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De pronto el milagro de la aparición ha cesado. Que Judith Biely esté ahora mismo de verdad en el mundo le parece tan improbable como que haya irrumpido hace un instante en el vagón del tren a punto de partir, forzándole a inventar el melodrama de su llegada a la estación en el último minuto. No recuerda exactamente cuánto hace que salió de Madrid pero lleva la cuenta exacta de los días que han pasado desde la última vez que la vio. Ha caminado por su ciudad durante cuatro días, viajado en tranvías, en vagones de metro, en trenes elevados, y nunca ha dejado de buscarla en cada mujer joven que se cruzaba con él o a la que veía desde lejos, y la reiteración del desengaño no lo ha inoculado contra el espejismo de reconocerla. Vio en Union Square un cartel que anunciaba un acto de solidaridad con la República Española y con la lucha gloriosa del pueblo español contra el fascismo y se abrió paso entre la multitud que agitaba pancartas y banderas y cantaba himnos exclusivamente con la esperanza de encontrarse con ella. Vio desde la cubierta del barco las torres de la ciudad emergiendo de la niebla como acantilados luminosos y aparte del miedo y el vértigo su único pensamiento fue que en algún lugar de ese laberinto podía estar Judith Biely. En las columnas innumerables de apellidos de la guía telefónica de Nueva York ha encontrado el suyo repetido tres veces y dos de ellas voces irritadas que apenas entendía le han dicho que se equivocaba, y la tercera señal ha sonado mucho tiempo sin que contestara nadie. Pero la conciencia segrega imágenes y ficciones igual que las glándulas de la boca segregan saliva. Judith corriendo entre la gente por el gran vestíbulo de la estación de Pennsylvania, buscándolo, creyendo verlo en cualquier hombre de edad intermedia y traje oscuro, bajando las resonantes escaleras de hierro con su agilidad gimnástica a pesar de los tacones y la falda estrecha para llegar a tiempo. Así la buscó él entre los pasajeros de los expresos a punto de salir de Madrid en la noche del 19 de julio, que aún podía parecer una noche cualquiera y no una raya definitiva en el tiempo, a pesar de los aparatos de radio a todo volumen en los balcones iluminados y abiertos de par en par y de las multitudes en las calles del centro gritando roncamente, y de las ráfagas de disparos que todavía era posible confundir con petardeos de motores o de fuegos artificiales. La encontraría unos momentos antes de que arrancara su tren, su melena rubia emergiendo de una ventanilla de wagon—lits entre una nube de vapor tornasolada por las poderosas lámparas eléctricas, y ella al verlo claudicaría de su decisión de romper con él y marcharse de España y saltaría a sus brazos. Ficciones pueriles, contagio inconsciente de novelas y películas en las que el destino permite la reunión de los amantes unos segundos antes del final. Películas musicales que había visto con ella en los cines de Madrid, enormes y oscuros, oliendo a materiales nuevos y a desinfectante, con esplendores de dorados que relucían bajo la móvil luz plateada de la pantalla.
Se citaban en un palco del cine Europa, en la calle Bravo Murillo, y aunque no era probable que alguien los reconociera en ese barrio popular apartado del centro entraban por separado a la primera sesión de la tarde, en la que había menos público. En la calle agitada y polvorienta hacía un calor de verano anticipado y el sol cegaba: bastaba cruzar unas puertas forradas de tela granate y con ojos de buey para ingresar en la delicia artificial de la oscuridad y la refrigeración. Tardaban en acostumbrarse a la sombra y se buscaban aprovechando las escenas más luminosas, la claridad súbita de un mediodía en la cubierta de primera clase de un transatlántico falso, con un mar proyectado en una pantalla de transparencias y una brisa oceánica de ventiladores eléctricos agitando los rizos rubios de la heroína. En el noticiario dos millones de hombres con ramas de olivo y herramientas al hombro desfilaban por las avenidas de Berlín el día del Trabajo con un fondo de marchas militares. Una multitud igual de oceánica y con la misma disciplina agitaba armas, ramos de flores, banderas y retratos en la Plaza Roja de Moscú. Ciclistas con duras caras de labriegos pedaleaban cuesta arriba por caminos pedregosos en la Vuelta Ciclista a España. Buscaba ávidamente sus manos en la penumbra, la piel desnuda de los muslos más arriba de la seda tensa de las medias, el punto delicioso en el que la liga se hundía ligeramente en la carne; se abandonaba a la caricia sigilosa e impúdica de la mano de ella, su cara sonriente iluminada por los fogonazos de la pantalla. Insolentes legionarios italianos con perillas negras de piratas y cascos coloniales coronados de plumas desfilaban delante del palacio recién conquistado del Negus en Addis Abeba. Don Manuel Azaña salía del Congreso de los Diputados después de jurar su cargo como presidente de la República Española, vestido de frac, con una banda cruzándole el torso hinchado, muy pálido, cubierto con una chistera absurda, con una expresión atónita como de estar asistiendo a su propio entierro (Judith había presenciado en la calle el paso de la comitiva y se acordaba del contraste entre la piel incolora de Azaña en el automóvil descubierto y los penachos rojos de los coraceros a caballo que le daban escolta). Ginger Rogers y Fred Astaire se deslizaban sin peso sobre una plataforma lacada, abrazándose en una figura de baile idéntica a la del cartel de lona a todo color que cubría la fachada del cine Europa. La falsedad evidente del cine deparaba a Judith una emoción verdadera a la que se abandonaba sin resistencia: las bocas que se movían sin estar cantando; la inverosimilitud de que un hombre y una mujer vestidos de calle conversen mientras caminan y un momento después estén cantando y bailando y tengan que protegerse de una lluvia súbita y visiblemente artificial. Se sabía de memoria todas las canciones, incluyendo las de los anuncios de las emisoras españolas, que estudiaba tan meticulosamente como los romances antiguos o los poemas de Rubén Darío que aprendía en las clases de don Pedro Salinas. Le decía a él las letras de las canciones en inglés y le pedía que le explicara a cambio las que cantaba Imperio Argentina en Morena Clara, que por un motivo que él no comprendía le gustaba tanto como Top Hat. En el fonógrafo que tenía en su cuarto sonaban igual las canciones que había traído de América y las del disco en el que García Lorca acompañaba al piano a La Argentinita. Porque a Judith le gustaban esas películas embarulladas de flamencos y contrabandistas y las voces chillonas que cantaban en ellas a Ignacio Abel le irritaba menos que a su hijo Miguel, a los doce años, también le entusiasmaran. Antes de conocerla su presencia le había sido anunciada por la música que de un modo u otro irradiaba de ella tan naturalmente como su voz o como el brillo de su pelo o la fragancia entre deportiva y agreste de la colonia que usaba. Ignacio Abel entró una tarde de finales de septiembre en el salón de actos de la Residencia de Estudiantes buscando a Moreno Villa y una mujer de espaldas tocaba el piano y cantaba por lo bajo para sí misma, en la sala desierta, inundada por una luz dorada y rojiza de poniente que perduraría intacta en sus recuerdos como en una gota de ámbar, la luz precisa del final de la tarde del 29 de septiembre.
Parece que sucedió ayer y también que ha pasado mucho más tiempo. Ahora sabe que la identidad personal es una torre demasiado frágil para sostenerse por sí sola, sin testigos cercanos que la certifiquen ni miradas que la reconozcan. Los recuerdos de lo que más le importa son tan lejanos como si pertenecieran a otro hombre. La cara en la fotografía de su pasaporte es casi la de un desconocido: la que se ha acostumbrado a ver en los espejos tal vez la identificarían con dificultad Judith Biely o sus hijos. En Madrid ha visto transfigurarse de la noche a la mañana caras de personas a las que creía conocer desde siempre: convertirse en caras de verdugos, o de iluminados, o de animales fugitivos, o de reses llevadas sin resistencia al sacrificio; caras enteras ocupadas por bocas que gritan de euforia o de pánico; caras de muertos a medias familiares y a medias convertidas en una pulpa roja por el impacto de una bala de fusil; caras de cera que decidían sobre la vida y la muerte tras una mesa iluminada por el cono de luz de una lámpara, mientras dedos muy rápidos tecleaban a máquina listas de nombres. Cómo es la cara de alguien a la luz de unos faros unos momentos antes de caer asesinado, o de caer malherido y agonizar retorciéndose hasta que le acercan a la nuca la pistola del tiro de gracia. La muerte en Madrid es algunas veces una explosión súbita o un disparo y otras un lento trámite que requiere oficios redactados en prosa administrativa y mecanografiados con varias copias al carbón y legalizados con sellos y rúbricas. De modo que en su invocación de ese día de hace poco más de un año en el que vio a Judith por primera vez no hay casi sentimiento de pérdida, porque lo perdido ha dejado de existir tan completamente como el hombre que habría podido añorarlo. Hay más bien un escrúpulo de exactitud ilusoria, el deseo de dejar constancia a través del esfuerzo de la imaginación de un mundo completo que se ha borrado dejando muy pocos rastros materiales, tan frágiles que ellos mismos están destinados a una rápida desaparición. Pero no le basta con sus tentativas de restituir a ese momento su cualidad de presente, despojándolo de las añadiduras y las superposiciones de la memoria, como el restaurador que limpia con delicada paciencia un fresco para devolverle el esplendor de sus colores primitivos. Quiere revivir los pasos que le condujeron sin que él lo supiera a ese encuentro que fácilmente podía no haberle sucedido; reconstruir paso a paso la tarde entera, el preludio, las horas que lo acercaban secretamente a una frontera de su vida.
Se ve a sí mismo como en una instantánea fotográfica, parado en un límite del tiempo, como lo he visto yo a él apareciendo entre la gente en la estación de Pennsylvania, o como lo veo ahora, más fácil de captar porque está inmóvil, echado hacia atrás en su asiento del tren que empieza a ponerse en marcha, exhausto, aliviado, sin quitarse todavía la gabardina, el sombrero sobre el regazo, la maleta en el asiento contiguo, los signos del deterioro visibles para un ojo muy atento, el nudo de la corbata torcido, el cuello de la camisa gastado y un poco oscuro, porque ha sudado mientras iba hacia la estación, más por el miedo a perder el tren que por el calor del día soleado de octubre, con una luz limpia y dorada que se parece extraordinariamente a la de Madrid. Cuando llegue a la estación de Rhineberg, el profesor Stevens, que lo estará esperando en el andén, y que lo conoció el año pasado en su oficina de la Ciudad Universitaria, se asombrará del cambio que perciba en él, y lo atribuirá compasivamente a las privaciones de la guerra, compasivamente pero también con cierto desagrado, con un impulso de rechazo que él sentirá sobre todo como incomodidad, la que produce la cercanía de la desgracia. Con un sentimiento muy parecido, procurando no traslucirlo en su cara, vio Ignacio Abel al profesor Rossman, aparecido de repente en Madrid, llegado de Moscú después de un viaje tortuoso por media Europa, tan cambiado que los únicos rasgos intactos de su antigua presencia eran las gafas redondas con montura de carey y la gran cartera negra que llevaba bajo el brazo. Pero esta tarde de finales de septiembre de 1935 Ignacio Abel no sabe nada todavía: es la escala de su propia ignorancia lo que ahora más le cuesta imaginar, como cuando se mira la expresión de alguien en una foto de entonces, cuando se indaga en esos gestos risueños de quienes pasean por la calle o charlan en un café y aunque miran directamente al objetivo y parece que nos están viendo a nosotros no saben traspasar el límite del tiempo, no ven lo que va a sucederles, lo que está sucediendo tal vez muy cerca sin que ellos se enteren, sin que sepan que esa fecha común en la que viven habrá cobrado una siniestra magnitud en los libros de historia. Ignacio Abel está de pie, en mangas de camisa, tan absorto sobre el tablero de dibujo que sin darse cuenta se ha quedado solo en la oficina, delante de un ventanal que da a las obras de la Ciudad Universitaria, y más allá a un horizonte de encinares disuelto por la distancia en las laderas de la Sierra. Alzando los ojos, fatigados de pronto, miró las filas de tableros vacíos, inclinados como pupitres, con planos azul pálido desplegados sobre ellos, con botes de lápices, tinteros, reglas; las mesas donde hasta unos minutos antes sonaban los teléfonos y escribían a máquina las secretarias. En algún cenicero aún humeaba un cigarrillo abandonado. Casi tan perceptiblemente como el humo flotaba todavía en el aire el rumor de las voces y de las tareas. En el centro de la sala, sobre una tarima de dos palmos de altura, estaba la maqueta de lo que aún no existía del todo al otro lado del ventanal: las avenidas arboladas, los campos de deportes, los edificios de las facultades, el del Hospital Clínico, los desniveles exactos y las ondulaciones de los terrenos. Sólo tanteándolos en la oscuridad Ignacio Abel los habría reconocido, como un ciego que percibe a través de las manos volúmenes y espacios. Algunos de aquellos modelos a escala los había dibujado y plegado él mismo, estudiando atentamente los alzados de los planos, fijándose con paciencia en la habilidad del maestro maquetista al que visitaba en su taller cada vez que había que hacerle un nuevo encargo, tan sólo por el gusto de ver cómo se movían sus manos, por percibir el olor a cartulina, a madera fresca, a pegamento. Incluso, puerilmente, había dibujado, coloreado y recortado muchos de los árboles, algunas de las figurillas humanas que caminaban por las avenidas aún inexistentes; había agregado pequeños automóviles y tranvías de juguete como los que le gustaba llevarle de regalo a su hijo (advirtió con alarma que había estado a punto de olvidarse de que hoy era su santo, San Miguel). Durante los últimos seis años había vivido muchas horas cada día entre un espacio y el otro, como trasladándose entre dos mundos paralelos regidos por leyes y escalas diversas, la Ciudad Universitaria que empezaba tan lentamente a existir gracias al trabajo de centenares de hombres y su modelo aproximado y también ilusorio que cobraba forma sobre una tarima con una perfección ajena al esfuerzo físico, con una consistencia al mismo tiempo tangible y fantástica, como la de las estaciones ferroviarias y los pueblos alpinos por los que circulaban trenes eléctricos en los escaparates de las jugueterías opulentas de Madrid. La maqueta había ido creciendo tan paso a paso como los edificios reales, aunque con grados diversos de desfase temporal. Algunas veces el bloque de cartulina pintada o de madera había ocupado su sitio exacto en la superficie que reproducía a escala los desniveles del terreno mucho tiempo antes de que el edificio que anticipaba llegara a existir; otras, había permanecido durante años en su lugar preciso del gran espacio imaginario, pero, por algún motivo, el edificio que anticipaba se había descartado, y sin embargo su modelo no llegaba a desaparecer: un porvenir ya no posible, pero de algún modo todavía existente, el espectro no de lo que fue demolido sino de lo que nunca se llegó a levantar. A diferencia de los edificios reales, los modelos a escala tenían una cualidad abstracta que sus manos apreciaban tanto como sus ojos, formas puras, superficies pulidas, incisiones de ventanas o ángulos rectos de esquinas y aleros en los que se complacían las yemas de los dedos. En una repisa de su despacho conservaba la maqueta de la escuela nacional que había diseñado hacía casi cuatro años para su barrio de Madrid: en el que había nacido, el de la Latina, no donde vivía ahora, en el de Salamanca, al otro lado de la ciudad.
La jornada de trabajo también había terminado más allá de los ventanales de la oficina técnica, donde Ignacio Abel se disponía a marcharse, ajustándose la corbata, guardando papeles en la cartera. Los obreros abandonaban en grupos los tajos, enfilando veredas entre los desmontes camino de lejanas paradas de metro y de tranvía. Cabezas bajas, ropas de colores terrosos, zurrones de comida al hombro. Ignacio Abel reconoció con una oleada de afecto muy antiguo la figura de Eutimio Gómez, el capataz de las obras de la Facultad de Medicina, que se volvía alzando la cabeza hacia donde él estaba y le saludaba con la mano. Eutimio era alto, fuerte, gallardo a pesar de los años, con la verticalidad lenta y flexible de un chopo. Cuando era muy joven había trabajado como aprendiz de estuquista en la cuadrilla del padre de Ignacio Abel. Entre los pilares de cemento de algún edificio en el que aún no se habían levantado los tabiques se distinguía brillando al sol oblicuo de la tarde el fúsil de un vigilante de uniforme. Una camioneta de guardias de Asalto avanzaba despacio a lo largo de la avenida principal, que se llamaría de la República cuando estuviera terminada. En cuanto anocheciera empezarían a merodear por el perímetro de las obras cuadrillas de ladrones de materiales y saboteadores dispuestos a volcar o incendiar las máquinas, a las que echaban la culpa de que hubiera menos jornales, alentados por un milenarismo primitivo, como el de los tejedores que incendiaban en otro siglo los telares de vapor. Excavadoras, apisonadoras, máquinas de asfaltar, hormigoneras, ahora inmóviles, cobraban una presencia tan sólida como la de los edificios donde ya se habían cubierto aguas, sobre los cuales ondeaban en la tarde luminosa de finales de septiembre hermosas banderas tricolores.
Antes de salir, Ignacio Abel tachó la fecha con un lápiz rojo en el calendario que había detrás de su mesa, simétrico al otro del año siguiente en el que había una sola fecha señalada, el día de octubre en el que estaba prevista la inauguración de la Ciudad Universitaria, cuando la maqueta y el paisaje real anticipado en ella alcanzaran un parecido casi idéntico. Números negros y rojos medían el tiempo en blanco de su vida inmediata, imponiéndole una cuadrícula de días laborales y una línea recta como la trayectoria de una flecha, al mismo tiempo angustiosa y tranquilizadora. Tan veloz el tiempo, tan lento y difícil el trabajo, el proceso mediante el cual las líneas pulcras de un plano o los volúmenes sin peso de una maqueta se convertían en cimientos, en muros, en cubiertas de tejados. El tiempo desvanecido de cada uno de los días de su vida en los últimos seis años: números alojados en los recuadros como ventanas iguales de los calendarios, en el espacio curvo de la esfera del reloj, el que llevaba en su pulsera y el que ahora mismo marcaba las seis en la pared de la oficina. «El presidente de la República quiere estar seguro de que habrá inauguración antes de que termine su mandato», había tronado en el teléfono el doctor Negrín, secretario de las obras. Que traigan más máquinas, que contraten más obreros, que lleguen más rápidamente los materiales, que no sea tan lento cada trámite, tan difícil cada paso, que no se paralice todo cada vez que hay un cambio de gobierno, pensó Ignacio Abel, pero no dijo nada. «Se hará lo que se pueda, don Juan», dijo, y la voz de Negrín sonó más rotunda aún en el teléfono, sus vocales canarias tan poderosas como su misma presencia física. «Lo que se pueda no, Abel, se hará lo que tenga que hacerse.» Colgó de un golpe, su mano grande abarcando entero el auricular, imaginaba Ignacio Abel, sus gestos de un vigor enfático, como si avanzara siempre contra el viento en la cubierta de un buque.
Le gustaba ese momento de quietud justo al final de la jornada: la quietud honda de los lugares donde se ha trabajado mucho, el silencio que sigue al rugido y la trepidación de las máquinas, a los timbres de los teléfonos, a los gritos de los hombres, la soledad de un espacio en el que hasta hace muy poco se agitaba una multitud, cada uno ocupado en lo suyo, cumpliendo, con su tarea experta y precisa, una fracción del gran empeño general. Hijo de un maestro de obras, habituado de niño a tratar con albañiles y a trabajar él mismo con sus manos, Ignacio Abel conservaba un apego práctico y sentimental por los saberes específicos de los oficios, que se convertían en rasgos de carácter en cada hombre que los cultivaba. El delineante que pasaba a tinta un ángulo recto en un plano; el albañil que extendía una base de cemento fresco y la alisaba con el palustre antes de poner sobre ella el ladrillo; el ebanista que pulía la curva de un pasamanos; el vidriero que cortaba con sus dimensiones exactas la hoja de cristal para una ventana; el maestro que se había asegurado con una plomada y un cordel de la verticalidad de un muro; el cantero que tallaba un adoquín o el bloque de piedra de un bordillo o el plinto de una columna. Ahora sus manos demasiado delicadas no habrían soportado el roce de los materiales, y nunca habían llegado a adquirir la sabiduría del tacto que él observaba de niño en su padre y en los hombres que trabajaban con él. Sus dedos rozaban la cartulina suave y el papel, manejaban reglas, compases, lápices de dibujo, pinceles de acuarela; tecleaban velozmente en una máquina de escribir, marcaban con destreza números de teléfono; se cerraban en torno a la curvada laca negra de su estilográfica, con la que trazaba rápidas firmas que eran órdenes y tenían resultados concretos. Pero en alguna parte le quedaba una memoria táctil que añoraba el trato franco de las manos con las herramientas y las cosas. Tenía una habilidad extraordinaria para montar y desmontar los mecanos y los juguetes de sus hijos; sobre su mesa de trabajo había siempre casas, barcos, pájaros de papel; hacía fotos con una pequeña Leica para documentar cada fase en la construcción de un edificio y las revelaba él mismo en un diminuto cuarto oscuro que había instalado en su casa, con gran intriga y admiración de sus hijos, sobre todo de Miguel, que tenía la imaginación veleidosa, a diferencia de su hermana, y al ver la cámara de su padre decidía que de mayor iba a ser uno de esos fotógrafos que viajaban a los lugares más lejanos del mundo para captar las imágenes que publicaban a toda página las revistas ilustradas.
Con una grata sensación de cansancio y alivio, de trabajo cumplido, atravesó el espacio desierto de la oficina y salió al exterior, recibiendo en la cara el aire fresco que venía de la Sierra, con un matiz anticipado de los olores del otoño. Olor de pinos y encinas, de jara, de tomillo, de tierra ligeramente húmeda. Para seguir percibiéndolo dejó abierta la ventanilla de su pequeño Fiat cuando lo puso en marcha. A un paso de Madrid la Ciudad Universitaria tendría a la vez una armonía geométrica de trazado urbano y una amplitud de horizontes perfilados por laderas boscosas. En no muchos años las espesuras de los árboles serían el contrapunto de las líneas rectas de la arquitectura. El ritmo mecánico de los trabajos, la impaciencia de imprimir sobre la realidad las formas de las maquetas y de los planos, se correspondía con la lentitud del crecimiento orgánico. Lo recién terminado sólo alcanzaba verdadera nobleza con el uso y con la resistencia perdurable a la intemperie, con el desgaste causado por el viento y la lluvia, por los pasos humanos, por las voces que al principio resuenan con ecos demasiado crudos en los espacios donde todavía queda un olor a yeso y a pintura, a madera, a barniz fresco. Gran amigo de las novedades técnicas, Ignacio Abel había instalado en el coche una radio. Pero ahora prefería no conectarla, para que nada lo distrajera del placer de conducir lentamente por las avenidas rectas y despejadas de la ciudad futura, supervisando obras y máquinas, el progreso de los últimos días, dejándose llevar por una mezcla de contemplación atenta y de ensoñación, porque veía con mirada experta lo que tenía delante de los ojos y también lo que aún no llegaba todavía a existir, lo que ya estaba completo en los planos y en los volúmenes a escala de la gran maqueta instalada en el centro de la sala principal de la oficina técnica. En medio del desorden de lo inacabado resaltaba más el edificio de la Facultad de Filosofía, inaugurado apenas dos años atrás, todavía con el resplandor de lo nuevo, la piedra clara y el ladrillo rojo brillando al sol tan luminosamente como la bandera de la fachada y como las ropas de los estudiantes que entraban y salían del vestíbulo, las chicas sobre todo, con sus melenas cortas y sus faldas ceñidas, con blusas casi de verano contra las que apretaban cuadernos y libros. Dentro de unos años su hija Lita sería muy probablemente una de ellas.
Veía sus figuras de colores vivos hacerse más pequeñas en el espejo retrovisor cuando se alejaba en dirección a Madrid, aunque no tenía prisa y no eligió el camino más rápido. Le gustaba costear la ciudad por el oeste y luego por el norte, a lo largo del monte del Pardo, por la llanura de repente sin límites en la que arrancaba la carretera de Burgos, y sobre la que se extendía la Sierra como una mole formidable y sin peso, de color azul oscuro y violeta, coronada por cataratas inmóviles de nubes. Madrid, tan cerca, desaparecía en la llanura, surgía de nuevo como un horizonte aldeano de casas bajas y encaladas, de extensiones estériles, de agujas de iglesias. Se cruzaba con muy pocos coches en la carretera, una línea recta más clara que los terrenos pardos sobre los que había sido trazada, con arbolillos débiles en los arcenes. Había sobre todo carros tirados por mulos, algunos rebosantes de canastos de uvas recién vendimiadas, otros cargados hasta una altura inverosímil de chatarra y desperdicios, porque estaba acercándose al barrio extremo de los traperos y los basureros. Hileras de casuchas junto a la carretera, largos bardales de tierra encalada, puertas oscuras como bocas de cuevas junto a las que se agrupaban mujeres desgreñadas y atónitas y niños de cabezas rapadas que miraban pasar el coche con las bocas muy abiertas, con moscas en las comisuras húmedas. Columnas de humo subiendo de los hornos de los tejares, emanando de la fermentación de las montañas de basura. Para aislarse del hedor cerró la ventanilla. En la amplitud diáfana del cielo volaban hacia el sur las primeras bandadas de pájaros migratorios. El sol más pálido del final de septiembre hacía relucir los tallos secos en los barbechos. A Ignacio Abel los primeros síntomas indudables del otoño le deparaban un estado de expectación ilusionada que no tenía ninguna causa precisa y que tal vez no era más que la reverberación en el tiempo de una lejana felicidad escolar de cuadernos nuevos y lápices, el puro tirón de un porvenir intacto surgido en la infancia y sostenido hasta las primeras claudicaciones de la vida adulta.
Ahora la carretera cobraba una dirección más definida, subrayada por las hileras de cables de electricidad y de teléfonos. En las afueras planas y despobladas de Madrid las avenidas de su expansión futura se prolongaban con el mismo rigor abstracto que si estuvieran dibujadas en un plano. Colonias de hotelitos surgían como islas entre solares desérticos y campos cultivados, a lo largo de las líneas sinuosas de cables de los tranvías, frágiles avanzadillas urbanas en mitad de la nada. Podía imaginar barriadas de bloques blancos de apartamentos para obreros entre zonas boscosas y parques deportivos, como había visto en Berlín diez años atrás, en un clima menos áspero y con cielos grises y más bajos; torres altas entre campos de césped, como en las ciudades fantásticas de Le Corbusier. La arquitectura era un esfuerzo de la imaginación, ver lo que aún no existe con mayor claridad que lo que se tiene delante de los ojos, lo caduco, lo que ha perdurado sin más motivo que la obstinación mineral de las cosas, como perdura la religión o la malaria, o la soberbia de los fuertes, o la miseria de los despojados de todo. Arriba los pobres del mundo, en pie los esclavos sin pan. Veía conduciendo, igual que los altos espejismos de las nubes sobre las cumbres de la Sierra, los bloques de viviendas sociales que ya existían en sus cuadernos de bocetos, ventanas amplias, terrazas, campos de deportes y parques infantiles, plazas con centros de asamblea y bibliotecas públicas. Veía manchas luminosas de verdor —una huerta, una línea de álamos a lo largo de un arroyo— en medio de desmontes pelados y laderas hendidas por la erosión, con cicatrices de torrentes secos. Más regadío y menos palabras, más árboles con raíces que sujeten la tierra fértil, más conducciones de agua limpia y fresca, más líneas de raíles relucientes al sol sobre las cuales se deslizaran livianos tranvías pintados de colores claros. Veía chabolas, vertederos de basura en los que hormigueaban indigentes, casas de labor con trágicas techumbres derrumbadas, corralones comidos por la maleza seca, un perro atado a un árbol con una cuerda demasiado corta que le llagaría el cuello, un pastor vestido de harapos o pieles bárbaras que vigilaba un rebaño de cabras como si estuviera en un desierto bíblico y no a menos de dos kilómetros del centro de Madrid. Al pasar a su lado el pastor se quedó mirando el automóvil como si nunca hubiera visto uno y lo saludó agitando el cayado y mostrando una sonrisa desdentada en la cara barbuda y cobriza.
Veía el porvenir en sus signos aislados: en la energía de lo que está edificándose, sólidamente afirmado en la tierra, en la llanura aún baldía pero ya roturada por ángulos rectos de avenidas futuras, por esbozos de aceras, por líneas de farolas y cables de tranvías, horadada por túneles y conducciones subterráneas. En la horizontalidad desnuda resaltaba más nítidamente la vertical de un muro que empezaba a levantarse, el perfil ingente y cubierto de andamios de los que serían en no mucho tiempo lo que la gente nombraba como si ya existiera, los Nuevos Ministerios. Otra ciudad más diáfana que no se parecería a Madrid aunque siguiera llevando su nombre se extendería muy pronto por esos descampados del norte. Islas de porvenir: a su izquierda, al otro lado de la ancha extensión desierta, sobre la fila de árboles muy jóvenes que delineaban como trazos gruesos de tinta la prolongación hacia el norte del paseo de la Castellana, la Residencia de Estudiantes coronaba una colina agreste sombreada de chopos, al pie de la cual estaba la Escuela de Ingenieros y la cúpula exagerada del Museo de Ciencias Naturales. Diminutas figuras blancas resaltaban sobre la parda anchura de los campos de deportes. El sol tardío de septiembre ardía con fulgores dorados en las ventanas de poniente. Recordó de golpe algo que había olvidado por completo: que tenía que hablar en la Residencia con José Moreno Villa, quien le había pedido semanas atrás que diera una charla sobre arquitectura española. Podía llamarlo por teléfono cuando llegara a casa: le pareció más considerado hacerle una visita. Moreno Villa era un hombre afectuoso y solitario, muy formal en su manera de vestir y en sus modales, menos joven que la mayor parte de sus conocidos. Probablemente agradecería una carta o una visita personal mucho más que una llamada. Vivía en su cuarto de la Residencia como en una celda de un monasterio confortable y laico, rodeado de pinturas y libros, disfrutando con melancolía de solterón de la proximidad de las universitarias extranjeras que inundaban los pasillos de taconeos gimnásticos, carcajadas sonoras y conversaciones en inglés.
Sin pensarlo mucho Ignacio Abel giró a la izquierda y subió la cuesta hacia la Residencia, dejando a un lado el edificio del Museo de Ciencias Naturales y los campos de deportes, de donde le llegaban aplausos débiles y ecos de gritos de jugadores. En un merendero entre los chopos — aún abierto, a pesar de lo tardío de la estación— la radio encendida a todo volumen emitía una música de baile, pero no había casi nadie en las mesas de hierro. En la recepción alguien le dijo que el señor Moreno Villa estaría probablemente en el salón de actos. Mientras se acercaba a él empezó a oír una música de piano que venía débilmente del otro lado de la puerta cerrada. Quizás no debería abrirla y arriesgarse a interrumpir algo, tal vez el ensayo de un concierto. Pudo volverse pero no lo hizo. Abrió suavemente, adelantando apenas la cabeza. Una mujer se volvió al oír la puerta que se abría. Era joven y sin duda extranjera. El sol relumbraba en su pelo castaño y revuelto, que ella se apartó de la cara con la mano al volver la cabeza. Había dejado de cantar pero terminó la frase no interrumpida del piano. Ignacio Abel murmuró una disculpa y cerró de nuevo la puerta. Mientras se alejaba siguió escuchando en el piano una melodía a la vez sentimental y rítmica. Si no hubiera vuelto a ver esa cara nunca la habría recordado.