30

Tal vez ya estaba muerto mientras yo escuchaba a Bergantín, piensa ahora, acordándose de la voz un poco aflautada y monótona en una penumbra de cristales emplomados, acordándose de la mano alargada y fría y sin embargo sudorosa, quizás por culpa del resfriado, huesuda y al mismo tiempo blanda, la mano del hombre friolento y encogido dentro de la cazadora de aviador o de expedicionario que miraba un momento a los ojos y luego los bajaba para seguir hablando mientras sus dedos flacos jugaban con un abrecartas en forma de espada toledana que debió de pertenecer también a los dueños expropiados y fugitivos del palacio. Tal vez el profesor Rossman ya estaba muerto o estaba esperando a que lo mataran en las tinieblas de un sótano o en la bodega húmeda de alguno de aquellos palacios convertidos en cárceles y cuarteles de milicias y hasta en lugares de ejecución y yo habría llegado a tiempo a salvarlo si hubiera tenido más astucia o más empuje o no me hubiera desalentado de seguir buscando o no hubiera confiado tan vanamente en la ayuda de Bergantín, o hubiera insistido más con Negrín, que logró salvar a tanta gente, a su propio hermano, un fraile al que ayudó a escapar a Francia, «y no sin dificultad», le dijo, «como si el pobre fuera un conspirador o un quintacolumnista, mi hermano, que llevaba veinte años sin salir de su convento». Había que esperar, dijo Bergamín, mirándolo un momento a los ojos desde el cuévano de los suyos, ensombrecidos por las cejas muy peludas y diminutos y húmedos por el resfriado, pero no lo acompañó a la puerta del despacho pseudogótico y pseudomudéjar; había que tener confianza, no dar crédito a las mentiras de la propaganda enemiga, que había logrado llenar los periódicos extranjeros de noticias de crímenes y desmanes cometidos en nuestro territorio y de fotografías trucadas de profanaciones de iglesias y de milicianos apuntando con sus fúsiles a curas inocentes, como si fueran mártires de una nueva persecución del cristianismo, ellos que habían sido los primeros en traicionar el mensaje evangélico, en alentar y bendecir los derramamientos de sangre inocente, dijo Bergamín. Levantó algo más la voz, aunque no demasiado, porque la tenía tomada, para dar instrucciones a la secretaria: «Mariana, tómele la dirección y el teléfono al compañero Abel, y búsqueme comunicación cuanto antes con el director general de Seguridad.» Sonrió débilmente, desde el otro lado de la mesa enorme, labrada, advirtió Abel, con el lujo depravado de los ricos españoles, con la brutal ostentación española del dinero, y se llevó de nuevo el pañuelo a la nariz, flaco como un pájaro, estornudando ahora tras la puerta cerrada, cuando Ignacio Abel ya estaba dándole su número de teléfono y su dirección a la secretaria, una mujer joven, atractiva, con una belleza severa, con los ojos muy claros y el pelo corto, peinado con raya. Quizás la había conocido en otra época y no se acordaba; quizás el pantalón y la camisa de miliciana y la pistola al cinto la volvían desconocida. «Pregunte por mí cuando llame. Mariana Ríos. Aquí le apunto mi teléfono. Aunque ya sabe usted que no siempre se consigue comunicación.» Debió de equivocarse de camino al buscar la salida y se encontró atravesando un gran salón con escudos nobiliarios y estandartes en las paredes, con una enorme chimenea de pretensiones medievales, con armaduras probablemente auténticas en las esquinas, algunas de ellas con gorros milicianos terciados sobre los morriones. Sobre una larga mesa de comedor retirada contra la pared y convertida en tablado una orquestina ensayaba un vals burlesco con quiebros sincopados de saxofón y de trompeta y redobles de tambor. Operarios jóvenes traían grandes baúles y los dejaban abiertos sobre el suelo entarimado, intercambiando bromas y cigarrillos con las chicas que se arrodillaban sobre ellos sacando con gestos fantasiosos vestidos de noche, uniformes antiguos de gala, fracs de largos faldones, sombreros con plumas de avestruz. Un miliciano marcaba el paso llevando al hombro una alabarda y un tricornio de diplomático hundido hasta las cejas, un cigarrillo humeando en la boca. La orquestina empezó a tocar un fox—trot y dos de las chicas se subieron a la tarima, marcando los pasos con taconazos sonoros que resonaban en el artesonado, una de ellas con una tiara de plumas y brillantes falsos sobre su cara redonda y menuda. De alguna parte venía un estrépito de máquinas de escribir, una cadencia poderosa de linotipias trabajando. El olor a tinta se mezclaba al del alcanfor y al polvo de los trajes recién exhumados de los grandes baúles, que tenían herrajes dorados y etiquetas de hoteles internacionales y de transatlánticos. En los pasillos había como un desorden de mudanza, cuadros apilados contra las paredes, montañas de libros que se habían derrumbado, pilas de periódicos y de carteles recién impresos. Con la ayuda de un escoplo y un martillo un miliciano reventó las puertas de un armario y de ellas cayó un gran alud de zapatos de todas clases, de hombre, de mujer, de charol, de raso, zapatos y botas, babuchas, todo nuevo, como no usado nunca, derramándose sobre el parquet sucio de polvo y papeles y colillas. En el patio del palacio, delante de la escalinata de entrada, el poeta Alberti apuntaba su pequeña cámara fotográfica hacia un grupo de dignatarios de aire intelectual y extranjero —gafas redondas, perillas muy recortadas, miradas de irritación o impaciencia. Les pedía que se agruparan más, moviendo mucho las manos, dando instrucciones en un precario francés. Uno de ellos levantaba el puño cuando parecía que Alberti ya iba a disparar la cámara, y lo bajaba al ver que la preparación de la foto seguía prolongándose.

Volvió a su casa a la caída de la tarde, después de buscar en vano a Negrín en la Casa del Pueblo y en el café Lion (le dijeron que no había vuelto de la Sierra: alguien le repitió el rumor de que iba a haber un gobierno nuevo en el que Negrín sería ministro de algo). Abrió la puerta rendido de cansancio y la señorita Rossman todavía estaba esperando, como si no se hubiera movido desde que la dejó por la mañana, sentada en el filo de la silla, las nudosas rodillas juntas, las manos en el regazo, delante del vaso de agua, mirando el declive de la luz en el comedor abandonado, cerca del balcón abierto por el que entraban los rumores de la calle y los silbidos de los vencejos, el crepitar de algún tiroteo lejano que podía ser también el petardeo de un automóvil. Inventó pistas esperanzadoras, vagas gestiones en oficinas administrativas que sin duda iban a dar un resultado favorable. Se ofreció a acompañar a la señorita Rossman a la pensión, si era que no prefería quedarse al menos esa noche en la casa, donde había dormitorios de sobra. La señorita Rossman enrojeció levemente al decir que no: gracias a su trabajo tenía un salvoconducto para circular sin peligro por Madrid, y aún le daba tiempo a volver antes de que se hiciera por completo de noche.

—No se preocupe usted —dijo Ignacio Abel, oyendo la falta de convicción en su propia voz—. No parece que sea nada grave.

—¿Pero sabe usted dónde lo tienen detenido?

La miró antes de contestarle, buscando el tono adecuado para que su negativa no fuera del todo desalentadora.

—Ya sabe usted que en una situación como la que estamos pasando las cosas son complicadas. Pero hay seguridad al menos de que su padre de usted no está en manos de incontrolados. Personas influyentes me han dado su palabra de que se hace todo lo posible por encontrarlo. Piense que su padre es una eminencia internacional.

—También lo era García Lorca.

—Pero a García Lorca lo han matado los otros. Hay una diferencia.

Ahora fue la señorita Rossman quien lo miró a él sin decir nada. Le tendió la mano fuerte y algo masculina y tenía la palma muy áspera. Salió mirando al suelo, el pelo lacio oscilando a los lados de la cara, cortado de una manera expeditiva, como de un solo tijeretazo a la altura de la barbilla. Bajó por las escaleras sin hacer ruido con sus zapatos planos y debió de mantener la mirada en el suelo mientras cruzaba el portal (sin advertir que era observada por el portero desde su garita, más atento ahora que nunca a quienes entraban y salían, siempre amigable con las patrullas de milicianos que vigilaban este barrio de gente políticamente sospechosa, despoblado por el veraneo y sobre todo por el miedo, lleno de pisos cerrados y oscuros en los que tal vez se ocultaban enemigos o se celebraban misas en secreto o se intentaban sintonizar de noche las emisoras del otro lado), mientras salía a la calle y sólo entonces levantaba los ojos con el recelo de que la estuvieran siguiendo, con la esperanza de encontrar un tranvía que la llevara hacia el centro, una mujer sola, extranjera, llamativa a pesar de su cabeza baja, sus zapatos planos, su actitud de mansedumbre, de deseada invisibilidad. Y mientras Ignacio Abel la veía alejarse asomado a un balcón (las plantas secas en él, la tierra dura en las macetas que Adela cuidaba tanto), el profesor Rossman tal vez ya estaba muerto, en el suelo de cemento de un sótano o en una cuneta o en una zanja o junto a una tapia en los límites de Madrid, muerto y sin nombre, sin ningún documento de identificación en los bolsillos, en los que sólo habría esas cosas que todo el mundo lleva en ellos y olvida y encuentra luego con cierta sorpresa cuando al cabo de un tiempo vuelve a ponerse el mismo pantalón o la misma chaqueta, las que nadie se molesta en robar a un cadáver: la mitad rasgada de una entrada de cine, una moneda de cobre como agazapada en un pliegue casi inaccesible; o una caja de cerillas o una cerilla suelta o un pequeño lápiz doble, rojo y azul, ya muy apurado pero todavía útil, de esos que sirven para subrayar y a los que se saca punta por los dos lados: uno cualquiera de los objetos triviales que seguían fascinando al profesor Rossman con el misterio humilde de su utilidad. Pero él que siempre tenía ocupados los dedos, examinando con el tacto lo que la mirada miope no le podía revelar, jugando automáticamente con cualquier cosa que hubiera en una mesa o que llevara en el bolsillo (las yemas de sus dedos extensiones táctiles que se movían con la vitalidad perpetua y autónoma con que los ciegos tocan objetos o rozan superficies), murió con las manos atadas a la espalda, con un trozo áspero de cuerda que se hundía luego en la piel muy hinchada y violácea. Qué raro haber venido a morir a un país así, pensaría, con el fatalismo manso y como hipnotizado de los que se dejan empujar hacia la caja de un camión y bajan luego de ella dócilmente y son llevados sin resistencia hacia un muro ya salpicado de disparos y de manchas de sangre o hacia el filo de una zanja, y guiñan los ojos para eludir la claridad de los faros encendidos delante de los cuales unas siluetas recortadas a contraluz preparan sus armas. Qué lugar tan ajeno lo había estado esperando para ser lo último que viera: las sombras de los pinos en la Casa de Campo, tal vez, el cielo deslumbrante de estrellas en la negrura azulada de la noche de principios de septiembre, en la que ya hacía bastante fresco.

«Si no ha hecho nada no hay nada que temer», había dicho Bergamín, con su voz aflautada y ecuánime. Se frotó las manos al ponerse de pie detrás de la mesa de su despacho y tal vez el profesor Rossman ya llevaba varias horas muerto. O estaba vivo aún y lo mataron justo esa noche en la que—su hija llegó a la pensión y se encerró en el cuarto que nadie había arreglado en su ausencia y en la que Ignacio Abel cerró el balcón después de verla alejarse hacia la esquina de la calle O'Donnell. Cayó en la cuenta de que no había comido nada en todo el día mientras iba de un lado a otro de Madrid, nada más que un cartucho de cacahuetes tostados que compró al vendedor ambulante del paseo de Recoletos después de salir de la Alianza de Intelectuales. Tenía un hambre cruda, de repente. Encontró en la cocina una lata de sardinas en aceite y se la comió sentado a la mesa, poniendo debajo una doble hoja de periódico abierta, mojando trozos de pan duro en el aceite espeso, hurgando con el tenedor en el fondo de la lata, sin reparar en los lamparones que caían sobre el papel impreso, debajo de la bombilla desnuda que en otro tiempo alumbró las tareas de las criadas, en este confín de la casa donde él casi nunca se había internado antes. En el acto de comer solo había algo primitivo; en la desgana de poner un mantel y limpiar la mesa y buscar una servilleta que no estuviera sucia. Se limpió los dedos en la hoja manchada de periódico y dejó encima de ella la lata vacía y el tenedor con las puntas brillantes de aceite, que a la mañana siguiente tendrían trozos endurecidos y escamas de sardina. En realidad sólo prestaba atención a su ropa, que la mujer del portero le lavaba y planchaba una vez a la semana. El portero le había sugerido que su mujer también podía subir de vez en cuando a limpiarle la casa —provisionalmente, mientras la situación no se arreglara, aunque aquello no parecía que pudiera durar mucho, dos o tres semanas más y todo habría terminado, y la señora y los niños y las dos criadas podrían volver del otro lado de la Sierra— pero a él le desagradaba la idea de tenerlos a los dos espiando, haciendo averiguaciones que a saber a quién le contarían luego, o simplemente le avergonzaba que vieran el desorden en el que había caído rápidamente todo desde que estaba solo, el polvo, los periódicos tirados en cualquier parte, las sábanas sucias en la cama que no hacía nunca, el mal olor y la mugre en la cocina y en el cuarto de baño (si Adela entrara de pronto y lo viera, si las criadas tuvieran que ponerse a limpiar y a ordenar, cómo murmurarían). Desde el teléfono de su despacho intentó hablar con Negrín y el timbre sonó mucho rato sin que nadie contestara. Marcó el número que le había dado la secretaria de Bergantín y cuando ya iba a colgar porque tampoco había respuesta escuchó una voz de mujer que hablaba muy alto, preguntando quién llamaba, y no lograba enterarse, porque se oía un clamor de voces dominado por la música que esa mañana estaba ensayando la orquestina. No, Mariana Ríos no estaba, el compañero Bergamín tampoco, lo mejor sería que volviera a llamar mañana a primera hora, tenía que colgar porque no se oía nada. En ese auricular él había escuchado la voz de Judith Biely. En esa mesa se había sentado muchas veces para escribirle o para leer una y otra vez sus cartas y como se olvidaba de cerrar con llave la puerta Adela o Miguel o Lita entraban a veces de improviso y a él no le daba tiempo a esconder la carta debajo de un documento que fingiera estudiar o a guardarla en el cajón de la llave diminuta. Imaginaba ahora que le escribía una carta que no habría sabido adonde enviarle y le faltaban ánimos para despejar la mesa y para buscar una hoja de papel y recargar la estilográfica. Sentía rencorosamente que el olvido ya lo estaba borrando de la vida de ella: en ese momento justo, esa noche, mientras el profesor Rossman esperaba en un sótano a oscuras, entre otros condenados, a que vinieran a buscarlo, o mientras ya estaba muerto y nadie había identificado su cadáver, nadie le había puesto un nombre a la foto tamaño pasaporte o visado que un funcionario pegaría pulcramente en uno de los grandes libros del registro de muertos. Conectó la radio y un locutor de voz vibrante estaba anunciando una vez más la reconquista de Aragón y el avance irrefrenable de las milicias populares hacia Zaragoza. Bajó el volumen para buscar alguna emisora del enemigo y en Radio Sevilla otra voz muy semejante aunque mucho más lejana y cercada de pitidos proclamaba la resistencia heroica del Alcázar de Toledo, contra cuya fortaleza numantina se estrellaban en vano las oleadas de las hordas marxistas. Cuando terminara todo aquello habría que proceder a una limpieza no sólo de escombros y de cadáveres mal sepultados sino también de palabras, a un riguroso ayuno nacional de adjetivos: irrefrenable, incontenible, inmarcesible, imperdonable, insoslayable, enardecido, delirante, heroico. Sonaron pasos cerca y apagó la radio con un sobresalto de miedo. Apagó la luz, se quedó quieto en la oscuridad. Oyó voces, entre ellas la del portero. Si venían a detener a alguien caminaría al lado de los milicianos de la patrulla con la misma inclinación con que lo cortejaba a él cuando cruzaba el portal. Llamaban a una puerta, al otro lado del rellano. Recorrió el largo pasillo en penumbra pisando con sigilo. Cayó en la cuenta de que el reloj de pared estaba parado. Hacía mucho que no le había dado cuerda. Se acercó a la puerta y pegó la cara a la mirilla, pero no oyó nada y no vio luz en el rellano. De noche y en la soledad escuchaba ruidos fantasmas y voces de ausentes, el sonido de los cubiertos en el comedor al final del pasillo, la radio y las voces de las criadas y el trajín de la cocina en el otro extremo de la casa. Más allá de las rendijas de los postigos cerrados a causa de las alarmas aéreas la calle Príncipe de Vergara y el horizonte de los tejados de Madrid eran una gran oscuridad tan poblada de temores como los bosques de los cuentos antiguos que él les leía a sus hijos cuando eran pequeños. Fulgores hipnóticos de faros, sirenas. En el silencio los pasos de alguien, una conversación, hasta el chasquido de un mechero, llegaban a la oscuridad de su dormitorio con la nitidez de un experimento acústico. Se echó sobre la cama en desorden sin quitarse la ropa y ni siquiera los zapatos y despertó de pronto con regusto inmundo a sardinas en aceite y con el corazón batiendo en el pecho. Temblaba la cama, la lámpara en la mesa de noche, la casa entera, y él no comprendía nada, en la confusión angustiosa del despertar, de dónde venía esa vibración, ese trueno prolongado y cercano. Las sirenas volvieron inteligible el estruendo: aviones enemigos, volando bajo y eligiendo sin prisa los objetivos de sus bombas en una ciudad sin más defensas antiaéreas que los disparos insensatos de fusiles y hasta de pistolas desde las azoteas contra los Junkers alemanes. Inmóvil, boca arriba, con una desgana más fuerte que el miedo, sintió una tras otra sacudidas menos poderosas que el estruendo de los motores que ya se alejaba. Bombardean barrios de pobres, no éste en el que saben que viven tantos de los suyos. Y nosotros no tenemos más aviación que algunos desechos franceses de la Gran Guerra y ni siquiera alarmas potentes que suenen de verdad estremeciendo el aire, sino penosas sirenas como de atracción de feria que algunos guardias de Asalto llevan montadas en las motocicletas y hacen girar con una mano mientras sujetan el manillar con la otra, dando tumbos por las calles a oscuras. A los silbidos y al retumbar hondo de las bombas se mezclaban cascadas de disparos de fusilería. Después hubo un largo silencio del que emergían sirenas de ambulancias y campanas de coches de bomberos. En el duermevela empezó a precisarse un recuerdo inesperado y muy vivido de Judith, que le produjo una excitación inmediata, el sonido que hacía la articulación de sus mandíbulas cuando estaba empezando a correrse, acariciada por él, tensa y desnuda a su lado, casi rígida, con los ojos cerrados, los talones rozando la sábana, una mano suya guiándolo, haciendo que apaciguara el ritmo de la caricia, apretando sus dedos para que presionaran el punto necesario, con la necesaria intensidad, lubricándolo con el flujo que los humedecía. Separaba un poco las mandíbulas, aunque respiraba por la nariz, muy fuerte, gimiendo apenas, presionando los dedos, apretando los músculos sobre ellos, extendiendo las puntas de los pies. Ahora él, en la oscuridad del dormitorio conyugal en el que Judith nunca había estado, sobre las sábanas arrugadas y sucias en las que no quedaban rastros del olor de Adela, quería imaginar sin éxito que era la mano de Judith la que estaba tocándolo, que al masturbarse con una urgencia brusca y mecánica invocaba el cuerpo y la cercanía obscena y delicada de ella. Pero era en vano, un espasmo inútil y todo estaba terminado, dejándole sólo una añoranza enconada y estéril, una sensación de ridículo, casi de vergüenza, un hombre de casi cincuenta años haciéndose una paja, en el insomnio de una ciudad en guerra. Ya clareaba cuando notó que se dormía, con una gota de humedad fría en el vientre, con el remordimiento de no echarse en seguida a la calle para seguir buscando al profesor Rossman.

Despertó creyendo que sería muy tarde. El disgusto de sí mismo era casi tan masticable como el sabor a sardinas en aceite que todavía le duraba en la boca. Pero no eran ni las ocho. Se dio una ducha, se lavó con furia los dientes, se afeitó los cañones grisáceos y blancos de la barba eludiendo su propia mirada en el espejo. Al menos aún había agua corriente y seguía teniendo ropa limpia y planchada en los cajones del armario (el portero protestaba cada vez que lo veía bajar la bolsa de la ropa sucia: por qué se molestaba, a su mujer no le importaba subir a recogérsela, incluso podía hacerlo él mismo). Iría a buscar de nuevo a Bergamín. Preguntaría otra vez en las oficinas y en los palacios incautados y en los cuarteles de milicianos que había recorrido el día anterior. Iría a la Dirección General de Seguridad, a la Casa del Pueblo, al Círculo de Bellas Artes, al cine Europa, al cine Beatriz, donde le habían dicho que como los sótanos estaban llenos de presos a algunos los custodiaban, con las manos atadas, en la misma sala en la que el público veía las películas. Se estaba ajustando la corbata delante del espejo del recibidor cuando sonó el teléfono: pero era la señorita Rossman, disculpándose por llamar tan temprano, quedándose callada un momento cuando él le dijo que aún no sabía nada, pero que no se preocupara, que precisamente ahora mismo estaba a punto de salir a la calle para continuar la búsqueda. Llamó al número de la secretaria de Bergamín y nadie contestó. La urgencia de la guerra no ha adelantado el horario de las oficinas españolas. Se acordó de un cartel que le había llamado la atención en el metro: ¡todos al frente! ¡Antes morir que retroceder! ¡El regimiento de balas rojas os llama! (Inscripción de 9 a 1 y de 4 a 7.) Ni siquiera para morir antes que retroceder se ampliaba el horario administrativo de inscripciones. Bajó a desayunar a una lechería cercana, en la calle don Ramón de la Cruz, de mostrador de mármol reluciente, de azulejos blancos. Parecía que estaba cerrada: golpeaba de una cierta forma en la persiana metálica y el dueño, que lo conocía, lo dejaba entrar, mirando rápidamente de un lado a otro de la calle, cerrando de nuevo. En la vida antigua y sin embargo cercana había subido cada mañana temprano por la escalera de servicio llevando la leche y la mantequilla que más les gustaban a sus hijos, y en verano les vendía helados suculentos de leche merengada. El mostrador y las paredes conservaban el resplandor blanco de siempre pero de la pared había desaparecido un almanaque con la Virgen de la Almudena y una estampa enmarcada del Cristo de Medinaceli. «A usted le abro porque le conozco y es de confianza, don Ignacio, pero ya me dirá qué hago yo si se me presenta una de esas patrullas con mosquetones y se me incautan las existencias de varios días. Se llevan un bidón de cien litros de leche porque dicen que son para los milicianos del frente o para los niños huérfanos y me pagan con un vale escrito a mano en un trozo de papel que ya me dirá usted para qué me sirve, o ni siquiera eso, levantan el puño y dicen todos con el mismo vozarrón ¡UHP! y ya parece que han pagado, y a ver quién les protesta. Ellos dicen que son todos hermanos proletarios, y yo qué soy, ¿un burgués? ¿No me he estado levantando cada día a las tres o las cuatro de la mañana desde que no me llegaba la cabeza al mostrador? El que no trabaja no come, dicen siempre. ¿Y si a mí me quitan lo mío, qué he de comer, matándome yo también a trabajar? ¿Y en qué trabajan ellos, que ni siquiera se molestan en ir al frente? ¿Y mis hijos qué comité ni qué Socorro Rojo Internacional va a alimentarlos si yo tengo que cerrar el negocio porque me lo roban todo, o si les da una mañana por decir que van a colectivizarme la lechería, o que soy un faccioso, y acabo con cuatro tiros delante de una tapia del cementerio de la Almudena, o en la Pradera de San Isidro, que vaya sitios que eligen para matar a la gente? Perdóneme que me desfogue con usted, don Ignacio, pero usted es un hombre de bien, y si me quedo aquí callado todo el día sin hablar con nadie me parece que va a explotarme la cabeza… ¿Usted cree que esto puede durar mucho todavía? Porque si la cosa no se remedia pronto yo me voy a quedar sin leche ni café en unos pocos días, hasta los sobres de azúcar se me están acabando. ¿No querrá usted otro café, a cuenta de la casa?» Era un hombre gordo, apacible, con una blandura mantecosa en la papada y en los brazos, como alimentada por la misma excelente mantequilla y la nata espesa que se preciaba siempre de vender a su distinguida clientela, de la cual ahora no quedaba casi nadie, casi todos huidos o escondiéndose y algunos de ellos sacados a empujones después de la medianoche y ejecutados no muy lejos de allí, en los desmontes y solares donde terminaba el barrio, después de las últimas farolas. Hablaba con Ignacio Abel y al mismo tiempo permanecía atento al vaso de café con leche y a la expresión de agrado o disgusto con que este raro cliente que no se había ido de Madrid ni parecía asustado estuviera bebiéndolo, y cada pocos segundos los ojos inquietos se le iban hacia la puerta a medio cerrar, cuando escuchaba pasos o un motor en la calle. El comerciante gordo y tranquilo que saludaba con ceremonia a las señoras del barrio y se sabía los diminutivos de todas las criadas ahora vivía agazapándose en la tienda que no había querido abandonar ni cerrar, el reducto de mostrador blanco y azulejos blancos en el que había puesto el esfuerzo de toda su vida, los madrugones inhumanos, el ahorro céntimo a céntimo, la obligación del servilismo hacia los señores, que le exigían tratamiento de don o doña o señora de y hasta señora marquesa y sin embargo algunas veces no le pagaban las cuentas de la leche; y ahora, sin comprender por qué, él que no se había metido en nada, que no era político, tenía que vivir asustado, dijo, bajando la voz, temiendo que cualquiera viniese a quitarle lo que era suyo o a pegarle cuatro tiros. Tenía el miedo en los ojos ligeramente saltones, en el temblor de la papada: hablaba con Ignacio Abel y de pronto se veía en sus ojos que la confianza hacia el vecino bien conocido y de aspecto respetable no llegaba a eliminar la punzada del miedo, porque había quien delataba por salvarse a sí mismo, por congraciarse con una cuadrilla de verdugos, y quién sabía si este hombre seguía viviendo tan tranquilo en el barrio porque en el fondo era cómplice de los pistoleros que venían de noche a registrar las casas y a llevarse detenida a gente que ya no regresaba nunca. El gesto afable era el mismo en su cara carnosa pero ahora el miedo había pasado como una sombra por su mirada que se volvió huidiza mientras cobraba el café con leche y agradecía la propina. Había que fijarse mucho para distinguir el miedo, porque se sabía que mostrarlo abiertamente habría sido un signo delator, y más en este barrio, tanto como comprar bujías de una cierta potencia para sintonizar en habitaciones interiores cerradas las emisoras del enemigo o como deslizarse un domingo por la mañana muy temprano hacia la puerta lateral de una iglesia aún no convertida en garaje o almacén en la que se seguían diciendo misas.

Pero el miedo, si uno ponía la suficiente atención, podía distinguirlo también en las caras que mostraban una seguridad más firme o más insolente: la del portero, por ejemplo, que a pesar del mono azul, el correaje y la boina seguía inclinándose como si todavía llevara librea y gorra de plato ante los vecinos pudientes o simplemente dudosos a los que tal vez denunciaría a continuación; y que aunque ahora levantaba el puño en la acera al paso de los desfiles se acordaba bien de haber defendido en un corro de repartidores y criadas del vecindario a los partidos que él llamaba de orden y de haberse ido de la lengua celebrando en la lechería o en la tienda de ultramarinos las hazañas de la Legión contra los mineros sublevados el año 34 en Asturias. Alguien podía acordarse. Alguien daba un nombre con la esperanza de desviar hacia otro el peligro. Ignacio Abel veía acercarse una cara conocida (tal vez un vecino que se había atrevido a salir a la calle intentando con torpeza disimular su condición de burgués, yendo sin afeitar, sin corbata, con una boina y no con sombrero) y distinguía el miedo en los ojos que eludían los suyos. No podía verlo en su cara pero sentía su efecto y la imaginaba desconocida y asustada y empeñándose en un disimulo imposible cuando una patrulla armada venía hacia él o un automóvil se detenía a su lado con chirrido de neumáticos o cuando de noche sonaban pasos como subiendo a galope por las escaleras de mármol de su edificio demasiado opulento. Y aunque no hubiera visto nunca antes a su cuñado Víctor sólo al mirarlo la mañana anterior en el paseo de Recoletos habría reconocido en su cara el estigma del miedo que lo separaba de los otros, de la gente con la que tan vanamente quería confundirse, escondiéndose en la plena luz del día y en medio de la multitud: pero el miedo estaba en los ojos, en la manera en que se desviaban fugazmente hacia un lado y hacia otro, vigilando los flancos, en la tensión especial de la piel sobre los huesos de los pómulos y en el movimiento involuntario de la mandíbula. Pero quién nos iba a aceptar que tenía miedo, ni siquiera en el secreto de la intimidad, cada uno su dosis del gran miedo universal y no nombrado que era posible disimular en la claridad del día pero que se volvía tangible en cuanto anochecía y las calles se despoblaban, más ahora que oscurecía antes y que se empezaba a intuir, en el frío de los amaneceres, que acabaría el verano pero la guerra seguiría prolongándose y que la llegada del invierno la iba a hacer todavía más cruenta, dándole la realidad definitiva que ahora le faltaba, al menos para los que la veían de lejos, en las fotos de los periódicos que leían en los cafés y en los desfiles que pasaban, casi siempre con un efecto más festivo o escenográfico que militar, acompañados o precedidos a veces, como las procesiones religiosas del tiempo anterior, por grupos de niños con gorros de papel, escopetas de madera y tambores hechos con latas de conservas.

Iba por la calle en el segundo día de su búsqueda del profesor Rossman y en cada cara reconocía una modalidad y una dosis distinta del miedo, más visible cuanto más disimulada, cuanto más envuelta en euforia o en indiferencia o en chulería o en simple hosquedad. Vio el miedo en las familias de campesinos fugitivos que subían por la calle Toledo, asustados aún por el recuerdo de lo que habían visto, más asustados todavía por el estruendo y la escala de la ciudad; lo vio en la gente que salía del metro o se bajaba del tranvía en las últimas paradas, en los descampados donde él también empezó a buscar esa mañana la cara del profesor Rossman entre los cadáveres; en las caras de los muertos el miedo había desaparecido o era una mueca grotesca; le sorprendía que muchos de ellos yacieran de costado, con las piernas encogidas, la mano como a manera de almohada, como si les hubiera sobrevenido un sueño muy profundo y se hubiera tendido para dormir en cualquier sitio, a la intemperie. Pero el miedo estaba también en quienes habían ido por gusto a pasearse entre los cadáveres y señalaban con el dedo alguna actitud que les parecía cómica o ridícula y usaban el pie para darle la vuelta a una cara caída sobre la tierra. Había miedo en las carcajadas igual que lo había en el silencio; en la indiferencia fatigada de los operarios municipales que cargaban los cadáveres en los camiones de basura y limpieza y en la pulcritud de los funcionarios del juzgado que levantaban acta consultando el reloj para anotar la hora del hallazgo. Varón sin identificar, heridas de bala en la cabeza y en el pecho, autor o autores desconocidos. Volvió a buscar a Bergantín y aún no había llegado a su despacho y había una secretaria que no era la del día anterior y no sabía nada de las gestiones para resolver la desaparición del profesor Rossman, pero tomó nota de todo otra vez, por si acaso, también de la dirección de Ignacio Abel y de su número de teléfono. Subió en marcha a un tranvía que iba Castellana arriba y se bajó a la altura del Museo de Ciencias Naturales y del camino de acceso a la Residencia de Estudiantes. ¿Era Negrín quien le había dicho con una pesadumbre ultrajada que también allí aparecían cadáveres de ejecutados todas las mañanas? «En nuestros campos de deportes, mi querido Abel, junto a las tapias del museo, a un paso de mi pobre laboratorio, que está cerrado desde hace no sé cuánto tiempo.»

—Los oigo muy cerca desde aquí, cada noche —dijo Moreno Villa, muy pálido, envejecido y más flaco, sin afeitar, como un mendigo o un mártir de aquellos cuadros de Ribera que tanto le gustaban, porque se estaba dejando la barba.

La Residencia era ahora un cuartel de milicianos y de guardias de Asalto. Junto a la recepción estaba el cuerpo de guardia, un desorden de hombres armados que entraban y salían con fusiles al hombro, de jergones repartidos por el suelo y olor a tabaco y a rancho. Las paredes estaban llenas de carteles con consignas pintadas a mano y el suelo de colillas. En el corredor que llevaba al cuarto de Moreno Villa había camas de hospital ocupadas por milicianos heridos y el olor del aire era entonces a desinfectantes y a sangre, y había un zumbido de moscas y un rumor de conversaciones en voz baja. Caras amarillentas y mal afeitadas se volvían sin curiosidad a su paso, miradas poseídas por una forma de miedo que no se parecía a ninguna de las otras, el miedo sobrio y hermético de los que han visto la muerte.

—Oigo el motor de un auto subiendo la cuesta, y luego las puertas que se abren y se cierran, las órdenes, a veces las carcajadas, como si hubiera una juerga. Después la descarga cerrada, y los tiros de gracia. Contando los tiros de gracia sé a cuántos han matado. A veces son muy torpes o están borrachos y entonces la cosa tarda mucho más.

Moreno Villa, en su cuarto espacioso y ascético, la celda del anacoreta en que se había convertido de tanto no ver a nadie ni aventurarse muchos días ni siquiera al jardín de entrada de la Residencia, ahora ruidosamente ocupado por camiones y motocicletas de la Guardia de Asalto. Salía únicamente para acudir a su trabajo en los archivos del Palacio Nacional, con una puntualidad de funcionario cumplidor que nadie le pedía. El presidente de la República, que tenía su despacho cerca de la oficina de Moreno Villa, le había pedido que se quedara a dormir en el palacio. Él prefería volver cada tarde a la Residencia, tan incongruente ahora en ella, entre los milicianos y los heridos, como en cualquier otro lugar de Madrid, con su traje antiguo y sus botines, con la corbata de lazo que se había acostumbrado a llevar desde que volvió de los Estados Unidos, de aquel viaje sobre el que había escrito un libro breve, muy bien impreso, casi confidencial, como todos los suyos, un libro de escritor que goza de un vago prestigio pero al que no lee nadie. Estaba igual que lo había visto Ignacio Abel casi un año atrás, rodeado de libros y de láminas con dibujos preparatorios, sentado cerca de la ventana, delante de un pequeño bodegón inacabado, tal vez el mismo que acababa de comenzar entonces, a últimos de septiembre, en el pasado remoto de menos de un año.

—A estas horas ya se han llevado los cadáveres. Viene una brigada municipal en un camión de basura muy lento. Lo reconozco por el ruido del motor. Vienen al poco de amanecer, supongo que porque ya están de retirada. Si a su amigo de usted lo trajeron por aquí esta noche pasada ahora estará en el depósito. Rossman se llamaba, ¿verdad? O se llama todavía, pobre hombre, quién sabe. Me acuerdo que alguna vez hablé con él.

—El año pasado, en octubre. Vino a mi conferencia.

—Qué raro, ¿verdad? Acordarse de cualquier cosa que haya pasado antes de que empezara esto. Las cosas ocurren y ya parece que eran inevitables, y que cualquiera habría podido predecirlas. Pero quién nos iba a decir a nosotros que nuestra Residencia iba a acabar convertida en cuartel. En cuartel y también en hospital, desde hace unos días. Ahora aparte de los tiros por la noche tenemos que oír los quejidos de esos pobres muchachos. Usted no sabe cómo gritan, Abel. Parece que no hay medicinas suficientes, que no hay calmantes, ni anestesias, ni nada. Ni gasas buenas hay para sujetar las hemorragias. Salgo de la habitación y me encuentro charcos de sangre en el suelo. Nosotros no sabíamos lo pegajosa que es la sangre, lo escandalosa que es, la cantidad de sangre que cabe en un cuerpo humano. Creíamos ser hombres hechos y derechos, con experiencia, con juicio, y no éramos nada ni sabíamos nada. Y lo poco que sabíamos es ridículo y no sirve para nada. Estuvo aquí alojado don José Ortega unas semanas, antes de irse de España, como tantos otros. Estaba muy enfermo. Daba dolor verlo sentado en una hamaca al sol, como un viejo, con la boca colgando, palidísimo, amarillo, con ese mechón que él se peinaba siempre con tanto cuidado para disimular la calva pegado a ella como con saliva. Nuestro gran filósofo, el que tenía palabras tan prolijas para todo, callado como un muerto, mirando al vacío, muerto de miedo, igual que todos nosotros, o algo más, porque tenía miedo de que su fama lo perjudicara, de que no lo dejaran irse de España. No sé si sabe usted que vinieron unos cuantos a pedirle que firmara aquel manifiesto de intelectuales a favor de la República. Bergamín, Alberti, alguno más, todos ellos ya con botas y correajes, con pistolas. Pero don José no firmó. Tan enfermo como estaba, con fiebre, tan asustador Se marcharon y se puso mucho peor. Me acercaba a él para preguntarle por su salud y ni me contestaba. Sus hijos salían disparados después del desayuno para explorar las tapias del museo y los campos de deportes buscando cadáveres.

—¿Y a usted no le pidieron que firmara el manifiesto?

—Yo no soy lo bastante famoso. Es la ventaja de la invisibilidad.

—El pobre Lorca no la tuvo.

—Se fue de Madrid porque tenía miedo de que le ocurriera algo. Tomó el expreso un día después de que mataran al teniente Castillo y a Calvo Sotelo, el trece de julio. Yo había hablado con él unos días antes. Estaba muy asustado. Como no sentía vergüenza de ser miedoso se daba más cuenta de lo que iba a pasar.

—Yo lo vi desde un taxi. Estaba sentado en la terraza de un café en Recoletos, con un traje claro, fumando un cigarrillo, como si esperara a alguien. Le hice una señal pero creo que él no me vio.

—Ahora nos pasamos la vida haciendo memoria de la última vez que hicimos algo o que vimos a un amigo. Nos da miedo pensar que de verdad fue la última. Antes nos despedíamos sin reparar en nada, como si fuéramos a vivir siempre, como si las cosas tuvieran que repetirse idénticas durante un futuro ilimitado. Cuántas veces nos habremos dicho adiós usted y yo, amigo Abel, nos habremos cruzado si llevábamos prisa sin más ceremonia que tocarnos el sombrero de una acera a otra. Ahora sabemos que cuando nos digamos adiós esta vez no es improbable que no volvamos a vernos nunca.

—Es muy peligroso que esté viviendo usted solo aquí, tan apartado de todo. Véngase a mi casa. La tengo entera para mí. Una de las criadas se quedó con mi familia en la Sierra y la otra no ha vuelto a dar señales de vida. Estará usted más protegido y nos haremos compañía.

—No se preocupe por mí, amigo Abel. ¿Quién va a querer hacerle nada a un viejo?

—Ni es usted tan viejo ni está a salvo del peligro. Nadie lo está. Yo mismo me salvé casi por casualidad, en el último momento.

Qué habrá sido de Moreno Villa, sedentario y tenaz, empeñado en vivir igual que si el mundo no se hubiera derrumbado en torno suyo, solo en la Residencia, deambulando por pasillos y aulas a los que no volverán los estudiantes extranjeros de los cursos de verano que se marcharon hacia finales de julio, donde ya no sonaban las hermosas voces exóticas que él amaba tanto. Ahora se desvelaba oyendo en la oscuridad disparos, motores de automóviles, órdenes secas, a veces carcajadas.

—¿Sabe de qué me acuerdo mucho últimamente, Moreno? De un artículo que publicó usted el año pasado, sobre las ganas que parecía tener todo el mundo de matar a su adversario. Yo pensé que usted exageraba.

—Yo también me he acordado. «Yo los mataba a todos», le puse de título. Luego lo vi en El Sol y casi me dio vergüenza, haber usado yo también esas palabras, aunque fuera para ponerme contra ellas. Hay palabras que no deberían escribirse, ni decirse. Se dice algo sin estar muy convencido en el fondo o pensando que no importa mucho y al haberlo dicho ya está empezando a ser verdad.

Se quedaron callados, incómodos en el silencio que no acertaban a romper. Un cornetín de órdenes vino de muy cerca, del jardín delantero de la Residencia. En los campos de deportes grupos de milicianos hacían instrucción marcando el paso al ritmo monótono de un tambor.

—Y usted, Abel, ¿piensa marcharse también?

Tardó un poco en contestar: cómo iba a creerse Moreno Villa que si se marchaba, o si intentaba hacerlo, era porque tenía previsto su viaje desde mucho antes de que comenzara lo que aún no se acostumbraban a llamar la guerra, porque en ese tiempo anterior que ya estaba tan lejos como un sueño le habían invitado a pasar un curso en una universidad americana, a dar clases y tal vez a diseñar el edificio de una biblioteca. Otros se habían ido ya, aprovechando privilegios, fingiendo misiones internacionales, enfermedades que requerían tratamiento en el extranjero. Del mismo Ortega ahora murmuraban que en realidad no estaba tan grave cuando se marchó, que en el fondo simpatizaba con los fascistas o incluso estaba de algún modo comprometido con ellos y temía las represalias. Las palabras de Ignacio Abel decían la verdad, pero sonaban a falso, incluso en sus mismos oídos; sonaban a la mentira de quien va a desertar y repite una explicación, una coartada digna, más aún cuando se oyó decir que lo peor de todo era no tener noticias de su mujer y de sus hijos, que se quedaron en el otro lado del frente de la Sierra, tan cerca y a la vez en otro mundo, en el otro país que ahora era el reverso de éste, aunque los dos compartieran una temperatura semejante de delirio, un grado idéntico de irrealidad. «Tenía previsto llevarlos conmigo», dijo, sabiendo que no era del todo verdad; sabiendo que contaminaba de mentira su dolor verdadero por la ausencia de sus hijos; imaginando que tal vez Moreno Villa sospechaba otras razones, no sólo la posible cobardía y la intención de huir de lo que sucedía en España; también lo que era probable que hubiera descubierto o le hubieran contado, en un Madrid tan enrarecido y chismoso, más aún viviendo en la Residencia, habiendo conocido a Judith, asistido con su mirada perspicaz de solterón enamoradizo a los primeros encuentros entre Ignacio Abel y ella. Por vanidad o falta de imaginación uno cree que los demás viven pendientes de él y comparten sus obsesiones. A Ignacio Abel la pregunta y la mirada triste y atenta de Moreno Villa le inquietaba como una indagación en los secretos de su conciencia, pero era probable que mientras él hablaba y percibía en su propia voz un tono de impostura o de culpa Moreno Villa estuviera pensando en otra cosa, tan preso de sus cavilaciones y de sus incertidumbres como él, igual de trastornado por la irrupción de un mundo vertiginoso y sanguinario que no comprendía, del que le era imposible huir y al que ni siquiera podía dar la espalda.

Se despidió prometiéndole que volvería y en la ladera umbrosa de la colina sobre la que se alzaba la Residencia como una torre vigía hacia las afueras de Madrid buscó rastros de cadáveres, huellas de neumáticos, algún indicio de que el doctor Karl Ludwig Rossman había sido uno de los ejecutados esa noche o alguna de las noches recientes. El olor a jara, a tomillo y romero le hizo acordarse con dolor de sus hijos, del jardín en la casa de la Sierra y la vereda hacia la laguna. Veía a su alrededor más a los muertos que a los vivos y pasaba los días y las noches acosado por ausencias más poderosas que la cercanía de las personas tangibles. Con mucha más realidad que él mismo su casa en penumbra la habitaban las ausencias de Adela y de los niños. Al entrar en la Residencia en busca de Moreno Villa el vestíbulo convertido en cuerpo de guardia de un cuartel y las escaleras en las que resonaban sus pasos habían circundado la figura ausente de Judith Biely. Ahora buscaba rastros de cadáveres entre la hierba seca y lo que tenía en la memoria eran las pisadas gráciles de Judith que venía hacia él a la caída de la noche entre la arboleda iluminada por globos de papel mientras sonaba muy cerca una música de baile difundida por el altavoz de una radio: Judith todavía recién entregada y secretamente suya, mirándolo entre los alumnos extranjeros que conversaban en las mesas de hierro con una complicidad que sólo él advertía. Detrás de la cúpula solitaria del Museo de Ciencias Naturales circulaba la acequia que llamaban el Canalillo. Cuando llegaba el buen tiempo se instalaban allí las mesas y las sillas metálicas, las guirnaldas de bombillas de un merendero, colgadas entre las ramas de los árboles. En la pared de la caseta clausurada del merendero la cal estaba desconchada por picotazos de disparos y tenía manchas y chorretones de sangre reciente que había goteado hasta el suelo. Había zapatos tirados entre la maleza seca del verano, zapatos viudos, desparejados, algunos de mujer, algunos cuarteados por la intemperie y otros, los que más inquietaban, todavía con el brillo de una limpieza reciente. Pisaba cosas que crujían: un cartucho de escopeta de caza, los cristales de unas gafas. Examinó con cuidado la montura y no se parecía a la de las gafas del doctor Rossman. En la mañana fresca de finales de agosto el ruido de las chicharras se mezclaba al del caudal de agua en la acequia. Más allá de la sombra de los chopos Madrid se extendía como una ciudad apaciguada por el sosiego del verano, ajena al crimen y a la guerra, de la que a esa distancia, desde la colina de la Residencia, no había ni un signo visible, ni la columna de humo de un incendio.