35
Está parada frente a él, alumbrada por la lámpara que él sostiene en la mano izquierda. Ha usado la derecha para abrir la puerta, y al hacerlo le ha dado en la cara el aire húmedo del bosque y le han herido los ojos los faros del automóvil con el motor en marcha que hay detrás de ella, justo delante de los escalones y las dos columnas de la fachada. Ignacio Abel no ha oído el motor acercándose, ni tampoco los primeros golpes de Judith en la puerta. Ha surgido ante él casi sin aviso, en un fulgor de segundos que cancela de golpe la duración de la ausencia, casi sin dejarle tiempo para la esperanza o el miedo a la decepción: sólo la sorpresa, unos segundos antes, al escuchar los golpes resonando en el interior de la casa, la alarma instintiva, incluso la duda de si abrir o no, la sensación de peligro, agravada por la ligera irrealidad del alcohol. Quién puede haberse acercado en una noche así a una casa tan aislada en medio de un bosque y llamar con esa urgencia (pero ya no estás en Madrid y unos golpes en medio de la noche no tienen por qué ser una amenaza). Ahora la mira y todavía no dice nada, no dicen nada ninguno de los dos, mientras el borboteo del motor continúa y el chasquido de las varillas del limpiaparabrisas, aunque ha dejado de llover. La luz brilla en los ángulos de su cara, en sus ojos, en el pelo húmedo que ahora lleva de otra manera, mucho más corto, y no peinado hacia atrás, sino con raya y un mechón hacia un lado, que se aparta de la cara con un gesto familiar de la mano, instintivo, como para afirmar que es ella misma, Judith Biely, reconocida y a la vez extraña, aparecida de pronto, cambiada en unos pocos meses, no muchos, sólo tres, un poco más, y sin embargo parece que hubieran pasado varias vidas enteras, las vidas hostiles de las que él no sabe nada, las que él ha atravesado solo desde que se despidió de ella en aquel café que en la memoria se ha ido enturbiando con una media luz siniestra, de final de todo, de augurio de desastre. Se miran sin moverse y las manos de los dos permanecen inútiles o torpes, la mano izquierda de él sujetando la lámpara, la derecha todavía en el pomo de la puerta, las manos que en otro tiempo sabían buscar bajo la ropa con tanta destreza, los dedos ahora indecisos de Judith peinando el flequillo, apartándolo, como si acabara de cortarse el pelo y no hubiera acabado de acostumbrarse al nuevo peinado, como mirándose en un espejo para comprobar cómo le queda. Él aparta los ojos hacia el automóvil, que sigue con el motor y los faros encendidos y en el que teme instantáneamente que haya alguien, un hombre, que ha venido con ella y que de un momento a otro la reclamará haciendo sonar el claxon. «Pensé que no había nadie», dice Judith. «No veía ninguna luz.» Lo ha dicho en español. Su voz un poco más oscura que en el recuerdo tiene un acento americano más pronunciado. Pensé que no había nadie: tanto tiempo añorando esta voz, los labios que forman las palabras, no sabiendo invocarla, creyendo a veces haberla escuchado decir su nombre en el tumulto de una calle, de una estación, murmurándolo muy cerca de su oído, un momento antes de despertar. Da un paso hacia ella, o sólo desprende su mano del pomo de la puerta, y nota que Judith retrocede, un gesto casi invisible. Teme que si se mueve o dice algo va a perderla; teme que vuelva sobre sus pasos y suba de nuevo al automóvil o se desvanezca en medio de la noche y del bosque igual que ha surgido de ellos, en compañía del posible desconocido que observa, detrás del volante, a la luz de los faros. Judith hace un ademán de volverse, pero sigue quieta, mirándolo, una esquina de la boca curvándose en el principio de una sonrisa. A la luz escasa y cercana de la lámpara su cara es menos familiar porque el pelo tan corto exagera sus rasgos: la boca grande, el triángulo de los pómulos y la barbilla, la línea de la mandíbula. Ignacio Abel no mueve la mano que hubiera querido acariciarla pero la mirada les transmite a los dedos la sensación de rozar esa piel. Judith indica el coche con un gesto y cuando vuelve a hablar, ahora en inglés, se da cuenta de que él no la ha entendido. «You´d better turn'it off.»
Ha pasado horas conduciendo por carreteras secundarias y se ha perdido buscando Rhineberg y el campus de Burton College y luego el camino en el bosque que lleva a la casa de invitados. La lluvia cada vez más violenta no le permitía ver bien los indicadores ni las desviaciones y no había nadie a quien preguntar. Se supo completamente perdida cuando pasó por segunda vez junto a una casa aplastada bajo un árbol, bañada por resplandores de faros y por las luces móviles de una ambulancia y un camión de bomberos. Se detuvo para preguntar: un bombero le dio indicaciones a gritos limpiándose la lluvia de la cara, manoteando para urgiría a que se apartara cuanto antes. No hubiera debido venir y sin embargo ha venido. Arreciaba la lluvia y se daba cuenta de que sería más sensato no seguir avanzando por carreteras desconocidas y se proponía parar en cuanto viese las luces de una gasolinera, el letrero intermitente y rojizo de un restaurante o de un hotel para automovilistas. Tenía hambre, tenía sed, miedo a perderse o a ser deslumbrada por los faros de un automóvil que viniera demasiado rápido en dirección contraria, tenía ganas de orinar. Pero cuando al fin distinguía las luces de una gasolinera entre la lluvia y la negrura de la noche miraba la aguja en el indicador del depósito y pasaba de largo, diciéndose que pararía la próxima vez, o ni siquiera eso, echándose hacia atrás en el asiento para aliviar el dolor de los músculos y pisando un poco más el acelerador, como si no hubiera conexión entre su voluntad y sus actos, entre el pensamiento y las manos que seguían apretando el volante o el pie derecho que no cambiaba al pedal del freno. Durante la primera parte del camino, aún a la luz del día, no tuvo necesidad de acallar el remordimiento, porque estaba viajando en la dirección de Nueva York, y por lo tanto podía decirse a sí misma que no lo hacía para acercarse a donde él estaba. Era para ir a Nueva York para lo que había salido de Wellesley College, no para tomar una carretera secundaria en un cierto momento y desviarse por una ruta que antes de salir había estudiado cuidadosamente en el mapa, aunque de una manera sólo conjetural, separando su voluntad de sus actos, o al menos dejándola en suspenso, mientras extendía el mapa sobre una mesa y trazaba con un lápiz el camino que debería tomar en caso que decidiera ir a Burton College, casi tan quiméricamente como cuando estudiaba en su adolescencia los mapas de Europa para inventarse viajes. Que el destino de su viaje era Nueva York no admitía duda ninguna. Precisamente que su decisión fuera tan firme le permitía concederse la posibilidad de un desvío que no iba a ponerla en peligro, que como máximo retrasaría su cumplimiento en unas pocas horas. Había cosas en la vida que ya sabía que no volvería nunca a hacer: no regresaría nunca con su primer marido ni se dejaría arrastrar por el remolino de la egolatría de ningún otro hombre; jamás se rebajaría de nuevo a hacerse amante de un hombre casado. Por encima de sus propios impulsos y de los recuerdos que no tenía necesidad de borrar estaban sus principios morales, que debían ser tanto más firmes porque se correspondían con su orgullo de mujer emancipada. Porque estaba segura de sí misma y de la secuencia inflexible del porvenir que había elegido no arriesgaba nada si en el último momento, al llegar al indicador de la desviación hacia Rhineberg, abandonaba la carretera principal y seguía un itinerario que sin proponérselo exactamente había memorizado consultando el mapa, y que en cualquier caso no era un cambio de rumbo, sino tan sólo un rodeo. El tiempo irresponsable de las ensoñaciones y de los viajes en busca de una vaga educación europea que se parecía demasiado al cumplimiento de un destino literario había terminado para ella. Los últimos dólares de los ahorros de su madre los había gastado en el pasaje de regreso a América. Volvió a tiempo de acompañarla en los episodios finales de una enfermedad que había estado consumiéndola mientras Judith, en Madrid, le escribía cartas con mucha menos frecuencia que antes, aturdida por el amor, incómoda por la necesidad de una omisión que equivalía a una mentira, a un fraude. No era posible vivir en otro país y en otro idioma sin habituarse a una ficción de la que más tarde o más temprano era inevitable despertar, a no ser que se dispusiera de la herencia ilimitada de una heroína de Henry James. El dinero, la enfermedad, la muerte, eran los emisarios eficientes de la realidad. Europa no era un espacio encantado de ensoñaciones novelescas ni el paisaje de fondo para la búsqueda de una vocación sino un territorio progresivamente más sombrío en el que se multiplicaban los ejércitos, las multitudes fanatizadas, de carteles con grandes letreros ofensivos pegados por las calles. Las severas responsabilidades terrenales de quien tiene que ganarse la vida no le permiten perseguir indefinidamente el espejismo de una vocación que no acaba de cristalizar en nada. Lo que había ido a buscar en Europa y lo que parecía a punto de revelársele en sus fervorosos paseos solitarios por Madrid quedaría por ahora en suspenso; las páginas mecanografiadas y los cuadernos llenos de anotaciones en su letra impetuosa permanecerían guardados en una maleta que no tenía prisa por abrir; si la promesa de su talento era verdadera el regreso a las obligaciones de la realidad no podría dañarla: la fortalecería tal vez, le daría la intensidad de la renuncia, la disciplina de la paciencia. Lo que hiciera desde ahora tendría la solidez de lo necesario, de lo racionalmente decidido, de lo inevitable. Junto al mapa de carreteras, encima de su escritorio, en el pequeño despacho del departamento de Español que llevaba ocupando menos de dos meses y ahora iba a abandonar —pero no en un arrebato, sino a consecuencia de una reflexión larga y obsesiva— estaba la postal que le había mandado Philip Van Doren, en la que se veía, en colores pastel, la casa de invitados de Burton College, con sus dos columnas blancas y su frontón neoclásico contra el fondo verde oscuro de un bosque, bajo un cielo azul pálido y rosado de atardecer. No era tan grande cuando por fin la vio a la luz de los faros, al final de un camino embarrado en el que resbalaban las ruedas del coche y en el que las ramas bajas de los árboles azotaban los cristales y el techo. Apenas caían unas gotas aisladas pero ella no se acordó de desconectar el limpiaparabrisas. Al no ver ninguna luz tuvo un momento de decepción mezclada con alivio. Si no había nadie en la casa aún estaba a tiempo de no llegar al final de su irresponsabilidad. Aprovechando que la tormenta se había alejado seguiría conduciendo hacia Nueva York y estaría tan a salvo del arrepentimiento como de la tentación, de nuevo invulnerable al peligro, con su dignidad intacta, más aún porque nadie sabría que había venido, porque todavía estaba a tiempo de borrar las últimas horas tan sin rastro como si no hubieran sucedido, como si ella nunca hubiera llegado a este claro en un bosque delante de una casa desde cuyas ventanas no la habrá visto nadie. Los primeros pasos de una claudicación que no conduce a nada tampoco dejan huella. Mirándose en el retrovisor se repasó el carmín de los labios, se echó el pelo hacia un lado. Subió enérgicamente la palanca del freno y salió del automóvil sin acordarse de apagar el motor. El cono amarillo de los faros iluminaba los peldaños de piedra y proyectaba su sombra alargada contra la puerta antes de que Judith llegara a ella, las articulaciones doloridas después de tanta inmovilidad, la boca ligeramente abierta, la respiración en calma, con la sensación de no estar del todo en el lugar donde estaba, de verse en un sueño, sabiendo que lo es. No había ninguna luz, pero aun así iba a llamar. Precisamente por eso. Sin traicionarse a sí misma podía permitirse actos que no tendrían consecuencias. Tiró de la argolla de una anticuada campanilla pero no le llegó ningún sonido. Había un timbre eléctrico: pero tampoco escuchó nada al pulsarlo. Golpeó la puerta y en la madera demasiado recia no resonaba su llamada. Después de un silencio apretó más fuerte el puño y cuando iba a golpear otra vez se detuvo. Entonces vio la raya de luz insinuándose bajo la puerta. Se quedó inmóvil, erguida, el aire húmedo y el olor a hojas empapadas y a tierra entrando ahora muy rápido por las aletas de su nariz, la mano levantada, abriéndose.
Lo que más le ha sorprendido de Ignacio Abel es el traje oscuro, tan europeo y anticuado, y lo delgado que está. Quizás a causa de la luz de la lámpara que exagera las sombras los ojos se le hunden en las cuencas de una manera que ella no recordaba. Un conato de ademán de cada uno provoca en el otro un retroceso imperceptible. No del todo un paso atrás, pero sí un gesto, poco más que la dilatación de la pupila, el temblor de un párpado. Qué raro haber tenido alguna vez confianza física con este desconocido de aire extranjero y de mediana edad con el que habría podido cruzarse sin volver la cabeza en cualquier calle de Madrid, de la lejana Europa. La mano de Judith que no ha llegado a golpear de nuevo la puerta se abre en el ademán de peinar el flequillo con los dedos, apartándolo de la parte derecha de la cara. El gesto involuntario es tan íntegramente ella misma como su principio de sonrisa o como su firma rápida al final de una carta. No saben moverse el uno delante del otro, encontrar un tono natural de voz. Nada desaparece más rápido que la intimidad física. El foso que había entre ellos en el café de Madrid donde se encontraron la última vez se ha trasladado intacto al umbral de esta casa, como una cuchillada en el espacio, entre los dos cuerpos.
«I´d better turn it off»: Ignacio Abel ha descifrado las palabras sólo al verlas ilustradas por el movimiento de ella, unos segundos después de escucharlas sin entender nada. Cuando Judith le da la espalda y avanza hacia el coche reconoce la desenvoltura gimnástica, el gesto de los hombros, igual que ha reconocido el de la mano un poco antes. Su conciencia registra la cara y la presencia de Judith tan lentamente como las palabras que le ha dicho. La altivez en los hombros, la ligera inclinación de la cabeza, las caderas ceñidas por los pantalones. El corte de pelo modifica su cara como cuando la veía aparecer llevándolo recogido y era más ella misma y a la vez otra Judith posible que él deseaba todavía más por ser inesperada. Sólo al apagarse el motor y los faros se le disipa el miedo a una presencia masculina vigilante e intrusa. Judith vuelve hacia él y al subir los peldaños de piedra ingresa de nuevo en el círculo de claridad de la lámpara. Ahora casi le sonríe al decirle algo que él traduce un poco después de haberlo escuchado: «Aren’t you going to ask me in?» Se da cuenta de que él no ha dicho nada todavía. La mira como reconociendo gradualmente sus facciones al tocarlas en la oscuridad, como cuando respiraba su aliento y el olor de piel y su pelo con los ojos cerrados. Huele a ella misma y a la antigua colonia y al cansancio y la tensión de tantas horas de viaje, a sudor y al cuero del asiento del coche. Huele al carmín que se ha puesto en los labios hace unos minutos. Ignacio Abel mira cada rasgo de su cara olvidada, lo que no preservó el recuerdo ni estaba reflejado en la mentira parcial de las fotografías: y ve también como un agravio lo que ahora es nuevo, los síntomas de la vida ignorada que ha tenido estos últimos meses, la afrenta de una existencia plena en la que él no ha contado. La posibilidad de que Judith haya estado con otro hombre, que se haya cortado el pelo para ser mirada por él y recibir su aprobación, es demasiado dolorosa para permitir que cobre la forma de un pensamiento articulado. Debajo de la camisa, del pantalón ancho en los bajos que se estrecha para ceñirle la cintura, su hermoso cuerpo cansado ahora es inaccesible para sus manos y para su mirada codiciosa, estando tan cerca. El botón desabrochado de la camisa, el escote en penumbra, el temblor visible de la respiración, los labios separados, rojos, brillando en la luz, la cara de fatiga que ella observó en el retrovisor un momento antes de salir del coche, inmóvil todavía detrás del volante, sintiendo todo el cansancio, el abatimiento de haber llegado, de la gran casa sin luces que se levantaba delante de ella, contra el fondo oscuro del bosque. Un sentimiento de piedad hacia él la ha tomado por sorpresa, con la guardia baja, una debilidad favorecida por la extenuación del viaje. Piedad incómoda que a él le ofendería tanto si llegara a sospecharla y un principio de ternura que no se parece a la de los tiempos antiguos, al pasado más bien inexplicable de hace sólo unos meses. Entonces Ignacio Abel no aparentaba más de cuarenta años. Al abrirse la puerta, y más ahora, al regresar del coche, ha visto a un hombre mucho mayor que ella, torpe, como asustado, mirándola muy fijo mientras sostenía rígidamente la lámpara de petróleo. El traje oscuro de rayas, la chaqueta cruzada y de solapas anchas que ella recordaba bien —¿no era el que llevaba el día de su charla en la Residencia, o cuando volvió a verlo en casa de Van Doren?—, ahora parece de segunda mano. La corbata floja ciñe un cuello casi de viejo. Ve su torpeza, su expectación incondicional y alarmada, en lugar de la proximidad ansiosa de entonces, la contundencia física del deseo masculino, la arrogancia instintiva. Hasta le parece menos alto: pero es que ahora, a diferencia de entonces, tiene un poco encorvados los hombros, o una actitud de fatiga que antes no había en él, y que sin duda es exagerada por la holgura del traje. Le dan ganas de decirle que no se encoja, que yerga los hombros. Podría extender la mano y tocarle la cara, notando los puntos de aspereza de la barba que cuando se encontraban a media tarde ya no estaba bien afeitada. Recobra en las yemas de los dedos la sensación de hundirlos en el pelo recio de él, que ahora es más gris y ha perdido el brillo que tenía cuando se lo peinaba muy tirante hacia atrás. «¿Me dejarás pasar?», le dice ahora, saltando al español, y la sonrisa franca en su cara es una tregua, casi una bienvenida a este lado del mundo en el que se encuentran ahora, «me estoy muriendo de ganas de ir al cuarto de baño».
Oye los pasos, en el piso de arriba, sobre su cabeza. Presta atención: la oye orinar largamente, luego el agua en las tuberías, en el grifo del lavabo. Tendido en la cama la escuchaba lavarse en el aseo mezquino en casa de Madame Mathilde, y luego volvía la cara para verla aparecer desnuda en el quicio de la puerta, oliendo al jabón y la colonia que había traído en su bolsa de aseo, para no usar el que había en la casa, aunque la asistenta de Madame Mathilde ponía una barra nueva antes de que ellos entraran en la habitación, de Heno de Pravia. No quería que los olores de ese lugar se le quedaran en la piel ni en la ropa. Cerraba la puerta y abría el grifo antes de sentarse a orinar: le dijo que le daba vergüenza que él la oyera. La excitación sexual vuelve como una sorpresa, traída a la vez por el recuerdo y por la presencia de Judith en el piso de arriba, en esta casa tan grande en la que hace sólo unos minutos no parecía posible ninguna cercanía humana, sólo los crujidos y los roces en la madera, los gorgoteos del vapor de la calefacción en las tuberías, nunca el redoble de unos tacones femeninos o la inminencia de una voz. Le ha dicho que tenía frío, que estaba muerta de hambre. Mientras la oye en el cuarto de aseo ha reavivado el fuego en la chimenea de la biblioteca y ha buscado algo de comer por las alacenas y en la nevera. A pesar de su torpeza la leña ha prendido muy rápido porque seguía habiendo brasas muy rojas debajo de las cenizas del fuego que la mujer de la limpieza dejó encendido esta mañana. Las llamas han llenado la biblioteca de un gran resplandor rojizo en el que las sombras oscilan como plantas bajo el agua. Ahora no se ve el bosque. Los cristales de las ventanas son espejos en los que Ignacio Abel se mueve acompañado por su sombra, buscando cosas con una falta masculina de desenvoltura acentuada por la luz tan escasa: lonchas de salami, pan de centeno, una manzana olorosa, el mantel que la criada le puso para su desayuno, un tenedor y un cuchillo, una servilleta, un vaso de agua. Luego encuentra en la nevera una cerveza fría y se pone nervioso buscando por los cajones un abridor. Pero hacer algo lo ha serenado; le concede un cierto sentido de la realidad, mientras espera a que Judith vuelva de la planta de arriba escuchando el itinerario de sus pasos: deja de oírse el agua en el lavabo y se cierra la puerta del cuarto de baño; avanza por el corredor, más despacio de lo que es habitual en ella, porque va alumbrándose con una palmatoria; baja por la escalera. Lo ve de pie junto al fuego y quisiera sacudirlo, hacer que se despertara, aunque sólo sea para ver al hombre del que fue capaz de apartarse con un esfuerzo tan grande de coraje y orgullo, el que le contaba mentiras o verdades a medias que ella elegía creerse, cerrando los ojos con la misma deliberación con que se dejaba llevar por él en su automóvil, la vergüenza en suspenso, igual que los proyectos de su vida, el cuerpo abandonado en el asiento mientras la mano derecha de él buscaba la suya o la acariciaba entre los muslos, mientras sonaba una música en aquel aparato de radio del que él estaba tan puerilmente orgulloso, igual que del empuje del motor o del tacto del cuero de la tapicería, instalada por encargo, hecha tan a la medida de sus indicaciones específicas como su traje o sus zapatos, como las camisas con sus iniciales bordadas. La ira contra él le daba una seguridad que ahora echa de menos. Si en él ahora no hay rastro de peligro a ella sola le corresponden la responsabilidad y el remordimiento por sus propios actos del pasado, por lo que estuvo a punto de ocurrir, la mujer de caderas anchas y hebras grises en el pelo ahogándose por propia voluntad en las aguas turbias de una laguna, la ofensa en carne viva del descubrimiento de un engaño del que ella, Judith, era cómplice, al que había accedido con una conciencia plena de su equivocación no amortiguada ni siquiera por el enamoramiento. Al verlos juntos aquella vez en la Residencia había pensado que Ignacio Abel era más joven que Adela: ahora entra en la biblioteca y lo ve en la claridad del fuego y le parece que por un raro atajo del tiempo ha igualado la edad de su mujer, y que pertenece al mismo mundo, la clase media administrativa y católica de Madrid que ella veía salir de las iglesias los domingos por la mañana, acudir a las confiterías de la Carrera de San Jerónimo, los matrimonios tan severos, los hombres y las mujeres vestidos de oscuro, ellas con velos en la cabeza, con escapularios. Quiere sacudirlo para sentir de nuevo el peligro y ser capaz de rechazarlo; o para ahorrarse un sentimiento de lástima, para no intuir en él una sorda pesadumbre de humillación sexual. La humillación de haberla perdido y no ser deseado por ella: el hilo tan precario del que pendía la ficción de su masculinidad, minada además por el miedo y el sufrimiento de la guerra. Es también la guerra lo que ve en su mirada, piensa, en su falta de empuje y de lustre, la otra humillación añadida, la pérdida de la coquetería, tan chocante como el debilitamiento de los hombros y los brazos, el principio de flojera de la piel bajo la barbilla.
—Te miro y no puedo creerme que estés aquí.
—Me marcho en seguida.
—Entonces para qué has hecho el viaje.
—Iba casi de paso. Sólo tuve que tomar una desviación.
—Te quedarás a pasar la noche. Hay habitaciones de sobra.
—Y qué pensarían tus colegas si me vieran salir de aquí por la mañana. Tú no sabes cómo son estos sitios pequeños. Wellesley es igual. Se sabe todo, todo se comenta. Como en una novela de Galdós, pero con profesores.
—Entonces no tendrías que haber venido.
—Me iré en cuanto cene algo y descanse un poco. En dos horas puedo estar en Nueva York.
—¿No tienes que dar clases ahora?
—Lo he dejado.
—Pero yo creía que acababan de contratarte.
—Phil Van Doren sigue informándote de todo.
—¿Es verdad que trabajas con Salinas?
—Trabajaba. Ya sé que no te es muy simpático, pero me recuerda mucho a ti.
—¿Van a reunirse pronto con él su mujer y sus hijos?
—No lo sabe. No sabe si le renovarán el contrato el año que viene. Se desespera cuando no le llegan cartas o noticias de España y se desespera más cuando le llegan. En estos sitios es fácil quedarse muy aislado.
—Yo llegué sólo ayer y ya me parece que llevo aquí mucho tiempo.
—El pobre profesor Salinas me dice que echa mucho de menos Madrid. En cuanto puede se escapa a Nueva York un fin de semana. Pero dice que lo que más le cuesta es acostumbrarse a comer sin vino…
—¿Tiene esperanza de volver a España?
—¿Y tú? Tú saliste hace muy poco. Estás mejor informado que él.
—Leo los periódicos de aquí y escucho la radio y todo el mundo parece convencido de que Franco está a punto de entrar en Madrid.
—Todavía no ha entrado. Con un poco de suerte no entrará nunca.
—Y qué puedes saber tú. Cómo estás tan segura.
—Porque no creo que los periódicos ni las cadenas de radio en América estén diciendo la verdad. Están en manos de las grandes corporaciones y sus dueños han apoyado a Franco desde el primer día, igual que la Iglesia Católica.
—Esa manera de hablar no me parece tuya. Hablas como los que daban un mitin el otro día en Nueva York.
—¿Tú estabas allí? ¿El sábado pasado? ¿En Union Square?
—Miraba las caras de todas las mujeres con la esperanza de ver la tuya.
—Lo último que yo hubiera esperado habría sido encontrarme contigo.
—Yo no he dejado de esperar encontrarme contigo desde aquel día que te fuiste del café.
—Fue emocionante, toda esa gente llenando la plaza, hasta se habían subido a los árboles y a la estatua de George Washington. Veía la bandera de la República y escuchaba el Himno de Riego y La Internacional y no paraba de llorar.
—Buenas intenciones, pero nadie nos ayuda. Nos miran como apestados, como a leprosos. En un hotel de París no me quisieron dar habitación cuando vieron mi pasaporte español. Pensarían que iba a llenarles la cama de piojos. La opinión civilizada parece ser que conviene dejarnos solos para que sigamos matándonos entre nosotros hasta que nos cansemos. Nos miran como esos turistas que iban a las corridas de toros, dispuestos a entusiasmarse o a horrorizarse, a disfrutar horrorizándose para sentirse más civilizados que nosotros. Y el caso es que no les falta su parte de razón, dado el espectáculo que les estamos ofreciendo.
—No está bien que tú digas eso. Los militares y los falangistas se han levantado contra la República. Sólo porque tienen la ayuda de Mussolini y de Hitler no han sido derrotados todavía.
—Vuelves a hablar como en la tribuna de un mitin.
—¿No estoy diciendo la verdad?
—La verdad es tan complicada que nadie quiere oírla.
—Si la sabes explícamela tú.
—A lo mejor me he ido para no verla yo tampoco. La verdad vista de cerca es una cosa muy fea.
—No creo que tú pudieras vivir cerrando los ojos.
—Y por qué no. La mayor parte de la gente lo hace y no le cuesta nada. No te hablo ya de la gente fuera de España, que al fin y al cabo puede no enterarse de la guerra, o leer sobre ella en el periódico y que le importe menos que un partido de fútbol. Hasta en Madrid conozco a muchas personas que han conseguido no enterarse de lo que está pasando, o por lo menos hacen como si no se enteraran. Viven vidas perfectamente normales, lo creas o no. Adoptan la nueva moda y los nuevos lenguajes. Pero imagino que yo también me acostumbraría si me hubiera quedado, al menos si tenía suerte y no me mataban.
—¿Por qué iban a matarte a ti?
—Por cualquier cosa. Por capricho, o por equivocación, o por nada, por casualidad. Matar a una persona desarmada y pacífica es la cosa más fácil del mundo. Tú no sabes qué fácil. Nadie lo sabe hasta que no lo ha visto. Como apagar esa vela. A no ser que el verdugo sea torpe, o se ponga nervioso, o no sepa manejar bien el fusil. Entonces puede no acabar nunca. Como en las corridas cuando esos carniceros no aciertan con el estoque ni con la puntilla.
—Los periódicos publican aquí mentiras tremendas sobre lo que está pasando en Madrid.
—Algunas de esas mentiras son verdad. Algunas de las peores.
—Crímenes más terribles cometen los otros. Ellos empezaron. Ellos tienen la culpa.
—Ellos tienen su culpa y nosotros la nuestra.
—La razón y la justicia están de vuestra parte.
—No me gustan esas palabras tan abstractas. Tú antes no las usabas.
—Tú sí. Aquella tarde que hablamos tantas horas, en el bar del hotel Florida. Me llamó mucho la atención la seriedad con que te explicabas. Te había irritado que Phil Van Doren hablara desdeñosamente de la República y elogiara de esa manera suya tan esnob a la Unión Soviética y a Alemania. Dijiste que eras republicano porque creías en la razón y en la justicia. Me gustó tu vehemencia.
—No recordaba que hubiéramos hablado de cosas así.
—¿Ya no piensas como entonces?
—Lo que pienso es que la razón y la justicia no se imponen matando.
—Si a uno lo atacan, tiene derecho a defenderse.
—¿Y a matar inocentes también tiene uno derecho?
—Tenía miedo de que a ti pudiera pasarte algo.
—Entonces no pensabas que todo lo que contaban era mentira.
—¿Has estado en peligro?
—^Podrías haberme escrito para preguntármelo.
—Te lo pregunto ahora.
—Fueron por mí para matarme. Me salvé por casualidad en el último momento. Comprenderás que no tenga muchas ganas de volver.
Tienen que aprender de nuevo a hablarse, a ajustar el tono de las voces para limar la extrañeza, a moverse el uno cerca del otro con una gradual naturalidad, lentamente, como se aprende a caminar de nuevo después de la convalecencia de un accidente, cuando se descubre que ha bastado un tiempo tan breve para que las piernas hayan perdido el tono muscular y el hábito de los pasos. Los ojos huidizos no saben ya sostener la mirada; la boca forma con más dificultad palabras del otro idioma que fueron habituales y ahora faltan cuando se está a punto de decirlas. Quizás no es que ya se hayan vuelto extraños el uno para el otro en tan poco tiempo sino que ahora se ven por primera vez bajo una sobria luz no enturbiada por la ansiedad del deseo. Lo que cada uno de los dos desconoce en el otro es la realidad que no vio cuando la tenía casi a diario delante de los ojos, no los cambios sucedidos durante la ausencia. Tanteaban, al principio, hacían preguntas neutras. Veo que te has cortado el pelo; esta mañana, antes de salir de viaje, ¿te gusta?; claro que sí; no te gusta; tengo que acostumbrarme; tú lo llevabas siempre más largo, y más rizado; no he tenido tiempo de ir a una peluquería. Ninguno de los dos ha dicho todavía el nombre del otro. Parece que la conversación se afianza y sin motivo sobreviene el silencio; casi cuentan los segundos que tardan en surgir de nuevo las palabras, como si no dependieran de la voluntad de ninguno de los dos. Un matiz, un tono de confianza apenas insinuado se malogra. Una fiase aislada suena como aprendida de memoria para ser dicha en una representación, en un ejercicio demasiado literal de buenos modales en una clase de idiomas. «May I use the bathroom?», dijo ella cuando por fin entró, cuando él cerró la puerta y se encontraron solos dentro de la casa. Mientras comía él la ha observado en silencio, sentado al otro lado de la mesa de la biblioteca, con la formalidad algo incongruente del traje oscuro y la corbata, aliviado de que ella no estuviera mirándolo, una mujer joven, saludable, saciando sin apuro el hambre después de haber conducido durante varias horas, bebiendo directamente de la botella de cerveza, más americana de lo que la recordaba, ahora que la ve en su país. Ha puesto el salami entre dos rebanadas de pan y lo come a bocados enérgicos. El deseo por ella tiene más de dolor que de pura apetencia sexual, que ahora mismo no siente. Es un principio de dolor en las articulaciones, en la boca del estómago, el aguijón de una imposibilidad. Como no le ha puesto una servilleta Judith se limpia la boca con el dorso de la mano. Lo que encuentra de desconocido y de lejano en ella tendrá que ver con la presencia usurpadora de otro. La sensación de los celos es una mordedura física, una sustancia tóxica circulando en la sangre. En las fotos, en los recuerdos, la belleza de Judith tenía un punto esfumado, como si la viera tras un tenue filtro de gasa. La palabra belleza no puede exactamente aplicarse a la mujer que Ignacio Abel tiene ahora mismo delante, con su pelo no muy bien cortado y una simple camisa, con las manos sin anillos que sostienen el sándwich de pan de centeno y salami y que han abierto con tanta desenvoltura la botella de cerveza. Hay algo más carnal, inacabado, excesivo, en la rotundidad de los rasgos: la nariz, la boca grande, la barbilla pronunciada, la forma dura del hueso bajo la piel. Le gusta más todavía y más que nunca. Le gusta sobre todo lo que lo ha cogido por sorpresa porque no lo supo recordar, lo que antes no veía y ve ahora. La falta de esperanza, la seguridad de haberla perdido, le permiten recrearse en una dolorosa objetividad. Le basta su existencia: el regalo inesperado de tenerla cerca. Si ha venido tan lejos ha sido sólo para verla.
—No me mires así.
—¿Cómo te miro?
—Como si fuera un fantasma. O como si hiciera ruido comiendo.
—Te miro porque no me canso de mirarte. Porque te he echado tanto de menos que no puedo creerme que estés delante de mí.
—Yo no estoy segura de que me veas a mí cuando me miras. No lo he estado casi nunca, ni siquiera al principio. Me mirabas muy fijo y sin embargo me parecía que estabas en otra parte, perdido en tu mundo, a lo mejor pensando en tu trabajo o en que tu hijo o tu hija tenían fiebre, o en tu mujer, o en la mentira que ibas a contar cuando volvieras a tu casa, o en el remordimiento que te daba engañarla. Me estabas mirando y los ojos se apartaban de mí aunque fuera un segundo, y yo lo notaba. Estábamos besándonos en aquel cuarto de Madame Mathilde y te veía en el espejo que había enfrente de la cama mirando un momento el reloj de la mesa de noche. Un gesto nada más, pero yo me daba cuenta. Yo me he fijado siempre en ti. Creo en quien tú eres de verdad, no en quien yo hubiera podido soñar que eras. Y cuando leía tus cartas, me daban ganas de salir corriendo y meterme contigo en la cama, sentía el mismo mareo que cuando nos tomábamos en los merenderos aquellas cervezas frías que nos gustaban tanto. Pero luego, volviendo a leerlas, me entraba la misma duda que cuando te veía mirarme, no estaba segura de que fuera a mí a quien le escribías. Eran siempre tan vagas. Me hablabas de lo que sentías por mí y de nuestro amor como si viviéramos en un mundo abstracto en el que no había nada más, ni nadie más que nosotros. Llenabas dos páginas contándome la casa que querías hacer para nosotros y yo me preguntaba dónde, cuándo. Prométeme que no vas a enfadarte con lo que te diga.
—Prometido.
—Te vas a enfadar. Algunas veces pensaba que me escribías con desgana, por compromiso, porque yo te lo estaba pidiendo. Te burlabas tanto de esos artículos verbosos que publicaban los intelectuales en El Sol y sin que tú te dieras cuenta en tus cartas había algo que me los recordaba. Me contabas lo que sentías por mí pero no contestabas a lo que yo te había preguntado. Pensé en una expresión que me habías enseñado tú: «dar largas». Me dabas largas para no referirte nunca a nuestra vida real, la tuya y la mía. Y la verdad era que aunque hablábamos tanto y nos escribíamos tanto no hablábamos nunca realmente de nada concreto. Sólo de nosotros dos, flotando en el espacio, flotando en el tiempo. Nunca del futuro, y al cabo de un poco tiempo casi nunca del pasado. Decías que estabas enamorado de mí pero te distraías en cuanto llevaba un rato contándote algo de mi vida. Y si empezaba a hablarte de mi ex marido cambiabas de conversación.
—Me da celos pensar que has estado con otros.
—Tendrías menos celos si me hubieras dejado contarte que ni mi marido ni los otros hombres nunca me importaron ni la mitad que tú.
—Ha habido más hombres.
—Claro que los hubo. ¿Querías que hubiera estado en un convento, esperando tu aparición?
—No podía soportar la idea de imaginarte con otro. Tampoco puedo ahora.
—Yo tenía que soportar no la idea sino la realidad de que después de estar conmigo fueras capaz de disimular sin dificultad y acostarte con tu mujer.
—Hacía mucho que ni siquiera nos tocábamos.
—Pero estabas con ella y no conmigo. En la misma habitación y en la misma cama. Mientras yo volvía sola a mi cuarto de la pensión y no podía dormir y si encendía la luz era incapaz de leer, y me sentaba delante de la máquina y no podía escribir, ni siquiera una carta. Y si le escribía a mi madre no podía contarle que todo su sacrificio por mí había servido para que un hombre casado español tuviera una amante americana más joven que él.
—Me dijo Van Doren que tu madre había muerto.
—Qué raro que me preguntes por ella.
—Yo siempre quería que me contaras cosas de tu vida.
—Pero te distraías en cuanto llevaba un rato contándotelas. Tú no te dabas cuenta, y no te acuerdas, pero eras un hombre impaciente. Tenías siempre prisa, por un motivo u otro, estabas nervioso. Lo hacías todo con ansia. Te echabas sobre mí en la cama algunas veces y parecía que se te olvidaba que yo estaba contigo. Abrías los ojos después de correrte y me mirabas como si te hubieras despertado.
—¿Ése es todo el recuerdo que tienes?
—No sólo ése. También sabías ser muy dulce otras veces. Otros hombres no hacen nada por aprender.
—Estaba loco por ti.
—O por alguien que tú te imaginabas y que no era yo. Empecé a pensar leyendo tus cartas que podrían estar igual dirigidas a otra. Me halagaba ser yo quien te inspiraba esas palabras, pero algunas veces no me las creía. Me mirabas y no sabía si era a mí exactamente a quien estabas viendo.
—A quién iba a ver si no.
—A una extranjera, una americana. Como esas mujeres de las películas y de los anuncios que según me contabas te habían gustado siempre. Te gustaba mirarme pero no siempre parecía que te hiciera mucha falta conversar conmigo. Por carta podías ser mucho más expresivo.
—¿Ahora te miro igual que entonces?
—Ahora han cambiado tus ojos. Cuando abriste la puerta no me parecías tú. Ahora vuelvo a reconocerte poco a poco, aunque no del todo. No te veo mirar de soslayo el reloj.
—¿Por qué vas a Nueva York?
—El hombre español, haciendo sus preguntas.
—¿Vas a ver a tu amante?
—No me hables así.
—Me decías que no podías imaginarte acostándote con otro.
—Si yo te recordara todas las cosas que tú me decías.
—Yo no fui quien desapareció. Yo no fui quien prometió ir a una cita y luego no se presentó.
—¿De verdad quieres discutir ahora de eso? No desaparecí. Te dejé una carta explicándote exactamente cómo me sentía, qué pensaba. Por qué no podía volver a verte. No te escondí nada. No te conté ninguna mentira.
—Dejaste la carta sabiendo que yo estaba esperándote en la habitación.
—Eso no importa ahora.
—Podías haberte quedado conmigo al menos esa tarde. Sabías que te estaba esperando y tuviste la frialdad de dejarme solo. Hablarías muy bajo para que yo no te oyera. Seguro que le diste una buena propina a Madame Mathilde para que no me avisara.
—Si entraba en la habitación a lo mejor no tendría fuerzas para irme.
—Si llego a verte esa tarde lo habría dejado todo para irme contigo.
—¿Como en ese poema que no te creías? No me digas cosas—que no son verdad. Eso era lo que me ofendía de ti. Que me contaras mentiras. Que me dijeras a algo que sí sabiendo los dos que iba a ser que no. Ya no hay razones para mentir. Estamos solos en esta casa y yo voy a irme dentro de un rato.
—¿Te marchaste de Madrid esa misma noche? Estuviste en casa de Van Doren?
—Me asusté mucho. Me paraban casi en cada esquina para pedirme la documentación y yo no llevaba el pasaporte, cómo iba a llevarlo. No había manera de llegar a la pensión. No sé cómo logré subir a un tranvía, colgada del estribo. Quería irme y quería ir a buscarte para que me protegieras. Mira en lo que habían quedado mi decisión de dejarte y mi vocación de aventura. Llegué a la pensión y quise llamar a Phil o a la embajada pero no funcionaban los teléfonos, o unas veces sí y otras no. Llamé a tu casa varias veces, pero tú nunca contestabas.
—Yo estaba buscándote por todo Madrid.
—Fue mejor para mí que no me encontraras.
—¿De verdad te habrías quedado conmigo?
—Vuelves a ser tú mismo. Quieres que te halague contestando que sí.
—Ahora no me quieres decir a qué vas a Nueva York.
—Me marcho de viaje, fuera de América.
—Vas a encontrarte con otro hombre.
—¿Eso es lo único que puedes imaginar en mi vida? ¿No sientes curiosidad por saber nada más de lo que hay en ella?
—¿Y tu trabajo en la universidad?
—Lo he dejado.
—¿Para irte adónde?
—A España.
Ha contestado tan rápido que se sorprende a sí misma escuchando las palabras que no pensaba decir, que no ha dicho a nadie todavía. El silencio inmediato tiene otra cualidad, de resonancia y espera, de alerta, mientras las miradas se mantienen fijas, trabadas entre sí, cada uno percibiendo los menores gestos en la cara del otro, los dos conscientes por igual del silencio y de los sonidos que hay detrás, el crepitar del fuego en la chimenea, las primeras gotas todavía esporádicas de una lluvia mansa que ha vuelto y que va a durar toda la noche, ya sin los rugidos del viento, las dos respiraciones, cada uno aguardando ese aviso de que el otro va a hablar cuando tome aire, cuando trague saliva. Sin darse cuenta han ido bajando el tono de sus voces, al mismo tiempo que se quedaban inmóviles, Judith ya sin tocar la cena inacabada, irguiéndose con determinación instintiva ahora que ha dicho lo que tal vez hubiera debido callar, lo que es mejor que se sepa cuando la intención se ha cumplido y ya no hay lugar para tentativas de disuasión, Ignacio Abel muy serio, una mano sobre la otra, en el filo de la mesa, las manos huesudas que ya parecen tan poco propicias a la sensualidad como su cuerpo enflaquecido y rígido, como su actitud general de digna capitulación. Un pasajero del tren que oyen pasar ahora interminablemente sin decir nada todavía verá a lo lejos, entre las sombras sucesivas del bosque, una ancha ventana iluminada, pero no llegará a distinguir las dos siluetas en ella. Alguien que se acercara bajo la lluvia menuda que multiplica su rumor en las hojas vería con extrañeza las dos figuras quietas a los dos lados de una gran mesa solemne, un poco inclinadas la una hacia la otra, como a punto de decir o de escuchar un secreto. Entraría en la casa y avanzaría con sigilo por el corredor a oscuras, y aunque llegara muy cerca de la puerta entornada de la biblioteca por la que vienen la claridad y la corriente de aire cálido provocadas por el fuego no lograría escuchar nada, si acaso las voces indistintas, interrumpidas por silencios, superponiéndose luego, palabras aisladas, en español o en inglés, el secreto de las dos vidas y del encuentro con el que ninguno de los dos contaba hace muy poco protegido por los muros de la casa, por la soledad del bosque y la negrura de la noche, la intimidad inviolable en la que sólo hay lugar para los dos amantes y a la que sin saberlo todavía han regresado, aunque no se toquen, aunque al mirarse intuyan cada uno en el brillo de los ojos del otro un hermetismo sin remedio que ni la confesión más impúdica podría quebrar. Se rondan con miradas y palabras, se asedian, se ponen a prueba guardando silencio. Entre el chasquido de los labios al separarse y el sonido de la primera palabra hay un espacio en blanco de expectación. De lo que sea dicho o lo que se quede sin decir dentro de un instante dependerán los próximos pasos de tu vida, tu porvenir entero. Judith ha respirado hondo y ha cerrado un momento los ojos como para darse coraje, para atesorar el aire que le será necesario si quiere que sus palabras suenen tan claras y rápidas como en el interior de su conciencia.
—Tendría que haberlo imaginado.
—No intentes disuadirme. No me digas nada. Cualquier razón que puedas darme para que no vaya ya la he pensado yo misma y la he oído muchas veces. No voy a cambiar de opinión. En cuanto empieces a decirme lo que ya sé que vas a decirme me levantaré de aquí y me iré por donde he venido. Uno ha de vivir de acuerdo con sus principios. Yo no puedo tranquilizar mi conciencia asistiendo de vez en cuando a un acto a favor de la República Española o saliendo a la calle con una hucha para recoger donativos. No quiero pensar de una manera y actuar de otra. No quiero leer el periódico o escuchar la radio o ver las noticias en el cine y morirme de rabia viendo lo que los fascistas están haciendo en España y luego seguir viviendo como si no pasara nada. Es así de simple.
—Y qué vas a hacer tú. Madrid está a punto de caer.
—¿Cómo estás tan seguro? ¿Para sentir menos remordimientos por haberte marchado? La Unión Soviética ha empezado a mandar ayuda. Esta mañana mismo escuché en la radio que los franceses van a abrir la frontera para que pasen armamentos. Hay cosas que los periódicos no publican. Hay miles y miles de voluntarios que están viajando ahora mismo hacia España.
—Y qué van a hacer cuando lleguen. Tú no sabes lo que es aquello. Mi país no es ahora mismo nada más que un manicomio y un gran matadero. No tenemos ejército, ni disciplina. Casi no tenemos gobierno.
—Nunca te había oído usar la primera persona del plural hablando de política…
—No me había dado cuenta. Habré empezado al salir de España.
—No está todo perdido.
—Tú no sabes lo que es una guerra.
—Deja de decirme las cosas que no sé. Voy para averiguarlo.
—¿Piensas unirte a las milicias?
—No me hables en ese tono.
—No sé en qué tono estoy hablándote.
—Como si no entendiera nada. Como si actuara por capricho. Yo sé muy bien lo que voy a hacer.
—Nadie lo sabe. En la guerra nadie entiende nada. Los que parecen entender algo son los más farsantes de todos, los más dementes o los más peligrosos. Yo he visto la guerra. Nadie me lo ha contado. La vi en Marruecos cuando era joven y ahora he vuelto a verla en Madrid, y es lo mismo, nada de un ejército y otro y una batalla con avances y retrocesos y luego suena una corneta y se ha acabado todo y hay que recoger a los muertos. En la guerra no sabe nadie lo que está pasando. Los militares profesionales fingen que lo saben pero no es verdad. A lo único que han aprendido en el mejor de los casos es a disimular, o a empujar a otros para que vayan por delante. Estalla una bomba y te matan o te quedas desangrándote y sujetándote los intestinos con las manos, o te quedas ciego, o sin las piernas, o sin la mitad de la cara. Y ni siquiera hace falta que vayas al frente. Vas a un café o a un cine de la Gran Vía y cuando sales cae un obús o una bomba incendiaria y si tienes suerte ni siquiera te das cuenta de que ibas a morir. O alguien te denuncia porque le caes mal o porque cree que te vio una vez saliendo de misa o leyendo el ABC y te llevan en un coche a la Casa de Campo y a la mañana siguiente los niños se divierten con tu cadáver poniéndole un cigarro encendido en la boca y llamándole besugo. Ésa es la guerra. O la revolución, si te parece más apropiada esa palabra. Todo lo demás que te cuenten es mentira. Todos esos desfiles que quedan tan bien en las películas y en las revistas ilustradas, las pancartas, las consignas, No Pasarán. Los valientes y los honrados se montan en una camioneta vieja para ir al frente y los del otro lado los siegan con sus ametralladoras sin darles tiempo ni a apuntar los fusiles, que en la mayor parte de los casos no han aprendido bien a manejar, o tienen poca munición, o no es la munición adecuada. En media hora pueden estar muertos o haber perdido los dos brazos o las dos piernas. Los que parecen más bravos y más revolucionarios se quedan en la retaguardia y usan el fusil y el puño cerrado para no pagar en los bares o en las casas de putas. Los fascistas llevan ametralladoras montadas en sus aviones y se divierten disparándolas contra las columnas de campesinos y de milicianos que huyen hacia Madrid. Los milicianos desperdician la munición disparando contra los aviones porque no saben que aunque tuvieran puntería lo que no tienen es la potencia de tiro suficiente para alcanzarlos. El piloto del avión se pica con ellos y en vez de seguir su camino se da la vuelta y los ametralla a campo descubierto como si fueran hormigas. A la guerra, a los sitios donde de verdad se está expuesto a morir, no van más que los que no tienen más remedio porque los llevan a la fuerza o porque se han creído la propaganda y los han emborrachado con las banderas y los himnos. Todo el que puede se escapa, salvo esos inocentes o esos alucinados que son los primeros en morir o en quedar mutilados o desfigurados. No en el primer día, sino en el primer minuto. A algunos no les da tiempo a enterarse ni de que están en el frente. Algunos no llevan ni armas. Se creen que ir a la guerra es ponerse en fila y marcar el paso siguiendo a una banda de música que toca La Internacional o A las barricadas. Ven venir al enemigo y ni siquiera pueden correr porque les tiemblan las piernas y se cagan de miedo. No es una forma de hablar. El miedo extremo da diarrea. Los otros les dan caza sin la menor dificultad. Igual que si cazaran conejos. ¿Sabes lo que les gusta hacer? Se aburren de que sea tan fácil matar tanto y buscan entretenimiento. A las mujeres ya puedes imaginar qué les hacen. A los hombres muchas veces les cortan la nariz y las orejas y luego les cortan el cuello. Les cortan los testículos y se los embuten en la boca. Clavan una cabeza con las orejas y la nariz cortadas en el palo de una escoba y la pasean en procesión. Pero eso también lo hacen de vez en cuando los nuestros. No me mires así. No es propaganda enemiga. Yo he visto cómo llevaban por Madrid la cabeza cortada del general López Ochoa. En los partidos de izquierda y en los sindicatos había mucho odio contra él porque mandó las tropas en Asturias el año treinta y cuatro. El dieciocho de julio estaba en el hospital militar de Carabanchel porque lo habían operado de algo y a algún valiente se le ocurrió ir a matarlo allí mismo. Lo mataron, arrastraron el cadáver por la calle y le cortaron la cabeza, las orejas y los testículos. Era como una procesión de gigantes y cabezudos, con una nube de niños corriendo detrás. Yo vi lo que llevaban y al principio no sabía lo que era. Los ojos y la boca los tenía llenos de moscas. La boca la tenía muy hinchada porque le habían embutido en ella los testículos. Como una máscara de carnaval, o como una de esas cabezas pintadas de cartón. La sangre chorreaba por el palo y al que lo sostenía le llegaba a los codos. Tenía que defenderse de los que se lo querían quitar para llevarlo ellos. Vas a decirme que los otros son mucho peores. No me cabe la menor duda. También he visto lo que hacen ellos. Ellos se sublevaron y ellos tienen la culpa de que empezara la matanza. Ellos merecen perder pero nosotros hemos cometido tantas barbaridades y tantas estupideces que no nos merecemos ganar.
—¿Y tú estás por encima de todo?
—Yo estoy donde me han empujado. Podían haberme matado en Madrid y me habrían matado seguro los del otro bando si me hubiera quedado con mis hijos aquel domingo en la Sierra. Yo no soy un hombre valiente. Ni siquiera soy muy apasionado. Casi nunca he tenido emociones muy fuertes, salvo estando contigo, o algunas veces haciendo mi trabajo, imaginándomelo. No soy un revolucionario. No creo que la historia tenga una dirección, ni que se pueda construir el paraíso sobre la tierra. Y aunque se pudiera, si el precio es un gran baño de sangre y una tiranía, no me parece que valga la pena pagarlo. Y si aun así estoy equivocado y para traer la justicia es necesaria la revolución y la matanza yo prefiero apartarme, si tengo la oportunidad, al menos para salvar mi vida. No tengo otra. Ni siquiera soy un hombre de acción, como mi amigo el doctor Negrín. Me he dado cuenta estos meses atrás, pasando tanto tiempo solo. No hablaba casi con nadie y muchas veces no podía dormir y pensaba en las cosas que me gustan de verdad, en lo que yo necesito. Necesito hacer bien algo que tenga alguna utilidad y sea duradero y sólido. La gente dominada por pasiones políticas me da miedo, o me parece ridícula, como los que se ponen rojos gritando en un partido de fútbol, o en el hipódromo o en los toros. Ahora también me da asco. Yo creo que hay muchos más canallas de lo que yo imaginaba. Los viejos intoxican a los jóvenes para vengarse de su juventud mandándolos al matadero. Muchas personas parecen normales y se vuelven salvajes cuando ven la sangre y la huelen. Ven fusilado a un vecino al que hasta ayer mismo le daban los buenos días todas las mañanas y si pueden le roban la cartera o los zapatos. Mi pobre amigo el profesor Rossman era un santo. Jamás tuvo una brusquedad o un mal gesto con nadie. Entraba en el tranvía y se quitaba el sombrero si había delante una señora. Hacía la cama todas las mañanas en su cuarto de la pensión para ahorrarle trabajo a la criada. Había sido una eminencia en Alemania y en España se ganaba malamente la vida vendiendo estilográficas por los cafés pero nunca lo oí quejarse del país ni perder la paciencia. Tú lo conociste. Pues fueron por él y lo mataron como a un animal porque a algún cretino debió de parecerle que era un espía porque hablaba con acento alemán o porque llevaba la cartera llena de recortes de periódico y de mapas del frente. Antes de matarlo le machacaron la cara a golpes. Y a su hija tampoco volví a verla. No sabían nada de ella en la pensión ni en la oficina donde trabajaba. Como si se la hubiera tragado la tierra. No fui capaz de ayudarles a ninguno de los dos. A lo mejor es que no tuve suerte o que me dio miedo insistir demasiado y ponerme yo también en peligro. Ésa es la verdad. El hermano de mi mujer fue una noche a pedirme que lo escondiera porque estaban buscándolo y no le abrí la puerta. Si lo dejaba entrar igual se complicaban las cosas y yo no podía marcharme, o me veía obligado a retrasar otra vez el viaje, o me encerraban por haberle ayudado. Quizás lo mataron esa misma noche. Era un falangista y además era un tonto, pero nadie se merece ir por ahí escondiéndose por los portales como una alimaña. Y no sólo eso. También quería de verdad a mis hijos y ellos a él, sobre todo el niño. Quería tanto a su tío que a mí me daban celos. Y si a pesar de todo consiguió escapar y pasarse al otro lado ahora tendrá tanto rencor que se habrá convertido en un matarife. Y hasta es posible que vaya a ver a mis hijos y ellos le tengan todavía más admiración viéndolo convertido en un héroe de guerra, y que les cuente que su padre cometió la vileza de no darle refugio, ni siquiera para una sola noche. Podía haberle dicho que se quedara y haberlo denunciado. Habría cumplido con mi deber, porque mi cuñado formaba parte de uno de esos grupos falangistas que disparan desde los tejados contra los milicianos o pasan en un coche a toda velocidad ametrallando a la gente que hace cola para conseguir el pan o el carbón. Un sedicioso. Un saboteador. Pero no es que tuviera compasión de él. Es que no quería que por culpa suya se me estropeara el viaje.
Habla sin moverse y sin apartar los ojos de Judith. Las palabras brotan de su boca con una determinación sin pausa, aunque apenas separa los labios. Habla y no piensa en lo que va a decir y el sonido de su propia voz lo incita a seguir hablando. En las palabras está la furia, no en él. Él mantiene una especie de monótona neutralidad, como si testificara en un juicio, o como si hiciera una declaración teniendo cuidado de no hablar demasiado rápido para el mecanógrafo que la está transcribiendo. Hablar lo alivia y lo exalta. Le devuelve en oleadas la vergüenza y la lucidez y le restituye sin que se dé cuenta todavía una sombra maltratada pero no abolida de integridad personal. No ha de ser sólo el que ha huido, el que se esconde tras una cortesía sumisa, el que antes de hablar deberá calcular que no ofende ni importuna a nadie. Las manos siguen posadas sobre la mesa, la una encima de la otra, y los músculos de la cara tampoco se mueven, aunque los resplandores desiguales del fuego y de la lámpara de petróleo modifiquen la distribución de las sombras. Pero se ha ido irguiendo a medida que hablaba, imperceptiblemente, ha ido levantando un poco más la voz o quizás es que ha pronunciado las palabras con más precisión y con otra energía, igual que no ha bajado la mirada en ningún momento, ni se ha interrumpido cuando Judith separaba los labios y aspiraba el aire y parecía que iba a decir algo. Tanto tiempo ha callado que aunque quisiera no podría dejar de contar. Es ahora, acuciado por sus propias palabras, cuando empieza a darse cuenta de la duración de su silencio, del volumen ingente de lo que ha callado, su proliferación monstruosa, el silencio como un hábito y un refugio y una manera de acomodarse en el mundo y luego transformado en el espacio mismo que lo circundaba, la celda y la campana de cristal en la que ha vivido durante los últimos meses. El silencio en su casa de Madrid, en las noches de insomnio y luces apagadas y postigos cerrados, yendo por las habitaciones con los muebles y las lámparas cubiertos por sábanas; el silencio en la oficina de la Ciudad Universitaria, delante de la gran maqueta que empezaba a estar cubierta de polvo, como las máquinas de escribir tapadas con sus fundas y los teléfonos que no sonaban, la extensión plana de las obras más allá de los ventanales, las máquinas paradas, los edificios recién terminados y todavía sin cristales ni puertas deteriorándose antes de que nadie hubiera llegado a usarlos; mirar y callar, apartar los ojos, no decir nada, viajar en silencio en los trenes y no hablar con nadie ni escuchar ninguna voz en las habitaciones de los hoteles, en la cabina del barco que cruzaba el Atlántico, en las cafeterías de Nueva York en las que se sentaba a mirar la calle detrás de una cristalera con rótulos pintados en colores vivos. Tanto ha callado y ahora vienen las palabras a su boca sin que él tenga que pensarlas, sin que hayan existido antes en el pensamiento, las unas traídas por las otras, como las imágenes de lo que ha visto y lo que quisiera contarle con toda exactitud a Judith aunque sospecha que no va a lograrlo, que ninguna explicación podrá transmitir la experiencia, la verdad horrible y absurda que sólo puede conocer quien la ha vivido, aunque quiera vanamente convertirla en palabras, aunque mueva los labios como si boqueara y se empeñe en no apartar ni un momento los ojos de Judith; mirándola ahora con una franqueza que al principio no ha tenido, poco a poco complaciéndose en los pormenores de cada una de sus facciones rescatadas, en el hecho de su cercanía, en la maravilla de que exista, ahora que no tiene esperanza y que el deseo ya parece proscrito por el hermetismo físico de ella, por la inercia de una amarga capitulación masculina, vanidad herida y humillación sexual. Pero es la falta de esperanza lo que le permite ver a Judith con más claridad que nunca, su atención por primera vez despejada de los turbiones y las fantasmagorías, de la exasperación del antiguo deseo, que no se apaciguaba nunca, que en la plenitud de su cumplimiento estaba siendo minado por el miedo a la fugacidad y a la pérdida. Está viendo a Judith exactamente tal como es. Su voz le llega con tanta precisión como el roce de una mano en los párpados.
—Entonces, si tú sabes tanto, dime cuál es la manera recta de actuar. A lo mejor no me daba cuenta y he venido aquí sólo para eso. Dime si tú crees que hay una forma justa de acción.
—Yo no sé nada. Yo no sé si soy tan farsante como los otros. Cada uno justifica como puede su comportamiento vergonzoso. Los únicos sin culpa son los inocentes sacrificados, y uno tampoco quiere ser uno de ellos. El profesor Rossman, o Lorca.
—No podía creérmelo, cuando lo leí en el periódico. El profesor Salinas estaba descompuesto. Quería pensar que sería un rumor, una noticia falsa. ¿Por qué lo matarían?
—Por nada, Judith. Porque era inocente. ¿Te parece poco delito? A los inocentes no los quiere nadie.
—Por fin has dicho mi nombre.
—Tú todavía no has dicho el mío.
—«Vivir en los pronombres». ¿Te acuerdas? Yo no entendía bien el sentido de ese poema y tú me lo explicaste. Los amantes sólo se pueden llamar tú y yo para que no los descubran.
—No te vayas. Quédate conmigo.
—Ya tengo comprado el pasaje. El barco sale mañana de Nueva York. Vamos más de trescientos. Vendrán muchos más en los días siguientes. Por grupos, para no llamar la atención. Unos irán primero a Francia y otros a Inglaterra.
—Estarán cerradas las fronteras.
—Iremos por pasos de contrabandistas.
—No es una novela, Judith. No es una película de aventuras.
—Ya vuelves a hablarme con ese tono de burla.
—No quiero que te maten.
—Te he pedido que me digas lo que se puede hacer y no me has contestado.
—No hay nada que tú puedas o debas hacer. Tienes la suerte de que no sea tu país. Olvídate de él, tú que puedes. En Abisinia ha habido muchos más muertos que en España y ni a ti ni a mí nos han quitado el sueño. Ni a las democracias, ni a la Sociedad de Naciones. Hitler quiere expulsar de Alemania a todos los judíos y ha encerrado en campos a los socialdemócratas y a los comunistas y no ha habido una sola protesta internacional. ¿Se va a escandalizar alguien porque ahora le ayude a Franco en España? En Rusia se mueren de hambre por millones y no le importa a nadie, y todas las personas generosas y amantes de la justicia se emocionan con la propaganda soviética. Tampoco es tan difícil. Con excepciones, el mundo entero es un lugar espantoso, y lo más normal es el sufrimiento y el crimen. ¿No linchan en el sur de tu país a los negros? ¿Cuántos muertos hubo hace tres o cuatro años en Paraguay por la guerra del Chaco? Centenares de miles. Puede que ni hayas oído hablar de ella. ¿Eres tan vanidosa que crees que tus actos, justos o injustos, pueden servir de algo? Si quieres tranquilizar la conciencia apúntate a un comité de solidaridad con la República Española. Haz colectas por la calle, recoge ropa de abrigo. Los milicianos ya la están necesitando en la Sierra. Con que les mandes un jersey o una manta ya les habrás sido de más utilidad que dejándote matar. Con que recojas para ellos una sola lata de leche condensada o un paquete de cigarrillos.
—Te oigo hablar y no te conozco.
—No estoy aquí para decirte lo que quieres oír.
—No debería haber venido. Ahora podría estar ya en Nueva York.
—Adelante. Igual cuando consigáis llegar a España aún no se ha hundido la República. Os recibirán con pancartas y con bandas de música. Os llevarán a hacer turismo por algún frente tranquilo. En Madrid os darán un banquete y un baile en el palacio de la Alianza de Intelectuales. La comida que os sirvan en ese banquete será mucho mejor y más abundante que el rancho que les dan a los soldados en el frente, si es que hay camiones para llevarles el rancho, o si hay gasolina para esos camiones, porque puede ser que falte para ellos y la estén gastando en desfiles o en llevar gente al matadero. Alberti y toda su banda de poetas con monos azules bien planchados os recitarán kilómetros de versos. Os llevarán a una corrida y a un tablao flamenco. Os harán fotos y saldréis en los periódicos. Os presentarán como una prueba más de que en todo el mundo crece la simpatía por la lucha del pueblo español contra el fascismo. A continuación os pondrán en la frontera y podréis volver a vuestro país con la conciencia tranquila y con la alegría de haber vivido una aventura peligrosa y exótica. Hasta volveréis bronceados, como los turistas.
—Me voy para no seguir oyéndote. Me avergüenzo de ti.
Se ha levantado y ahora lo mira desde arriba, como desafiándolo a que diga algo más, a que se levante él también y quiera cerrarle el paso. Ignacio Abel no se acordaba de lo fácilmente que enrojece su piel tan clara. Las dos manos están ahora separadas, paralelas sobre la mesa, pero ése ha sido el único movimiento que ha hecho. Ha alzado hacia ella los ojos y luego se ha quedado mirando hacia el fuego, hacia el lugar donde Judith estaba hace sólo un momento. Se irá y cada paso que dé será un adiós definitivo. Se acuerda de Moreno Villa, este verano, en su cuarto de la Residencia: ahora hemos aprendido que hay cosas que nos están sucediendo por última vez; que no hay despedida casual que no pueda ser para siempre. Atravesará la biblioteca en sombras, el vestíbulo. Él oirá la puerta resonando en toda la estructura de la casa al cerrarse de golpe y luego deberá poner más atención y esperar a que se encienda el motor del automóvil. Irritada y nerviosa Judith tardará en ponerlo en marcha. El sonido del motor se volverá regular después de dos o tres tentativas. Sin moverse de la posición en la que se encuentra ahora, sin apartar los ojos del fuego, oirá cómo el sonido va debilitándose hasta que llegue un momento en el que se haya perdido: las luces rojas traseras apagándose como ascuas débiles en la oscuridad al fondo del camino, del túnel que forman las ramas entreveradas de los árboles. En el silencio volverá el repicar de la lluvia, los chasquidos del fuego, un breve alud de troncos ardiendo. Al cabo de un rato no quedarán indicios de que Judith ha venido: sólo el plato con la cena sin terminar, la botella de cerveza mediada. Subirá a acostarse alumbrándose con la lámpara de petróleo y buscará en vano el olor de Judith en una toalla. Se mirará en el espejo para lavarse los dientes, la mitad de la cara borrada por la oscuridad, sus propios ojos eludiéndole. No alza una mano para retenerla, ahora que todavía la tiene a su alcance. Judith habla enmarcada por la puerta que acaba de abrir y que de un momento a otro va a cruzar y la ira no le hace levantar la voz.
—Crees que lo sabes todo y no sabes nada. Los voluntarios que yo conozco no van a España a hacer turismo, puedo asegurártelo. Muchos de ellos ya están allí y reciben entrenamiento militar para unirse al ejército de la República. Muchos más van a seguir llegando de América y de medio mundo. Si todo estuviera tan perdido como tú dices creer no seríamos tantos. Si hubiera tan poca diferencia entre un lado y otro y todo fuera nada más que salvajismo y sinsentido no habría tantas personas inteligentes y valerosas dispuestas a jugarse la vida en España. Tú sabes que yo no soy una fanática. Ni siquiera siento mucha simpatía por los comunistas. Pero son ellos los que están organizando el reclutamiento y por ese motivo voy a ir a España con ellos, y con otros muchos que tampoco lo son. Si no me hubiera enamorado tanto de ti a lo mejor no me habría enamorado tampoco de España. Pero ya es mi otro país y lo que está pasando allí me rompe el corazón. Sólo cuando leo en el periódico los nombres de los pueblos o los escucho en la radio, tan mal pronunciados. Cuando dicen «Madrid». Es mi ciudad porque tú me la enseñabas. Viví dos años en Londres y en París y nunca dejé de sentirme extranjera. Una extranjera que visitaba museos extraordinarios con la mala conciencia de aburrirse demasiado pronto en ellos y no ser europea. Llegué a Madrid y en cuanto me di el primer paseo por la plaza de Santa Ana entre los limpiabotas y las verduleras fue como si me encontrara en Nueva York. Me gustan los españoles. Me caen bien, como vosotros decís. Me gustan los tranvías tan lentos y destartalados y me gustan las macetas de geranios rojos en los balcones. Me gusta lo mismo el Rastro que el Museo del Prado. Pero no es romanticismo de americana, aunque tú lo pienses. Es sentido común político. Me emocionaba la gente pobre haciendo cola con tanta dignidad para votar el día de las últimas elecciones. Me gustaba ir por tu barrio y ver a la gente entrando y saliendo de ese mercado nuevo tan moderno que tú hiciste, con su bandera en la fachada. Si Hitler y Mussolini les ayudan a los militares a ganar en España qué va a pasar a continuación en el mundo. Yo no quiero que esa gente entre en Madrid.
—Y qué harás para evitarlo.
—Lo que sea. Lo que yo pueda. Puedo conducir una ambulancia y ayudar en un hospital. Hablo francés, yiddish y bastante ruso, aparte de inglés y español. Puedo hacer de intérprete. Alguien tendrá que ayudar a que toda esa gente que llega se entienda con los españoles. Tú dices que no eres valiente ni eres un revolucionario y yo tampoco lo soy. Dices que lo que te gusta es hacer algo muy bien y eso es lo que quiero yo. Tampoco voy a decir esas palabras abstractas que ahora te desagradan. No pienso discutir de política con nadie. Desde que estuve casada tengo horror a aquellas discusiones tan agresivas sobre Stalin y Trotsky y los kulaks y los planes quinquenales y la revolución mundial y el socialismo en un solo país. Quiero trabajar para la República Española. Quiero traducir bien o conducir tan rápido como pueda una ambulancia, sin que sufran mucho los heridos que vayan en ella. Quiero estar en Madrid, igual que estaba el año pasado por ahora.
—Ese Madrid ya no existe.
—No puede haber desaparecido en tan poco tiempo.
—Cuando vayas no lo reconocerás.
—Prefiero comprobarlo yo misma.
—Quédate conmigo. Si te vas ahora yo sé que no volveré a verte nunca.
—Tampoco ahora contabas con volver a verme. No va a pasarme nada en España.
—Aunque no te pase nada. Si te vas ahora ya no volverás. Piensa en lo grande que es el mundo, lo complicado que es que dos personas se encuentren. Si hemos tenido esa suerte dos veces ya no habrá otra ocasión. Si has venido esta noche es por algo.
—Sólo he venido para despedirme.
—Podías no haberlo hecho.
—Me pillaba de camino.
—No es verdad. Has tenido que dar un rodeo muy largo. Lo he visto en un mapa.
—Tengo que irme ahora.
—Quédate sólo esta noche. No te pido nada más.
—Ya no soy tu amante.
—No te estoy pidiendo que te acuestes conmigo. Lo único que te pido es que no te vayas esta noche. En alguna parte tendrás que dormir.
—Qué quieres de mí.
—Quiero que sigamos hablando. Estoy aquí contigo y no puedo creerme que sea verdad. Me he imaginado tantas veces que volvía a verte y hablábamos y hablábamos, sin cansarnos, sin quedarnos callados. No he parado de imaginarme todo lo que te diría cuando volviera a verte, todo lo que tenía que contarte. Pensar era estar hablando contigo. En el mismo momento en que veía algo o me pasaba algo te lo estaba contando. Yo no sé cuántas cartas te habré escrito mentalmente, estos tres meses en Madrid, y mientras estaba de viaje. Viniendo en el barco, cuando llegamos a Nueva York. Había mucha gente esperando al final de la pasarela y a mí me pareció una o dos veces que veía tu cara. Oí tu voz llamándome.
Ha salido y ha vuelto a entrar en la casa al cabo de unos minutos trayendo una maleta que parece demasiado ligera para el viaje tan largo que está a punto de emprender. Tardaba demasiado. Ignacio Abel ha permanecido atento temiendo escuchar el sonido del motor. Sólo ha escuchado la lluvia menuda en los cristales, en los canalones de zinc, en la pizarra de los aleros, en el techo de vidrio del invernadero abandonado que hay detrás de la casa. Judith se ha sentado detrás del volante y mira las gotas deslizarse por el limpiaparabrisas, haciendo borrosa la visión del porche y de la puerta que ha dejado entreabierta al salir. Tiene las dos manos en el volante y la nuca apoyada en el respaldo, notando en ella el cansancio. Sabe la intensidad con que él espera en el interior de la gran casa en sombras, tal vez inmóvil todavía junto a la mesa de la biblioteca, la vela casi extinguiéndose, la cara enflaquecida iluminada por el resplandor del fuego en la chimenea. Lo conoce con una exactitud de adivinación. Ve las largas manos sobre la mesa, con los nudillos prominentes, las manos que no se han adelantado en ningún momento hacia ella, que ni siquiera han hecho una tentativa de tocarla. Piensa que si se queda ahora es sobre todo porque le faltan ánimos para hacer frente a dos horas más de carretera, a la idea de llegar a Nueva York a una hora demasiado tardía y de tener que buscarse habitación en un hotel barato. Él calculará que está tardando demasiado, pero seguirá sin moverse, fatalista y alerta, erguido junto a la mesa de la biblioteca, menguado en el interior de su traje que ahora tiene las hombreras demasiado anchas. La espera y no la espera. Su desasosiego de otro tiempo ahora es un ensimismamiento que tiene algo de negligencia física. En sus ojos cuando la han visto dirigirse hacia la puerta había una mezcla en dosis iguales de angustia y de aceptación. Entonces algo sucede. El vestíbulo y varias ventanas de la casa se llenan de luz. Judith regresa con la maleta en la mano, pesándole muy poco, gotas templadas de lluvia mojándole la cara y el pelo. Sabe que él ha prestado atención a los pasos que vuelven y a la puerta que se cierra. El vestíbulo ahora es desconocido, mucho más grande. La luz eléctrica brilla en la tarima encerada del suelo y en la balaustrada de la escalera. Pero el pasillo que lleva a la biblioteca sigue en penumbra. Judith empuja la puerta escuchando fragmentos de música y voces en la radio. Ignacio Abel está sentado delante del receptor, la cara iluminada por la luz de las bujías. Según gira los botones de marfil se suceden ráfagas de música de baile, de anuncios, de un concierto romántico de piano, de boletines de noticias. Por un momento ha creído que en una emisora de Canadá que se capta muy débilmente estaban hablando de España, habían dicho la palabra «Madrid» intercalándola en un monólogo muy rápido en francés, Judith deja la maleta en el suelo y va hacia él. La mira y con un sobresalto de incredulidad y ternura descubre en sus ojos algo que un momento antes no estaba, un brillo inesperado, un indicio en el que reconoce a la Judith de otro tiempo. Le da miedo de golpe desearla tanto, sentirse tan empujado sin remedio hacia ella, el antiguo imán actuando sobre él aunque ahora no pueda o no le sea permitido tocarla. Se fue hace unos minutos y ahora llega como en un regreso corregido, no el de la vez anterior, cuando llamó a la puerta y no traía la maleta en la mano, cuando sólo la alumbraba la lámpara de petróleo. Ahora le parece que vuelve de Madrid y de hace un año, del pasado no tan lejano en el que se supo inexplicablemente agraciado, elegido por ella.