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El revisor ha entrado anunciando el nombre de la próxima estación con una voz grave y poderosa que retumba por encima del ruido del tren. Otros viajeros se levantan ya, poniéndose sombreros y gabardinas, abrigos ligeros, inclinándose para mirar por las ventanillas, con un aire de fatiga y monotonía, hombres cansados del día entero de trabajo que vuelven a casa a la caída de la tarde, recogiendo carteras, guardando periódicos, mirando un paisaje tan familiar que apenas lo ven aunque lo tengan delante de los ojos, la anchura inmensa del río, la orilla por la que corre el tren, tan cerca del agua que olas débiles golpean contra el talud de las vías, el paisaje opresivo o tranquilizador de la vida diaria que parece no cambiar nunca, o sólo en la medida previsible en que cambian las estaciones, en que se adelanta o se atrasa la hora del anochecer o los ocres y rojos sustituyen a los verdes intensos en las copas de los árboles unas semanas antes de que las ramas se queden desnudas. Hay un final para cada viaje y hasta para cada huida, pero dónde termina una deserción, cuándo. La corriente del río tiene una textura oleosa manchada de rojo en la luz declinante. Se puede ir huyendo de la desgracia y del miedo tan lejos como sea posible pero dónde se esconderá uno del remordimiento. En las colinas de la otra orilla los bosques adquieren un color de óxido más oscuro y más denso, interrumpido por manchas blancas de casas en las que ya se van encendiendo las luces aunque todavía falta para que se haga de noche. Lugares perfectos donde refugiarse; para que dos amantes se encuentren a salvo de cualquier mirada espía; para que alguien vuelva cansado y en paz y ni siquiera cierre la puerta con llave ni tenga miedo de los ruidos nocturnos. Con sus carteras o sus pequeñas maletas en la mano, con las solapas de los abrigos subidas contra el frío húmedo de los bosques y el río, los pasajeros que ahora se disponen a bajar del tren caminarán por senderos de grava al fondo de los cuales brillará una lámpara encendida tras una ventana grande sin cortinas. Él también caminó así otras veces, saliendo de la pequeña estación a la que había llegado al pueblo de la Sierra en el tren de Madrid, alguna tarde perdida de finales de septiembre o principios de octubre, no un recuerdo preciso sino una impresión general y muy poderosa de otoño recién comenzado: el anochecer prematuro, la novedad del olor hondo de la tierra más húmeda y de los pinos, después del verano todavía tan próximo, el gruñido de la verja de hierro y la sensación de frío en las manos al empujar los barrotes, mientras del interior de la casa, al fondo del jardín ya ganado por las sombras, venían las voces atenuadas de sus hijos, como envueltas en el humo de leña de encina que ascendía de la chimenea contra el cielo todavía azul claro, atravesado por bandadas de pájaros migratorios. Habían terminado las vacaciones pero la familia demoraba perezosamente el regreso a Madrid, o tal vez uno de los niños estaba malo y era aconsejable que siguiera respirando el aire de la Sierra o había en Madrid una de aquellas epidemias infantiles más o menos imaginarias e Ignacio Abel había decretado que no era prudente que los niños volvieran a la escuela. Sería la época en la que aún no tenía coche. Habría vuelto en el tren disfrutando del viaje, revisando papeles, o dejando la mirada perdida en los encinares que tenían un brillo de oro polvoriento al sol de la tarde (entre las encinas se distinguía a veces la silueta nerviosa de un ciervo, el relámpago de una liebre). Pisaría hojas recién caídas en el sendero de grava del jardín mientras se acercaba a la casa, a la ventana iluminada contra la que se aplastaba una cara infantil, y luego otra, las dos muy juntas, redondas como melocotones o manzanas, las narices pegadas al cristal, los chicos y Adela alertados de que el padre venía por el silbido del tren, cuyos vagones ya con las luces encendidas verían pasar desde el mirador, tan cerca que el suelo de la casa vibraba.

Se prepara de nuevo, para otra llegada, amedrentado por et uniforme del revisor que grita el nombre de la próxima estación alargando mucho la primera sílaba, como un pregonero o un vendedor ambulante, Rhineberg urgiendo con brusquedad afable a los pasajeros para que se preparen y no olviden nada al bajar del tren, un empleado de uniforme y con gorra de plato que por una vez no da órdenes ni exige documentos. La maleta ya dispuesta, la cartera en su sitio, segura en el bolsillo interior, el pasaporte en el otro, su tacto flexible reconocido debajo de la tela, la rodilla izquierda que se mueve en el nerviosismo de la anticipación, la mano derecha que roza la cara, comprobando una aspereza de barba, agudizando en Ignacio Abel la inseguridad acerca de su aspecto, ahora que va a ser examinado por las miradas objetivas de los desconocidos que vendrán a recogerlo: el traje sin lustre, la gabardina arrugada, la camisa en la que no consiguió borrar del todo una mancha de café, los zapatos que debió hacerse lustrar esta mañana, cuando al salir del hotel lo interpeló con una gran sonrisa sarcástica un limpiabotas negro, diciéndole algo que tardó unos segundos en descifrar, You should be ashamed of their shoes, man. Algunos pasajeros ya se han levantado y van hacia la salida al fondo del vagón, pero otros permanecen sentados, como si aún quedara tiempo de sobra, aunque tal vez no bajarán aquí, de modo que lo más seguro es ir levantándose también, porque las paradas han sido muy breves. La desgana, de pronto, el cansancio en los hombros y en la nuca, en los dedos que deberán otra vez asir la maleta, en los pies que después de más de dos horas de inmovilidad se han hinchado dentro de los zapatos cuarteados (irreconocibles, y sin embargo hechos a mano y a medida, en la existencia anterior), el desánimo en el filo mismo de una llegada que se ha postergado tanto, que es el final transitorio del viaje pero tal vez no de la huida y desde luego no de la deserción. Tanto empeño para llegar aquí y ahora lo que desearía es que durara un poco más el viaje, unas horas, tal vez la noche entera, para evitarse así todo movimiento, la necesidad de hablar, de restablecer el contacto humano cancelado y convertirse de nuevo en quien casi ha dejado de ser en las últimas semanas, en los últimos meses, el suplicio de contestar preguntas, qué tal su viaje, estará muy cansado, cómo era vivir en Madrid, es la primera vez que visita los Estados Unidos. Daría cualquier cosa para que ésta no fuera todavía su estación; para quedarse sentado un poco más, la nuca en el respaldo, la cara cerca del cristal, viendo pasar los bosques otoñales y el río, sólo eso, distinguiendo de vez en cuando una luz en un embarcadero, en la ventana de una casa solitaria, protegida del mundo a pesar de sus grandes ventanas sin rejas y ni siquiera cortinas, una casa donde los amantes pueden esconderse o donde una mujer y sus hijos han escuchado el silbido del tren y saben que el padre llegará dentro de unos minutos por la vereda entre los árboles.

Puede calcular los días que ha durado el viaje, la huida. Pero él sabe que la deserción no empezó hace tres semanas, en Madrid, cuando cerró la puerta de su casa sin molestarse en echar la llave —la llave que tintinea ahora en uno de los bolsillos de su pantalón junto a algunas monedas españolas, francesas y americanas, el mismo bolsillo en el que guarda el billete del tren y el recibo de la cafetería donde tomó esta mañana una taza de café y una porción de tarta—, sino mucho antes, más de dos meses atrás, exactamente el domingo 19 de julio, unos minutos antes de las cinco de la tarde, en el momento preciso en el que su mano derecha asió el metal ardiente de uno de los barrotes de la verja, en la casa de la Sierra, para asegurarse de que quedaba cerrada, justo cuando se oyó ya muy cerca el silbido del tren. Débil, casi un silbato, con arreglo a la escala, a la penuria española de las cosas, no con la honda vibración de sirena de barco con que este tren americano advierte de su cercanía, retumbando en el río y en los bosques, los bosques que a un paso de las vías tienen ya una espesura ingobernable de jungla. Miró el reloj; las cinco menos dos minutos; por una vez el tren iba a ser puntual; echó a andar deprisa por el camino de tierra, a lo largo de las tapias de otras casas de veraneantes, bajo el sol vertical de la siesta de julio, aunque tenía tiempo de sobra, ya que la estación estaba muy cerca, la pequeña estación a la que Adela había llegado hacia esa misma hora en el tren de Madrid, dos o tres semanas antes, cuando los hombres que jugaban a las cartas en la cantina se extrañaron de verla aparecer en el andén, sola, vestida de calle, con zapatos de tacón y un sombrero de visera corta ladeado sobre la cara. Los mismos hombres se fijarían en él cuando llegara al andén, casi desierto todavía, en el letargo de la siesta, porque aún no empezaban a volver los excursionistas que pasaban el domingo en el campo, este domingo igual que cualquier otro, a pesar de las noticias sobre la sublevación militar que no habían dejado de sucederse en la radio a lo largo del sábado, de los titulares que voceaban los vendedores de periódicos. Pero en el pueblo había muy pocos receptores y la radio apenas podía escucharse: ráfagas de voces o de músicas distorsionadas entre la confusión de los pitidos y los ruidos estáticos. Una pareja de guardias civiles recorría desganadamente el andén, los uniformes viejos, los rudos mosquetones al hombro, las oscuras facciones campesinas contrayéndose por el calor bajo los tricornios charolados. Uno de ellos le pidió a Ignacio Abel la cédula y le preguntó si iba a Madrid. Él quiso indagar si sabían alguna noticia reciente pero eludieron contestarle y cuando ya se había apartado de ellos y les daba la espalda se dijeron algo señalando hacia él. Bajo la marquesina el reloj de la estación estaba parado y tenía un cristal roto. En la lista de horarios de llegada y salida de trenes escrita a mano con tiza en una pizarra había dos o tres faltas de ortografía. El calor de julio abatía la voluntad y desfibraba las cosas, anestesiando la conciencia bajo la luz excesiva y el clamor de las chicharras. Llegó el tren y la locomotora de carbón inundó el aire de humo negro y de un olor a hollín que a los pocos minutos ya se había adherido a la ropa. Temblaba por dentro de impaciencia, de deseo, de incredulidad, miraba el reloj al acomodarse en el duro asiento de madera y le costaba prestar atención a las conversaciones excitadas de la gente, a los rumores y las noticias fantásticas que se contaban los unos a los otros, como niños que se atropellan contando películas. Por primera vez al cabo de muchos días iba a encontrarse con Judith Biely, no en un café, no en el rincón furtivo de un parque, sino en casa de Madame Mathilde, en el dormitorio alquilado donde estarían echadas las cortinas para permitirles que se escondieran de la luz del día, donde la vería desnuda viniendo hacia él, inclinándose en la penumbra, Judith recobrada, ofrecida de nuevo, resistiéndose a cumplir su propia decisión, atada a él por una necesidad más poderosa que el remordimiento o la decencia. A pesar de todo lo que estaba pasando te morías de ganas de volver a Madrid sin que te importara qué pudiera ser de tus hijos y menos todavía de mí y mira qué suerte tuviste porque ése fue ya el último tren que pasó hacia Madrid. Qué raro se nos hace no escucharlos nunca yendo y viniendo seguro que no te acuerdas de cómo les gustaba a los chicos verlos pasar cuando eran más pequeños aunque ahora al menos como no los oyen no piensan que tú puedas venir en uno de ellos. Aunque mal que me pese sé que si no te hubieras ido te habría pasado algo muy malo y tú me entenderás sin que yo tenga que explicártelo.

Se había alejado por el sendero del jardín, rozando las hojas grasientas de la jara, el sombrero sobre los ojos, el maletín en la mano, resistiendo la tentación de mirar otra vez el reloj, de apresurar el paso cuando todavía estaba a la vista de todos, el grupo familiar que reanudaría el zumbido de la conversación a la sombra de la parra en cuanto él se hubiera marchado, el transeúnte o el huésped que raramente aparecía en las fotos, conteniendo su impaciencia y su prisa hasta llegar a la verja y cerrarla por fuera, cuando sonara una vez más el silbido del tren, el silbato escuálido de su locomotora. Antes de salir, ya con la mano en la cancela abierta, se volvió hacia la casa, y por un momento los vio a todos como si ya se hubieran olvidado de su existencia, como si nada más irse se hubiera borrado su presencia entre ellos. La escena familiar no habría sido más lejana, más cerrada sobre sí misma, si la estuviera viendo en una foto, la foto de un veraneo indeterminado, de varios años atrás, el veraneo intemporal de una familia de desconocidos en una casa de la Sierra. Como en una foto de otros tiempos cada personaje permanecía inmóvil en una actitud casual pero significativa que lo aislaba de los otros al mismo tiempo que sugería sus vínculos con ellos: el hombre mayor en camiseta de tirantes que en cualquier momento, cuando deje de hablar, se quedará dormitando en una mecedora, con un sombrero de paja o un pañuelo caído sobre los ojos; la mujer de pelo blanco y mandil oscuro, visiblemente la matriarca de la casa, sentada en una silla baja, cosiendo o bordando algo o sosteniendo en las manos algo que podría ser un rosario; el cura corpulento con las piernas muy separadas y el cuello de la sotana desabrochado; las quebradizas señoritas solteras, peinadas melancólicamente a la moda de muchos años atrás; la otra mujer, más joven pero ya entrada en años, carnal todavía, a pesar de los mechones entreverados de pelo gris, de las gafas demasiado serias para su cara ancha y plácida que se ha puesto no para coser sino para leer un libro; para fingir que se ha sumergido en su lectura y que no mira al hombre de traje claro que se aleja ahora mismo por el sendero, de espaldas a ella, intentando no apresurar el paso de una manera demasiado visible, demasiado impúdica; yendo hacia dónde, hacia quién, a pesar de sus promesas tan torpemente formuladas, de su contrición que es falsa no porque él finja sino porque no hay remedio, porque lo irreparable ya ha sucedido. Lo ha mirado irse, y como lo conoce bien y puede predecir cada uno de sus gestos ha sabido que iba a volverse al llegar a la cancela y ha sido entonces cuando ella ha bajado los ojos hacia el libro. Entre la sombra y la luz, una figura de espaldas, con una bandeja en las manos: para quien vea la foto al cabo de los años esa cara permanecerá siempre oculta; la criada joven, con el mandil blanco sobre el vestido oscuro, con la cofia que la señora se empeña en que lleve aunque están en la Sierra, trayendo una gran jarra de limonada fresca y unos vasos: al moverse entre las zonas de sombra y de luz que proyecta el emparrado el sol hiere durante unos segundos el líquido amarillo y verdoso, volviéndolo dorado, un poco antes de que al llegar a otra sombra parezca turbio y translúcido. Hubiera debido beber un vaso de limonada antes de marcharse: se lo ofreció Adela, mirándolo de soslayo, diciéndole que la limonada estaría dispuesta en un momento, pero él no podía arriesgarse, ya había escuchado el pitido del tren, ya tenía preparada la cartera y guardadas las llaves del piso de Madrid. Ahora le dio sed (pero no había tiempo de beber esa limonada) y al volverse desde la cancela sintió que le apretaba la piel el cuello flexible de la camisa de verano (olería a sudor cuando se abrazara a Judith; olería al hollín de la locomotora). En la foto tal vez aparecerá movida, como una ráfaga blanca, la figura de la hija que después de acompañar al padre hasta la mitad del jardín y darle dos besos y decirle que tenga cuidado y vuelva pronto se habrá sentado en el columpio y empezado a mecerse dándose impulso ella misma, más infantil en la casa de la Sierra que en Madrid, porque aquí está más cerca de sus recuerdos de niña, de la memoria atesorada de tantos veraneos idénticos, el mismo jardín y el mismo columpio de goznes oxidados, su padre alejándose por el sendero con la cartera en la mano y el paso decidido porque ya ha sonado el pitido del tren, las voces adormecidas de la tertulia familiar a su espalda, mientras empieza a mecerse, la voz grave del abuelo, las risitas de pájaro de las tías solteras. Llamará a su hermano para que venga a empujarla, aunque ahora ya no se pelearán como hace sólo unos años por ocupar el columpio, no contarán en voz alta las veces que cada uno empuja al otro ni será necesario que la madre o el padre vengan a imponer turnos rigurosos. En la foto, en el recuerdo, el niño es una figura apartada de las otras, situada en el peldaño más alto de la entrada a la casa, junto a una de las chatas columnas de granito que sostienen la terraza del piso superior, delante de la zona de sombra más densa del zaguán en el que zumban las moscas. El hijo no hace nada, sólo mira hacia su padre que se va, hacia el espectador futuro de la fotografía; crecido de pronto, taciturno, con una sombra de bozo en el labio superior, ingresado en una edad más oscura que la infancia; muy serio, como cada vez que ve irse a su padre, agraviado porque se marche hacia una vida que él no conoce y que ni su madre ni su hermana comparten; viéndolo irse con la antigua mezcla enconada de alivio y de resentimiento, y de anticipada añoranza; el hijo que no ha dejado de observar a su madre desde que la trajeron del hospital donde había pasado una semana por culpa de un accidente que nadie explicó; y del que él sólo sabe, imagina, que tiene que ver con su padre, con la cara desconocida y aterrada que tenía su padre aquella noche en que lo vio de pie en el centro de su despacho, delante del cajón volcado, en medio de los papeles y fotos en desorden que cubrían el suelo. Hay cosas que él ve con toda claridad y los demás parece que no advierten, y eso lo desconcierta y le da ese aire de ensimismamiento contrariado que no está en las fotos de los veraneos anteriores, tan parecidas sin embargo a ésta que en realidad sólo existe indeleble en la conciencia de Ignacio Abel, fijada en ella por la culpa. Un niño cambia tan rápido a esa edad, habrán empezado a salirle granos, se le estará oscureciendo la voz y si su padre la escuchara ahora tal vez no la reconocería, al cabo tan sólo de tres meses. Pero dónde habrá empezado este curso, si es que hay escuelas o institutos abiertos en el otro lado, en la zona enemiga, su hijo perezoso y demasiado aficionado a las fantasías del cine y de las revistas que suspendió en junio la mitad de las asignaturas, aunque ni el padre ni la madre prestaron demasiada atención a ese contratiempo que en otras circunstancias los habría disgustado tanto, la madre en aquel hospital y luego convaleciente de algo que no se sabía lo que era en el dormitorio donde las cortinas estaban siempre echadas para que no entrara la luz del día, el padre tan agitado por su trabajo en la Ciudad Universitaria, saliendo de casa casi al amanecer y volviendo a veces de madrugada, recogido en el portal del edificio por un automóvil en el que viajaba junto a él un hombre de su confianza del que Miguel y Lita sabían que llevaba una pistola, un guardaespaldas como los de las películas, aunque con una gorra de albañil y no un sombrero de gángster, con una colilla en un ángulo de la boca.

Cómo será haber vivido ese domingo, esa semana entera. Cuántas personas quedarán que todavía recuerden, que conserven como una frágil reliquia una imagen precisa, no agregada retrospectivamente, no inducida por el conocimiento de lo que estaba a punto de ocurrir, lo que nadie preveía en su escala monstruosa, en su sanguinaria sinrazón, prolongada durante tanto tiempo que ya nadie se acordaría de la vida normal y ni siquiera tendría capacidad de añorarla, la vida ya trastornada sin remedio aunque no hay ni un solo signo de cambio en las cosas que Ignacio Abel ha visto al salir de la casa, después de haber cerrado la cancela chirriante y de limpiarse con un pañuelo la palma de la mano, a la que por culpa del sudor se le ha adherido un poco de óxido. Quiero imaginar con la precisión de lo vivido lo que ha sucedido veinte años antes de que yo naciera y lo que dentro de no muchos años ya no recordará nadie: el brillo de esos pocos días de julio en la distancia y la negrura del tiempo, esa tarde precisa, los días que la han precedido; y para hacerlo de verdad necesitaría algo casi tan imposible como la clarividencia de un pasado muy anterior a la propia memoria: necesitaría la inocencia sobre el porvenir, la ignorancia absoluta sobre lo que es ya inminente en la que viven cada una de esas personas, su ceguera asombrosa y unánime, como una de esas epidemias arcaicas de las que morían en oleadas millones de seres humanos. Pero quién podrá adelantar la mano traspasando la frontera del tiempo; tocar las cosas, no sólo imaginarlas, no sólo verlas en vitrinas de museos o fijándose mucho en los pormenores de las fotografías: tocar la superficie fresca de esa jarra de agua que un camarero acaba de dejar sobre el velador de un café de Madrid; ir por una acera de la Gran Vía o de la calle de Alcalá y pasar de la claridad del sol a esa zona de sombra que dan los toldos listados, cuyos colores no permite distinguir el blanco y negro de las fotos; tocar las hojas carnosas de los geranios que se ven en el quicio de una ventana, en la foto de una estación de la Sierra muy parecida a la que hay tan cerca de la casa en la que veranea la familia de Ignacio Abel. Lo más trivial sería un tesoro: subir a un taxi, por ejemplo, percibir los olores que habría en el interior de un taxi de Madrid un día de julio de 1936, a cuero gastado y sudado, sin duda, a la brillantina que se echaban entonces los hombres en el pelo, y de la que habrían quedado rastros en el respaldo, a tabaco, un olor a tabaco que será muy distinto del que pueda respirarse ahora, porque todo es minuciosamente específico y todo ha desaparecido, o casi todo, igual que ha desaparecido casi todo lo que podría ver si se me fuera concedido el don de ir en ese taxi asomado a la ventanilla, salvo la topografía de las calles y la arquitectura de un cierto número de edificios: todo arrasado por un gran cataclismo que está sucediendo a cada minuto, más eficiente y más tenaz que la guerra, que se ha llevado todos los automóviles, todos los tranvías con sus anuncios descoloridos por la intemperie, todos los toldos y todos los letreros de las tiendas, que ha sumergido en asfalto los adoquines y antes arrancó de ellos los rieles de los tranvías, todas las maniquíes de los escaparates con sus vestidos de verano y sus bañadores y los cabezones sonrientes de las sombrererías, todos los carteles pegados por las fachadas, desvaídos por la lluvia y el sol, arrancados a jirones, carteles de mítines políticos y de corridas de toros y partidos de fútbol y combates de boxeo, carteles de concursos para elegir a la señorita más guapa en la verbena del Carmen, carteles electorales que habrán durado desde la campaña de febrero y en los que tendrán expresiones rotundas de triunfo candidatos luego derrotados. Ver y tocar, oler: una mañana de calina a finales de mayo me llega al pasar junto a la verja de un palacete medio en ruinas el olor denso y delicado de las flores de un álamo gigante que ha prosperado en el abandono y la maleza y ese olor es sin duda idéntico al que hubiera percibido alguien al pasar por este mismo lugar hace setenta y tres años. Toco las hojas de un periódico —un volumen encuadernado del diario Ahora de julio de 1936— y me parece que ahora sí estoy tocando algo que pertenece a la materia de aquel tiempo; pero el papel deja, en las yemas de los dedos, un tacto de polvo, como de polen muy seco, y las hojas se quiebran en los ángulos si no las paso con la cautela necesaria. No me cuesta nada conjeturar que Ignacio Abel leería ese periódico, republicano y moderno, templado políticamente, con excelente información gráfica, con una pululación de noticias breves en letra diminuta que siguen transmitiendo al cabo de casi tres cuartos de siglo como un zumbido de panal, un rumor poderoso y lejano de palabras perdidas, de voces que se extinguieron hace mucho tiempo. Compró el periódico el domingo 12 de julio al bajarse del tren en la estación, a la caída de la tarde, cuando volvió de la Sierra, y probablemente le echó una ojeada y lo guardó en el bolsillo o lo dejó olvidado en el taxi que lo llevaba al centro, a la plaza de Santa Ana, con el descuido con que se manejan y se pierden las cosas más usuales, las que están en todas partes y todos los días y sin embargo desaparecen sin huella al cabo de muy poco tiempo, o se conservan por puro azar, porque alguien usó las hojas del periódico de ese día para forrar un cajón, o porque el periódico quedó guardado en un baúl que nadie vuelve a abrir en setenta años, junto a un librillo de notas con unas cuantas fechas apuntadas, un fajo de postales, una caja de cerillas, un posavasos de un cabaret en el que hay dibujado un búho de color rojo, semillas intactas de ese tiempo que fructificarán en la imaginación de alguien todavía no nacido. Iba a la plaza de Santa Ana con la esperanza de ver a Judith. Tres días antes ella había accedido por teléfono a encontrarse con él cuando regresara de su viaje tantas veces postergado a Granada, a condición de que él no la buscara, de que no la llamara ni le escribiera ni intentara verla: no le dijo cuándo iría a Granada ni cuándo volvería, no tenía por qué darle esa información; estaría esperándolo en casa de Madame Mathilde el domingo 19; quizás se iría después a asistir a unos cursos de literatura en la Universidad Internacional de Santander. Ignacio Abel aceptó el trato con la avidez de un adicto dispuesto a malbaratarlo todo a cambio de una sola dosis de asegurada delicia. Colgó el teléfono y empezó a contar el tiempo que faltaba para encontrarse con ella. El sábado día 11 por la mañana dejó el coche en un taller mecánico de la calle Jorge Juan y fue en tren a la Sierra. Conversó con don Francisco de Asís, con el tío sacerdote, con las tías solteras; explicó que la huelga de la construcción ya no podía durar demasiado y que no era cierto que cuadrillas de huelguistas amenazadores estuvieran asaltando las tiendas de ultramarinos; desmintió que él mismo se encontrara en peligro: había recibido algunos anónimos, como todo el mundo, pero la policía aseguraba que no tenía que seguir preocupándose, de modo que había prescindido del escolta armado que venía a recogerlo cada mañana, no sin cierta decepción de Miguel, que encontraba muy novelesco a aquel hombre joven y serio del que nadie habría podido decir que guardaba una pistola automática bajo la americana; el cuñado Víctor había avisado que ese domingo le iba a ser imposible asistir a la comida familiar, de modo que el arroz con pollo de doña Cecilia —calificado de inmarcesible por don Francisco de Asís— pudo ser disfrutado sin las incertidumbres y los sobresaltos de casi todos los domingos de verano, aunque doña Cecilia no dejó de preguntarse no sin desaliento dónde habría comido ese muchacho, en cualquier fonda o taberna y de cualquier manera, con lo que a él le gustaba ese arroz, que a juicio de don Francisco de Asís no tenía parangón en los mejores restaurantes de Madrid. Adela asistía a todo entre apaciguada y ausente, un poco adormecida por las pastillas que le habían recetado al darle el alta en la clínica. Aceptaba con una media sonrisa la nueva actitud de deferencia de su marido; a Miguel, observándola, le sorprendía que la sonrisa fuera tan afectada, que hubiera en ella una convicción de verosimilitud aún más escasa que en las atenciones conyugales de su padre: ponerle bien el cojín en el respaldo de la silla de mimbre, llenarle el vaso de agua. El sábado, al llegar, Ignacio Abel había traído para ella un ramo de flores. Adela le dio las gracias diciendo que eran muy bonitas y Miguel se fijó en que no las había mirado ni una sola vez cuando se las pasó a la criada para que las pusiera en un jarrón. Debajo de su apariencia de normalidad aquella familia escondía un secreto inconfesable. Después del arroz y del café a la sombra del emparrado Ignacio Abel pareció quedarse dormido un rato en la mecedora pero en realidad las manos apoyadas en los brazos curvados no llegaban a abandonarse al descanso. Miguel veía la tensión de los nudillos bajo la piel, el movimiento de los globos oculares bajo los párpados. Detectives de Scotland Yard resuelven misterios en apariencia insolubles estudiando los detalles más nimios en la escena de un crimen. Bastaba que se acercara el sonido de un tren para que su padre entreabriera los ojos; para que consultara con disimulo el reloj. Era asombrosa la poca capacidad de fingir que tenían los adultos; tan predecibles y sin embargo tan pomposos, tan seguros de que hicieran lo que hicieran no despertarían sospechas. Unos minutos antes de que llegara el tren de las seis hacia Madrid Miguel vio a su padre cruzar el jardín con su traje claro y su sombrero de verano, con su maleta bajo el brazo, caminando hacia la verja desde la que se volvería para decir adiós antes de desaparecer durante cinco días enteros. Aprieta la cartera para hacernos saber que es muy importante lo que lleva en ella y que no tiene más remedio que irse; se vuelve cuando ya ha abierto la verja y ni siquiera aguarda a haberse perdido de vista para borrar de su cara cualquier indicio de que todavía está aquí.

En la casa de la Sierra la privación de Judith había sido más tolerable porque parecía formar parte del orden de las cosas. Nada más salir de la estación y respirar en el atardecer de julio el aire caliente de Madrid ya no podía no buscarla. No tendría paciencia para leer el periódico, más grueso en la edición del domingo. Se bajó del taxi en la esquina de la calle del Prado y de la plaza de Santa Ana con la premonición de que alguna de aquellas mujeres de melenas cortas y vestidos estampados de verano iba a ser Judith, de que iba a verla saliendo del portal de su pensión o detrás del cristal de esa heladería en la que le gustaba tanto tomarse vasos de horchata y helados de leche merengada, sus dos nuevas pasiones españolas. Buscarla intensamente era una forma de propiciar que apareciera. En la sensualidad del roce del aire cálido en el atardecer había ya algo de ella; en el azul todavía luminoso del cielo sobre el torreón fantástico del hotel Victoria, que a ella le gustaba tanto, porque lo había visto nada más abrir la ventana de su habitación la primera mañana que pasó en Madrid. Pero tal vez estaba en Granada y la sensación de inminencia era un espejismo, y la búsqueda estéril. Ignacio Abel ronda las aceras de plaza de Santa Ana, llenas de terrazas en las que la gente toma cervezas y refrescos agradeciendo los primeros signos de tibieza nocturna después del domingo de calor. Por los balcones abiertos se ven los interiores iluminados de las casas; conversaciones familiares y tintineo de platos se confunden a veces con la música de los aparatos de radio, que emiten en directo el concierto de la Banda Municipal de Madrid, dirigida por el maestro Sorozábal. La imaginación estremecida se alía al conocimiento de los datos exactos y por unos segundos casi de alucinación una noche de julio de hace setenta y tres años está cayendo ahora mismo. La Banda Municipal de Madrid toca en el paseo de Rosales, y quien la esté escuchando olerá al mismo tiempo la humedad del césped recién regado en el Parque del Oeste. Consultando en el periódico el programa de Unión Radio para la noche del domingo 12 de julio se podrá saber qué pieza musical puede oírse viniendo de los balcones abiertos mientras Ignacio Abel se detiene desatentadamente en un banco de piedra todavía recalentado de la plaza de Santa Ana, el periódico doblado sobre las rodillas, la mano que lo sujetaba pegajosa de tinta por culpa del calor. En su casa de la calle Velázquez número 89, el diputado José Calvo Sotelo, que también ha pasado el día en la Sierra, escucha el concierto en la radio en un salón que imagino ampuloso, junto a su mujer y sus hijos; un salón con cuadros religiosos antiguos y muebles españoles, como los que le gustan a don Francisco de Asís. El teniente losé Castillo sube por la acera de la calle de Augusto Figueroa muy erguido en el interior de su uniforme negro de oficial de la Guardia de Asalto, braceando ligeramente, rozando con la mano derecha la cartuchera donde lleva la pistola, con un gesto de cautela instintiva, porque en los últimos meses no ha parado de recibir anónimos con amenazas de muerte, desde que disparó en la plaza de Manuel Becerra contra los fascistas que acompañaban el ataúd del alférez Reyes. Calvo Sotelo es un hombre con un gesto de solemne altivez, con una cara ancha y carnal, con la apostura de quien ha ocupado siempre sin incertidumbre su lugar de primacía en el mundo; tiene cara de hijo y yerno ejemplar de una dama católica del barrio de Salamanca; habla con la voz cálida y con una retórica entre de exaltación y apocalipsis que arrebata a las señoras y provoca la admiración ilimitada de don Francisco de Asís cuando le lee en voz alta sus discursos parlamentarios a doña Cecilia. El teniente Castillo es delgado, menudo, muy recto, rígido cuando lleva el uniforme, con gafas redondas, con el pelo escaso y aplastado. Se ha despedido de su mujer en el portal de la casa de Augusto Figueroa en la que los dos viven con los padres de ella, recién casados jóvenes que aún no pueden costearse una vivienda propia. Solo en medio del tumulto festivo de la noche del domingo en la plaza de Santa Ana Ignacio Abel capitula y decide que volverá a su casa en Príncipe de Vergara dando un largo paseo a través de Madrid; dormirá mejor si llega muy cansado; tomará cualquier cosa de pie en la cocina y recorrerá camino del dormitorio los salones en penumbra donde los muebles y las lámparas están cubiertos de lienzos blancos desde que la familia se trasladó a la Sierra a principios de julio. Mientras baja por la calle de Alcalá camino de Cibeles el teniente Castillo está cruzando Augusto Figueroa hacia Fuencarral y ha mirado un momento su reloj de pulsera para asegurarse de que le queda tiempo para entrar puntualmente de servicio en el cuartel de la Guardia de Asalto que está detrás del Ministerio de la Gobernación. Cruzará la Puerta del Sol y aún faltarán unos minutos para las diez en el gran reloj del ministerio. En casa de Calvo Sotelo alguien ha apagado las luces del salón para aliviar el calor y para escuchar más placenteramente el concierto de la Banda Municipal en el Parque del Este. En el salón en penumbra brilla más nítidamente el dial del aparato de radio, iluminando las caras, la cara recia de párpados pesados de Calvo Sotelo. Cuando el teniente Castillo está cruzando la calle hay un tumulto brusco que no llega a entender porque las cosas que suceden muy rápido sólo producen confusión y estupor aunque el corazón parece que se le contrae en el pecho y la mano derecha palpa la culata de la pistola y ni siquiera llega a sacarla de la funda. Al teniente Castillo lo aturde un torbellino de bultos humanos y golpes secos que tan cerca no parecen disparos y cuando abre los ojos sólo ve formas borrosas que se deslizan velozmente porque ha perdido las gafas y está desangrándose y lo marea el olor a gasolina en el taxi donde lo llevan a la Casa de Socorro. Cuando el público aplaude al final del concierto de la Banda Municipal y los músicos ya empiezan a guardar con un aire laboral de fatiga sus partituras y sus instrumentos el teniente José Castillo está muerto. José Calvo Sotelo no se ha cruzado nunca con él y no llegará a saber que lo han asesinado y que a causa de ese crimen él va a morir tan sólo dentro de unas horas. Antes de acostarse Calvo Sotelo se arrodilla en pijama delante del crucifijo que hay sobre la cama de su dormitorio. Entre la casa de Calvo Sotelo en la calle Velázquez esquina Maldonado y la de Ignacio Abel en Príncipe de Vergara se tardarían no más de quince minutos caminando. A las dos de la mañana Ignacio Abel se revuelve en la cama sin poder dormir escuchando a veces, por el balcón abierto, motores lejanos de automóviles que cruzan la ciudad vacía, acordándose de Judith Biely y contando los días que le faltan para verla, sólo una semana, imaginando las cartas que le escribiría si ella no se lo hubiera prohibido. «Mejor nos callamos los dos durante un tiempo. Demasiado hemos dicho ya, demasiado hemos escrito.» En medio de la noche, en el gran rumor de la ciudad que se extiende más allá de los postigos entornados por los que entra a veces un soplo de brisa, cada vida parece alojada en la órbita de un sistema solar muy distante de los otros. José Calvo Sotelo estaba durmiendo tan profundamente en su cama conyugal bajo un gran crucifijo que tardó en oír los golpes violentos de culatas, las voces que ordenaban que se abriera la puerta. El martes 14 por la mañana Ignacio Abel compra el diario Ahora y la cara de José Calvo Sotelo llena entera la portada, la cara ancha y solemne que es ahora la de un muerto. Día tras día esa semana compra periódicos y escucha conversaciones excitadas en los cafés y noticias insustanciales en la radio y calcula el tiempo que le falta para que se cumpla el plazo, para que pueda encontrarse con Judith Biely. En los libros de historia los nombres tienen una rotundidad abrumadora y los hechos se suceden como cadenas inapelables de causas y efectos. En el presente puro que uno quisiera saber imaginar, en el pulso íntimo y verdadero del tiempo, todo es una agitación minuciosa, un aturdimiento de voces que se superponen, de páginas de periódico pasadas apresuradamente y leídas a medias, olvidadas en seguida, mezcladas entre sí, disgregándose casi en el momento en que parecía que se ordenaban para cobrar un sentido inteligible, un día y otro día, olas de palabras viniendo una y otra vez a romper contra el límite de lo desconocido, lo que sucederá mañana mismo y nadie puede predecir.

Dos crímenes abominables en el transcurso de unas pocas horas. Un teniente de Asalto y el señor Calvo Sotelo asesinados en Madrid. El teniente Castillo fue agredido a tiros cuando salía de su casa a las diez de la noche del domingo. El jefe de Renovación Española fue secuestrado en las primeras horas de la madrugada, muerto de un balazo y su cadáver depositado, por sus mismos agresores, en el cementerio municipal. El cadáver del teniente Castillo es trasladado a la Dirección General de Seguridad. Los familiares del señor Calvo Sotelo explican cómo fue éste sacado con engaños de su domicilio. El señor Calvo Sotelo había pasado el domingo en Galapagar. Minutos antes de ser asesinado el teniente Castillo se despidió de su joven esposa en el portal de su domicilio. Numerosos turistas alemanes visitan Ceuta y Tetuán. Un automóvil arrolla a una moto y resultan gravemente heridos el conductor de ésta y su acompañante. En Detroit y Michigan los depósitos judiciales están atestados de personas muertas víctimas de la ola de calor que azota los Estados Unidos y los médicos forenses aseguran que jamás han conocido tal número de asfixiados. En Murcia fueron detenidas numerosas personas de filiación derechista. Un incendio destruye una barraca y resulta herido el trapero que la habitaba. Se tira desde un trampolín a una charca y se destroza la cara contra una piedra. Rafael Díaz Rivera, de trece años de edad, desesperado por haber perdido, jugando, noventa céntimos que se le habían dado para un encargo, se suicida en Priego ahorcándose de un árbol. Centenares de atletas, representantes de veintidós países, se congregarán en Barcelona el próximo domingo 19 de julio para celebrar la gran Olimpiada Popular. Un niño de once años asesta a otro una puñalada y lo deja gravísimo. El fantasma que creyeron ver algunos vecinos en Tarragona era una anciana que tenía perturbadas sus facultades mentales. Cuatro individuos armados asaltan la radio valenciana y amordazan al locutor para pronunciar un discurso en tono fascista en el que dicen que la hora está próxima y anuncian para una fecha cercana el movimiento salvador. Un grupo de gitanos tirotea y hiere gravemente a un labrador con el propósito de robarle. Ante el monumento a los muertos en Verdún los excombatientes alemanes fraternizan con los franceses en un homenaje que causó emoción profunda. Un camión atropella a un niño y el padre del muchacho hiere gravemente a uno de los conductores del vehículo. El pacto de paz germano—austríaco puede abrir camino a una alianza entre Alemania, Austria e Italia. Mussolini dice que el acuerdo debe ser saludado con satisfacción por los amantes de la paz. Con motivo del quinto aniversario de la fundación del Club de Natación de Sevilla se celebró un festival humorístico en el que los participantes lucían grotescos trajes de bañistas. El pasado domingo tuvo lugar en la embajada de Brasil una comida en honor del presidente de la República y señora de Azaña a la que asistieron miembros del gobierno, insignes diplomáticos y otras destacadas personalidades. El público forma cola a las puertas de la Dirección General de Seguridad para desfilar ante el cadáver del teniente Castillo. En la becerrada celebrada en Madrid a beneficio del Montepío de Ferroviarios hizo su presentación la señorita torera Julita Alocén. Todas las minorías parlamentarias del Frente Popular condenan los asesinatos de los señores Castillo y Calvo Sotelo y ratifican su adhesión y apoyo al gobierno de la República. Tres individuos atacan a un campesino y le extraen sangre después de anestesiarle. Con motivo de su cumpleaños le ha sido concedida a Litvinoff la Orden de Lenin. En la pensión donde se hospedaba intentó poner fin a su vida disparándose un tiro de pistola la señorita Lidia Margarita Corbette de nacionalidad suiza. El presidente de la República veraneará en Santander. Consideran que el Duce tiene la misión pacífica de organizar Europa. Cuatro vagones de un tren procedente de Bilbao caen por un terraplén y resultan cuatro personas muertas y sesenta heridos. La policía de Barcelona sorprende una reunión clandestina de afiliados a Falange Española. Por pescar truchas durante el baño perecen en el río. Una expedición soviética perdida en el desierto de Cazakstán. El director general de Seguridad ha manifestado que se trabaja con grandísimo interés para: descubrir a los autores de los asesinatos del teniente Castillo y del señor Calvo Sotelo. Un motorista embriagado extrema la velocidad de su máquina y se estrella contra un muro. El herrero de Coria del Río José Palma León «Oselito» va desde Sevilla hasta Barcelona corriendo dentro de un aro de carreta para participar en la Olimpiada Popular. Para efectuar la autopsia del cadáver del señor Calvo Sotelo se procedió al afeitado de la región occipital revelando dos orificios de entrada de dos balas disparadas a muy corta distancia. Con motivo de la fiesta de la Virgen del Carmen se han celebrado en el pintoresco pueblo de Santurce animadísimas fiestas, entre ellas una novillada. En la capilla ardiente el cadáver de don José Calvo Sotelo, amortajado con un hábito de franciscano y sosteniendo un crucifijo, se hallaba en una caja de caoba con herrajes de plata. Ejecutan en Londres por envenenar a su esposo a una mujer de treinta y tres años que era madre de cinco hijos. La hipopótama del Jardín Zoológico de Barcelona ha dado a luz felizmente un robusto vástago. La Diputación permanente de las Cortes prorroga el estado de Alarma. En la terraza del hotel Nacional ha tenido lugar el banquete homenaje al doctor don Guillermo Angulo, especialista de niños, por su reciente triunfo al ganar en reñidísima oposición la plaza de director del servicio de Puericultura del Instituto Nacional de Previsión Social. Ha sido entregado el sumario por la muerte del teniente Castillo al juez especial señor Fernández Orbeta, quien actúa con gran actividad. Un labrador penetra por una ventana en la habitación donde dormía una joven y es muerto por ella de un disparo. Los secuestradores del señor Calvo Sotelo cortaron los cables del teléfono para evitar que hiciera llamadas avisando de su detención. Gran auge de las fiestas medievales en la Alemania de Hitler. Una ciudad de Anatolia, pasto de las llamas. A partir de la próxima semana quedan suspendidas las audiencias en el Palacio Nacional hasta después del veraneo de su excelencia el presidente de la República. Los familiares del señor Calvo Sotelo explican cómo fue éste sacado de su domicilio con el pretexto de una investigación oficial. El ilustre astrónomo señor Comas y Solá nos relata las posibilidades de grandes perturbaciones electromagnéticas para el año 1938. El director general de Seguridad felicita a la policía de Murcia por la captura de un peligroso fascista fugado de la cárcel. El teniente Castillo y su joven esposa habían contraído matrimonio en Madrid el pasado mes de mayo. El ilustre profesor español señor García y Marín pronuncia el discurso inaugural en la solemne sesión de apertura del Congreso Internacional de Ciencias Administrativas de Varsovia. Cuando examinaba una pistola encasquillada el comandante militar de Las Palmas general Balmes se le dispara ésta penetrando el proyectil por el vientre y saliendo por la espalda. Un ingeniero catalán descubre un carburante a base de vino que sustituye ventajosamente a la gasolina. Las diligencias del juzgado especial logran determinar la persona que al frente de los secuestradores se presentó en el domicilio del señor Calvo Sotelo el pasado domingo. A bordo de un yate español fondeado en Gibraltar a una señorita se le dispara el revólver que manejaba dejándola gravemente herida. Cuando el soberano británico se dirigía a Hyde Park para entregar las nuevas banderas al regimiento de Guardia un individuo rompió el cordón policial y se precipitó revólver en mano hacia el monarca. No aparecen los autores de la muerte del capitán Faraudo y el fiscal pide siete años de cárcel para los cómplices detenidos. En el avión correo de Madrid a Lisboa ha partido en dirección a la capital de la vecina República el ilustre doctor Marañón acompañado por su familia. El autor del atentado contra el rey Eduardo VIII de Inglaterra es un reformador social que participó en campañas contra la pena de muerte. En el popularísimo teatro de la Latina se ha estrenado con éxito realmente extraordinario Crimen en los barrios bajos, melodrama de honda raigambre popular y bien estudiados ambientes de los notables literatos Antonio Casas y Manuel García Nogales. Un individuo que dio muerte a su madre y a su tía en Barcelona ha sido condenado a sesenta años de prisión. La viuda del señor Calvo Sotelo llegó ayer a Lisboa y se propone veranear con su familia en Estoril. Una parte del ejército que representa a España en Marruecos se ha sublevado contra la República, volviéndose contra su propia patria, realizando actos vergonzosos contra el poder nacional. El número de víctimas por la ola de calor en los Estados Unidos se eleva ya a 4.600. En este momento las fuerzas de aire, mar y tierra, salvo la triste excepción señalada, permanecen fieles al cumplimiento del deber y se dirigen contra los sediciosos para reducir este movimiento insensato y vergonzoso. El gobierno de la República domina la situación y afirma que no tardará muchas horas en dar cuenta al país.

«Volveré el jueves por la noche, el viernes por la mañana como más tardar», había dicho, no exactamente a Adela, sino en dirección a ella, porque Adela, aunque estuviera cerca de él, ahora no lo miraba a los ojos, desde que volvió del hospital, o no registraba del todo su presencia, y si era ella quien le hablaba lo hacía en un tono neutro que parecía eludir cualquier emoción. Sólo él lo notaba, y si acaso también su hijo demasiado sensible y siempre vigilante, esa actitud de desapego, de desquite sin huella, una herida hecha con un filo que no dejaba ningún rastro, como una sugerencia de descrédito hacia cualquier cosa que hiciera o dijera él, el marido adúltero cuya traición sólo ella conocía, el agobiado por una culpabilidad que sólo ella administraba, pues no se dispersaba en melodrama ni en escándalo, en oprobio público y ni siquiera familiar. Adela, contra lo que Ignacio Abel cobardemente esperaba, no dijo nada a nadie, no buscó refugio en sus padres ni tampoco en su hermano, que alimentaba tantas sospechas, que la interrogó con la seguridad ansiosa y vengativa de que la razón de que hubiera intentado quitarse la vida era la infidelidad del esposo, en quien él nunca había confiado. Ni siquiera delante del hermano reconoció que ésa hubiera sido su intención. Recobró la conciencia en la cama del hospital y al principio no recordaba nada ni sabía dónde estaba, y sin premeditarlo, mientras iba poco a poco acordándose, en fogonazos inconexos, de las cartas y las fotos, de la llave en la cerradura del cajón, de caminar con los tacones sobre el sendero mullido por agujas de pino, del sofoco del agua entrando por su nariz, decidió que no iba a explicar nada, al principio sólo por cansancio, luego para no dejar que nadie más interfiriera en un resentimiento que prefería volcar íntegro sobre quien la había humillado, porque pertenecería al secreto de su intimidad conyugal en la misma medida que el amor de otros tiempos, que su pasión sexual de mujer tímida y ya no joven a la que nadie imaginaba poseída por un arrebato. No levantaría la voz. No haría ninguna acusación. No rebajaría a espectáculo de despecho el agravio que el hombre en quien había confiado durante dieciséis años (a pesar de su rareza, de su desapego, de sus largos períodos de frialdad) le había infligido. No le daría a nadie, y menos a él, la ocasión de sentir lástima de ella; tampoco le ofrecería el espectáculo de una histeria que le permitiera a él sentirse justificado en el impulso de huir de una situación asfixiante. Ni siquiera le concedería el alivio de rechazar y luego poco a poco admitir sus explicaciones mentirosas, las promesas de enmienda que estarían provocadas tan sólo por la cobardía masculina, por el remordimiento más o menos transitorio. Lo único que hizo fue callar. Asentir distraídamente si él le hablaba, o mirar hacia otra parte, o indicarle con algún gesto sutil que ya no se creería nada que viniera de él, rebajándolo de la categoría de marido adúltero a la de mediocre impostor, de comediante trapacero y algo indigno. El domingo por la mañana, cuando ya estaban puestos los platos y los cubiertos en la mesa y se retrasaba la hora de la comida porque ella y sus padres aún tenían la esperanza de que Víctor llegara de Madrid (se lo había prometido a don Francisco de Asís y a doña Cecilia) vio que Ignacio Abel se acercaba a ella y a los chicos y comprendió que iba a decirles que se volvía a Madrid en cuanto terminaran de comer, y no por la noche, o a la mañana siguiente, como había asegurado el sábado por la mañana al llegar (el coche estaba averiado en un taller; el lunes o el martes le habían dicho que podría recogerlo; uno hace continuamente planes en la vida dando por supuesto el porvenir inmediato). Vio que se acercaba, pero que no se atrevía. Con algo de sarcasmo, con una clarividencia fría, casi con lástima (estaba tan desmejorado, tan ansioso en los últimos tiempos), Adela notó su nerviosismo, ella que lo conocía tan bien, mejor que nadie, el modo en que sin que él se diera cuenta sus gestos lo delataban, tan torpe para mentir, tan poco valiente siempre para decir con claridad lo que le apetecía. Hizo como que no se daba cuenta, como que dedicaba toda su atención a revisar el modo en que las criadas, siempre negligentes, habían dispuesto cubiertos y servilletas a los lados de los platos, bajo el emparrado, en el lado norte del jardín, que era el menos caluroso, donde un hilo de agua que manaba sobre una pila de piedra cubierta de musgo acentuaba la sensación de frescor. Estando solos era más incómoda la ficción que representaban habitualmente delante de los otros. Sin testigos no sabían cómo dirigirse la palabra. Él retrasaba el momento de decir que iba a marcharse después de comer; Adela le adivinaba el agobio de que se siguiera postergando la comida porque el hermano no venía; el tiempo paralizado y a la vez huyendo; la hora del tren acercándose sin que llegara la comida, sin que él dijera nada. Que don Francisco de Asís saliera al jardín con su anticuado reloj de cadena en la mano fue un alivio para Ignacio Abel. Quería asegurarse de que su reloj no atrasaba. También él esperando, preguntándose el motivo por el cual su hijo atolondrado y temerario tardaba tanto en llegar de Madrid. «Con lo que sabe que su madre se preocupa», decía don Francisco de Asís, ya sin teatro, más envejecido, la camisa sin cuello, los tirantes colgando a los lados del pantalón. «No será nada. Siempre llega tarde. Lo mejor será que empecemos nosotros a comer sin contar con él.» Adela se dirigía a su padre pero a quien le hablaba era a Ignacio Abel, a quien ni siquiera estaba mirando: le concedía un alivio para su impaciencia, le decía que a ella no le importaba que se volviera a Madrid esa misma tarde; que le importaba tan poco que ella misma hacía lo posible para que la comida estuviera lista cuanto antes y a él le sobrara tiempo para tomar ese tren en el que aún no había avisado que se iba.

Empezaron a comer y Víctor no se había presentado. Su plato estaba dispuesto y vacío, en su lado habitual de la mesa, la: servilleta doblada, la cuchara, el tenedor, el vaso para el vino.

—Qué disgusto. Con lo que le gusta a él mi arroz con pollo. Algo le tiene que haber pasado.

—Le exigí que me diera su palabra de hijo y de caballero de que no iba a asistir al entierro de Calvo Sotelo.

—Que Dios tenga en su gloria.

—Y también al pobre teniente de Asalto.

—Más pena me da de su viuda, tan joven, que no tenía culpa de nada.

—Dicen que estaba embarazada.

—Gran mérito para el que cometiera el crimen, dejar huérfano a un niño que no ha nacido todavía.

—Me prometió que hoy sí que vendría. Algo le ha pasado a este chico.

—Le habrá pasado lo que le pasa todos los domingos, mamá, que se distrae en Madrid y siempre llega tarde.

—Igual con tanto jaleo no funcionan los trenes.

—Claro que funcionan. Toda la mañana los he oído pasar a su hora.

—Señal de que no ocurre nada grave y de que no tienes que preocuparte.

—Teníamos que haber esperado un poco más para echar el arroz. No había ninguna prisa.

—Pero, mamá, estábamos todos desfallecidos.

—Ese chico no come bien cuando está solo en Madrid. Por lo menos si lo veo alimentarse bien el domingo me quedo más tranquila.

—Se le guarda un plato tapado y cuando vuelva verás con qué hambre se lo come.

—Pero, Adela, tú sabes que el arroz se pasa y ya no tiene ninguna gracia.

—Tu arroz con pollo es un clásico, mamá. El tiempo lo mejora.

—Papá, qué cosas tienes.

Don Francisco de Asís y doña Cecilia se llamaban papá y mamá el uno al otro. Ignacio Abel escuchaba la conversación y podía predecir infaliblemente cada réplica, casi palabra por palabra, igual que predecía el sabor muy azafranado del guiso de arroz de doña Cecilia y los diversos ruidos de succión de cada uno de los comensales, empezando por el paterfamilias, como se llamaba a sí mismo don Francisco de Asís. Tantos domingos, uno tras otro, exactamente iguales, tantos veranos en torno a esta misma mesa, el presente idéntico al pasado y sin duda al porvenir, la persistencia de la monotonía sobreponiéndose a cualquier posibilidad de variación. Llegaría Víctor en el último momento y doña Cecilia urgiría a la criada a que le sirviera su plato de arroz, lamentando que ya se hubiera pasado, que es una lástima pero que el arroz no tiene espera; Víctor lo devoraría desmintiendo con la boca llena los vaticinios tristes de la madre, porque el arroz estaba riquísimo, a él le gustaba así todavía más, un poco pasadito; doña Cecilia diría, ves, está pasado, me lo reconoces, pero quién te manda venir tan tarde de Madrid, qué habrás estado haciendo; don Francisco de Asís apuntaría (con una esperanza que él mismo sabía infundada, y una sospecha que nunca se atrevería a formular) que el chico estaba en edad de interesarse por alguna señorita, era ley de vida, la dulce tiranía del amor. Pero ese domingo terminó la comida y Víctor no había llegado, y doña Cecilia, como tantas veces, le encargó a la criada que guardara bien tapado el plato de arroz del señorito en la alacena, lamentando de nuevo la circunstancia deplorable de que el arroz, si no se comía cuando estaba a punto, se pasaba, quedándose atenta al oír que un automóvil se acercaba por el camino, o que un silbato anunciaba la llegada de un tren.

—Seguro que es él. Con un poco que hubiéramos esperado para echar el arroz habría podido comérselo como Dios manda.

Recuerda la urgencia de la huida, él intocado por el sopor de la digestión, por el estado de catalepsia en que el calor de la siesta de julio y la densidad del guiso de arroz con pollo de doña Cecilia sumían en la sobremesa de cada domingo de verano a los habitantes de la casa. «Si tenemos tanto calor aquí», decía siempre alguien, abanicándose, a punto de sucumbir al sueño, «no quiero imaginarme el que estarán pasando en Madrid». «Hay una diferencia mínima de tres grados centígrados.» Ayer sábado había comprado el periódico antes de tomar el tren y en la información sobre el Consejo de Ministros no se decía nada sobre los rumores de golpe militar. «El mundo entero envidia la noble institución española de la siesta.» «No se me quita de la cabeza el disgusto de que ese chico no haya probado el arroz de hoy.» Después de una privación tan larga no sabía imaginar que en unas pocas horas estaría abrazando a Judith, viendo su boca y sus ojos, escuchando su voz. «Todavía puede venir y se lo toma de merienda.» Llamaría temblando de impaciencia y deseo al timbre de la casa de Madame Mathilde, que difundía un sonido de campanas. «No es lo mismo. El arroz se pasa y ya no tiene gracia.»

Cruzaría una penumbra caliente con olor a perfume y a desinfectante, empujaría la puerta. «Tu arroz es inconmensurable, mamá.» El sonido de las voces era tan letárgico como el de las chicharras en esa hora de máximo calor. Ignacio Abel entró en el dormitorio, fresco de penumbra; se puso la camisa limpia, la corbata; se frotó bien las manos con jabón de lavanda, las manos que dentro de menos de dos horas estarían acariciando a Judith Biely. Miraba el reloj una y otra vez con un gesto reflejo. Por la ventana entornada entraba el sonido del columpio herrumbroso en el que sus hijos se mecían. ¿Había escuchado, todavía muy lejos, el silbido del tren? No era posible, faltaba más de media hora. Tendría tiempo de esperar, voluptuosamente solo, en un banco del andén. No le importaba nada en ese momento. Sólo sentía la segura expectación del encuentro carnal con Judith, más real según los minutos lo iban haciendo más cercano. Llegaría a Madrid y la tensión agobiante del viernes por la noche se habría disipado, anulada por el calor de julio, por el glaciar invencible de la normalidad. Llegaría a Madrid y tomaría un taxi en la explanada desierta de la estación y viajaría temblando de deseo por la ciudad deshabitada en el domingo de verano hacia el chalet de Madame Mathilde. Alguien había entrado en el dormitorio y se volvió con pesadumbre pensando que encontraría la cara indiferente o agraviada de Adela. Era don Francisco de Asís, con su camisa sin cuello, con sus zapatillas viejas de casa y sus tirantes colgando a los costados. Desconoció su cara tan seria, de viejo desvalido. No era el mismo hombre que un rato antes sorbía tan sonoramente el caldo del arroz y chupaba los huesos más diminutos del pollo.

—Ignacio, no deberías irte esta tarde a Madrid. Esto te lo debería decir mi hija pero te lo digo yo. No te vayas. Espera unos días.

—Tengo trabajo mañana, muy temprano. Usted sabe que no puedo quedarme.

—Cualquiera sabe lo que estará pasando mañana.

Cerró su maletín, que estaba sobre la cama. Guardó la cartera en un bolsillo del pantalón, las llaves del piso de Madrid. Tenía algo de tiempo pero no podía desperdiciar ni un minuto. Tiempo en nuestras manos. Fue a salir y don Francisco de Asís estaba delante de la puerta, desconocido, sin rastro de farsa en los rasgos flojos de su cara, más bajo que él, solicitándole algo. De pronto había desaparecido el personaje que llevaba interpretando tantos años, y en su lugar Ignacio Abel veía a un anciano muerto de miedo, la voz grave convertida en un rumor de súplica.

—Tú sabrás cuidar de ti mismo, pero mi hijo no. Mi hijo se estará buscando una desgracia, si no le ha pasado ya y por eso no ha venido hoy. Tú tienes juicio y él no, tú lo sabes. Prométeme que si le pasa algo vas a ayudarle. Tú eres mi hijo, igual que él. Tú has sido como mi hijo desde la primera vez que entraste en mi casa. Lo que pensemos o lo que no pensemos cada uno a mí no me importa nada. Tú eres un buen hombre. Tú sabes igual que yo que matando a las personas a tiros como si fueran alimañas no se arregla nada. Lo único que te pido es que cuando estés en Madrid si sabes que mi hijo se ha metido en algún disparate le eches una mano. Tú sabrás cómo. ¿Cuándo vuelves?

—El jueves por la noche. El viernes como más tardar.

—Tú eres un buen hombre. Tráelo contigo. Mi hijo tiene cerca de cuarenta años y es peor que un niño. No tiene cabeza. Para qué nos vamos a engañar. No sacará nunca nada en limpio. Pero por lo menos que no le pase nada. Que no me lo maten. O que él no haga ninguna barbaridad. Tú no lo dejes.

—Y yo qué puedo hacer.

—Puedes darme tu palabra, Ignacio. No te pido más que eso. Dame tu palabra y yo me quedaré tranquilo y seré capaz de tranquilizar a su madre.

—Le doy mi palabra.

Ignacio Abel, impaciente, hacía ademán de salir de la habitación con el maletín en una mano y el sombrero en la otra y don Francisco de Asís no se movía del hueco de la puerta. Le agarró el cuello con las dos manos y se abrazó a él, transmitiéndole su olor a vejez y a linimento aceitoso, le dio dos besos húmedos en la cara. Camino de la estación Ignacio Abel aún se limpiaba instintivamente las mejillas, apresurándose porque había oído el silbato del tren ya mucho más cerca.