10
De dónde había venido Judith trayendo consigo el vendaval de su novedad, irrumpiendo en su vida como quien entra bruscamente en una habitación, alguien que no era esperado, que abre de golpe la puerta, que viene seguido por el aire frío del exterior, que en unos segundos ha alterado la atmósfera cerrada. Su misma presencia era ya un trastorno, el torbellino metódico de una puerta giratoria, la aparición que hace sonar bruscamente la campanilla de entrada y que se vuelvan todas las miradas, la mayor parte de soslayo, miradas de contratiempo o irritación, de curiosidad, tal vez de codicioso y escondido deseo, miradas de rancios varones españoles vestidos de oscuro en los cafés, en una penumbra exclusivamente masculina tamizada de humo de tabaco. Judith Biely se movía siempre con prisa entre personas mucho más lentas, como la emisaria de sí misma, con un exotismo que era más poderoso porque irradiaba de ella ajeno a su voluntad y a su carácter, la adelantada luminosa de algo que podía ser una promesa, la de otra vida en otro país menos áspero, de colores menos terrosos o lóbregos, su presencia estallando con el poderío de una aparición, una mujer tangible y a la vez el espejismo y la síntesis de lo que para Ignacio Abel era más deseable en las mujeres, en la sustancia de lo femenino: no inmóvil, nunca previsible, entrando a destiempo, yéndose tan rápido que atrapar en la retina una imagen de ella que luego quedara fijada en la memoria era tan imposible como parar el tiempo o dejarlo en suspenso para que durara más un encuentro clandestino. Así es Judith Biely en la única foto suya que Ignacio Abel guarda en la cartera, ligeramente desenfocada porque se estaba volviendo hacia un lado en el momento en que se produjo el disparo de la cámara automática, con una niebla tenue en torno a los ojos, a la boca sonriente, respondiendo con una expresión jovial a algo que ha llamado su atención y olvidándose por un instante de que está posando para una fotografía, el instante preciso captado en ella. Estaría esperando incómodamente a que saltara el flash en el interior de aquella cabina callejera y algo o alguien la hizo ladear un poco la cara y sonreír, casi riendo, y la luz estalló en su barbilla y en sus pómulos, en los rizos de su pelo, en las pupilas un poco borrosas en las que resalta un punto de brillo, igual que en los labios. Es la imperfección de la foto lo que hace que a Ignacio Abel le guste más aún: el automatismo impersonal del azar vuelve a Judith más presente sin la interferencia de la mirada y la intención de un fotógrafo; como si estuviera de verdad allí, en ese momento salvado del tiempo, como una de esas impresiones detalladas y fantasmales de hojas que lograban los primeros fotógrafos sin necesidad de usar una cámara, tan sólo depositando la hoja o el tallo de hierba sobre una lámina de papel empapado en un líquido sensible a la luz. Y para que la foto sea todavía más verdadera no es ni siquiera de la Judith que él recuerda sino de la que aún no había viajado a Madrid: todavía no tergiversada por la familiaridad ni por la obsesión del deseo, intacta en su lejanía y tan ella misma como cuando irrumpa en su vida dentro de unos meses, en un porvenir del que todavía no sabe nada cuando sonríe en la foto, porque ni siquiera sabe que está a punto de recibir el ofrecimiento que la hará cambiar sus planes adelantando el viaje a España.
De dónde había venido: contar su vida en otro idioma a un hombre que la escuchaba con una atención tan seria y como hipnotizada limitaba sus posibilidades expresivas pero también le hacía depurar el relato, le concedía una objetividad que a ella misma le resultaba liberadora, al permitirle verse desde la distancia privilegiada de su extranjería. Sin necesidad de ser modificada, la experiencia verdadera cobraba al contarse algo del rigor y de la sensación de propósito de una novela. Lo que había sido el deambular incierto de tantos años adquiría la curva de un arco que viniendo del pasado borroso se alzaba sobre el tiempo para aposentar su otro extremo en el momento presente, al otro lado del mundo, en Madrid y en esos días de octubre de 1935; en un reservado en penumbra del hotel Florida; en el mareo suave de viajar en un coche por una avenida recta y arbolada que se abría como un túnel delante de los faros, recibiendo con alivio en la cara la brisa fresca que entraba por la ventanilla, los ojos entornados, viendo las cosas a través de una niebla ligera y risueña que él reconocerá después y deseará atesorar en una foto cualquiera de cabina automática. Imágenes y palabras fluyen, aparecen, se pierden, igual que las copas de los árboles y las fachadas y las ventanas con luces encendidas de los hoteles particulares de la Castellana; Judith Biely va en un automóvil por Madrid pero podría también ir por una avenida de París, de un París más horizontal y menos imponente; por cualquiera de las capitales de Europa que ha visitado en los últimos dos años y ahora se le confunden en el recuerdo fatigado; los faros del coche iluminan adoquines negros con un brillo de charol y rieles y cables de tranvías; se ha quedado callada junto al hombre que conduce muy serio y que ahora es mucho más joven que hace tan sólo unas horas, cuando apareció con cara de extrañeza y casi de susto en el vestíbulo de la casa de Philip Van Doren (dónde estará Van Doren ahora mismo: con cuánta agudeza habrá sospechado y comprendido, casi vaticinado, con qué malicia llamará mañana mismo por teléfono para averiguar algo, enviará una invitación escrita a mano para su próxima fiesta); se ha quedado callada pero le ronda la cabeza, igual que el mareo del alcohol, la sensación de haber hablado mucho; su vida, recién contada, se proyecta ante ella como esa avenida por la que avanza el automóvil, se despliega con una sensación de simetría y propósito que ella sabe que es falsa, pero en la que por ahora no le importa complacerse, igual que en la velocidad del automóvil o en la música del aparato de radio que Ignacio Abel ha conectado no sin un orgullo pueril que confirma su insospechada juventud, como la han confirmado ya la evidencia de su deseo y su torpeza entre retraída y brusca al manifestarlo. La mano que conectaba la radio se quedó luego inmóvil en la oscuridad y se encontró sin esfuerzo y como distraídamente con la mano de Judith, que ahora la aprieta suavemente aunque ella no se vuelve hacia él, no reconoce del todo lo que está sucediendo. Qué raro, de pronto, el juego de las manos, a esta edad, como si volviera al banco de un parque o a la penumbra de una sala de cine en la que un órgano enfático acompaña el parpadeo y la gesticulación de las imágenes; la mano masculina apretando la suya con una fuerza que pone a prueba la fragilidad de sus articulaciones y sus huesos, huesos huecos de pájaro no heredados de los dedos fornidos de su madre, tan diestros en manejar la máquina de coser como en moverse por el teclado del piano invisible en el que se convierte el filo de la mesa de la cocina nada más ella posa sus manos: las manos que abren las cartas, que recorren igual que la mirada la escritura de la hija, tocando en ella su presencia.
Ve de golpe toda la distancia que ha recorrido; en un idioma aprendido en los libros con el que sólo ahora empieza a familiarizarse de verdad cuenta su vida al hombre que la escucha y la mira sin un parpadeo (y que a veces se queda ausente y tarda unos segundos en volver) y se asombra de lo lejos que estaba y lo improbable que era llegar aquí, y de lo natural y hasta predestinado que ahora parece. Ha ido tan sin sosiego de un sitio a otro que sus recuerdos tienen a veces el punto de vaguedad de esa foto movida que se hizo por broma en una cabina de París, la agitación de su letra en las cartas que le escribe a su madre, la velocidad con que suena el teclado de la máquina cuando se sienta delante de ella en estas mañanas de octubre en las que el sol es un charco de luz en las baldosas de su habitación y se deja llevar no por la inspiración sino por la energía misma de los dedos. Viene de tan lejos que la embriaga la casi imposibilidad de lo que sin embargo está sucediéndole; en su relato las cosas adquieren un orden que ella sabe que es falso, una sugestión de inevitabilidad que encubre pero no atenúa la conciencia de lo inverosímil. Viene de un cuarto de techo muy bajo en el que de niña se quedaba leyendo hasta después de medianoche a la luz de una bujía (si se acercaban los pasos pesados de su padre la apagaba de un soplo: aunque sabía que el olor la delataría); de trenes que se perdían en túneles en dirección a Manhattan y emergían súbitamente al vértigo ilimitado de los veloces pilares de un puente colgado sobre el East River y a la visión de la bahía oceánica y de los acantilados de edificios desde las ventanillas, y de los transatlánticos alineados a lo largo de los muelles, más allá y por debajo de las armazones vibrantes del puente de Williamsburg, emitiendo mugidos graves de sirenas y columnas de humo sobre las chimeneas pintadas de negro y de rojo, de blanco y de rojo. Viene de las aulas y de las praderas bajo árboles colosales de una universidad para hijos de emigrantes, divididos entre este mundo que es el único que conocen y el que proyecta sobre sus vidas sombras de inseguridad y persecución aunque ellos no lo visitarán nunca, porque es el mundo remoto que los padres trajeron consigo. Pero viene, sobre todo, de la conciencia fulminante de una equivocación de la que no puede culpar a nadie más que a sí misma, que podría fácilmente haber evitado y en la que se obstinó no por ceguera ni por apasionamiento sino por puro orgullo insensato, tan sólo por resistir a una presión contra la que se había educado a sí misma para rebelarse. Con qué facilidad se malbarataba el tesoro del propio albedrío: no por amor sino por llevar la contraria, por hacer lo que sus mayores le pedían que no hiciera, y lo que por tanto se convertía en la encarnación misma de su libertad. Se casó con aquel antiguo compañero de universidad algo mayor que ella y sabía que estaba equivocándose, le dijo a Ignacio Abel, y al decirlo le vinieron a la imaginación como un fogonazo la mujer de caderas anchas y mirada melancólica y la niña con un vestidito anticuado y un lazo en el pelo que se acercaron a él después de su charla en la Residencia; la mujer junto a la que había un asiento vacío que ella, Judith, había ocupado; la que la miró un momento, casi de soslayo, aunque de arriba abajo, con un instinto de recelo, cuando ella urgió a Moreno Villa para que le presentara a Ignacio Abel. Quién puede saber cuál es la razón profunda de sus actos. Antes de salir del desolado edificio judicial en el que había acatado con plena soberanía personal el vínculo del matrimonio Judith Biely sabía que había cometido un error y que hasta renunciar a su apellido era una inaceptable vejación. Prefería no ver, desde luego. Era asombrosa la amplitud de lo que una misma era capaz de no ver tan sólo empeñándose en una ceguera más rigurosa todavía porque era voluntaria. Nadie te ata las manos ni te empuja al interior de una celda ni echa luego por fuera llaves y cerrojos; nadie te pone a la fuerza una venda sobre la cara y te la anuda en la nuca con tanta fuerza que no podrías desprenderte de ella aunque no tuvieras las manos atadas. Eres tú misma quien teje la venda y la cuerda, quien extiende las manos voluntariosamente y aguarda hasta que el nudo está bien apretado, quien levanta los muros de la celda y cierra por dentro y se asegura de que el candado está en su sitio. Tú das los pasos necesarios, uno tras otro, y si alguien te hace señas para advertirte del peligro lo único que logra es reforzar tu empeño de seguirte aproximando al desastre. Unas veces te alivia saber que no has llegado todavía: otras, que ya no hay vuelta atrás. La duda se convierte en una deslealtad inconfesable que ni ante ti misma reconoces. Se había graduado con éxito en City College; podía haber completado sin dificultad su doctorado en literatura española que le dirigía el profesor Onís en Columbia, al mismo tiempo que enseñaba el idioma a los estudiantes primerizos. Las heroínas de Henry James que despertaban su imaginación y a las que deseaba parecerse cuando tenía quince o dieciséis años heredaban fortunas que les permitían viajar solas por Europa: ahora su modelo de vida era la habitación propia de Virginia Woolf, la soledad emancipada de una mujer que gana un sueldo suficiente para no depender de nadie y cultivar sin miedo sus aficiones o su talento. Su madre no había tenido piano, pero tampoco habitación. En los cuartos estrechos se amontonaban las camas de los hijos y ella tenía que esperar a que todos se hubieran dormido para leer sus queridas novelas rusas o repasar en silencio las partituras descuadernadas que vinieron más de treinta años atrás en un baúl desde San Petersburgo.
Pero de un día para otro lo que más le había importado ya no le interesaba: dijo que no quería dedicar varios años a una tesis doctoral para verse luego sepultada en alguna universidad rural para señoritas; que el estudio académico de libros polvorientos tenía menos valor para formar su vocación que la experiencia de la vida real y el trabajo (no le perdonó a su madre que le dijera que esas palabras no parecían suyas: que ella, Judith, movía los labios pero era otro el que hablaba por su boca). Su habitación propia no podía estar en medio de un bosque o de una soñolienta extensión de campos de maíz. Tenía que ser una habitación austera y bien protegida de las intromisiones, propicia para una dedicación solitaria cuya naturaleza exacta ella aún no sabía precisar, pero que no se quedaría, de eso estaba segura, en el tedio forzoso de una investigación académica: a la habitación deberían llegar los ruidos y las voces de la calle, el temblor de la ciudad que le gustaba tanto, el fragor de los trenes, las sirenas de los buques en los muelles y las de los automóviles de la policía y los camiones rojos de los bomberos. Quería viajar a Europa para educarse en la vida y labrarse un destino como Isabel Archer en la novela de Henry James que había leído varias veces —o como las reporteras que enviaban crónicas desde París a Vanity Fair o The New Yorker— pero también amaba más que nunca el tumulto humano y la excitación visual, sonora, olfativa, de su ciudad natal, sin prescindir de nada, disfrutándolo todo, los letreros luminosos encendiéndose al anochecer y la niebla en la que desaparecían los edificios más altos entre torbellinos de nieve, las oleadas humanas surgiendo de los hangares de los ferries y los escaparates de las tiendas de lujo en la Quinta Avenida, las multitudes agitando banderas rojas y pancartas sindicales en italiano y en yiddish bajo las arboledas de Union Square, la aspereza, el desamparo, la cordialidad de los desconocidos, el gusto de no elegir y de dejarse llevar, sin propósito, sin fatiga, sin urgencia de nada, con la misma sensación de fervor que le daba siempre leer en voz alta un poema de Walt Whitman. En un momento del relato aparecía un nombre masculino que tal vez ella ya había mencionado antes, confusamente, o que Ignacio Abel no había llegado a entender, o no había escuchado, una de esas veces en las que se quedaba perdido, hechizado por la cercanía de ella o absorto en un pensamiento que lo llevaba muy lejos (quizás se le hacía tarde para volver con la esposa demasiado madura y con la hija zalamera; de vez en cuando miraba de soslayo su reloj: o alzaba los ojos hacia el que había en la pared del bar; o quién sabe si temía ser reconocido). O le desagradaba la idea de que ella hubiera estado casada, hubiera querido a otro hombre con la pasión suficiente como para romper con su familia; como para abandonar el trabajo de profesora y la tesis doctoral e irse a vivir en un cuarto alquilado al final de cinco tramos de escaleras, con un retrete colectivo al fondo de un pasillo, con su solo grifo de agua fría en el fregadero y una bañera en la cocina que cubierta con una tabla servía de escritorio y mesa de comedor. Queriendo huir en busca de su habitación propia Judith Biely se encontraba casi sin saber cómo en una cocina más inhóspita que la de su madre, igual de sola que ella algunas veces, otras veces tan invadida como ella: en vez del ansia por el trabajo y el dinero de sus hermanos y de los delirios de hombre de negocios del padre la invasión igualmente masculina a la que ella se veía ahora sometida arrastraba consigo una bronca palabrería literaria y política. El humo acre de los cigarrillos era el mismo; la vehemencia agresiva de las gesticulaciones. En la cocina familiar de la que había pasado tantos años queriendo huir su padre y sus hermanos celebraban la gloria del capitalismo como creyentes aterrados en un dios despótico que podía igual derribarlos que exaltarlos; en su habitación sin agua caliente los invitados se sentaban en el suelo y apagaban los cigarrillos en el linóleo mientras discutían el arte revolucionario del porvenir y la caída inminente del Gran Becerro de Oro de América, tambaleándose en el seísmo de la Depresión. La igualdad entre hombres y mujeres era uno de los estandartes que esgrimían: pero las mujeres, aunque fumaban igual y también se sentaban en el suelo, o no hablaban o no eran escuchadas, y cuando todos se habían ido era ella quien barría el suelo y recogía los vasos de vino barato y las botellas vacías y abría las ventanas incluso en pleno invierno para que la habitación se ventilara. Para su marido, como para cualquiera de ellos, preparar un doctorado sobre novelas españolas del siglo XIX y dar clases a estudiantes de los primeros cursos era una claudicación inaceptable; uno no podía vender a tan bajo precio su integridad artística. Judith dejó la universidad y abandonó la tesis y consiguió un trabajo mal pagado corrigiendo y mecanografiando desde la mañana a la noche historias de gángsters y de crímenes para una editorial de novelas baratas. El marido cuyo nombre tardó tanto en identificar Ignacio Abel —un nombre común que la pronunciación americana hacía casi irreconocible— llevaba años completando una novela populosa e itinerante sobre Nueva York, de la que había publicado fragmentos en algunas revistas. No era improbable que John Dos Passos los hubiera leído; pero a pesar de sus ideas en apariencia avanzadas Dos Passos se había instalado en el éxito comercial y no iba a reconocer nunca la influencia de un autor casi desconocido en el pulso y en el esquema general de Manhattan Transfer. Si se cruzaban alguna vez en una fiesta literaria del Village Dos Passos apartaba los ojos y hacía como que no lo había visto. Que otros dudaran del talento de su marido enfurecía tanto a Judith que borraba sus propias dudas aún confusas y se ponía belicosamente de su parte. Poco a poco fue comprendiendo que se había casado con él no a pesar de la oposición de sus padres y de sus hermanos sino a causa de ella. Oponiéndose a su libre voluntad la ofendían. Porque estaban en contra del hombre a quien ella había elegido la empujaban a vencer su propia incertidumbre y le otorgaban a él una estatura que de otro modo no lo habría ennoblecido. No le sorprendió que su padre y sus hermanos lo miraran como a un individuo despreciable desde la primera vez que entró con ella en la casa y se apresuró a hacer explícitas sus convicciones políticas. Si América era una plutocracia sin esperanzas ni oportunidades para los trabajadores, ¿por qué no se marchaba de vuelta a Rusia, de donde también habían emigrado sus padres? Más le dolió a Judith que su madre tampoco se fiara de él: aunque sabía citar en ruso las novelas que a ella le gustaban y tenía un aire desgarbado y hasta un poco enfermo que habría debido despertarle el instinto de madre protectora. ¿De qué iban a vivir si cualquier trabajo rutinario le parecía una traición a sus principios políticos y a su vocación de novelista? ¿Y por qué ella, Judith, abandonaba tan fácilmente lo que le había costado tanto, el puesto prometedor en la universidad, el bello campus y la escalinata de la biblioteca de Columbia, su investigación de doctorado? Estaba claro que por mucho que le doliera tenía que romper con todos ellos: una cosa había sido desear alejarse; otra muy distinta dar por cancelado el camino de vuelta. El orgullo obcecado la sostenía. El deterioro rápido de la pasión sexual (que había consistido más en preludios y efusiones toscas que en el cumplimiento de ensoñaciones alimentadas sobre todo por la literatura) le produjo al principio más desconcierto que amargura; quizás también la sospecha de no estar a la altura del ideal erótico que en las reuniones se debatía tan abiertamente como la dictadura del proletariado, el realismo social o la corriente de conciencia. Pero en quien tenía al lado empezó a encontrar no fortaleza sino debilidad; indiferencia de piel fría; resentimiento vanidoso debajo de la profesada rebelión, de la renuncia incorruptible a tentaciones que en realidad no se le presentaban. Ira también, algunas veces contra ella; el desagrado y el pánico ante la fuerza masculina de nuevo la asaltaban; ante la furia turbia del alcohol, los puñetazos sobre la mesa, las voces demasiado roncas, la pérdida del sentido de la realidad inducida por el narcisismo y el resentimiento. Casi todo salvo la pérdida de la delicadeza le habría parecido aceptable. Había palabras que una vez dichas no tenían remedio, gestos que el olvido no podía borrar. En cuanto a ella misma, a la secreta diferencia que alimentaba sin querer entre la gente con la que ahora se movía, amigos y correligionarios del marido, artistas con proyectos de invención radical que dedicaban más tiempo a explicarlos que a ponerlos en práctica, ¿no era idéntica a la que sentía en la infancia, cuando era consciente de fijarse en cosas que sólo a ella le importaban, cuando le gustaba imaginarse que no era hija de sus padres ni hermana de sus hermanos, y que le iba la vida en no permitir que se descubriera ese secreto? Igual que de niña, la emocionaban muchas cosas hacia las que los otros manifestaban desdén, o que ni siquiera veían. Un estuche con todos los lápices de colores de la misma longitud; un ramo de flores frescas en una jarra de cristal; un vestido que se ajustaba bien al cuerpo y al mismo tiempo parecía flotar en torno a él; el letrero luminoso de un restaurante automático encendiéndose cuando aún quedaba claridad diurna, el neón rosado de los tubos distinguiéndose apenas, diluido en la luz como tinta en el agua; el misterio de la renovación continua y la fugacidad de la moda traspasando con rasgos semejantes cosas muy ajenas entre sí, transformándolo todo a un ritmo continuo y sin embargo invisible, convirtiendo lo apenas sucedido en pasado anacrónico. Le gustaban algunos cuadros que veía en las revistas de vanguardia, pero también un juego de tazas de porcelana en el escaparate de una tienda o unas sandalias de verano que se probaba en la zapatería por el simple gusto de sentir que los pies se deslizaban en ellas, sabiendo que no podía comprarlas. Y a quién podía decirle que disfrutaba mucho más las películas sonoras sobre musicales de Broadway que las soviéticas o que las alemanas, y que se abandonaba con la misma sensualidad a la prosa de Henry James que a un nuevo número de Irving Berlin. Al tiempo que disfrutaba secretamente de estas cosas se sentía culpable de una ligereza en la que quizás habría un fondo de debilidad intelectual, incluso de poca consistencia política. Pero no podía evitar detenerse, cuando iba sola, junto a los escaparates de las tiendas de moda de la Quinta Avenida, ni junto a las puertas giratorias de los hoteles de donde salían mujeres muy bien perfumadas y vestidas y ráfagas de orquestas de baile. ¿Por qué la causa de la justicia implicaría la elección contumaz de la fealdad y del humor sombrío? Se le iban las horas paseando y cuando llegaba a casa no sabía explicarle al marido en qué había gastado tanto tiempo. En mirar el color de bronce de una cornisa recortada contra el cielo limpio de una tarde de invierno; en una fila de cabezas de mujer en el escaparate de una sombrerería, todas con una sonrisa idéntica de carmín, cada una con un sombrero distinto; en observar a un limpiabotas inclinado sobre unos zapatos masculinos de charol y silbando un estribillo de Broadway al mismo ritmo con que les pasaba la gamuza. No creía que esas aficiones escondidas la distinguieran; pero tampoco quería ser juzgada despectivamente por ellas. Ocultarlas, igual que cuando era niña, le daba la sensación confortadora de habitar un lugar que sólo ella conocía. Se quedaba sola un sábado por la noche y buscaba en la radio la transmisión del concierto de una orquesta de baile: seguía los pasos taconeando con cuidado para no molestar a los vecinos de abajo; cantaba imitando el tono agudo de la vocalista, repitiendo de memoria una letra en la que la conmovían por igual su sugestión de verdad y su dosis barata y azucarada de mentira, la mentira cordial sobre el cumplimiento de los sueños que no engañaba a nadie y sin embargo ayudaba a vivir.
Durante algún tiempo el cultivo secreto de su singularidad le permitió postergar el reconocimiento de un error que se hacía más grave al resultar inexplicable. Por un acto de libertad se había encadenado. Sin saber cómo su empeño de soberanía personal, su abnegación en el estudio, el impulso y la complicidad de su madre, la habían llevado a una situación para la que no habría sido necesario ningún esfuerzo: el dolor de la espalda después de muchas horas sentada delante de una máquina en la oficina; los cinco tramos de escaleras; el marido irritado y hermético, ofendido sombríamente por la injusticia, herido en su orgullo por la indiferencia del mundo y las cartas de rechazo de los editores. Miraba a su alrededor y no podía comprender cómo había llegado a ese punto, desde dónde, a través de qué suma de equivocaciones; como si después de un viaje muy largo y difícil se encontrara con las maletas en el suelo de una estación equivocada, el tren en el que había venido perdiéndose en la distancia y ningún otro en perspectiva y nadie en la estación, ni siquiera una ventanilla abierta en la que consultar horarios o pedir otro billete. Nadie más que ella misma había puesto la venda alrededor de sus ojos, elegido la celda y echado la llave. Pero ni siquiera le hizo falta el esfuerzo de voluntad y destreza de palpar a ciegas el lazo en la nuca e intentar deshacerlo. La venda, aflojándose, cayó por sí sola. Hasta que un día Judith Biely se vio en una habitación en la que no había nada que la invitara a quedarse ni que le pareciera suyo, y en la que un hombre poco atractivo y no muy aseado hablaba sin parar moviendo mucho las manos y agitando la cabeza, sosteniendo cigarrillos entre los dedos amarillentos de nicotina y con las uñas sucias, esparciendo la ceniza de cualquier manera, tirando las colillas al suelo. En realidad las cosas que decía no eran tan brillantes, y las había repetido muchas veces, palabra por palabra; ni siquiera eran suyas, aunque tampoco de los otros. Flotaban en el aire, pasando de una boca a otra, de un folleto a otro, ampliadas a veces en pancartas, gritadas en el apasionamiento frío de una discusión política en la que era urgente sobre todo aniquilar al adversario, dejándolo sin razones, condenándolo a una intemperie de tinieblas como la que durante algún tiempo pareció haberse tragado a León Trotsky. Despojados de la venda que ella misma había apretado unos años atrás sus ojos veían al hombre que hablaba sin mirarla a ella, el pelo rizado sobre la frente, las manos vanamente enérgicas, agitando delante de su cara el humo de un cigarrillo. Si él no la veía ella oía sus palabras como un rumor o un zumbido, sin distinguir casi ninguna, como si en vez de la venda en los ojos llevara ahora tapones en los oídos. Pensaba en ese momento que probablemente estaba embarazada. Había hecho cuentas con los dedos; mirado las marcas de meses anteriores en el calendario; con la cara impasible quería recordar alguna fecha exacta. Tres, cuatro días de retraso. Mientras el casi desconocido hablaba el germen sembrado por él ya estaría multiplicándose en el interior del vientre, un copo diminuto de células, una semilla que se ha despertado en la negrura densa de la tierra y se abrirá paso en ella. La consecuencia enorme de qué: de algo a lo que ella no había prestado mucha atención y que no le había dado mucho placer, si se descontaba el alivio de que hubiera terminado. Serenamente decidió callar lo que había estado a punto de decir. Notó la manera instintiva en que se apretaban sus labios. Sin decirle nada a él se procuraría un aborto. Muy pronto, cuanto antes, en secreto, para abreviar la tristeza, la abrumadora congoja. El niño que ella quería, el ser humano fornido y delicado y noble que ella vislumbraba a veces creciendo a su lado en un inconcreto porvenir, no podía ser que naciera de tanta mezquindad. Durmió mal y al día siguiente, en la hora del almuerzo, fue a tomar un sándwich a la escalinata de la Biblioteca Pública, porque hacía sol y el aire tenía una tibieza impropia de mediados de marzo. Miraba a la gente alrededor de ella pensando que nadie podía imaginar su secreto ni compartir su abatimiento: mecanógrafas, dependientas de almacenes, chicas que ya iban siendo más jóvenes que ella, vestidas con una desenvoltura que ella había perdido en los últimos tiempos, intercambiando miradas de soslayo y risas ahogadas con los oficinistas de los bancos cercanos que también tomaban el almuerzo esparcidos por los peldaños de mármol y las sillas de hierro. Terminó su sándwich sin haberlo paladeado, cerró el termo de café, se puso en pie sacudiéndose de la falda las migajas de pan. Un rato antes, al cruzar la avenida, había notado mareo, un principio de náuseas. Ahora, al bajar la escalinata, lo que notó fue algo en el vientre, como un suave calambrazo, la descarga placentera de algo. Con incredulidad, con dulzura, con un alivio que tenía algo de desbordamiento de misericordia, con una liviandad que casi la alzaba del suelo sobre los tacones de los zapatos a los que había prestado tan poca atención en los últimos tiempos, sintió que estaba bajándole la regla y que el yugo de pesadumbre y resignación al que hasta un momento antes se había visto condenada ahora se disolvía, se desprendía de ella, dejándola delante de un porvenir diáfano que esta vez no iba a malograr. Vio con claridad, sin esfuerzo, igual que veía delante de sí el tráfico de la Quinta Avenida, el sol en las ventanas y en las incrustaciones de acero de un rascacielos recién terminado, el anuncio de una marca de jabón en el costado de un tranvía, cada uno de los errores de una vida anterior que ya daba por cancelada y cada uno de sus pasos futuros, y todas las sombras que la habían rodeado con una consistencia física de muros o túneles excavados en roca viva se disipaban como una niebla que desbarata un poco de brisa.
Había empezado a venir hacia él desde esa mañana tan en línea recta como cruzó la Quinta Avenida desde la escalinata de la Biblioteca Pública: la espalda erguida, los hombros animosos, el caminar a la vez desahogado y rápido de la gente de su ciudad, la boca entreabierta, con el mismo gesto de expectación con que Ignacio Abel la veía desde la mesa del fondo del café donde la estaba esperando, o todavía de pie y sin haberse quitado la chaqueta y muchas veces ni siquiera el abrigo en la habitación alquilada para citas furtivas donde la vio desnuda por primera vez, en una penumbra de cortinas espesas y postigos entornados en la que la claridad de la tarde se filtraba tan débilmente como los sonidos de la ciudad y como los rumores de la casa. Cada uno de los pasos que había dado hasta entonces precedían las pisadas silenciosas de sus pies descalzos sobre la alfombra muy gastada en dirección al hombre que no se había movido y ni siquiera había empezado a desnudarse. Tan sólo unas semanas antes, un poco más de un mes, había llegado a una pensión de la plaza de Santa Ana sin conocer a nadie en Madrid, con mucho sueño, después de una noche entera en el tren que la traía desde Hendaya. Qué distinta de París olía esta ciudad; qué distinto el olor del aire desde que cruzó la frontera. Esa mañana de septiembre, tan temprano, Madrid olía al barro húmedo de un botijo de arcilla roja puesto a refrescar en la ventana de la cocina; olía a los pétalos y a las hojas carnosas de los geranios y a la tierra de las macetas que eran del color de la arcilla del botijo. Olía a adoquines recién regados por una cuba municipal arrastrada por dos caballos viejos; olía al estiércol de los caballos, a aceite, a polvo seco, a los rastrojos sobre los que aún duraba el rocío cuando el tren iba entrando en Madrid; a la jara y a los pinos de la Sierra; a la penumbra húmeda y a los peldaños de madera del edifìcio en el que estaba la pensión, peldaños fregados y frotados con lejía, penumbra invadida por los olores a embutidos y a especias de una tienda de ultramarinos que había en los bajos, y cuyos postigos empezaban a ser levantados cuando ella llegó con su aire de aturdimiento y su maleta en la mano, recibiendo como una bienvenida y casi como un abrazo el aroma denso del café que el tendero molía delante de la puerta. El cuarto que le asignaron en la pensión daba a una calle estrecha que desembocaba en la plaza. Subía de ella un clamor que al principio no identificaba, mareada todavía por la extrañeza y el sueño: gente conversando en los corros que ya buscaban la sombra, vendedores ambulantes, pregoneros de arreglo de paraguas y de cazuelas de estaño, altavoces de aparatos de radio en los puestos de bebidas, cantos de criadas que hacían la limpieza y tendían ropa en las azoteas, que golpeaban alfombras o sacudían sábanas en los balcones de la vecindad. Una felicidad inmotivada y jubilosa se instalaba en su alma: le transmitían el sentido de espacio ancho y austero que tenía la habitación, mucho más acogedora que los cuartos cada vez más angostos que había podido pagarse en París. Como en los paisajes que la luz del amanecer le había revelado desde la ventanilla del tren, en la habitación las cosas parecían ordenadas según un orden ascético que resaltaba las dimensiones del vacío. En otros países de Europa el campo, lo mismo que las ciudades, te había dado la sensación agobiante de que todo estaba demasiado hecho, demasiado lleno, roturado, habitado. En España los espacios desiertos tenían algo de la amplitud de América. Sobre la cama de hierro de la habitación había un crucifijo, y una Virgen María de escayola pintada encima de la cómoda de líneas austeras en la que guardó su ropa, en cajones hondos cuidadosamente forrados con hojas de periódicos. Las paredes eran blancas, pintadas con cal, con un zócalo negro que llegaba a la altura de la ventana; el suelo, de baldosas de barro rojizo, intercaladas con otras más pequeñas de cerámica policromada. Los barrotes rectos de la cama terminaban en bolas de latón dorado y brillante, que tintineaban ligeramente cuando el suelo vibraba bajo las pisadas. Sobre la cómoda, junto a la Virgen de pecho plano y manto azul que aplastaba la cabeza de una serpiente con un pequeño pie descalzo, había una especie de candelabro de bronce o de latón con unas cuantas velas incrustadas. El cable de la corriente eléctrica atravesaba en línea recta la pared para llegar a la pera de baquelita negra que había sobre la cama y a la bombilla con una tulipa de cristal azulado que colgaba del techo. El embozo se plegaba sobre la colcha ligera, debajo de la almohada, con una solemne sugestión de blancura y volumen que Judith reconocería esa misma mañana, en su primera visita deslumbrada al Museo del Prado, en los hábitos de los frailes cartujos pintados por Zurbarán. Justo enfrente de la cama había una mesa de madera de pino desnuda, muy sólida, las patas firmemente apoyadas sobre las baldosas, con un cajón del que salió al abrirlo un olor de resina. Delante de la mesa una silla con el respaldo muy recto y el asiento de anea invitaba a sentarse de manera inmediata. Antes de deshacer del todo la maleta puso encima de la mesa la máquina de escribir, una carpeta con cuartillas en blanco, el tintero, la pluma estilográfica, el secante, un estuche con lápices, su cuaderno de notas, el pequeño espejo redondo que tenía siempre a mano cuando se sentaba a trabajar. Cada cosa parecía encajar en su lugar con una precisión sin esfuerzo que de algún modo anticipaba y hacía inevitable la escritura: todas ellas, sobre la madera de la mesa, a la luz rubia y ligeramente húmeda de la mañana de Madrid, filtrada por las varillas pintadas de verde de una persiana, se correspondían entre sí como los objetos diversos en el espacio plano de un cuadro cubista. El armario era alto y un poco lúgubre y tenía un espejo de cuerpo entero en el que Judith se miró estudiando con benevolencia los signos del cansancio, el contraste entre su presencia extranjera y el fondo arcaico de la habitación. La palangana y la jarra de agua del lavabo eran de porcelana blanca con un delicado filo azul. Tuvo una sensación que hasta ahora no había conocido en el curso de un viaje que ya empezaba a hacérsele demasiado largo: una correspondencia inmediata entre ella misma y el lugar donde estaba; una armonía que la aliviaba la pesadumbre de la soledad al mismo tiempo que le confirmaba el privilegio de no necesitar a nadie. En el tejado, delante de la ventana, un gato dormitaba tendido al sol. Más allá, en una buhardilla, una mujer se había lavado el pelo muy negro y se lo envolvía en una toalla, los párpados entornados y la cara vuelta hacia el sol con la misma placidez que el gato. Pocos días después Judith ya había aprendido a identificar los edificios que sobresalían del horizonte rústico de los tejados: el torreón con columnas y la Atenea de bronce del Círculo de Bellas Artes; las cresterías del Palacio de Comunicaciones, sobre las que ondeaba una bandera que inmediatamente había despertado su simpatía sin motivo, desde la primera vez que la vio al cruzar la frontera en Hendaya: roja, amarilla, morada, resplandeciendo al sol con algo del descaro popular que tenían las flores de los geranios en los balcones.
Quería hacerlo todo al mismo tiempo, esa misma mañana, le dijo luego a Ignacio Abel. Echarse a la calle, tenderse sobre el embozo blanco y fragante y la colcha de la cama, escribirle cuanto antes una carta a su madre poniendo en el encabezamiento la palabra Madrid y la fecha exacta de ese día, escribir a máquina una crónica sobre la experiencia del viaje: la sensación de haber llegado a otro mundo que se tenía nada más cruzar la frontera; de encontrar gente más pobre y caras más oscuras y miradas de una fijeza y una intensidad que al principio la desconcertaban; de vislumbrar en la oscuridad, a través de la ventanilla, sombras de rocas desnudas y de precipicios como los de los grabados de los libros de viajes; de despertarse con las sacudidas violentas de un tren mucho más lento e incómodo que los trenes franceses y ver con la primera claridad del día un paisaje plano y abstracto, de colores terrosos, liso y seco como una yuxtaposición de hojas otoñales. Quería leer el libro de Dos Passos que traía consigo pero también quería sentarse a la mesa con el diccionario al alcance de la mano para leer una de las novelas de Pérez Galdós que le había descubierto años atrás su profesor de Columbia; o salir con la novela en la mano y buscar cuanto antes las mismas calles por las que se movían los personajes. Sentada delante de la máquina de escribir y de la ventana abierta sintió por primera vez en el umbral de la conciencia y en las yemas de los dedos que rozaban apenas las teclas la inminencia de un libro del que formaría parte cada una de las cosas que estaba sintiendo tan golosamente en ese mismo momento. No era una crónica, ni un relato de viajes, ni una confesión, ni una novela; la incertidumbre la hería igual que la estimulaba; intuyó que si permanecía alerta y a la vez dejándose llevar encontraría un principio tan tenue como la punta de un hilo; tendría que apretarlo entre los dedos para no perderlo; pero si lo apretaba con un poco más de fuerza de la necesaria el hilo se rompería y ya no iba a poder encontrarlo de nuevo. Por la ventana venían voces de vendedores callejeros, zureos de palomas, ruidos de tráfico, toques de campanas. Los tonos de las campanas cambiaban cada pocos minutos o se confundían entre sí: el horizonte sobre los tejados estaba lleno de campanarios. Llamaron a la puerta y estaba tan absorta en sí misma que se le sobresaltó el corazón. Una criada entró con una bandeja y ella intentó explicarle en su español todavía poco ágil que debía de tratarse de un error, porque no había pedido nada. «Que es de parte de la patrona, por si la señorita viene con el estómago vacío después de tanto viaje por el extranjero.» La criada era muy joven y tenía el pelo negro y una cara que a Judith, saturada de imágenes, le recordó la de la camarera que se inclina sobre la Infanta en Las Meninas. Puso la bandeja sobre la mesa apartando con el codo la máquina de escribir, que no dejó de llamarle la atención, porque no la asociaba con una mujer, aunque fuese extranjera. «Que le aproveche»: un tazón de café, un jarrillo de leche, un bollo de pan blanco y tostado, abierto por la mitad, chorreando un aceite dorado y verdoso, los cristales de la sal brillando en la luz. Descubrió de pronto toda el hambre que tenía y el alivio de no oler a mantequilla rancia. El pan untado con aceite crujía deshaciéndose en su boca, los granos de sal estallando en su paladar como semillas de delicia. Con una servilleta a cuadros se limpiaba el aceite de las comisuras de la boca, el bozo de nata que la leche le dejaba en los labios. Todo conspiraba de golpe para su felicidad, incluso el agotamiento, la somnolencia dulce que el calor del café con leche dejaba en su estómago, el escándalo de las campanas de las iglesias, que provocaban al comenzar sus repiques revuelos de palomas sobre los tejados. Sin abrir la maleta se quitó los zapatos y se sentó en la cama, menos blanda que las camas francesas o las alemanas, para darse un masaje en los pies hinchados y doloridos al cabo de tantas horas de viaje. Se tendió un momento, con su libro de Galdós en las manos, recorriendo las páginas en busca de nombres de lugares de Madrid que no estarían muy lejos, y en apenas un minuto se había quedado tan dormida como cuando era una niña, en aquellas mañanas de invierno en las que estaba un poco enferma y su madre —porque era la única hija y había venido tan por sorpresa— le traía el desayuno a la cama, cuando los varones ya se habían ido y sobre la casa descendía un silencio apacible, y en la calle estaba nevando, y la ventisca hacía vibrar los cristales de la ventana.