercano ya estaba ensayando la orquestina para el baile de disfraces que el poeta Alberti y su mujer llevaban organizando varios días, en homenaje a los escritores franceses de visita en Madrid, aprovechando la abundancia innumerable de trajes de gala y de carnaval hallados en los armarios de los marqueses fugitivos. Bergamín se alegraba de eludir la fiesta gracias a la coartada del viaje. Era un hombre tímido y seco al que amedrentaban las efusiones de alegría colectiva, en las que Alberti y María Teresa León disfrutaban tanto, igual que en las lecturas de versos ante auditorios enfervorizados o en los discursos al final de los banquetes de homenaje a alguien. Alberti tenía un perfil algo aceitoso de artista de cine y un timbre en la voz como de cantor melódico; su mujer, rubia y jamona, con una boca magnífica de labios pintados de carmín y dientes muy blancos, se ponía en jarras y oscilaba ligeramente a su lado, como si de un momento a otro fuera a cantar una jota, en vez de a leer una proclama o a recitar un romance de guerra. Ahora la oía, hablando muy alto, por encima de las discordancias de los instrumentos que ensayaban, dando instrucciones. Él, Bergamín, cuando hablaba en público, separaba muy poco los labios y los acercaba demasiado al micrófono, y se encogía instintivamente de hombros en vez de sacar el pecho y levantar la barbilla como Alberti; hasta cuando levantaba el puño en el momento en que se cantaban los himnos lo hacía como encogiéndolo en vez de apretándolo, y era consciente de su propia actitud igual que de su voz débil cantando fuera de tono La Internacional, borrada por el clamor de las otras. ¿No lo verían un poco ridículo —ahora, cuando al salir del vestíbulo a la escalinata del palacio le dio de golpe el sol en los ojos— los milicianos y los chóferes que trajinaban en el patio, entre las camionetas que entraban y salían, los operarios que trasladaban con toda clase de miramientos cuadros, esculturas, cajas de libros, tantos objetos de valor rescatados de iglesias en peligro de ser incendiadas o de palacios abandonados por sus dueños, desiertos a veces y vulnerables al saqueo después de que los dueños hubieran sido detenidos o ejecutados? Cirugía implacable de la justicia popular. La frase la había escrito él mismo, con esa letra pulcra y tan diminuta que le dañaba todavía más la vista. La recordó al ver, no sin contrariedad, que Ignacio Abel estaba cruzando la verja de entrada, muy agitado, por una vez sin corbata, temiendo que él ya se hubiera marchado. Habría preferido no verlo. Un minuto más y lo habría visto apresurarse en vano detrás de la ventanilla del automóvil que ahora estaba esperándolo al pie de la escalinata, un Hispano—Suiza reluciente que tal vez había pertenecido también a los dueños del palacio, y sobre el que no había siglas pintadas a brochazos, sino un letrero moderno y discreto en semicírculo sobre el metal negro de las portezuelas, Alianza de Intelectuales Antifascistas—Presidencia. Ignacio Abel ya lo había visto. Bergamín le hizo un gesto para que se apartara con él al interior del vestíbulo, donde las vidrieras emplomadas difundían una claridad de ópalo teñida de colores vivos, rojos, amarillos, azules.

—¿Sabe usted ya dónde tienen al profesor Rossman?

—No tan alto, Abel, más despacio. Despacito y buena letra, según el dicho español. Se está comprometiendo usted y también me compromete a mí. Ya es una imprudencia ir preguntando por ahí por alguien que no parece trigo limpio. He averiguado algo, no mucho. Ni a su amigo de usted ni a usted mismo les conviene que se haga demasiado ruido sobre este caso.

—Lo han detenido por error, estoy seguro.

—No esté usted seguro de nada en estos tiempos. Nuestros amigos soviéticos estaban seguros de Bujarin y de Kamenev y Zinoviev y mire las conspiraciones monstruosas que andaban tramando, y que ellos mismos han acabado por confesar. Nos enfrentamos a un enemigo que no tiene compasión y que por desgracia no se encuentra sólo al otro lado de las líneas del frente. Aquí en Madrid también actúan. Ya sabe lo que dice el presuntuoso del general Varela en la radio facciosa: que tiene cuatro columnas para atacar Madrid y una quinta que le conquistará la ciudad desde dentro. Están entre nosotros y actúan impunemente aprovechándose de la confusión que ellos mismos sembraron al sublevarse y de los escrúpulos morales y los legalismos que a nosotros nos paralizan…

—De qué legalismos me habla usted, Bergamín. Ahora mismo he visto varios cadáveres junto a las verjas del Retiro cuando venía hacia aquí. Los cargan en los camiones de la basura como si fueran fardos y la gente se ríe.

—¿Y no se pregunta usted qué habrían hecho para acabar así? ¿No lee usted los periódicos, no escucha la radio? Creen que los suyos están al llegar y se preparan para facilitarles la conquista. ¿No sabe usted que disparan desde las terrazas y desde los campanarios de las iglesias? Pasan en coches a toda velocidad delante de los cuarteles y ametrallan a los milicianos de guardia, y a quien se les ponga por delante. Bombardean con sus aviones los barrios populares y no tienen ningún reparo en que mueran mujeres y niños. Se lo dije el otro día y vuelvo a repetírselo: no fue el pueblo quien empezó esta guerra. No podemos permitirnos ninguna debilidad ni ningún descuido. No podemos fiarnos ni de nuestras sombras. Hágame un favor y hágaselo usted mismo. No tengo tiempo de explicarme demasiado porque he de estar en el aeródromo dentro de media hora. Arriesgándome mucho y por consideración a usted he hecho averiguaciones y puedo asegurarle que su amigo no corre peligro inminente…

—Dígame dónde está. De qué lo acusan.

—Me pide usted demasiado. Ni yo mismo lo sé.

—Dígame quién lo tiene al menos. ¿Está en una checa comunista?

—Sea prudente con su lenguaje, Abel. Me aseguran que está retenido por una denuncia que parecía bien fundada, pero que no ha resultado demasiado grave. Lo normal será que lo suelten mañana o pasado. Incluso hoy mismo, quién sabe. Los nuestros no actúan tan a ciegas como usted imagina, hombre de poca fe.

—Dígame dónde tengo que ir y declararé en su favor. Negrín está también dispuesto a avalarlo.

—A Negrín lo acaban de nombrar ministro en el nuevo gobierno… ¿No ha escuchado usted la radio esta mañana?

—Voy a llamar a la hija del profesor Rossman. Lleva dos noches sin dormir.

—Usted no va a ninguna parte, Abel, nada más que a donde yo le diga. Me llamaron esta mañana de la Junta de Recuperación del Patrimonio Artístico pidiéndome un favor y pensé inmediatamente en usted. Están desbordados de trabajo, como se puede imaginar.

—No lo estarían si no se hubieran quemado tantas iglesias.

—¿No se ha parado a pensar, Abel, que siempre le echa usted las culpas de todo a los nuestros? ¿Que sólo ve nuestros errores?

—Los está viendo el mundo entero.

—¡El mundo entero ve lo que quiere ver! —La voz débil de Bergamín se levantó un poco más aguda—. Tienen ojos y no ven, oídos y no escuchan, dice el Evangelio. El mundo entero no ve que han sido aviones facciosos los que han bombardeado el palacio de ese traidor del duque de Alba, y que han sido los milicianos del pueblo los que han arriesgado sus vidas lanzándose en medio del fuego y de los escombros para salvar los tesoros de arte que esa familia de parásitos terratenientes lleva siglos usurpando.

Bergamín miró su reloj. Estaba incómodo y tenía prisa. Desde la esquina del vestíbulo donde conversaba con Abel, su cara pálida teñida por los colores de las vidrieras, vigilaba con miradas furtivas el flujo de gente entre la gran escalera y el patio, inquieto por ver salir a André Malraux, que iba a ir con él en el viaje.

—Hablando de tesoros. Habrá oído usted hablar del retablo del altar mayor de la capilla de la Caridad en Ulescas. Tiene cuatro pinturas del Greco, nada menos. Los de la Junta nos han pedido ayuda para rescatarlo…

—¿El enemigo está ya cerca de Illescas?

—No se asuste, Abel. No vaya a oírlo alguien y a pensar que es usted un derrotista.

—Cuando no es por una cosa es por otra. Está visto que no acierto con usted, Bergamín.

—No se me enfade. Me alarma la ingenuidad política de usted, y quisiera despabilarlo, o por lo menos protegerlo. Como usted sabe, las milicias están haciendo retroceder al enemigo en todos los frentes, el de Talavera incluido. Si los fascistas no han sido capaces de tomar Talavera, con fuerzas muy superiores y mejor armadas que las nuestras, ¿cómo van a aproximarse a Illescas, que está mucho más cerca de Madrid? El problema es distinto. Nos han avisado de que en Illescas esos muchachos algo delirantes de la FAI se han hecho con el poder y han decidido proclamar el comunismo libertario. Por ahora ya han eliminado la propiedad privada y el dinero, y han convertido la capilla de la Caridad en almacén de víveres colectivizados. Un concejal socialista consiguió llamar ayer desde el único teléfono del pueblo a la Junta de Patrimonio. En la comuna se está debatiendo qué se hace con el retablo, si se vende para recaudar fondos y comprar armas, que es la postura de los más templados, o directamente se quema en una hoguera en medio de la plaza. No me mire con esa cara, Abel. No podemos reprochar al pueblo que no aprecie lo que no se le ha enseñado a admirar. Con la ayuda de nuestros amigos del Quinto Regimiento hemos preparado una pequeña expedición de rescate. Discreta pero enérgica. Unos cuantos milicianos bien armados y provistos de un decreto de la Dirección General de Bellas Artes autorizándolos a retirar del retablo las pinturas del Greco y a guardarlas temporalmente en los sótanos del Banco de España, como se está haciendo con tantas otras obras valiosas en peligro. Usted es la persona indicada para dirigir la operación. No me proteste. Se lo he dicho varias veces: hágase ver; hágase útil. Signifíquese en su lealtad a la República con actos y no sólo con palabras. Aunque con palabras también le conviene. ¿Cómo es que no firmó usted el manifiesto de adhesión al régimen de los intelectuales?

—Nadie me lo pidió.

—Todo tiene remedio. Escríbame algo para el próximo número de El Mono Azul Unas cuartillas sobre lo que a usted le parezca, la arquitectura en la nueva sociedad, o algo como lo que me dio para Cruz y Raya, que gustó tanto. Los maestros de la arquitectura popular, tan anónimos como los autores de los romances antiguos. Y haga el favor de salir cuanto antes para Illescas. Habrá una camioneta de la Alianza esperando en la esquina de Recoletos. El tiempo apremia, Abel.

—Déme usted su palabra de que no va a pasarle nada al profesor Rossman.

—Yo no puedo prometer nada. No soy quién. Actúe usted como le aconsejo y no le hará falta ninguna promesa. Si se dan prisa pueden estar de vuelta con las pinturas esta misma tarde. Pregúntele a Mariana. Le he encargado que se ocupe de todo. Ella tendrá un recado para usted.

Esta vez no le ofreció la mano al despedirse. Vio bajar a un hombre alto, con cazadora y pantalones abolsados y botas como de equitación, con un perfil arrogante, y para ir más rápido a su encuentro se olvidó de Ignacio Abel, no sin antes avisarle de quién era:

—Ahí va Malraux.

Por qué se había dejado insensatamente llevar; aceptado una promesa de Bergamín que ni siquiera llegaba a serlo (los ojos pequeños y húmedos bajo las cejas excesivas rehuían su mirada exigente, la necesidad de una certeza); por qué en vez de subir a la camioneta que iba a llevarlo a un destino inseguro y probablemente peligroso no se marchó de la Alianza para seguir buscando al profesor Rossman, que esa mañana era posible que aún estuviera vivo. Los milicianos que tomaban el sol en la entrada en sillones de orejas sacados del palacio —fumaban plácidamente y charlaban en la acera soleada, los fúsiles cruzados sobre el regazo— no habrían hecho nada por retenerlo. Las cosas tienen remedio durante un cierto tiempo casi siempre muy breve y luego suceden y ya son irreparables. Pero él se aturde muy fácilmente en cualquier situación de emergencia o de simple confusión; se queda paralizado justo cuando sería necesaria una acción inmediata. Había salido al patio y un miliciano vino a avisarle de que la camioneta ya estaba preparada y en marcha, los hombres dispuestos. La secretaria de Bergamín bajó taconeando por la escalinata de mármol para darle una carpeta con documentos cuyo contenido repasó delante de él a toda prisa, sin darle tiempo a enterarse de nada. Qué raro haber perdido con tanta facilidad la sensación casi arrogante de dominio que llegó a ser un rasgo de su carácter cuando tomaba decisiones y daba órdenes en las obras de la Ciudad Universitaria. Sonaba la orquestina en alguna parte y al mismo tiempo las linotipias con su trepidación hidráulica; había órdenes y gritos a su alrededor, motores roncos y cláxones en el patio, taconazos de botas, estrépito de armas. Por las estancias donde sólo dos meses atrás se deslizaban criados con libreas y doncellas de uniformes negros y cofias ahora hervía un desorden de hombres con alpargatas, caras sin afeitar, monos azules y fusiles al hombro; de mujeres con gorros milicianos y pistolas al cinto. La guerra era un estado de impremeditación y de prisa, una teatralidad atolondrada y convulsa en la que él era arrastrado sabiendo aturdidamente que no debería dejarse llevar y que le faltaba el coraje o la simple destreza para resistirse. Nunca ha sabido reaccionar en situaciones de trastorno. Se quedaba inmóvil como un animal delante de unos faros y al no hacer nada aumentaba el peligro; si hacía algo era fútil y erróneo y él lo sabía pero no era capaz de remediar su propia incompetencia. En alguno de los calabozos improvisados de Madrid, en un sótano oscuro donde los presos amontonados apenas podían verse las caras, el profesor Rossman tal vez esperaba todavía que se abriera una puerta y alguien dijera su nombre, consciente de que en todo Madrid Ignacio Abel era la única persona que podía salvarlo. Habría debido recurrir de nuevo a Negrín, ahora más influyente y más activista todavía, recién nombrado ministro, esa misma mañana. De un salón de grandes puertas entornadas (marcos dorados, maderas bruñidas en las que estaba tallado el escudo de los marqueses de Heredia Spínola) vino el sonido del cornetín que anunciaba en la radio los partes de la guerra y la gente vino de todas partes para congregarse alrededor de un aparato tan pomposo como los bargueños y los aparadores del palacio. Milicianos, secretarias, operarios que dejaron de trasladar cuadros y cajas de libros, músicos que interrumpieron su ensayo, unas muchachas medio vestidas con trajes de baile y pelucas del siglo XVIII. Ignacio Abel tenía a su lado el perfil atento de la secretaria de Bergamín. Sonaron los primeros compases de solemne bullanga del Himno de la República y la voz melodramática del locutor declamó: «¡Atención, españoles! ¡Se ha constituido el Gobierno de la Victoria!» Voces entusiastas y aplausos aclamaban cada vez que se decía el nombre de uno de los nuevos ministros, ahora socialistas y comunistas. Pero casi nadie aplaudió al oír el de Juan Negrín López como ministro de Hacienda, porque probablemente no lo conocían. Se reclamaba silencio con dificultad: la voz retórica del locutor anunció la intervención del nuevo presidente del consejo, don Francisco Largo Caballero. Como tantas veces en su vida Ignacio Abel se veía rodeado de un fervor que hubiera deseado compartir y que sin embargo acentuaba su sentimiento de distancia, su instinto de observar desde fuera. Qué raro que en esas caras tan jóvenes la tosca oratoria de Largo Caballero, su manera insegura de hablar delante del micrófono —un hombre viejo, desconcertado por los inventos modernos— despertara una atención, un entusiasmo tan unánimes. La unión inquebrantable de todas las organizaciones del Frente Popular era la garantía de la derrota inminente de los agresores fascistas. El enemigo retrocedía en todos los frentes, resistiendo a la desesperada los impetuosos ataques de las heroicas milicias obreras. El pueblo español expulsaría a los mercenarios moros y a los invasores enviados por el nazismo alemán y el fascismo italiano igual que había expulsado en la guerra de la Independencia a los ejércitos de Napoleón. A cada viva enunciado por Largo Caballero la gente agrupada en torno a la radio respondía con un viva que restallaba en el salón. Puestos en pie alzaban los puños cantando La Internacional, tocada por los músicos de la orquestina. También Ignacio Abel levantó el suyo, con una emoción ajena a su voluntad y sin embargo verdadera, despertada por la música y por las hermosas palabras aprendidas de niño en los mítines socialistas a los que lo llevaba su padre: Arriba los pobres del mundo, en pie los esclavos sin pan. «Piensan que de verdad han hecho la revolución: que han triunfado porque ahora ocupan los palacios de Madrid y desfilan marcando el paso con bandas de música y banderas rojas. Se embriagan de palabras y de himnos como si respiraran sin saberlo un aire demasiado rico en oxígeno.» Pero quizás el error estaba en él, y su incapacidad para el entusiasmo era una prueba no de lucidez sino del mezquino endurecimiento de la edad, favorecido por el privilegio, por el miedo a perderlo. Hasta le molestó que el miliciano que vino a buscarlo le hablara de tú, no sin irritación: «Dónde te metes, camarada, estábamos buscándote, ya pensábamos que habrías chaqueteado.»

Salía de la Alianza obedeciendo los modales bruscos del miliciano y hubiera debido marcharse a buscar a Negrín, que estaría en la presidencia del consejo, al comienzo de la Castellana, tan cerca que habría podido llegar caminando en menos de quince minutos. A Negrín nada lo aturdía. En condiciones excepcionales se desataba certera y enérgica su formidable capacidad de acción. Ya no había remedio: habían llegado junto a la camioneta con el motor en marcha y el miliciano que lo acompañaba subió de un salto a la caja, donde los otros aguardaban, sentados a la sombra del toldo, riendo mientras fumaban cigarrillos y se pasaban una bota de vino; sentados sobre bidones de gasolina y fumando y encendiendo cigarrillos con toda naturalidad. La guerra era una tarea de jóvenes. Los viejos que actuaban en ella lo hacían con una vileza fría de inductores o atrapados ellos mismos en un delirio de retórica imbécil y monstruosa vanidad. En la parte delantera, de pie junto a la cabina, aguardaba el conductor, todavía más joven que los otros, con una cara redonda de niño grandón, sin gorra, con gafas redondas y un pelo rizado que visiblemente intentaba aplastar peinándolo hacia atrás con fijador. Al ver a Ignacio Abel se llevó el puño a la sien en un saludo demasiado enérgico para su cuerpo redondeado y su ancha cara infantil. La guerra era un matadero inmundo de gente indefensa y de hombres muy jóvenes. Vestido con marcialidad estrafalaria —zapatos de oficinista, pantalón de obrero, chaqueta de paisano, correaje, pistola— parecía un recluta destinado al batallón de los torpes.

—Don Ignacio, ¿no se acuerda usted de mí?

En la cara muy joven distinguió signos perdurables de una infancia que le había sido familiar: el conductor enrojeció al sonreír, con la incomodidad de alguien muy tímido.

—Miguel Gómez, don Ignacio. El hijo de Eutimio, el capataz de la Facultad de Medicina…

—¿El comunista?

—¿Eso le ha dicho mi padre? De la Juventud Socialista Unificada, por ahora.

—Miguelito…

Ignacio Abel le puso las dos manos en los hombros, venciendo la tentación de atraerlo hacia él, como habría hecho no muchos años atrás. Tendría ahora veintiuno, o veintidós como máximo, pero seguía siendo gordito y no había crecido mucho. Sólo sus ojos tenían ya una intensidad de vida adulta y angustiada, de fiebres intelectuales alimentadas de lecturas hasta altas horas de la noche y de debates extenuadores sobre filosofía y política. «El chico me ha salido tan lector como le salió usted a su padre que en paz descanse», le decía Eutimio. Acordarse de que se llamaba como su padre y como su propio hijo le dio a Ignacio Abel un acceso de ternura: él había sido su padrino, y Eutimio le había pedido permiso para darle el nombre de su padre. Lo reconoció del todo al verlo subir con torpeza al asiento del conductor, la funda de la pistola enredándose con la manivela de la puerta. Había sido un niño tardío, el último de los cinco o seis de Eutimio, y de pequeño era débil y pareció varias veces que fuera a morirse de calenturas o a enfermar de los pulmones. Puso en marcha la camioneta con un acelerón brusco que provocó carcajadas y caídas en la parte de atrás, tal vez intimidado por la cercanía de Ignacio Abel, que había sido una presencia tutelar y misteriosa en su infancia, el padrino al que lo llevaban a visitar a veces a una casa con ascensor y escaleras de mármol que a él se le antojaban inmensas, aunque su padre y él no las pisaban ni tomaban el ascensor porque subían a pie por la escalera estrecha y oscura de servicio; el protector lejano del que le venían juguetes y libros en el día de su santo; el que había mediado cuando se hizo algo mayor para que en vez de ir a trabajar de aprendiz a las obras como sus otros hermanos pudiera estudiar el bachillerato (quizás porque influyó sobre los curas del colegio para que lo admitieran gratis, o porque se había encargado él mismo secretamente de pagar sin decírselo a nadie). Una criada les abría la puerta con aire de desdén y les hacía pasar a un cuarto con una ventana que daba a un patio interior. Esperaban en silencio, en penumbra, su padre muy tieso en la silla, incómodo en las botas que se ponía muy pocas veces y crujían cuando caminaba y le apretaban los pies; él sentado en una silla tan alta que los pies le colgaban rozando apenas el suelo con las puntas. Entraba una mujer vestida con un mandil blanco y él pensaba tontamente que sería la señora y hacía ademán de ponerse en pie, con la gorra en la mano, pero era sólo otra criada. Como cuando era niño a Miguel le costaba sostener la mirada de su antiguo padrino y hablarle con naturalidad. «Dale las gracias a don Ignacio. Bien alto, que no te sale la voz del cuerpo.» Conducía muy atento a la carretera, consciente de la mirada de Ignacio Abel, temiendo parecerle torpe o cometer algún error, el pecho adelantado sobre el volante, las gafas de miope deslizándose por la nariz a cada tumbo de la camioneta. El niño de otros tiempos era un hombre con una sombra de barba en el mentón y una pistola al cinto, con una vida autónoma y desconocida, en gran parte indescifrable, tanto al menos como el hermetismo de sus convicciones ideológicas. Le gustaba decir su nombre en voz alta, Miguel, como mi padre muerto hace tantos años, como mi hijo al que no sé cuándo veré y que si vuelvo a verlo habrá dado ya una gran zancada en el tiempo que al apartarlo de la infancia lo alejará de mí aún más irreversiblemente que la distancia física.

—Su Miguelito estará ya hecho un hombre.

—Doce años va a cumplir.

—Qué bárbaro. Usted los llevaba a él y a la niña a la Ciudad Universitaria y mi padre estaba prevenido y me llevaba a mí también para que los cuidara y jugara con ellos. Cómo se peleaban. Se arañaban como los gatos.

—Tu padre me cuidaba a mí cuando trabajaba en la cuadrilla del mío.

Habían cruzado el puente de Toledo y ahora subían la cuesta polvorienta de Carabanchel. Al ver la banderola roja del Quinto Regimiento que ondeaba a un lado de la cabina los milicianos de los controles se hacían a un lado para dejarlos pasar, levantando los puños. Grupos de hombres cavaban con desgana trincheras que eran más bien zanjas muy poco profundas a los lados del camino. Con los cigarros en la boca, los gorros cuarteleros echados hacia atrás, con un aire de gente de ciudad poco acostumbrada a esas tareas rústicas. Pensó en un cartel que ahora estaba en todas las calles, en una alta lona con letras rojas que cubría entera una fachada de la Puerta del Sol: ¡fortificad Madrid!

—Es verdad que su padre de usted fue uno de los fundadores del Partido Socialista?

—A tanto no creo que llegara. Pero se afilió muy joven, y también al sindicato. Pablo Iglesias le tenía mucho cariño. Una vez le encargó una pequeña obra que tenía en su casa.

—Mi padre me ha contado que estuvo en su entierro. ¿Usted se acuerda?

—¿Pablo Iglesias? Tu padre es un poco fantástico. Lo que hizo fue mandar una carta a mi madre, que un compañero del sindicato leyó en voz alta en el cementerio. La calle Toledo estaba llena de gente, los trabajadores de la construcción de Madrid agrupados por oficios, los directivos de la UGT. Las vecinas murmuraban porque era un entierro civil. Mi madre era muy religiosa, pero cuando llegó el párroco de San Isidro le dio las gracias y le dijo que no hacía falta que se quedara, que ya iría ella sola a rezar, pero que a su marido iba a enterrarlo como él habría querido.

Se quedaron en silencio, absortos en la carretera recta, en el paisaje horizontal y seco, aturdidos por el estruendo del motor y las sacudidas de la camioneta. Durante un largo trecho el campo deshabitado los oprimió con una sensación de intemporalidad que borraba el presente convulso, el de la guerra y Madrid. Pasaban junto a casas de labor con grandes corrales que parecían abandonadas, junto a extensiones de trigales segados y de barbechos en los que aún tardarían en empezar las labores otoñales. A lo largo de la tapia baja y encalada de un cementerio resaltaba al sol un letrero en grandes brochazos rojos: biva rusia uhp. A la entrada de un desvío hacia un camino de tierra que debía de llevar a alguna aldea invisible desde la carretera había un puesto de control custodiado por dos campesinos con sombreros de paja y escopetas de caza, con cananas de munición teatralmente cruzadas sobre el pecho. Habían atravesado un carro en el camino y a los dos lados habían dispuesto como dos espantapájaros un Cristo crucificado con una larga melena de pelo natural ondeando al viento y una Virgen con enaguas y faldones barrocos, con lágrimas de cristal y un corazón de plata que brillaban desde lejos heridos por el sol. Pero no duró mucho la impresión del desierto: un camión y un autobús de línea cargados de milicianos los adelantaron con gran estrépito de cláxones, de gritos y disparos al aire, camino de Toledo, envolviéndolos en una nube densa de polvo. Un poco más allá fueron dejando atrás una columna muy lenta de viejos vehículos militares, de automóviles con colchones atados sobre los techos y camionetas protegidas por absurdas chapas de blindaje. «Cuando éstos lleguen a Toledo ya se habrá rendido el Alcázar», dijo Miguel Gómez, sin sonreír a su propia ironía, «por aburrimiento». En el silencio había crecido la extrañeza entre los dos: la distancia de los años y la del recelo político; la ansiedad de Miguel por su propia condición, por su instinto de gratitud y a la vez de resentimiento hacia el hombre que le había costeado el bachillerato y que le habría ayudado incluso a hacer una carrera si él hubiera querido, si el deseo de no seguir agradeciendo y por lo tanto reconociendo una ofensiva inferioridad no hubiera sido más poderoso que su vocación vacilante o su ambición de ascenso social. Pero aun así no había escapado de una deuda que nunca podría pagar: estudiando por las noches se hizo delineante y aprobó los exámenes sin mucho esfuerzo y sin ayuda de nadie; pero el puesto que obtuvo en la oficina técnica del Canal de Lozoya no lo habría conseguido, a pesar de su expediente magnífico, de no ser por la ayuda discreta de su antiguo padrino, al que desde hacía años ya no visitaba, y al que ni siquiera veía. Era su padre quien se encargaba de suministrar la coartada: «Si los hijos de los que mandan se colocan por enchufe, ¿por qué no vamos a dejar que don Ignacio te eche una mano a ti, que tienes más méritos que todos ellos juntos?» Ahora lo remordía el temor a que Ignacio Abel pensara que para no ir al frente se había emboscado en las oficinas de Recuperación del Patrimonio Artístico; que como tantos otros exhibía correaje y pistola para disimular la comodidad de un puesto en la retaguardia. «Si me dejaran ir a pelear», dijo, señalando con un gesto desdeñoso de la cabeza el convoy que se había quedado atrás. «Tú no tienes la culpa de ser corto de vista», dijo Ignacio Abel. «Tu padre lo achacaba siempre a la afición por los libros.» «Y además tengo los pies planos», murmuró Miguel Gómez, con menos resignación que escarnio de sí mismo, mientras apretaba las manos sobre el volante para tomar una curva alrededor de una colina pelada de tierra caliza hendida por la erosión. Al menos conducir sí sabía, y poco a poco se le había quitado el nerviosismo de hacerlo mientras era observado por Ignacio Abel. Apretaba el volante aunque le sudaban las palmas de las manos más de lo que hubiera querido, y notaba la espalda húmeda, aunque la mañana no era muy calurosa. Sin darse cuenta adelantaba mucho el cuerpo sobre el volante como para fijarse mejor en la carretera, percibiendo con desagrado el temblor de su cara carnosa por culpa de los tumbos que iba dando la camioneta. Olió a quemado, a humo. Quizás se estaba calentando demasiado el motor: porque la camioneta era vieja y había sido muy maltratada últimamente, o porque él conducía con demasiada torpeza, con acelerones y frenazos, con un exceso de cautela. Olía a quemado pero no sólo a gasolina; en el aire había una neblina incierta que se hizo más visible según daban la vuelta a la colina y el paisaje otra vez horizontal volvía a desplegarse ante ellos. Algo temblaba ahora, retumbaba, muy hondo, como debajo de la tierra, como un trueno o como un tren subterráneo, como un mazo que golpeara un tambor inmenso, muy lejos y muy cerca, debajo de ellos y de las ruedas de la camioneta y también vibrando en el aire, algo que ninguno de los dos había escuchado nunca, que no era la conmoción de las bombas que caían de noche sobre Madrid. El retumbar se mezclaba con el silencio y la quietud del campo y el olor a humo que aún no sabían de dónde llegaba, humo de gasolina y algo más, ahora más denso y sofocante, de metal caliente, de neumáticos quemados. Uno de los milicianos que viajaban en la caja de la camioneta dio unos golpes en el cristal trasero de la cabina, diciendo algo que no llegaban a oír. «No podemos estar cerca del frente», dijo Miguel Gómez, el sudor ahora haciéndole resbalar las manos en el volante, mojándole la espalda, «no pueden haber avanzado tanto.» « ¿No nos habremos equivocado de carretera? » Ignacio Abel buscaba señales de tráfico, algún indicativo de la distancia que los separaba todavía de Toledo, pero no veía ninguno, ni tampoco casas cercanas, ningún pueblo en la lejanía. Seguían avanzando, pero el olor era cada vez más intenso, aunque todavía no distinguían el humo, y esa falta de indicios visuales acentuaba la alarma. Olía más fuerte a neumáticos quemados y a algo más, y los dos tenían los ojos fijos en la carretera, que ascendía ahora, limitando mucho su campo de visión. El miliciano golpeaba el cristal con el cañón del fusil, hacía gestos, pero Miguel Gómez no se volvía, incapaz de tomar una decisión, pisando el acelerador en la cuesta arriba, con una obstinación inútil, porque el motor no daba mucho más de sí, y probablemente se estaba recalentando demasiado. Ahora el humo sí era visible: a lo que olía además de a neumáticos era a carne quemada, y el retumbar era mucho más fuerte, aunque no del todo más próximo, como más hondo todavía en el interior de la tierra.

En lo alto de la cuesta el humo los cegó del todo. Ignacio Abel le gritó a Miguel Gómez que parara y él mismo se echó hacia el volante para desviar la camioneta. El desierto se convertía de golpe en cataclismo y confusión y multitud. Delante de ellos había una hoguera enorme y algo que parecía una montaña de chatarra y era el autobús que los había adelantado menos de una hora antes, volcado en mitad de la carretera, ardiendo. Cuerpos quemados sobresalían por las ventanillas: caras derretidas a medias en las que los rasgos tenían una consistencia de goma. Entre los jirones de humo negro se movía avanzando hacia ellos una desbandada de figuras humanas que ocupaban la carretera y la desbordaban como una inundación: gesticulaban y abrían las bocas pero no se llegaban a escuchar las voces, ahogadas por el retumbar de las explosiones y los cláxones de motocicletas, automóviles, camiones, atascados entre el desorden de la gente y detenidos sin posibilidad de maniobra por el autobús incendiado. «Da marcha atrás, da media vuelta», dijo Ignacio Abel, mientras los milicianos seguían golpeando el cristal, sus caras pegadas a él, muy serias ahora, deformadas por el pánico. Pero el motor se paró y Miguel Gómez no lograba encenderlo de nuevo, girando una y otra vez la llave de contacto, resbaladiza en sus dedos húmedos, tan atolondrado que los pies le temblaban y no acertaba a saber cuándo pisaba el freno y cuándo el acelerador. Ahora oían largos silbidos de obuses y unos segundos después la tierra se levantaba en los campos de labor cercanos a la carretera como los chorros súbitos de lava de una erupción. Entre el humo distinguían las caras acercándose, milicianos que corrían en desorden y tiraban las armas para huir más aprisa, campesinos viejos, mujeres con niños en brazos, animales agobiados bajo cargas inverosímiles, colchones y camas enteras y pilas de sacos y maletas, sillas, máquinas de coser, los grandes ojos de los mulos agrandados por el pavor, las bocas abiertas que buscaban aire y respiraban humo tóxico, los cuerpos atropellándose mientras al fondo de la carretera, entre una línea de árboles, se distinguían fulgores rojizos y columnas de humo. En la luz de la mañana había ahora una opacidad de eclipse. La camioneta se puso otra vez en marcha con una sacudida pero en vez de retroceder Miguel Gómez pisó el acelerador, yendo en línea recta no sólo hacia el autobús incendiado sino también hacia la confusión de vehículos y milicianos y animales y campesinos fugitivos. Inmóvil a un lado de la carretera, con las piernas separadas, con los tacones de las botas hincados en el polvo, con la cabeza descubierta, un oficial del ejército braceaba y daba gritos agitando una pistola, amenazando a los milicianos que se apartaban de él y abandonaban la carretera para huir más rápido, tirando no sólo las armas, sino también, algunos, los viejos cascos de acero franceses de la Gran Guerra, las cantimploras, las cananas con la munición, saltando sobre cadáveres y maletas reventadas, sobre equipajes abandonados por otros fugitivos, corriendo sobre los surcos secos de la tierra de labor, tirándose al suelo con las cabezas encogidas y las manos sobre la nuca cuando oían acercarse de nuevo el silbido de un obús. Vamos a atropellar a alguien y ni siquiera nos daremos cuenta; la gente desesperada por huir va a agarrarse como sea a los lados de la camioneta y va a volcarla y ya no podremos salir de aquí; de un momento a otro el enemigo todavía invisible al otro lado de la hilera de árboles vendrá hacia nosotros y nos quedaremos fascinados e inmóviles viendo los jinetes que se aproximan, los mercenarios moros que levantan los sables y chillan en la ebriedad de un galope que los lleva a la matanza o a la muerte propia, los legionarios que saben avanzar con las bayonetas caladas o esperar en un alto con la ametralladora dispuesta y segar sin esfuerzo a los milicianos atolondrados y temerarios que no saben lo que es una guerra, que se imaginan la guerra como uno de esos desfiles por Madrid en los que marcan el paso sin marcialidad con los fusiles al hombro y el puño pegado a la sien, pisando los adoquines no con resonantes botas militares sino con alpargatas de obreros. Ignacio Abel asistía tan sonámbulamente a sus propios pensamientos como a los jirones entrecortados de imágenes que se desplegaban ante él, sumergiéndolo en una irrealidad que borraba el miedo y dejaba el tiempo en suspenso. A su lado, oliendo muy fuerte a sudor, tal vez a orines, a higiene insuficiente, Miguel Gómez conducía la camioneta dando volantazos, acelerando y frenando, limpiándose el sudor de la frente y de los ojos, los dedos gruesos debajo de los cristales de las gafas. Un carro venía hacia ellos, tirado por un mulo desbocado, un carro campesino del que iban cayendo a los lados maletas y muebles viejos y que nadie guiaba, seguido por una banda de perros furiosos que ladraban, que se enredaban entre las ruedas y entre las patas del mulo. Vamos a volcar y ya no podremos salir de aquí. Entre los árboles se vislumbraban ahora siluetas a caballo, y grupos de milicianos despavoridos corrían delante de ellas. Nadie les manda, nadie les ha enseñado a protegerse ni a retirarse con orden, probablemente muchos de ellos ni siquiera han aprendido a disparar, no hay tiempo para enseñarles, ni armas ni municiones suficientes, tan sólo les han llenado las cabezas de palabras y de himnos y los han metido en un camión y los que no han muerto segados por la metralla o no se han quedado paralizados por el miedo ahora huyen sintiendo a sus espaldas el redoble de los cascos de los caballos, el silbido de los obuses, el vendaval de la metralla que levanta cerca de ellos remolinos de tierra y sacude y hace trizas las ramas tiernas de los árboles. «A la derecha», se oyó a sí mismo gritar, girando el volante de un manotazo, «acelera, no te pares ahora»: al lado derecho de la carretera había una casa incendiada y delante de ella un caballo con el vientre abierto y las vísceras derramadas y un perro atado a un árbol que ladraba tensando la cuerda de cáñamo que lo sujetaba, y un poco más allá, visible un momento y luego borrado por el humo, el arranque de un camino, casi perpendicular a la carretera. La camioneta se inclinó al tomar el desvío y pareció por un momento que se volcaría en la cuneta, pero en seguida recuperó el equilibrio, rodando ahora sin ningún sobresalto, por un terreno deshabitado de nuevo, en el que la guerra se quedaba atrás tan repentinamente como había irrumpido ante ellos. Se amortiguaba el temblor en la tierra, y los silbidos de los obuses sonaban ya débilmente. Sobre la curva de una loma cercana resaltaba una línea de casas de color tierra y la torre de una iglesia. Del morro destartalado de la camioneta había empezado a levantarse una columna de humo.

—Habrá que parar en algún sitio, don Ignacio. Tenemos que poner agua en el radiador. El motor está ardiendo.

—¿Tienes idea de dónde estamos?

—Soy un desastre. Me he perdido.

—No te preocupes. Preguntaremos en ese pueblo. Seguro que por aquí encontramos un camino de vuelta a Madrid.

—Pero tenemos que ir a Illescas, don Ignacio. Nos han encomendado una misión.

—Primero habrá que procurar que no nos maten.

—¿Ha visto usted a los fascistas? ¿Ha visto cómo brillaban los sables de los moros?

—Ve más despacio ahora. Parece que no se ve a nadie en la entrada del pueblo.

—¿No lo habrán evacuado?

No haber llegado a saber el nombre del pueblo acentúa en la memoria de Ignacio Abel su condición de lugar fantasma. Había una fuente con varios caños a la entrada y Miguel Gómez detuvo junto a ella la camioneta. Los tres milicianos bajaron de la caja con saltos enérgicos, desentumeciéndose, gastando bromas mientras intercambiaban cigarrillos. ¿A quién se le había ocurrido mandarlos a ellos a buscar cuadros, como si trabajaran en una empresa de mudanzas, en vez de dejarlos que fueran a matar fascistas? Eran muy jóvenes y no se acordaban ya del miedo que acababan de pasar; la evidencia del peligro y el espectáculo dé la muerte no parecían dejar en ellos impresiones duraderas. La guerra tenía de nuevo algo de excursión jocosa, de aventura imaginaria. Cerca de ellos Miguel Gómez estaría siempre amedrentado: el torpe contra el que fácilmente se confabularán los otros, el que será objeto de las bromas. Lo respetaban algo porque Ignacio Abel estaba delante. «¿Y ahora qué hacemos, camarada? ¿Nos vamos a volver a Madrid sin esos cuadros y sin cargarnos siquiera a unos cuantos facciosos?» Jugaban a apuntarse con los fusiles: a levantar los brazos en posturas dramáticas, con un histrionismo jovial entre de barracón de tiro y película de vaqueros. Cada uno de los tres iba vestido con aproximaciones diversas a la uniformidad militar: el que llevaba un mono completo calzaba sin embargo zapatos de dos colores; otro vestía una chaqueta y un pantalón como de oficinista pero se había puesto un picudo gorro cuartelero con una borla roja; el que un poco antes golpeaba el cristal trasero de la cabina con cara de pánico ahora chupaba pensativamente un palillo de dientes, apoyándose en un mosquetón que ya estaría en desuso cuando la guerra del 14. Más allá de la fuente se curvaba la calle única del pueblo, en dirección a una plaza pequeña con soportales donde estaba la iglesia. No había ni un árbol, ni una sombra. Ignacio Abel se lavó la cara en la fuente, secándose con el pañuelo que esa mañana no había olvidado de doblar en el bolsillo superior de su americana. Miguel Gómez había desenroscado el tapón del radiador y dejaba que el motor se enfriara antes de echar el agua. Su espalda era una gran mancha de sudor. Los milicianos habían sacado fiambreras de comida y una bota de vino. Dejaron los fusiles apoyados en el muro de la fuente y se sentaron a comer al sol, dándose codazos, arrebatándose la bota, de la que Miguel Gómez no quiso beber. Quizás se atragantaría si lo intentaba. Ignacio Abel se alejó del grupo, impaciente por quedarse solo, por encontrar a alguien que le dijera dónde estaban y cuál sería el mejor camino para volver a Madrid. Se apartaba y en el silencio seguía oyendo con claridad el chorro de la fuente y las risas de los tres milicianos. En el centro de la calle había algo tirado: una máquina de coser. Un poco más allá, un chal de mujer, una maleta abierta, llena de cubiertos que parecían de plata y de legajos que parecían documentos legales. Empujó una puerta entornada, después de golpear el llamador. Entró en una cocina cóncava como una cueva y negra de hollín en la que humeaban unas ascuas y había un puchero arrimado a ellas. En el aire quedaba un residuo de olor a garbanzos hervidos y a tocino rancio. Algo que se movía en el margen de su visión le provocó un acceso de alarma: un canario en una jaula, revoloteando torpe e inquieto, chocando con los barrotes de alambre. De nuevo en la calle le hirió los ojos el sol vertical después de la penumbra. Las voces de los milicianos se habían interrumpido. O hablaban más bajo o estaban callados, reposando, apoyados en el muro de piedra de la fuente, aletargados por la comida y el vino, mientras Miguel Gómez acarreaba el agua para el radiador o llenaba el depósito de gasolina, laborioso y culpable, íntimamente avergonzado de su incompetencia, rumiando en secreto su disgusto ideológico hacia la frívola holgazanería de los otros. Iba a volver cuando vio algo que sobresalía de la próxima esquina: una alpargata, el filo de un pantalón de pana. Se acercó sabiendo que se arrepentiría y que no era capaz de evitarlo. La alpargata pertenecía al pie de un hombre tirado a lo largo de la pared, que estaba llena de disparos y salpicaduras de sangre. El hombre tenía un pantalón de pana atado con una cuerda y una camisa blanca, y en el centro del pecho un hueco negro de carne reventada y de coágulos de sangre. Estaba tirado boca arriba pero junto a él había otro con la cara contra el suelo y un poco más allá dos o tres más apilados como fardos, y una mujer descalza con los muslos anchos y blancos y un remolino ensangrentado de ropa sobre el vientre. Las moscas zumbaban sobre las heridas, las bocas y los ojos con un rumor de panal. Las duras caras y las manos campesinas tenían una palidez grisácea. El olor a heces y a vísceras era más poderoso que el de la sangre: tan inmundo como el de los barracones de los curtidores al final del Rastro, en las fronteras últimas de los arrabales de Madrid. Una sombra vertical y oscilante se proyectó en la cal de la pared: a un hombre lo habían colgado del gancho de la polea de un pajar. Tenía los ojos abiertos y desorbitados y la lengua muy hinchada le sobresalía de la boca. Le habían cortado las dos orejas. A sus pies se secaba un charco de orines. La orina habría estado goteando de los bajos del pantalón hasta hacía pocos minutos.

El pensamiento fue como si alguien le murmurase al oído: Están aquí; no se han marchado todavía. Por instinto se arrimó a la pared, cerca de las piernas del hombre ahorcado. Tanteó una madera áspera: una puerta. Se deslizó hacia el interior de un zaguán. Era una cuadra. Pisó estiércol. Una gallina opulenta lo miraba con aire de severidad posada en un lecho de paja, encima de un saco de trigo. Nos hemos perdido y hemos ido a caer al otro lado de las líneas. Ninguna señal, ninguna frontera. Madrid era de pronto un lugar tan inalcanzable como América. Avanzan matando, metódicos y exterminadores, con una eficacia sin misericordia ni reposo que nadie puede detener. Descubrirán la camioneta y en unos pocos segundos habrán ametrallado a esos tres muchachos que juegan a la guerra y al pobre Miguel Gómez que ni siquiera acertará a llevarse la mano a la pistola. Un hilo oblicuo de sol atravesaba el suelo de la cuadra: cruzó por él una sombra, y luego otra. Ignacio Abel escuchó con toda claridad el ruido metálico peculiar de un fusil al hombro. Luego un motor que se ponía en marcha, el relincho de un caballo, unos cascos, primero sobre adoquines, luego retumbando en la tierra. En el silencio los minutos tenían la falta de consistencia del tiempo en los sueños. Le asaltó el miedo a que ese motor que había oído hubiera sido el de la camioneta. Pero Miguel no es capaz de marcharse sin mí. Salió a la calle, pegado al muro áspero de adobe en el que la sangre ya se había oscurecido. Al llegar a la esquina de la que sobresalían los pies de uno de los hombres muertos oyó a su espalda el mecanismo del cerrojo de un fusil y una voz bronca que le daba el alto. El miedo fue una punzada en el centro de la columna vertebral. Volvió despacio la cabeza y quien le apuntaba era uno de los tres milicianos, el que llevaba mono azul y zapatos de ciudad de dos colores, tan pálido en la luz hiriente del mediodía como uno de los muertos tirados en la calle, tan asustado como él mismo, igual de desconocido. «Don Ignacio», dijo Miguel Gómez, «dónde se había metido usted».

Avanzaron por carreteras perdidas sin saber si estaban acercándose al enemigo; si se encontraban ya al otro lado de la línea movediza del frente y de un momento a otro iban a caer en una emboscada. Los campos vacíos eran ya una amenaza. En los cruces de caminos no había ninguna indicación. Intentaban guiarse por la posición del sol y dirigirse hacia el norte pero el azar de los caminos los llevaba hacia el oeste y el sur; en esa dirección estaba Talavera de la Reina y por ahí era seguro que empujaba el enemigo. Pero dónde estaban entonces cuando llegaron a ese pueblo sin nombre: probablemente con lo que habían estado a punto de encontrarse no era con una columna regular sino con una avanzadilla, o con un destacamento también perdido. «A la mujer le han cortado la nariz y las orejas», dijo Miguel Gómez. Antes o después de violarla. Ahora era Ignacio Abel quien conducía. Miguel lo había aceptado sin resistencia, humillado, aliviado en el fondo, echado contra el asiento, sujetándose a la manivela de la puerta para amortiguar los golpes por aquellos caminos de tierra endurecida y de polvo que nunca desembocaban en la carretera de Madrid, acordándose una y otra vez con accesos repetidos de náuseas de la cara plana de la mujer sin nariz, de los pies enormes y morados del hombre que colgaba del gancho del pajar. El motor vibraba y rugía roncamente bajo la planta del pie que pisaba el acelerador. Muy pronto empezaría de nuevo a echar humo. Un poco más aprisa, aprovechando al máximo la fuerza escasa y el mecanismo tosco de la camioneta: un poco más aprisa pero en dirección adónde, por la llanura áspera en la que no se cruzaban con nadie, como un país deshabitado después de una epidemia, o abandonado en la víspera de un desastre, campos estériles y casas solitarias con los tejados hundidos, viñedos que se perdían en la distancia, sobre la tierra rojiza, bardales del mismo color que la tierra.

—No nos han visto de milagro. Y esos tres idiotas gastando bromas y haciendo ruido como si no pasara nada.

—O quizás han pensado que éramos más y han salido huyendo. Ellos no podían ser muchos.

—Qué susto me dio de pronto no verlo a usted, don Ignacio. A ver cómo me presento yo a mi padre si a usted llega a pasarle algo.

Una señal tallada en un mojón de piedra les indicó por fin el camino. A Madrid, 10 leguas. Quieren instaurar el comunismo libertario y ni siquiera hemos llegado todavía al sistema métrico decimal. Desembocaron en la carretera nacional y el río lento de fugitivos que avanzaba en dirección a Madrid les forzó a reducir la marcha. Miraban sin interés la banderola roja con el emblema del Quinto Regimiento y no se apartaban al escuchar el claxon. Tenían el aire de pobreza fatigada y solemne de un éxodo primitivo, de una migración universal que iba dejando atrás un territorio desierto. Los mulos, los burros, los carros con toscas ruedas de madera, los viejos como patriarcas agraviados, los hombres con niños a cuestas, las mujeres con sayas y pañolones negros, como tocados aldeanos del norte de África, los rebaños de cabras, los sacos a la espalda, los cestos sobre las cabezas, el llanto agudo de un recién nacido al desprenderse del pecho flaco de su madre y el relincho de un mulo, el clamor de los pasos, de los cascos, de las ruedas, y el polvo y el silencio envolviéndolo todo, la unanimidad de la huida, la urgencia aletargada por la extenuación de haber caminado desde antes del amanecer, dejándolo todo o casi todo atrás, tirando por el camino lo que se volvía demasiado pesado o innecesario, como un muladar a lo largo de la carretera, la hilera sinuosa de rastros de naufragios entre la espuma sucia que deja el mar al retirarse. Huyen del avance de un ejército de legionarios, moros y falangistas que viene subiendo hacia Madrid desde finales de julio sin que nadie lo detenga, fatigados no de los combates en los que prevalecen siempre sino del puro ejercicio de matar: pero lo que los ha empujado a abandonar de la noche a la mañana sus casas casi siempre míseras y sus tierras de secano parece un miedo mucho más antiguo,, el de las maldiciones bíblicas o el de las pestes medievales traídas por las guerras, difundidas por los esqueletos con guadañas de los capiteles de las iglesias. Y ahora alzaban los ojos y veían Madrid por primera vez en la distancia, tan fantástica como las formas de las nubes, los edificios formidables que les darían vértigo cuando los miraran desde abajo, las calles de anchura pavorosa que no se atreverían a cruzar por miedo a los automóviles, la gran torre amarillenta de la Telefónica, que Ignacio Abel y Miguel Gómez distinguen con tanto alivio, brillando al sol sobre los tejados.

Atardecía cuando entraron en la ciudad y bajo las arboledas del Prado y de Recoletos ya estaban llenas las mesas de los cafés. Había caído hacía poco una tormenta, y el aire estaba limpio y las hojas de los árboles relucientes, y sobre los adoquines húmedos brillaban los rieles de los tranvías. El sol poniente iluminaba la anchura de la calle de Alcalá con una luz polvorienta, entre dorada y violeta, hiriendo los cristales en las ventanas más altas de los edificios. Ignacio Abel se despidió de Miguel Gómez en el patio de la Alianza, desalentándolo tal vez con la brusquedad de su adiós. Estaba muerto de hambre, de cansancio, de sed, pero subió de dos en dos las escaleras del palacio en busca de la secretaria de Bergamín, cruzándose con hombres y mujeres jóvenes que iban vestidos con uniformes muy planchados de milicianos o con trajes de época. Del gran salón por el que esta vez no pasó venía un clamor de fiesta y un pasodoble enérgico, con golpes de platillos y estridencias de saxofones y trompetas. Ya estaba delante de la puerta pseudorrenacentista de la oficina de Bergamín cuando apareció en ella el poeta Alberti, vestido de domador, con una casaca roja con galones dorados, un pantalón blanco, unas botas muy altas, llevando entre las manos una carpeta llena de pruebas de imprenta. Miró a Ignacio Abel con sus ojos claros y le hizo un gesto distraído, de saludo o reconocimiento. En el antedespacho la secretaria escribía a máquina algo que le estaba dictando un hombre alto, de pie detrás de ella. Ignacio Abel observó de soslayo que al verlo entrar el hombre había levantado la mano que apoyaba en el hombro de la secretaria, o al menos muy cerca, en el respaldo de la silla. Por la mirada de Mariana Ríos, Ignacio Abel comprendió que ella iba a decirle que el profesor Rossman estaba muerto. Dejó de escribir a máquina, buscó en un cajón y le tendió un sobre cerrado. Le dijo que encontraría al profesor Rossman en el depósito de la Dirección General de Seguridad, en la calle de Víctor Hugo. Salió del palacio de Heredia Spínola dejando atrás los balcones iluminados y la música de baile, desgarrando el sobre para leer su contenido a la luz de una farola: un acta judicial escrita en caligrafía florida y detallando el hallazgo de un hombre muerto por heridas de bala causadas por autor o autores desconocidos y provisto por todo documento de identidad de una tarjeta de lectura de la Biblioteca Nacional a nombre de don Carlos Luís Rossman. Sobre la mesa del depósito el profesor Rossman no llevaba sus gafas pero sí una de sus zapatillas de fieltro, sujeta por una goma que le ceñía el empeine del pie derecho. Tenía un ojo abierto y el otro casi cerrado, la cara vuelta hacia un lado, el labio superior contraído, mostrando las encías con unos pocos dientes desiguales, con una expresión como de sonrisa congelada o sorpresa. El hambre y el agotamiento, la irrealidad creciente de las cosas, sumían a Ignacio Abel en un estado de sonambulismo. Por el laberinto de calles estrechas que rodeaban la Dirección General de Seguridad fue hacia la Gran Vía para buscar la pensión donde la señorita Rossman habría pasado una vez más el día entero esperando su llamada. Los cristales de los faroles, pintados de azul por una precaución contra los bombardeos nocturnos, iluminaban las esquinas con una claridad enferma de decorados de teatro. Unos milicianos le pidieron la documentación en la plaza de Vázquez de Mella y sólo vio el brillo de sus pistolas y el de las brasas de sus cigarrillos. De un portal entornado venía una claridad rojiza, un estrépito de risas, la música de un organillo, un olor a desinfectante y a perfume de prostíbulo. Qué le diría a la señorita Rossman, qué podría hacer sino quedarse callado en la puerta de su habitación, tan estrecha que su padre se iba a la calle o se pasaba las horas muertas en cualquier café para dejarle a la hija algo de intimidad, para que pudiera entregarse solitariamente al luto por su amante desaparecido en Moscú o al remordimiento por la pérdida de su fe comunista. Pero la señorita Rossman no estaba en la pensión, y la patrona le dijo que llevaba varios días sin aparecer, que habían venido a preguntar por ella de esa oficina en la que ahora trabajaba en la Telefónica y ella, la patrona, había contestado que no sabía nada, que bastantes disgustos tenía como para preocuparse por lo que hiciera o no hiciera un huésped: a lo mejor la alemana se había ido para no pagar la mensualidad, y si tardaba dos o tres días más sin aparecer, ella, sintiéndolo mucho, tendría que cobrarse la deuda incautándose de cualquier objeto de valor, aunque sólo fuera la maleta que aún estaba encima del armario. Ignacio Abel se marchó de la pensión y aún seguía escuchando la letanía quejumbrosa y chulesca de la patraña. De vez en cuando se acuerda de la señorita Rossman; suena un teléfono y piensa que será ella quien llama y antes de que cesen los timbrazos ya se ha dado cuenta de que estaba soñando. Antes de irse de Madrid llamó varias veces a la oficina de censura de prensa de la Telefónica y al principio le decían que la señorita Rossman estaba enferma, o se había ausentado sin motivo, y luego alguien contestó secamente que nadie con ese nombre trabajaba allí y él ya no volvió a llamar.