14

Hubo signos pero él no los vio, o más bien eligió no verlos. Tan sólo unos pasos más allá de la cercanía de Judith Biely la realidad se volvía tan borrosa como el fondo de una fotografía: más allá de los minutos o las horas o días que le faltaban para volver a verla, del tiempo fugaz que pasaba con ella. Ahora se asombra de su aturdimiento: tan lejos de Madrid y de ella, despojado sin drama de todo lo que daba por supuesto y creía suyo y se ha disuelto como sal en el agua, Ignacio Abel se obstina en ejercer una lucidez retrospectiva, más inútil aún para aliviar el remordimiento que para corregir el pasado. Hubiera querido saber en qué momento fue inevitable el desastre; cuándo lo monstruoso empezó a parecer normal y gradualmente se volvió tan invisible como los actos más comunes de la vida; cuándo las palabras que alentaban al crimen y a las que nadie daba crédito porque se repetían monótonamente y no eran más que palabras se convirtieron en crímenes; cuándo los crímenes se fueron volviendo tan habituales que ya formaban parte de la normalidad pública. Hoy el ejército es la base de sustentación y la columna vertebral de la patria. Cuando la guerra civil estalle no aceptaremos la eliminación cobarde entregando el cuello al enemigo. Hay un momento y no otro; un punto más allá del cual no existe regreso; una mano se alza sosteniendo una pistola y se acerca a la nuca de alguien y aún hay unos segundos en los que el disparo puede no producirse; incluso cuando el dedo índice empieza a oprimir el metal del gatillo aún permanece intacta la posibilidad de volver atrás, extinguida sólo un instante más tarde; el agua se infiltra poco a poco en el tejado de un edifìcio que nadie repara, durante meses o años, pero hay un solo momento en el que ocurre una modificación decisiva y una viga se parte por la mitad y el techo entero se hunde; en décimas de segundo la llama que estuvo a punto de extinguirse revive y prende la cortina o el puñado de papeles que van a alimentar el incendio que lo destruirá todo. En el período de transición de la sociedad capitalista a la socialista la forma de gobierno será la dictadura del proletariado con el propósito de reprimir toda resistencia de la clase explotadora. Las cosas están siempre a punto de no suceder, o de suceder de otro modo; se van acercando muy despacio o muy velozmente a su cumplimiento o alejándose hacia la imposibilidad, pero hay un instante, uno sólo, en el que todavía tienen remedio, en el que lo que se va a perder para siempre aún puede salvarse, en el que se puede detener la irrupción de la desgracia, el advenimiento del apocalipsis. Cuando se cumpla la justicia inflexible del pueblo los explotadores y sus secuaces morirán con los zapatos puestos. Un hombre sale de su casa a la misma hora todas las mañanas y una de ellas, hacia mediados de marzo, una mañana tan fría y tan oscura como de pleno invierno, alguien sentado detrás del volante de un automóvil lo ve pararse en el portal para ponerse el sombrero y ajustarse los guantes y les hace una indicación a otros hombres jóvenes que aguardan cerca de él, en silencio, en el interior del coche que tiene una ventanilla bajada a pesar del frío para que salga el humo de los cigarrillos. Aprietan las culatas de las pistolas con las manos sudorosas pero no son ejecutores expertos y aún podrían no tener el arrojo necesario para disparar; en el momento en que lo hacen un camión podría interponerse y la víctima designada tendría tiempo de huir; el policía de escolta que se da cuenta del ataque podría no interponerse con heroísmo instintivo y no acabaría muriendo boca arriba en la acera después de un vómito de sangre.

A lo largo de una primavera hosca de vendavales de lluvia que desbarataban las ramas recién florecidas de los castaños y las acacias y llenaban los pavimentos de las semillas como pétalos blancos de los olmos, el profesor Rossman le enviaba casi cada día a Ignacio Abel recortes de periódicos muy subrayados con lápices de distintos colores, marcados con interrogaciones y exclamaciones, noticias de tiroteos o asaltos amputadas a medias por la censura, afirmaciones delirantes amplificadas por el tamaño de los titulares igual que por el volumen de los altavoces retumbando en los mítines, sobre el fervor de las multitudes cóncavas en las plazas de toros. Cuando nos lancemos por segunda vez a la calle que no nos hablen de generosidad y que no nos culpen si los excesos de la revolución se extreman hasta el punto de no respetar vidas ni personas. El profesor Rossman iba por Madrid con su cartera llena de periódicos en varias lenguas y de pasquines con proclamas insensatas recogidos por las calles, obsesionado por la magnitud de los delirios colectivos y de las mentiras de la propaganda alemana o italiana o soviética que todo el mundo a excepción de él mismo parecía aceptar sin enfurecerse cuando no creer como si fueran verdades reveladas. La URSS es la atalaya luminosa que nos alumbra el camino, pueblo libre que no sufre ni explotación ni hambre, que ha liberado por completo y marcha a la cabeza de las muchedumbres de trabajadores. Se daba cuenta de que la escala misma de la mentira era tan abrumadora que volvía inverosímil la incredulidad. En los cafés entablaba conversación con cualquiera y por culpa de su erudición minuciosa y de su deficiente español se enredaba en explicaciones sobre política internacional que no entendía nadie y hacia las que nadie mostraba interés. Los españoles, había observado el profesor Rossman, tenían nociones muy vagas sobre el mundo exterior, una curiosidad muy limitada y como distraída. Pero él había visto con sus propios ojos, él conocía de primera mano las mentiras: y sin embargo nadie daba crédito a su condición de testigo, nadie le preguntaba por las cosas que él había visto primero en Alemania y después en la Unión Soviética. Lo miraban con cierta incredulidad, como máximo, con impaciencia o fastidio, con la sospecha de que era un viejo pelmazo y demente. Ignacio Abel revisaba en el vestíbulo la bandeja del correo al volver del trabajo y casi siempre encontraba un sobre con la letra del profesor Rossman que muchas veces sólo contenía el recorte de un pequeño recuadro perdido entre las columnas de algún diario español o europeo, en el que casi nadie aparte de él habría reparado: un asesinato político en alguna provincia lejana; una refriega a tiros entre pescadores socialistas y anarquistas en el puerto de Málaga; una medida administrativa contra los profesores judíos en una universidad alemana; una oscura declaración de Stalin en el Congreso del Konsomol; una noticia sobre la infiltración de los japoneses en Manchuria; un artículo de Luís Araquistáin en el diario Claridad augurando la caída próxima de la República burguesa en España y el advenimiento inevitable de la dictadura del proletariado; una foto del minúsculo rey Víctor Manuel III declarándose emperador de Abisinia delante de una escenografía de fastos romanos de película. A veces los sobres ni siquiera habían sido franqueados: el profesor Rossman, que tenía una malhumorada impaciencia de viejo, prefería entregarlos en persona en la portería de la casa de Ignacio Abel, para que éste los viera cuanto antes. Curas y monjas pululan por toda la superficie del país como moscas sobre un pueblo con olor a cadaverina. La bandera de las derechas españolas tiene como fundamento esencial el restaurar la espiritualidad cristiana frente a los intentos de materializar la sociedad, dominada por poderes ocultos internacionales que responden a los símbolos de la hoz y el martillo, el triángulo masónico y el becerro de oro judaico. Y al mismo tiempo el profesor Rossman se contenía las ganas de llamarlo por teléfono o de presentarse en su oficina o de subir a la casa de su antiguo discípulo cuando iba a buscar a su hija después de las clases de alemán. Armado de tijeras y lápices, se inclinaba mucho sobre la confusión de los periódicos abiertos en la mesa del café, subiéndose las gafas sobre el cráneo pelado, tan cerca de las hojas que las rozaba casi con la nariz, y al terminar lo guardaba todo de cualquier manera en su gran cartera negra y salía a la calle con una urgencia inútil por encontrarse con alguien o visitar alguna de las oficinas o de las embajadas en las que tenía trámites pendientes, por difundir su alerta sobre el estado del mundo mientras aún fuera posible hacer algo.

Pero quién detiene el incendio cuando ya ha prendido y las llamas ascienden por los muros y el calor revienta los cristales de las ventanas, quién apacigua la rabia del que ha sido injuriado o pone límite a la espiral de los muertos. Quién llevará la cuenta, la lista alfabética de los nombres, creciendo a cada minuto como la guía telefónica de una ciudad inmensa, la ciudad española de los muertos que sigue extendiéndose ahora mismo —mientras el tren avanza hacia el norte por la orilla del río Hudson, mientras suenan rítmicamente las ruedas sobre los rieles— en la noche lejana de Madrid, en los descampados y en las cunetas, a los dos lados de la desgarradura de los frentes, aunque cueste tanto imaginarlo, aunque parezca imposible mirando la anchura serena del río, la extensión de cobre y de oro de los bosques al otro lado de la ventanilla, que en este mismo momento la oscuridad y el crimen estén abatiéndose sobre un país entero donde anocheció hace varias horas. En las noches siniestras del verano de Madrid Ignacio Abel aguardaba vanamente el sueño en su dormitorio a oscuras escuchando a veces ráfagas de disparos y motores de automóviles lanzados a toda velocidad por las calles desiertas rebelándose con furia tardía y del todo inútil contra la acomodación a lo inevitable, contra el fatalismo del desastre necesario. Humillado por su propia impotencia se empeñaba en cambiar imaginariamente el curso del pasado: él solo, debatiendo con fantasmas, cambiando sus propios actos y los de las personas a las que conocía y hasta los de los figurones de la vida pública, sublevándose contra su propia ceguera y avergonzándose demasiado tarde de ella, llevándole la contraria fervorosamente a alguien con quien no había querido discutir meses atrás, alguien a quien le oyera decir lo mismo que decía todo el mundo, que en realidad no pasaba nada y la situación no era tan grave, de modo que no valía la pena preocuparse, o bien que iba a pasar algo tremendo que nadie sabía tampoco lo que era pero que ya era demasiado tarde para poder evitarlo, y que quizás fuera mejor así, porque al agobio de la tormenta inminente y que no llega y que hace a cada momento más irrespirable el aire es preferible su explosión torrencial. No se puede detener la marcha implacable de la Historia, decían; Ahora o Nunca; Ni un Paso Atrás; Revolución o Muerte; Aplastad a la Hidra Bolchevique; El Pueblo Trabajador Parirá con Sangre y Dolor una Gloriosa España Nueva; El Ejército Ha de Ser de Nuevo la Columna Vertebral de la Patria. Carteles con grandes letras rojas o negras recién pegados en los muros; brazos musculosos, mandíbulas violentas, manos abiertas o puños cerrados; esvásticas, haces y flechas, hoces y martillos, águilas con las alas desplegadas; anuncios de coñac y carteles taurinos; efigies de gigantes pintadas en grandes lonas sobre las fachadas y proclamando la proximidad de la Revolución o la del estreno de una película de bandoleros andaluces; en la radio se repetían hasta un extremo de náusea los himnos políticos, las marchas militares y una voz aflamencada y muy aguda que cantaba Mi jaca o La hija de Juan Simón, las proclamas roncas de los oradores retumbando en una plaza de toros: ¡Arrasémoslo todo para abrir el espacio limpio y anchuroso en el que florezca la Revolución Libertaria! ¡Destruyamos a los que, sólo pensando en destruirnos, se lanzaron a la pelea! De la sangre de nuestros mártires que caen bajo las balas inicuas de los sicarios bolcheviques crecerá vigorosa la semilla de una España nueva.

Él había vivido como todos, aturdido y ansioso, invadido por accesos de asco y de miedo y también de tedio, atrapado por sus obligaciones y sus deseos, sin tiempo para mirar en torno suyo, quizás viendo algunos signos pero no deteniéndose a reflexionar sobre lo que auguraban. Es la hora de las liquidaciones y éstas habrán de ser totales y absolutas. Qué iba a saber o a remediar él si no veía nada, si no había sido ni capaz de evitar que Adela encontrara la pequeña llave en la cerradura de su escritorio, si no había visto el modo en que cambiaba la cara de ella día tras día, durante varios meses, el tono de su voz, su mirada. Lo que pudo haberse evitado ya no tenía remedio. Que los traidores no esperen clemencia porque no la habrá para nadie. El 12 de marzo a las ocho y media de la mañana el policía de escolta José Gisbert se queda mirando al catedrático socialista Luís Jiménez de Asúa, al que acaba de salvarle la vida lanzándose contra él para protegerlo de las balas; antes de morir expulsando un borbotón de sangre por la boca abierta le dice, con una especie de asombro, mientras agarra con las dos manos las solapas de su abrigo: «Me han matado, don Luís.» Los muertos a los que nadie iba a devolverles la vida eran una minoría comparados con todos los que inevitablemente tendrían desde ahora que morir. El alférez Reyes es un guardia civil de cincuenta años a punto de retirarse que asiste vestido de paisano al desfile del día de la República muy cerca de la tribuna presidencial cuando de pronto sucede algo que nadie sabía lo que es, un remolino de gente tan inexplicable como los del viento en aquella primavera caprichosa; unos desconocidos lo abaten a tiros y se pierden entre la multitud sin que nadie pudiera identificarlos. En la noche ya calurosa del 7 de mayo el capitán José Faraudo, significado republicano y socialista, sale a la calle con su mujer después de cenar para dar un paseo por la calle de Lista; en la esquina de Alcántara unos individuos jóvenes se le acercan por la espalda y le disparan a quemarropa mientras la mujer cree aturdida que ha oído unos petardos y que su marido ha tropezado con algo. Un alud o un derrumbe o un corrimiento de tierras obedecen a sus propias leyes dinámicas. Pasado un cierto punto de catástrofe un incendio no se detiene hasta que no ha consumido la materia de la que se alimenta. Diminutas figurillas humanas gesticulan en los márgenes de su resplandor, arrojan agua que se evapora antes de alcanzar las llamas o incluso las aviva, gritan muy alto y el clamor del fuego borra sus voces irrisorias. El capitán Faraudo cayó de boca contra el suelo muy cerca del escaparate iluminado de una agencia de viajes en que Lita Abel y su hermano miraban cada tarde la maqueta de un transatlántico de la línea Hamburgo—New York como el que se imaginaban que los llevaría a América a principios del otoño. La sensación de alarma física ante las palabras agigantadas por la tipografía o por la amplificación de los micrófonos la había tenido por primera vez recién llegado a Alemania en 1923: las palabras escritas en los carteles y en las pancartas de las manifestaciones, llenando plazas enteras con un poderío sonoro que él no había experimentado nunca; palabras como interjecciones, como descargas de armas, despertando el bramido de una multitud o acallándolo, estallando sobre ella con la violencia metálica de los enormes altavoces, multiplicadas y omnipresentes en los aparatos de radio. Había muy pocos en España y no eran muy potentes cuando él se marchó a Alemania. En Berlín y luego en Weimar su dificultad primera con el idioma y su ignorancia de las circunstancias precisas del país convertían en espectáculos de una rudeza amenazadora y primitiva los desfiles políticos: los vendavales de banderas, los himnos bélicos tocados por las bandas de música, los millones de pisadas a paso marcial, las muchedumbres de veteranos con uniformes viejos y exhibiendo sin reparo la variedad espantosa de sus mutilaciones; y en un balcón, al fondo, casi invisible, un muñeco gesticulante que apenas se distinguía, pero cuyos gritos eran dilatados por los altavoces sobre las cabezas inmóviles y se perdían en la distancia como los ecos de una batalla lejana. Trece años más tarde Ignacio Abel veía con espanto su ciudad y su país anegados por aquella misma inundación. En la plaza de toros de Zaragoza, en el calor de un mediodía de mayo, gargantas fervorosas y roncas de oradores anarquistas proclaman la cercanía inminente del amor libre, la abolición del Estado y de los ejércitos y el comunismo libertario. En la plaza de toros de Madrid, entre un vasto torbellino de banderas rojas, delante de un gran retrato de Lenin, don Francisco Largo Caballero, aclamado por decenas de miles de gargantas como el Lenin español, vislumbra como un viejo profeta apocalíptico el advenimiento de la Unión de Repúblicas Ibéricas Soviéticas, la colectivización de la tierra y de las fábricas, la aniquilación de la burguesía y de la explotación del hombre por el hombre.

Solo en Madrid, casi furtivo, dedicado a tareas en gran parte ilusorias —durante los primeros meses de la guerra aún iba casi a diario a su oficina de la Ciudad Universitaria, examinaba planos y documentos ahora inútiles, que se cubrían poco a poco de polvo, inspeccionaba obras detenidas en las que ya no trabajaba nadie—, pasó el verano recluido en un silencio acobardado y huraño. Tampoco las palabras racionales que él hubiera querido decir con una voz serena importaban ahora, las dulces palabras comunes de la vida anterior. A veces hablaba en voz alta para escuchar una voz en su casa vacía, en su oficina abandonada; se imaginaba hablando con sus hijos, con Adela; les contaba su extraña vida solitaria en Madrid; los cambios en la calle y en la indumentaria de la gente, los nuevos hábitos que un poco antes no existían y sin embargo ya formaban parte de una normalidad alucinada. Imaginaba conversaciones con Judith Biely tan inútilmente como le escribía cartas que no sabía adónde mandar y que muchas veces ni siquiera llegaban al papel. Quizás hubo una palabra que él no dijo y que podía haber evitado que Judith se marchara de Madrid. Quizás estuvo a punto de encontrarla la noche del 19 de julio y de saltar con ella a un tren o convencerla de que no lo tomara. Las cosas están a punto de suceder y no suceden. La primera llama se extingue sin provocar el incendio. El que apretaba la pistola en el bolsillo no llega a sacarla por miedo o por nerviosismo o porque ha creído ver que alguien con aire de policía secreta se le ha quedado mirando y su víctima posible pasa de largo y no sabe que ha estado a punto de morir. El viernes 10 de julio, a la misma hora en que Ignacio Abel consigue hablar por teléfono con Judith Biely después de dos semanas sin saber nada de ella, cuando por fin logra que le prometa un encuentro», el teniente José Castillo, de la Guardia de Asalto —delgado, con el pelo tirante, con gafas redondas, con un uniforme impecable, el correaje y las botas relucientes—, está tomando café en un bar y ve al otro extremo de la barra a unos desconocidos que le parecen algo sospechosos y le hacen instintivamente llevarse la mano a la pistola. Recibe anónimos con frecuencia y sabe que en cualquier momento pueden matarlo igual que mataron hace dos meses a su amigo el capitán Faraudo pero tiene la gallardía de ir solo y a pie a su acuartelamiento cruzando el centro de Madrid. Los desconocidos apuran sus cafés y se marchan. A última hora han recibido una contraorden y no van a atentar contra el teniente Castillo.

Tampoco para sí mismo encontraba disculpa; ni haber perdido lo que más le importaba ni saber que en cualquier momento él también podía ingresar en el número de los asesinados le daba derecho a la inocencia. Cuándo empezó a mentir sin esfuerzo y sin remordimiento; cuándo se acostumbró él mismo a oír disparos y a calibrar su distancia y su peligro sin asomarse a una ventana; cuándo vio por primera vez de cerca una pistola, no en una película, no en la funda de un policía, sino en la mano de alguien conocido, abultando un bolsillo, la pechera de una chaqueta, una pistola o un revólver mostrados casi con la misma desenvoltura que un encendedor o una estilográfica. En mayo, en el café Lion, unos días después del asesinato del capitán Faraudo, el doctor Juan Negrín buscó en los bolsillos de su chaqueta, demasiado estrecha para su volumen hercúleo, después de limpiarse sumariamente los dedos, manchados por el jugo rojizo de las cigalas que estaba comiendo, y en vez del paquete de tabaco que Ignacio Abel había imaginado sacó una pistola y la dejó sobre la mesa, junto al plato de cigalas y los bocks de cerveza, una pistola inverosímil, tan pequeña que parecía de juguete. «Mire lo que me obligan a llevar», dijo, «y eso que ya ni puedo ir solo por la calle», y señaló al policía de paisano que estaba sentado solo en una mesa cercana a la entrada, chupando absorto un palillo de dientes. En las películas de gángsters que iba a ver furtivamente con Judith Biely en los cines de barrio donde no era probable que alguien los reconociera las pistolas eran objetos de un brillo lacado que tenían una cualidad simbólica, casi inmaterial, como linternas o lámparas, que deparaban con su fulgor una inmovilidad hechizada, una muerte abstracta y sin huellas, ni siquiera un agujero ni un desgarrón o una mancha en el traje ceñido del personaje que recibía un disparo, en el sedoso vestido de noche de la mujer hermosa pero traicionera que merecía morir al final. Poco a poco las pistolas se habían ido volviendo reales, sin que él prestara atención, sin que supiera advertirlo. Fue al Congreso a buscar a Negrín —se ha marchado, le dijo sonriendo una secretaria, estaba muerto de hambre y me ha pedido que le diga que le espera a usted en el café Lion— y en el mostrador del guardarropa vio un cajón de madera lleno de pistolas bajo un cartel caligrafiado pulcramente: Se recuerda a los señores diputados que no está permitido portar armas de fuego en el interior del recinto parlamentario. Hojeando Mundo Gráfico en la antesala de la modista donde Adela y la niña se probaban vestidos vio el anuncio de pistolas Astra, entre cremas para el cutis y píldoras para regular la menstruación y para aumentar el volumen de los senos y polvos dentífricos para blanquear la sonrisa. Proteja sus bienes y la seguridad de sus seres más queridos.

En las fotografías del entierro del alférez Reyes, asesinado sin que se sepa el motivo durante el tumulto entre la multitud que presenciaba el desfile militar el día de la República, se ve que muchos de los que acompañan el féretro, militares y paisanos, llevan las pistolas desenfundadas. Aunque es el 16 de abril y las hojas han brotado en los árboles del paseo de la Castellana todos visten ropas oscuras de invierno. Desde el andamio de una obra hay disparos de pistola y de pistola ametralladora sobre el cortejo del entierro y la gente huye en todas direcciones buscando refugio en los jardines y detrás de los árboles y durante unos minutos el ataúd del alférez Reyes se queda abandonado sobre los charcos del pavimento. Cuando el entierro llega al cementerio del Este varias horas después ha dejado por las calles un rastro de más de veinte muertos. «No debiera usted ser tan confiado, don Ignacio. Si usted me da su autorización yo me encargo de que un par de compañeros del sindicato le den escolta cuando va usted de inspección por los tajos»: Eutimio, el capataz de las obras de la Facultad de Medicina, había entrado en el despacho de Ignacio Abel con la gorra en la mano y antes de hablar había cerrado la puerta. «Hay mucho demente suelto, don Ignacio, nadie estamos a salvo.» Bajo el viento y la lluvia la muchedumbre que ha acompañado el entierro del alférez Reyes sube por la calle de Alcalá y al llegar a la plaza de Manuel Becerra una formación de guardias de Asalto armados con fusiles les impide el paso. Arrecian los vivas y los mueras, los cantos del rosario, los himnos. La muchedumbre avanza sobre la barrera de uniformes y los guardias de Asalto disparan a quemarropa. Un teniente delgado y pálido con gafas redondas y uniforme muy ceñido desenfunda su pistola y le dispara al centro del pecho a un joven con aire de estudiante fascista que avanzaba hacia él con la cara enrojecida por el canto de un himno. Pero hay estado de alarma y los periódicos están censurados y al día siguiente no llega a saberse con claridad lo que sucedió ni el número de los muertos. O se publica la noticia de un entierro pero nadie la entiende porque se ha censurado un día antes la publicación del asesinato. Y además uno tiene prisa, le falta tiempo, decide no ver lo que está delante de sus ojos. Puede que uno vaya en un taxi urgido por la impaciencia de llegar a la cita con su amante y no preste atención a ese gentío que le impide el paso y ni siquiera sienta mucha curiosidad por saber de quién es el entierro, sólo irritación porque va a llegar tarde, porque a causa de ese tumulto va a perder algunos de los minutos tan valiosos del encuentro con ella. Desde la penumbra del dormitorio en la casa de Madame Mathilde, al otro lado de la espesura del jardín, de los postigos cerrados, de las cortinas, el tiroteo y el pánico al final del entierro del alférez Reyes puede haber sido para Ignacio Abel un lejano rumor de fondo mientras abraza a Judith Biely, desnuda sobre una colcha roja. Uno sale apresuradamente a las ocho y media de la mañana camino del trabajo y no ve que al otro lado de la calle hay estacionado un auto que tiene bajadas las ventanillas aunque hace mucho frío y viento, y no oye que el motor acaba de ponerse en marcha o cuando lo hace y levanta la cabeza ve los cañones de las pistolas que van a disparar. El policía de escolta se tira sobre el catedrático Jiménez de Asúa queriendo apartarlo de la trayectoria de los disparos y los recibe él mismo y agoniza en la acera mientras los asesinos huyen a pie porque el conductor es muy torpe o estaba muy nervioso y se le ha calado el motor. Cuánto tardó Adela no en intuir, no en ir acumulando pruebas mínimas, rastros, sino en aceptar que sabía, en atreverse a ver lo que tenía delante de los ojos, cuántas veces entró en el despacho y vio que él había olvidado cerrar con llave el cajón de la mesa y no se decidió a abrirlo. Tan sólo a unos metros de donde el policía acaba de morir después de un vómito de sangre que mancha las manos y los puños de la camisa de Jiménez de Asúa los parroquianos que discuten de fútbol en la barra de un bar o el frutero que sube la persiana metálica de su tienda no se han enterado de nada. Al cabo de un mes el juez que ha sentenciado a los pistoleros falangistas a los que no costó nada detener porque huyeron a pie después de no acertar a poner en marcha el auto sale una mañana de su casa y apenas ha dado unos pasos en la acera adelantando la mano para llamar un taxi ya lo fulminan las ráfagas de una pistola ametralladora. En casa del abogado Eduardo Ortega y Gasset un niño entrega una cesta de huevos con una tapadera en forma de gallina diciendo que viene de parte de un cliente agradecido. El abogado levanta la tapadera y explota una bomba que destruye la mitad de su casa y a él lo deja ileso.

«Nadie quiere ver nada, amigo mío, y el que sí ha visto calla y hace todo lo posible por olvidar», dijo el profesor Rossman una tarde en el café Aquarium de Madrid, unos minutos después de que sonaran unos disparos en la calle, de que un hombre joven quedara muerto y descoyuntado sobre la acera de la Gran Vía, su cabeza parcialmente destrozada, sangre y masa encefálica escurriéndose despacio por el cristal de una sombrerería, «y si dice algo lo ponen en ridículo o le llaman loco o le acusan de provocar el desastre irritando a los que señala con el dedo. No es para tanto, dicen, usted exagera, y con su exageración y su alarma nos pone a todos en peligro. Yo tampoco quería ver ni entender, no piense que era más inteligente. Vi cuando ya no me quedaba más remedio. Vi y actué a tiempo y logré escapar, pero incluso entonces estaba cegado, sabía que iba a cometer otro error aún más grave pero me dejé llevar, diciéndome a mí mismo que quizás estaba equivocado, que era mi hija la que tenía razón, mi hija y sus camaradas. En ese momento, hace tres años, podríamos haber emigrado sin mucha dificultad a América, usted sabe que algunos colegas distinguidos ya están allí. O podríamos haber ido a Praga, o a París, o haber venido aquí directamente, a esta hermosa Madrid. Pensé escribirle a usted entonces, mi querido discípulo, había leído que el gobierno de la República Española le ofrecía una cátedra al profesor Einstein y abría sus brazos a otros desterrados de Alemania. Pero no hice nada, no me fié de mi instinto, peor aún, de mi inteligencia racional que me estaba avisando. No me atrevía a contrariar a mi hija. Y para no contrariarla quise no ver lo que ella no veía. Llegamos a la frontera soviética y una delegación oficial subió al tren a recibirnos. Nos abrazaban, abrieron botellas de vodka para brindar con nosotros, representantes del pueblo alemán antifascista, a mi hija le entregaron un gran ramo de rosas rojas. Pero yo miraba, yo veía, incluso en ese momento, yo veía a los mendigos en la estación, me daba cuenta del miedo de los otros pasajeros cuando se les acercaban los camaradas de mi hija que habían subido al tren a recibirnos, me daba cuenta del rencor con que nos miraban a nosotros, el pánico de cualquiera si uno le dirigía la palabra. Pero no quería saber lo que estaba viendo. Perdóneme si se lo digo yo, que soy un extranjero: ustedes tampoco quieren ver, hacen como que no oyen».

Quizás ésa fue también la tarde en la que vio el primer muerto. Por eso seguía recordando su cara, o lo que quedaba de ella, con más detalle que casi todas las caras de los muertos que ha visto a lo largo del verano, y en las primeras semanas del otoño dorado y sanguinario de Madrid, antes de la huida, de la ansiosa y avergonzada deserción. Ignacio Abel no había oído el primer disparo; no lo había reconocido, aunque sonó muy cerca, al otro lado del ventanal del café donde conversaba con el profesor Rossman, entre el ruido del tráfico, muy cerca de la confluencia de la calle de Alcalá y la Gran Vía, a la hora en que la gente empezaba a salir de las oficinas. El oído debe adiestrarse: al principio los disparos no se reconocen. Suenan más bien como pequeños cohetes, como petardos; como el estampido del escape de un coche. En una terraza de la calle Torrijos unos jóvenes disparan contra un grupo de falangistas que tomaban cañas a la sombra de un toldo y en el tiroteo muere una muchacha que estaba sola en una mesa próxima y a la que no conoce nadie. Un crujido seco, muy breve, que no se parece nada a los disparos de las películas, y menos aún al chasquido patético que se oye cuando alguien finge disparar un arma en el teatro. En venganza por el atentado de la calle Torrijos un coche se detiene en la acera delante de la puerta de la Unión General de Trabajadores y unos lecheros que salían del sindicato mueren acribillados y las cántaras volcadas forman en medio de la calle un gran charco de leche que se mezcla con el de la sangre. Ignacio Abel supo que ocurría algo cuando las cabezas se levantaron desde las otras mesas del café Aquarium: la siguiente tanda de disparos fue más reconocible por los gritos confusos que la acompañaron y porque un momento después se había quedado en suspenso el estruendo del tráfico: los motores, las bocinas de los taxis, las campanillas agudas de los tranvías. De pronto en las mesas exteriores no quedaba nadie: como si al oír un estampido una bandada tumultuosa de pájaros hubiera levantado velozmente el vuelo. Había sillas volcadas, vasos de cerveza y tazas intactas de café sobre los veladores de mármol, botellas de agua de seltz atrapando la claridad a la sombra de los toldos, cigarrillos en los ceniceros. Detrás de los cristales y en las ventanas abiertas de los edificios había gente que miraba en silencio. Atravesado en la acera un cuerpo se agitaba todavía en convulsiones débiles, una mano extendida, como arañando el suelo, una pierna temblona. Tenía algo de guiñapo o de maniquí, un maniquí caído del escaparate de cualquiera de las tiendas cercanas, con un traje impecable, de un tejido claro y ligero, con un buen zapato en el pie tembloroso, un calcetín de rombos. Una mitad de su cabeza conservaba la raya recta en el pelo alisado con brillantina: la otra era una pulpa de sangre y masa encefálica que había salpicado el escaparate donde cabezas sonrientes de cartón con cuerpos diminutos mostraban ya los sombreros de la temporada de verano. Tirados por el suelo, manchados de sangre, deshojándose al viento suave del atardecer de principios de junio, quedaban los periódicos falangistas que el hombre joven estaba voceando junto a la terraza del café cuando un automóvil se detuvo a su lado el tiempo justo para que se bajara la ventanilla por la que asomaron los cañones de dos pistolas, según contaba después uno de los pocos testigos que decía haber visto algo, un hombre que se había quedado muy pálido y al que le temblaba la voz entre trago y trago de coñac, rodeado por la atención de camareros y clientes. «Hoy le tocaba a uno de éstos», observó alguien cerca de Ignacio Abel, «ayer mismo unos señoritos de Falange mataron en la esquina a uno que vendía el periódico comunista». «Uno a uno, como en el fútbol.» «Mañana seguro que toca el desempate.» Para entonces una ambulancia se había llevado el cadáver y unos operarios municipales habían limpiado la acera con escobones y chorros de agua a presión, y una empleada de la sombrerería pasaba un paño húmedo por el cristal reluciente del escaparate, supervisada por un hombre de traje a rayas que fumaba un cigarro y se inclinaba hacia el cristal para estar seguro de que no quedaba ningún rastro. Una pareja de guardias de Asalto con botas altas y uniformes azules recorría desganadamente la acera por la que de nuevo paseaba la gente, ahora más numerosa y mejor vestida, camino de los cines o saliendo de ellos, bajo el resplandor de las farolas recién encendidas, bajo las marquesinas con letreros de películas y los escaparates recién iluminados. Ignacio Abel y el profesor Rossman volvieron a ocupar su mesa junto a la ventana. Bajo la luz eléctrica el profesor Rossman parecía de pronto más viejo y peor vestido, con el mismo traje oscuro que había llevado en invierno, más singular en su infortunio, en su destierro, en el tormento de una clarividencia a la que nadie hacía caso y que ni a él mismo le había servido para nada, para evitar ningún error, para prevenir ninguna desgracia futura. Por la acera, entre las mesas ocupadas de nuevo, falangistas jóvenes voceaban sus periódicos, algunos de ellos esgrimiendo retadoramente pistolas, ahora que los guardias se habían retirado, gritando consignas que borraba el ruido del tráfico y que la gente sentada en la terraza del café parecía no oír, igual que nadie parecía ver las camisas azules, los correajes, el brillo metálico de las armas. En las esquinas de la calle de Alcalá con la Gran Vía otros falangistas vigilaban el flujo de la gente y del tráfico, atentos para prevenir otro ataque. Aun desde lejos Ignacio Abel reconoció con desagrado al hermano de Adela.

Quizás fue ésa también la primera vez que oyó disparos tan cerca; y nunca hasta entonces había visto un muerto tirado en la calle, un muerto súbito, fulminado de golpe, no tieso y solemne en una cama con ropa de luto, a la luz de unas velas; no yaciendo cubierto con un saco vacío sobre las tablas de un carro. Ignacio Abel pagó los cafés, las dos copas de anís que se había bebido el profesor Rossman, el bocadillo de jamón que había devorado al mismo tiempo, comiendo con la boca abierta, expulsando migas de pan y restos de comida mientras hablaba, su antiguo maestro sometido a un deterioro que Ignacio Abel observaba en cada uno de sus episodios graduales, con algo de repulsión física y también de remordimiento, con una sensación opresiva de responsabilidad. Un calor de verano adelantado agravaba los signos (en Madrid el verano llegaba de golpe, irrespirable a principios o mediados de mayo, después de la lluvia y el frío de una primavera ingrata): la calva sudada, el olor a sudor rancio que emanaba de la ropa, a ácido úrico, el aliento a café agrio y anís dulce. Quizás no había hecho de verdad nada por ayudar al profesor Rossman, aparte de asistir a sus divagaciones; por mezquindad, por distracción, por pereza, uno no llega a hacer lo que no le costaría ningún trabajo por alguien que lo necesita desesperadamente. Salieron del café y en el aire de la Gran Vía casi podía rozarse la cualidad sedosa de los anocheceres de mayo. «Ustedes no quieren ver lo que está pasando en su país», dijo el profesor Rossman, indiferente como un profeta o un iluminado a las realidades sensuales del mundo, a la dulzura del aire y a la belleza de las mujeres que pasaban junto a ellos, a la caligrafía de los letreros luminosos que empezaban a encenderse, una palabra tras otra, el nombre de una tienda, el de una marca de jabón. Gesticulaba parado junto al escaparate donde sonreían las cabezas iguales de cartón sostenidas por cuerpos diminutos y cubiertas con sombreros claros de verano. También él se había ido acostumbrando sin darse mucha cuenta a la normalidad del destierro, a no ser nadie habiendo tenido un nombre respetado y un puesto eminente de profesor, a vivir con su hija en una pensión sórdida que no siempre podía pagar a tiempo. «Ustedes creen que las cosas son firmes, que lo que ha durado hasta ahora permanecerá igual para siempre. Ustedes no saben que el mundo puede hundirse. Nosotros no lo sabíamos cuando empezó la guerra el año 14, más ciegos todavía, embrutecidos y borrachos de alegría, asaltando con júbilo las oficinas de reclutamiento, marcando el paso detrás de las bandas militares que tocaban himnos patrióticos, desfilando camino del matadero, los padres empujando a los hijos para que se alistaran, las mujeres tirándoles flores desde las ventanas. ¡Los escritores más ilustres ensalzando la guerra en los periódicos, la gran cruzada de la cultura alemana!» Hablaba en alemán, como si declamara, y algunas personas que pasaban se quedaban mirándolo: la cabeza pelada y ovoide, el traje como de un luto anacrónico, entre la formalidad y la cochambre, la voz ronca y extranjera y la cartera negra apretada entre los brazos, como si contuviera algo muy valioso, sus diplomas y certificados en letra gótica, las cartas de recomendación escritas en varios idiomas, los pasaportes obsoletos, con un sello estampado en rojo en la primera página (Juden—fuif), los salvoconductos o papeles de tránsito mecanografiados en caracteres cirílicos, las copias de solicitudes de visados, las notificaciones desalentadoras de la embajada americana en Madrid, los fajos de periódicos internacionales desmantelados por las tijeras, llenos de subrayados y de signos de admiración y de interrogación, de notas garabateadas en los márgenes. Ignacio Abel se arrepentía de la imprudencia de haberlo invitado a las dos copas de aguardiente: probablemente había comido muy poco o nada en todo el día, aparte del bocadillo de jamón. «Usted quisiera no ver, pero sí ve, mi querido discípulo. Quisiera hacer como que no escucha, igual que hacía esa gente en el café cuando empezaron a sonar los disparos. Pero usted está atento, aunque no quiera, yo hablo y hablo y la única persona que me presta algo de atención es usted. Yo llamo por teléfono y nadie más que usted me contesta. Cuando voy a una oficina siempre ha cerrado o está a punto de cerrar, y cuando busco a alguien no puede recibirme o si me da una cita es para mucho tiempo después, y cuando llego me dicen que no está o que ha habido una equivocación y tengo que volver una semana más tarde. Salvo usted, nadie está en casa o en la oficina cuando yo lo llamo por teléfono. Piensan que voy a cansarme o que no volveré o que me habré puesto enfermo pero siempre vuelvo, el día que me dijeron, a la hora exacta, no porque sea muy obstinado sino porque no tengo otra cosa que hacer. Usted, querido amigo, que está tan ocupado, no me puede entender. Usted no sabe lo que es despertarse por la mañana y tener por delante todo el día, la vida entera sin más ocupación a la que dedicarla que solicitar cosas que nadie tiene la obligación de darme o buscar a personas que no quieren verme. O peor todavía, a intentar vender cosas que nadie quiere comprar, salvo usted, mi buen amigo, que me compró por lástima no sé cuántas de aquellas estilográficas que raspaban el papel y lo manchaban todo. Al menos mi hija ahora tiene algunas clases de alemán, gracias a usted también y a su señora, a sus hijos encantadores y a los amiguitos de sus hijos a los que usted y su señora han persuadido no sé cómo para que estudien alemán. Yo también debería ofrecerme para dar clases, en lugar de ir por ahí queriendo vender estilográficas de marca falsificada y visitando oficinas y solicitando documentos, pero usted fue alumno mío y me conoce, yo no tengo paciencia para una cosa tan lenta como enseñar un idioma. ¡Parece mentira, aquellos tiempos de la Escuela! Usted se acuerda, primero en Weimar, luego en el edificio nuevo, en Dessau. Yo no quería enterarme de lo que estaba ocurriendo fuera de aquellas paredes limpias y blancas, nuestro hermoso mundo de grandes ventanas y ángulos rectos. La belleza de todas las cosas útiles, ¿se acuerda? ¡La honradez de los materiales, de las formas puras concebidas para cumplir una tarea exacta! Yo ni me acuerdo de haber leído en el periódico que Hitler había sido nombrado canciller del Reich. Otra crisis de gobierno, una de tantas, los mismos políticos yendo y viniendo, aproximadamente los mismos nombres, y yo no tenía tiempo ni ganas para leer los periódicos o para prestar atención a los discursos. Había cosas más importantes que hacer, cosas prácticas y urgentes, las clases, la administración de la Escuela, problemas técnicos que debían ser resueltos, mi esposa enferma, mi hija que me angustiaba porque no se atrevía a hablar con nadie ni a mirar a nadie a la cara, que de pronto se hizo comunista sin que yo pudiera saber quién la había contagiado. La gente obsesionada por la política me parecía tan incomprensible como la que se obsesiona por los deportes o por las carreras de caballos. Mi hija me parecía que estaba trastornada, intoxicada por aquellos libros que leía siempre, por aquellas películas soviéticas, por las reuniones eternas que muchas veces se celebraban en mi casa, horas y horas discutiendo, fumando cigarrillos, analizando los artículos de sus periódicos después de leerlos en voz alta, su vida entera desde que se levantaba hasta que se acostaba, cada vez más pálida, sonámbula, mirándome como si yo fuera habitante de otro planeta o fuera su enemigo de clase, el padre socialfascista más dañino que un nazi, el colaborador hipócrita de la explotación de la clase obrera, el burgués corrompido y partidario de la guerra imperialista. Había heredado el talento musical y la voz de su madre. Se fue del conservatorio y dejó de cantar porque la ópera era un entretenimiento elitista y decadente. Ésa era mi hija. Dejó de cuidarse y se volvió fea. Usted la ha visto: ha conseguido ser fea y parecer mucho mayor de lo que es. Ahora se parece a las vigilantes de los hoteles soviéticos y a las mecanógrafas del Komintem. ¿Qué podemos hacer nosotros, amigo mío? ¡Qué poco está en nuestra mano! Actuar rectamente, cumpliendo nuestro deber, haciendo bien nuestro trabajo. ¿Y de qué sirve? Decir lo que nuestra conciencia nos dicta que digamos, aunque nadie quiera escucharnos y nos ganemos el odio no sólo de nuestros enemigos sino de aquellos de nuestros amigos que prefieren no saber la verdad ni ver lo que tienen delante de los ojos. Mi hija no quería ver lo que estaba a la vista de cualquiera desde que llegamos a la aduana soviética. Yo tampoco, por ella, porque si yo veía estaba siendo desleal con ella y porque esa gente nos había ofrecido asilo cuando tuvimos que irnos de Alemania. Pero cómo nos miraban, en las estaciones, a nosotros, los dos extranjeros recibidos por los dirigentes del Partido, cómo miraban fingiendo que no lo hacían, de soslayo, con cuánto miedo y cuánto odio, porque para nosotros nunca faltaban asientos en el tren ni cubiertos en las cantinas donde ellos formaban cola muriéndose de frío, camaradas proletarios en la patria soviética. Y ahora veo esos carteles en Madrid y me da miedo, las hoces y los martillos, los retratos, como si estuviera de vuelta en Moscú, o como si ellos hubieran venido hasta aquí detrás de nosotros, buscándonos. Vi ese desfile el Primero de Mayo, las camisas rojas, las milicias uniformadas, los niños marcando el paso, levantando el puño, los retratos de Lenin y Stalin, aquel escudo gigante con la hoz y el martillo alzado sobre las cabezas de la gente, en medio de las banderas rojas. Esas personas no pueden imaginar cómo serán sus vidas si alguna vez tienen la desgracia de que se cumpla lo que les han enseñado que deben soñar. Iba con mi hija y hubiera querido marcharme de allí a toda prisa, pero ella estaba hipnotizada, usted no podría creerlo si la hubiera visto, después de todo lo que le hicieron en Moscú, se quedó quieta a mi lado, agarrada a mi brazo, se le llenaron los ojos de lágrimas cuando pasó la banda de música tocando La Internacional, horriblemente, por cierto, se le llenaron los ojos de lágrimas y levantó ella también el puño, ella que estuvo a punto de que la asesinaran sus camaradas soviéticos, los mismos que la habían recibido con un ramo de rosas rojas cuando cruzamos la frontera. De modo que no hay cura, que nadie está a salvo, por muy lejos que uno crea haberse escapado. Hágame caso, amigo mío, también hay que escaparse de aquí. Las camisas azules y las camisas pardas y las camisas negras y las camisas rojas ya están llegando y es sólo cuestión de tiempo antes de que lo hayan infectado todo. Mire en los mapas todo el espacio que llevan ocupado. No hay sitio para personas como nosotros. Nadie va a defendernos. Hitler ha roto el tratado de Versalles y ha invadido con sus ejércitos la zona desmilitarizada y ni los británicos ni los franceses le han hecho frente. Estoy esperando cartas de América, no de los Estados Unidos, todavía no, aunque Van der Rohe y Gropius ya están allí, y Breuer también. Les escribo y tardan mucho en contestarme. Dicen que harán lo que puedan, pero es difícil, ya sabe usted, por culpa del capricho de mi hija, porque en nuestros pasaportes consta que hemos viajado a la Unión Soviética y por lo tanto no se fían de nosotros. Quizás podamos ir primero a Cuba o a México, y desde allí será más fácil entrar en los Estados Unidos. Usted piensa que todavía hay tiempo, no quiera engañarme, oye lo que le digo y piensa que exagero o que probablemente he empezado a perder la cabeza. Usted se siente seguro porque está en su ciudad y en su país y en el fondo piensa que yo y los que son como yo pertenecemos a otra especie, a otra raza. Pero el tiempo se acaba, amigo mío, se nos va cada vez más rápido, a usted también, a los que son como nosotros…»

A veces el ruido del tráfico apagaba la voz del profesor Rossman; el tráfico, las conversaciones joviales de la gente que se cruzaba con ellos, la música de un organillo o la de la radio de un bar, la sirena de una ambulancia o la de una camioneta de guardias de Asalto, el temblor del pavimento cuando pasaba un convoy del metro, la cantinela de un vendedor ambulante de cigarrillos y corbatas, el ritmo perezoso de la caída de la noche en el centro de Madrid, cuando el verano se anunciaba en los olores del aire y en el roce sensual de una brisa que no se sabía de dónde llegaba, de polvo de verbena, de geranios recién regados, de puestos ambulantes de helados, barquillos y leche merengada. Sobre la calle y el tráfico, muy por encima de los faroles eléctricos y de los tejados, de las ventanas abiertas al aire tibio de la noche, prevalecía el edificio de la Telefónica, coronado por la esfera luminosa de un reloj. La noche, la trepidación de la ciudad, intensificaba su añoranza de Judith Biely, que estaba de viaje fuera de Madrid, en una de sus excursiones educativas con estudiantes americanas, en Toledo o en Ávila. Ignacio Abel quería escuchar al profesor Rossman y acompañarlo dócilmente a la pensión, pero lo que sentía en el fondo de sí mismo era un fastidio inconfesable. Lo que de verdad le apetecía era quedarse solo cuanto antes y dejarse ir a la deriva por las incitaciones visuales y el hormigueo humano de la calle, esperando el prodigio de que Judith apareciera a la vuelta de una esquina, también ella buscándolo, regresada anticipadamente del éxtasis obligatorio del turismo, fugitiva de sus compañeras y de sus estudiantes, apóstata por amor de su estricto sentido norteamericano del deber, de su metódico entusiasmo por el arte español. Pero se le había hecho tarde: las agujas de resplandor escarlata del reloj de la Telefónica marcaban las ocho. Ahora se acordaba con desgana de que había prometido a Adela llegar a casa no mucho después de las ocho y media, para una gran cena familiar cuya expectativa de pronto se derrumbaba sobre él como un alud de tedio, el cumpleaños o el santo de alguien. En el ascensor ya olió el perfume espeso de la madre de Adela y el linimento que su padre se aplicaba en dosis masivas para el alivio del reúma. Desde el rellano se oía el clamor de las voces familiares, el gozo colectivo de los Ponce—Cañizares Salcedo al encontrarse multitudinariamente juntos. Antes de ir al salón Ignacio Abel cruzó furtivamente el pasillo en dirección a su dormitorio, pero al ver que había luz en el cuarto de los niños entró a darles un beso. Por primera vez vio en su propia casa una pistola: su hijo sostenía la culata entre sus dos manos débiles, guiñaba el ojo y apuntaba torpemente al espejo siguiendo las instrucciones joviales de su tío Víctor, que seguía llevando la camisa azul y el correaje debajo de la chaqueta deportiva.