15

El tío Víctor le sujetaba por detrás las muñecas, porque la pistola le pesaba demasiado para mantenerla recta; con brusquedad novelera de instructor le hacía separar las piernas, explicándole que tenía que pisar firmemente para no perder el equilibrio con el retroceso del disparo; que no había que creerse las niñerías de las películas, porque el gatillo no se aprieta con la pistola junto a la cadera, sino levantada a la altura de los ojos para hacer puntería y sujetándola muy fuerte con las dos manos; impresionando a un niño de doce años por su familiaridad con las armas de fuego. El tío Víctor, a quien Miguel admiraba tanto, según se hacía un poco mayor y proyectaba sobre él un vago romanticismo de masculinidad; más ahora, en los últimos tiempos, desde que en Víctor se había hecho visible una transformación que debió de empezar años atrás, pero que Ignacio Abel no había percibido, simplemente porque no prestaba a su cuñado la atención suficiente como para advertir cambios en su variable incompetencia, o porque habían sido al principio graduales, tal vez cautelosos, vinculados con una cierta clandestinidad política, o con su mero apocamiento de hombre joven sin mucha voluntad. Un principio de vaguedad general envolvía siempre sus aspiraciones cambiantes, entre las cuales apenas había otros rasgos en común que una falta de sustancia práctica y que el ánimo indulgente y hasta cierto punto ilusionado con que las recibía Adela. Era demasiado fantasioso pero más tarde o más temprano encontraría su camino; había sido débil de niño, pasando alguna larga temporada en un preventorio de la Sierra, lo cual había afectado a su carácter y lo había rezagado en la escuela y en el instituto sin que él tuviera culpa. ¿Y no era quizás inevitable que los padres y la hermana mayor hubieran sido a veces más indulgentes o más protectores de lo necesario con un chico que pasaba tanto tiempo en la cama o en la soledad del preventorio a causa de la debilidad de sus pulmones? Había estudiado Derecho, pero al parecer no había terminado la carrera, o había tenido que prolongarla más de lo normal, porque en un determinado curso decidió que el Derecho por sí solo era demasiado árido y que sería mejor complementarlo con los estudios de Filosofía, más apropiados según su hermana mayor a su temperamento literario, o artístico en un sentido más general, aunque don Francisco de Asís, «en su fuero íntimo», como él decía, sospechaba que esa carrera, tan frecuentada por señoritas, tenía algo de poco varonil. La inmovilidad de las convalecencias favoreció en Víctor su inclinación precoz hacia la lectura y las ensoñaciones. El teatro, la poesía, iban mejor con su carácter imaginativo que los reglamentos legales; terminaría la carrera sin duda con notas brillantes y haría tal vez alguna oposición, lo cual le dejaría el tiempo libre necesario para cultivar sus aficiones artísticas sin miedo a la penuria. Delgados volúmenes de versos con la tipografía austera de índice o de la Revista de Occidente ocupaban más espacio en el desorden literario y lleno de humo de su cuarto que los cuantiosos textos jurídicos, en otra época tan frecuentados por él que su madre, doña Cecilia, había temido un poco melodramáticamente que de tanto estudiar aquellos miles de páginas de letra diminuta se debilitara su salud y se arruinara su vista, igual que temía que la afición inmoderada a los cigarrillos acabara por perjudicarle los pulmones, haciéndole volver al fatídico preventorio en el que había pasado luctuosamente una parte tan considerable de la infancia. Parecía que había empezado a escribir versos, aunque era tímido y muy perfeccionista y ni siquiera a su hermana mayor se decidía a enseñárselos; que unos poemas suyos iban a salir publicados en Cruz y Raya, porque le habían gustado a Bergamín, o en La Gaceta Literaria, acogidos con entusiasmo lunático por Giménez Caballero; que en esas revistas era muy difícil publicar si no se tenían padrinos, y que de cualquier modo era mejor para un joven poeta conformarse con aspiraciones en apariencia más modestas, aunque en el fondo más sólidas, revistas menos conocidas pero más prestigiosas, de un ámbito más escogido. Le publicaron algún poema: pero tardó tanto en salir que en el curso de la espera Víctor se desalentó de la poesía y cobró un interés apasionado por el teatro, si bien no llegaba a saberse con exactitud por cuál de sus facetas, aunque sí, desde luego, que lo suyo no era el burdo teatro comercial, sino las nuevas corrientes poéticas, con iluminaciones y músicas audaces, con efectos escénicos sorprendentes. Con una temeridad poco adecuada para su salud siempre insegura se retiró a la casa de la Sierra durante varias semanas de invierno para escribir un drama entre simbolista y social cuyos primeros borradores había sometido a la consideración de Adela, rogándole dos cosas, dijo, que fuese sincera en su crítica y que no se los enseñara a su marido, hombre de nula sensibilidad literaria, sin más intereses que la construcción de sus edificios, como albañil evolucionado que era; informándole confidencialmente de que existía la posibilidad de que Cipriano Rivas Cherif se ofreciera a montar la obra una vez terminada. Los borradores no eran muy precisos, y la racha de inspiración teatral no duró mucho, quizás por la dureza del invierno en un pueblo desolado y en una casa difícil de caldear, o porque las perspectivas de estreno del drama de pronto se volvían inseguras, dada la zafiedad del público y la ceguera de los empresarios, interesados sólo en el dinero sin riesgo que daban los autores consagrados. ¿No había hecho García Lorca el ridículo con aquella obra demasiado poética en la que los actores salían a escena disfrazados de mariposas, de saltamontes y de grillos, provocando las bromas más groseras en el patio de butacas? Y después de todo, escribir una obra, ¿no sería la parte más anticuada del teatro, en el fondo la más previsible? Víctor llegaba a comer a casa de su hermana con revistas teatrales en alemán y en francés llenas de fotos con grandes juegos de sombras y actores de caras pintadas y luego se las dejaba olvidadas y ya no volvía por ellas. «Al fin y al cabo, tampoco entendía el idioma», observaba secamente Ignacio Abel, con un sarcasmo que hería más a Adela porque en el fondo lo sabía o lo sospechaba justificado. Miraba a su hermano y hubiera querido no advertir lo que estaba segura que su marido veía, una cierta blandura en los ademanes que se correspondía con su debilidad de carácter, con la fascinación demasiado incondicional que sentía de pronto hacia cosas que acababa de descubrir y de las que se olvidaba en poco tiempo, sin que llegara nunca a cuajar en él una ocupación tangible, un proyecto verosímil. En ese aspecto, reconocía con pesadumbre genealógica don Francisco de Asís, su único hijo varón le había salido más Salcedo que Ponce—Cañizares. Cuando parecía que a pesar de todo estaba a punto de terminar sus dos carreras a la vez, después de una temporada de encierro prodigioso con los libros, en la que de nuevo estuvo en peligro la salud de sus pulmones, por la falta de sueño y el exceso de cigarrillos, resultó que la de Derecho la había dejado temporalmente en suspenso, tan embebido en la de Filosofía que se le había olvidado comunicar su decisión a la familia; pero antes que nada le era preciso empezar a ganarse la vida — casi a los treinta años no le parecía digno seguir viviendo de su padre—; asistiría a clases nocturnas en la facultad, mientras trabajaba en la compañía de patentes de la que era dueño un amigo suyo, dueño o segundo de a bordo, eso no estaba claro, pero sí amigo de toda confianza, tanto como para ofrecerle, recién ingresado, una paga bien alta y un puesto de responsabilidad. Ignacio Abel, durante la cena, con la cabeza baja, escuchaba esas explicaciones de Adela, y ni siquiera tenía que formular una observación irónica para que su mujer se sintiera mordida por ella, contaminada en su benevolencia protectora. Contándole a él las nuevas perspectivas de su hermano descubría ella misma su vaguedad insostenible, lo cual la impulsaba aún más a defenderlo. «¿Es verdad que el tío Víctor va a ser inventor?» La pregunta Cándida de Miguel provocaba un principio de sonrisa en los labios de su padre, un indicio apenas en las comisuras de la boca, y Adela temía el comentario en voz alta que pondría en ridículo a su hermano delante de los niños: otras veces iba a ser abogado de personas injustamente acusadas de algún crimen, como Perry Mason, o a escribir para las películas, en cuyo caso nada le sería más fácil que llevar a sus dos sobrinos a ver cómo se rodaban e incluso a saludar a los artistas. Pero Ignacio Abel callaba su observación hiriente, sin que por eso menguara el efecto dañino de lo que no decía, con una especie de refinamiento ya instintivo en él, despojado de verdadera malevolencia, parte del repertorio impersonal de la vida doméstica. «Inventor no», corrigió Lita, agravando sin saberlo la humillación de su madre, «Como el tío Víctor ya es casi abogado parece que va a trabajar ayudando a los inventores a que no los engañen y les roben sus descubrimientos».

El casi abogado frecuentaba a amigas con las que casi llegaba a prometerse y a través de una de las cuales era posible que hubiera estado un tiempo trabajando o a punto de trabajar para la compañía teatral La Barraca, donde predominaba un repertorio de obras clásicas y poéticas, para las cuales eran muy adecuados los conocimientos sobre escenografía e iluminación que habría adquirido estudiando revistas teatrales extranjeras, escritas en lenguas que Víctor parecía haber aprendido en vagos cursos informales con profesores nativos —era preferible la viveza informal de la conversación, más que la rutina memorística, o que la pesadez de la gramática—, sobreponiéndose a la legendaria torpeza para los idiomas que aquejaba por igual a las dos ramas de la familia, según reconocía —«¡paladinamente!»— don Francisco de Asís. Ocupado como decorador o iluminador en una gira de la compañía —de cuya significación política no había llegado a enterarse su padre, en parte por inocencia ignorante, en parte porque daba por supuesto que una compañía consagrada a los dramas de capa y espada y a los autos sacramentales estaría compuesta por gente tan sólidamente reaccionaria como él—, no había podido presentarse a los exámenes al final de curso en alguna de las dos facultades en las que seguía matriculado, o tal vez en ninguna. Pero eso importaba poco, pues una vez que empezara a trabajar no le sería tan urgente terminar la carrera para ir haciéndose una posición. Y en el caso improbable de que fallara ese puesto prácticamente seguro en la oficina de patentes —guiado por su incorregible buena fe, algunas veces Víctor confiaba más de lo que debiera en las promesas de los amigos, llevándose sinsabores amargos—, ¿no podría Ignacio Abel buscarle algo provisional en las oficinas de la Ciudad Universitaria, o en el estudio de alguno de sus amigos arquitectos, o explorando al doctor Juan Negrín o a alguno de aquellos altos cargos de la República con los que tenía confianza? ¿No dependía ahora todo en España más de la influencia política que de los méritos personales, por muy altos que fueran, especialmente cuando se provenía de una familia de significación monárquica, de «profunda raigambre española y católica», como declamaba don Francisco de Asís con su tremenda voz de órgano en la mesa familiar, expulsando en todas direcciones, a causa de su vehemencia, y de que hablaba con la boca abierta, pizcas de comida y perdigones de saliva? Pero Adela sabía que su marido no iba a decir nada, y que ella tendría que armarse del valor necesario para mencionar al principio indirectamente la situación del hermano, mucho menos airosa de lo que parecía, por ciertas deudas imprudentes que había adquirido. Él comprendería lo que Adela estaba sugiriendo, pero no iba a ceder ni a darse por enterado, no iba a ahorrarle un solo paso, la humillación de pedir. Diría con suavidad cualquier inconveniencia; la tendría preparada de antemano. Si Víctor dominaba tantos idiomas y poseía talentos tan diversos, ¿cómo era que no había encontrado trabajo ni de oficinista? ¿No lo había podido colocar don Francisco de Asís aunque fuera de botones en alguna Diputación Provincial?

Ignacio Abel no veía los cambios, al principio sutiles, y no sólo de carácter indumentario. No atendía a las explicaciones de su cuñado, que seguían teniendo la misma vaguedad de siempre, pero en las que empezaba a haber un matiz político, un principio contenido de histeria. En España todo lo controlaban los mismos. Para llegar a algo había que someterse a las directrices políticas de unos cuantos intelectuales que mangoneaban las revistas, las compañías teatrales, los periódicos, hasta la enseñanza en las aulas universitarias, a las que ni siquiera valía la pena asistir, tan dominadas estaban por agitadores de catadura soviética. Hasta las mujeres renunciaban a su feminidad. Algunas iban a la universidad con boinas y chaquetones hombrunos, y discutían más alto que los hombres sin quitarse el cigarrillo de la boca. ¿Faltaba mucho para que se manifestaran gritando, como en Rusia, «Hijos sí, maridos no»? A Víctor de nuevo lo perdía su idealismo: no se daba cuenta del precio que tendría que pagar si abrazaba abiertamente las nuevas ideas redentoras que ahora le entusiasmaban, de las puertas que tal vez ya se le estaban cerrando. Desengañado de las mezquindades de los mundillos literarios, había dejado de frecuentar las tertulias en la imprenta de Altolaguirre o aquellos tés tan finos de los domingos por la tarde en casa de María y Araceli Zambrano, a los que cada vez acudía gente de catadura más dudosa. Otros nadaban y guardaban la ropa: él se entregaba en cuerpo y alma a lo que creía, especialmente desde que asistió al mitin fundacional de la Falange en el teatro de la Comedia, quedando deslumbrado por la elocuencia y la gallardía de José Antonio. Aquel hombre no hablaba como un político, sino como un poeta. Y a los pueblos, en sus momentos de crisis más graves, no los movían los dirigentes políticos, sino los poetas y los visionarios. Que su cuñado apareciera ahora algunas veces vestido con una camisa azul le parecía a Ignacio Abel una inconsecuencia del mismo orden que sus antiguas aficiones a la capa negra y la melena de bohemio y más tarde al mono absurdo de obrero que se ponían los señoritos universitarios de La Barraca. La prosa de los manifiestos políticos que ahora se dejaba olvidados después de las visitas era tan florida y tan vacua como la de las revistas literarias que leía igual de devotamente unos años atrás. Más notable empezó siendo el tránsito desde la difusa languidez artística a un dinamismo entre marcial y deportivo que seguía teniendo un amplio componente ilusorio. Dejó de llevar anillos en las manos; de reclinarse en el sofá fumando cigarrillos. Ahora se había hecho experto en motocicletas —en cuanto tuviera puesto fijo que le habían prometido empezaría a ahorrar para comprarse una— y le traía a su sobrino Miguel cromos de jugadores de fútbol y de estrellas del ciclismo, hablándole de deportes acerca de los que de repente lo sabía todo con un entusiasmo que irritaba un poco a Lita, dolida porque notaba que se la excluía de aquellos saberes masculinos. Caminaba ahora golpeando más fuerte el suelo con los tacones y se aplastaba el pelo muy tirante hacia atrás, revelando así la estructura ósea del cráneo, aunque también el progreso de la alopecia, que había heredado de su familia materna, las calvas Salcedo inmortalizadas en retratos al óleo y daguerrotipos desde hacía al menos un siglo. Empezó a reírse a carcajadas sonoras; a estrechar virilmente la mano, doblando oblicuamente la palma hacia abajo. Se sentaba a comer con la camisa remangada, sujetando el tenedor y el cuchillo con rudeza cuartelaria, más moreno ahora, bronceado por el ejercicio al aire libre, por las marchas y simulacros de maniobras militares a los que acudía los domingos en la Sierra, y a los que le prometía a Miguel que lo llevaría alguna vez, sin que se enterara su padre, decía bajando la voz en tono de complicidad conspirativa. Entraba por el pasillo y se oían resonar los tacones de sus botas y se olía muy pronto el cuero engrasado. Los niños se levantaban de la mesa sin pedir permiso para salir corriendo a recibirlo, y también Adela se levantaba tras ellos, conteniendo con dificultad el regocijo que le despertaba la aparición por sorpresa de su hermano, venciendo la censura perceptible y callada de Ignacio Abel, que se quedaba solo en el comedor, frente a la mesa con los platos servidos, con la sopa enfriándose. Entre los privilegios del hermano varón estaba el de presentarse sin avisar en casa de su hermana y el de hacer como que no advertía la irritación silenciosa del marido.

—Cuñado, no hace falta que disimules. Ya sé que no te gustan mis ideas.

—¿Qué ideas? No sabía que esto fuera un asunto de ideas. Uniformes más bien, ¿no? Noto que son más importantes los uniformes que las ideas, por la afición que tenéis todos a ellos.

—¿Quiénes son todos, si puede saberse?

—Todos vosotros. Camisas rojas, camisas azules, camisas pardas, camisas negras. ¿No hay unos en Cataluña que llevan camisas verdes? La edad de oro de la industria de la confección. ¿Os habéis puesto de acuerdo con los comunistas para que ellos lleven las camisas de un color azul más claro y vosotros más oscuro? Por no hablar de las botas, los correajes, los pañuelos, los desfiles marcando el paso, las banderas.

—Papá, los uniformes son bonitos.

—Tú te callas, niña, cuando hablen los mayores. ¿Ahora también jugáis a llevar uniforme en el patio de la escuela? ¿Jugáis a cantar himnos y a atacaros con porras y palos los unos a los otros cuando os encontráis por la calle?

—Ignacio, ésa no es manera de hablarle a tu hija.

—Hay que ser retrasado mental para ponerse un uniforme por gusto, por teatro. Para jugar a los ejércitos.

—Cuñado, no digas eso, que vamos a enfadarnos.

—Lo digo y no lo retiro.

—Seguro que cuando ves a los pioneros socialistas desfilando por la calle de Argüelles un domingo al volver de la Sierra no te irritas tanto.

—Me da la misma vergüenza exactamente. El mismo asco. Todos iguales, marcando el paso, apretando los puños, apretando los dientes. Me da igual el color de la camisa. No me gustan los niños rezando como loros con las manos juntas ni me gustan levantando el puño y cantando La Internacional en el mismo tono que si cantaran Con flores a María. Las personas decentes no se esconden detrás de una masa uniformada.

—Cuando te pones así es que sería mejor dejarte solo. —Adela, que temía tanto su silencio, se asustaba más ahora de la cólera fría de sus palabras, dichas con un esfuerzo consciente por no levantar la voz, por no mirar a los ojos.

—No me parece mala idea.

—Es una cuestión de generaciones, Adela. —El esteta de pronto se volvía filosófico, hablaba con un tono inédito de ecuanimidad, repitiendo el rancho verbal del que se alimentaba—. Tu marido es un hombre muy inteligente, pero de otra época, yo lo sé y no se lo tengo en cuenta. Hay que ser joven para estar a la altura de un tiempo que pugna por ser joven, como dice siempre José Antonio. En una cosa tienes razón, Ignacio, y es que las ideas cambian igual que cambia la ropa. Hay gente que uno ve con levita antigua todavía, con barba, con botines, con lentes de pinza. Se han quedado en los tiempos del coche de caballos y no saben que estamos en la edad del automóvil y del aeroplano. No te culpo, tú eres de otra época. Estamos en el siglo XX…

—Esto es extraordinario. —Ignacio Abel se levantó apartando con un manotazo autoritario a la criada que se acercaba con la bandeja del postre—. Ahora va a resultar que yo soy un carcamal, y tú un avanzado. Esto es extraordinario.

—Carcamal o avanzado, izquierdas o derechas, todo eso son conceptos anacrónicos, cuñado. O se está con la juventud o con la vejez, con lo que nace o con lo que muere, con la fuerza o con la debilidad.

—Pues los uniformes son una moda bastante antigua…

—¡Antiguos los uniformes con condecoraciones y penachos, los que servían para marcar los privilegios de los poderosos! Ahora el uniforme nuestro lo que subraya es la igualdad, por encima de las tonterías y las mariconadas individualistas. ¡La camisa obrera, la ropa suelta y práctica del deportista, el orgullo de latir todos con el mismo corazón!

—¿Y las pistolas?

—Para defendernos, cuñado, porque nosotros seríamos gente de paz si no se nos hubiera declarado la guerra. Saludamos con la mano abierta, no con el puño cerrado. La mano abierta a todo el mundo, porque nosotros no creemos ni en los partidos ni en las clases. A los muchachos que salían a vender nuestros periódicos los mataban a tiros los comunistas hasta que nosotros también aprendimos a disparar. Este gobierno inicuo asalta nuestras sedes y encierra a los falangistas y deja mientras tanto que las milicias rojas campen por sus respetos.

—El gobierno de la República cumple la ley y mete en la cárcel a los delincuentes y a los asesinos.

—El gobierno de la República es un monigote del marxismo.

De pronto Ignacio Abel vio el ridículo de la conversación, del que él mismo se había hecho cómplice con una vehemencia innecesaria. Nada más que escuchar esa palabrería lo degradaba a uno. Vio a su cuñado no como a un fascista, sino como algo quizás peor, pero al menos familiar, lo que le había parecido siempre, un idiota. Un idiota con camisa azul y correaje negro, con unas botas absurdas como de equitación, tan beodo de lirismo barato de periódico como si lo hubiera estado de un licor bronco e innoble, de bárbara destilación hispana, coñac Picador o Anís del Mono, enfermo de arengas cuarteleras y prosas poéticas mal traducidas del alemán o del italiano. Un idiota que quizás en el fondo no era mala persona, que sentía verdadero cariño por su hermana y por los dos sobrinos a los que siempre llevaba regalos, tebeos de guerra o de vaqueros para el niño y de princesas para la niña, un balón, una muñeca que lloraba al volcarla hacia delante, que los había sentado en sus rodillas para contarles cuentos cuando eran pequeños y que se había desvivido por ayudar cuando cualquiera de los dos caía enfermo. O tal vez era un canalla de verdad y entonces Ignacio Abel cometía el error de no tomarse en serio su peligro a causa del desdén que le producía su falta de inteligencia.

Ahora el muy idiota o el muy canalla abrazaba por detrás a su hijo para sostenerle los brazos y enseñarle a apuntar con una pistola, más grande y obscena entre sus manos delicadas, casi translúcidas, como la piel de sus sienes; las manos que no tenían fuerzas para sujetar un balón de fútbol ni para agarrarse a la soga de la escalada en las clases de gimnasia; las que siendo Miguel un recién nacido eran tan insustanciales, tan tenues y blandas como las extremidades de una salamanquesa. Mirándole subir y bajar el pecho débil en noches de fiebre había temido que su hijo tuviera pulmonía o tuberculosis. Había sabido que otros niños más fuertes le pegaban en el patio del Instituto—Escuela cuando su hermana no estaba cerca para defenderlo. Tan torpe para los deportes, tan propenso a volver de las excursiones con una insolación o una magulladura por haberse caído rodando por una ladera, por su propia torpeza o porque otros le empujaban y él no sabía defenderse; tan ensimismado, tan dependiente de Lita, compartiendo con ella aficiones y juegos, revistas de cine, cuando hubiera debido andar ya con chicos de su edad; demasiado amigo de irse a las habitaciones del fondo de la casa en las que reinaban las criadas, para enterarse de sus historias y aficionarse a las mismas canciones aflamencadas y plebeyas que cantaban a gritos por los patios interiores, al mismo tiempo que las escuchaban en la radio. Ni ante sí mismo reconocía el modo en que la irritación manchaba su ternura hacia su hijo. Le desagradaba su debilidad y le provocaba al mismo tiempo un deseo insano de protegerlo de todo. Sin darse cuenta lo vigilaba de soslayo, alarmado por algo que no sabía decirse a sí mismo lo que era. Y en virtud de una especie de mutua telepatía Miguel era consciente de la atención de su padre, y el saberse observado por él lo volvía más inseguro y más torpe, o se permitía un arrebato de audacia o de capricho que parecía calculado exactamente para que su padre perdiera la paciencia, como si a veces lo dominara una vocación de desastre. Así que en vez de bajar la pistola cuando lo vio aparecer en el espejo o de devolvérsela a su tío para eludir en lo posible el cataclismo que se venía sobre él, lo que hizo fue volverse hacia su padre y apuntarle, y un momento después dio un paso atrás y se encogió temblando y cerró los ojos sintiendo de antemano la enormidad física de la bofetada que aún no había golpeado su cara pálida, enrojecida de repente, ardiendo como en un acceso súbito de fiebre.

Ver tan cerca la cara de su hijo y la de su cuñado le mostraba a Ignacio Abel la desagradable evidencia del parecido entre los dos. No sólo algunos rasgos, esbozados en el niño y crudamente visibles en el adulto, sino también una semejanza más profunda, tal vez la íntima debilidad, vinculada al recelo hacia él, padre exigente y cuñado desdeñoso o sarcástico, cónyuge no del todo fiable de la madre y hermana, intruso en la cercanía de los dos hacia ella, igual que en el juego que estaban compartiendo esta noche cuando él llegó tan inoportunamente. No quería que Miguel creciera pareciéndose cada vez más a su tío; teniendo la misma curvatura aguileña en la nariz; el mismo vello escaso y rizado en el labio superior; la mirada entre furtiva y miope, como si una parte de él se hubiera replegado muy adentro. Víctor le había quitado la pistola sin que el niño se diera cuenta y decía algo que Ignacio Abel no escuchaba. «Venga, hombre, no te pongas así, que sólo estaba jugando conmigo.» Ignacio sentía la ira creciendo dentro—de él, incontrolada y al mismo tiempo fría como las palmas de sus manos. Vio fríamente que le iba a dar una bofetada a su hijo y una parte de él se avergonzó de hacerlo y otra siguió adelante animada por el miedo del niño, ofendida por su gesto instintivo de buscar refugio en el tío, por el agravio añadido de que confiara en él para sentirse protegido de su propio padre. Fue consciente del impulso físico que sostenía y empujaba la ira pero no hizo nada por contenerlo, y la visible debilidad del hijo, su cara roja, el temblor en su labio inferior mojado, en vez de disuadirlo lo encolerizaba más. Miguel dio uno o dos pasos hacia atrás, buscando con la mirada a su tío Víctor, que se apartaba de él, después de haber guardado la pistola en la sobaquera y abrocharse la chaqueta, como para hacerla todavía más invisible, acobardado o tal vez intuyendo que cuanto más quisiera el niño refugiarse en él mayor sería la ira de su padre. «Venga, hombre», repitió, pero Ignacio Abel le indicó que se callara con un gesto seco, y él se hizo a un lado, toda su hombría ahora anulada, medroso, a pesar de las botas y el correaje y la pistola en la funda de cuero, como inseguro de que el castigo no fuera a caer también sobre él.

Miraba a Miguel a los ojos y el niño le sostenía la mirada mientras retrocedía contra el espejo del armario en el que unos segundos antes se veía como el protagonista de una película, algo mejor aún, porque las pistolas de las películas no eran de verdad. En qué momento se traspasa un límite y ya no hay remedio, ya no se puede borrar la vileza. Enorme por encima de su hijo, levantó la mano derecha y aún estuvo a punto de bajarla de nuevo sin hacer nada; de haber salido de la habitación dando un portazo y cambiar de cara en lo posible mientras avanzaba por el pasillo para unirse con malhumorado fatalismo a la celebración familiar; pudo haberle dado un grito a su cuñado Víctor diciéndole que se marchara y que si quería volver a pisar alguna vez esa casa tendría que ser sin pistola y sin camisa azul. Pero no fue eso lo que hizo. No se ahorró la vergüenza futura ni la indignidad de ocultarle a Judith Biely ese gesto de violencia que ella no le habría perdonado, que le habría hecho ver en él la sombra de alguien a quien no conocía. Lo que hizo fue levantar la mano y no dejarla detenida. La sintió bajar, cortando el aire, abierta y violenta, pesando como un arma, la palma mucho más ancha y más dura que la cara del niño. Golpeó notando el picor en la palma de la mano al mismo tiempo que el acceso de calor que la vergüenza provocaba en su cara. La de su hijo se volvió contra la pared por efecto del golpe. Los ojos llenos de lágrimas lo miraban desde abajo, como desde el interior de una madriguera, el pánico de unos segundos atrás sustituido por el resentimiento, la mejilla escarlata, una mancha en el centro de sus pantalones cortos y un hilo de orina bajando por una de sus piernas delgadas. Al darse la vuelta para salir de la habitación vio que su hija había estado observándolo todo, quieta y callada junto al pupitre donde tenía sus libros y sus cuadernos de estudio.