25

No volvería a verla nunca. Lo supo con la certeza física de un pinchazo o una contracción en el estómago; con la sensación de vértigo de no encontrar un peldaño en la oscuridad: como el sobresalto de esas veces en que a punto de dormirse el corazón parecía pararse durante un segundo o saltar un latido. Lo supo según la expectación segura del deseo se fue convirtiendo en incertidumbre cuando el tren ya entraba en Madrid; cuando bajó del vagón apenas chirriaron los frenos y apresuró el paso entre el gentío del andén buscando la salida más cercana y la parada de taxis. Judith le había prometido un encuentro que él no sabía si era una despedida o una reconciliación y hasta unos minutos antes de la hora no se le ocurrió pensar que ella pudiera no presentarse. La deseaba tanto que no aceptaba la idea intolerable de no verla, después de tantos días separado de ella, de llamadas de teléfono en vano y cartas sin respuesta. Chocaba con la gente por el vestíbulo en el que los grandes ventiladores del techo no disipaban la densidad caliente del aire. La bullanga de los excursionistas de cada domingo por la tarde tenía un ingrediente bronco de insolencia y motín: pañuelos rojos al cuello, camisas vagamente marciales con grandes cercos de sudor en los sobacos, hombres y mujeres muy jóvenes mezclados en un descaro de fraternidad entre sexual y revolucionaria, coreando consignas, enardecidos por su condición de multitud. Notaba miradas de desafío dirigidas a su corbata o a sus zapatos, a su visible condición de burgués. Hasta su edad lo volvería sospechoso para ellos. Qué lejos estaba de aquella gente tan joven que había ido invadiendo el tren en cada una de las paradas de la Sierra: lejos no de su jactancia o de su extremismo político sino de su misma juventud. Oía gritos de vendedores, silbidos de trenes, himnos, fragmentos de conversaciones al pasar. Todo era mucho más borroso que el pinchazo en el estómago y en el costado, la presión en las sienes, el sudor que le empapaba la camisa, el filo interior del sombrero oprimiendo la frente, el nudo de la corbata apretándole el cuello. Niños con gorras y harapos de mendigos voceaban los periódicos de la tarde, agitando las anchas hojas recién impresas, tinta negra corrida en titulares enormes. En los altavoces resonaban las llamadas para las salidas de los trenes. Veía borrosamente grupos de guardias en los vestíbulos de la estación y paisanos armados. Si lo hacían detenerse para pedirle la documentación o para preguntarle algo perdería la oportunidad de encontrar un taxi. Los taxis son lo primero que desaparece cuando hay un tumulto. Tantos hombres armados y muy pocos de ellos vestían uniforme. Hombres con fusiles, con alpargatas, gritando órdenes sin quitarse los cigarros de la boca. Hombres jóvenes con fusiles en las manos y pistolas terciadas en la correa del pantalón, con pañuelos rojos o rojos y negros al cuello. El tren había venido tan despacio que ya eran más de las siete y Judith estaría empezando a impacientarse. Con suerte, si encontraba un taxi, podría llegar a casa de Madame Mathilde antes de las siete y media. Quizás debería llamar desde una cabina o desde el teléfono del café de la estación para avisar de que iba a retrasarse pero estaba en camino. Palpaba la cartera, buscaba monedas sueltas por los bolsillos mientras seguía avanzando hacia la salida. Pero si se paraba a llamar y el teléfono estaba ocupado o no funcionaba perdería en vano un tiempo decisivo. A un hombre gordo y bien vestido que caminaba delante de él y que había venido en su mismo vagón lo habían hecho detenerse y lo zarandeaban registrándole la ropa. Una cartera y un puñado de monedas y llaves se le cayeron ruidosamente al suelo y una nube de golfos empezó a pelearse para recogerlas mientras los hombres armados reían a carcajadas. Los guardias, muy cerca, miraban sin hacer nada. «Esto es un atropello», repetía el hombre, congestionado, cuando Ignacio Abel pasó junto a él, procurando no encontrar la mirada de nadie. «Un atropello incalificable.» Apretó el paso, las mandíbulas, el corazón golpeando en la oquedad del pecho. Si lo hacían pararse perdería para siempre a Judith —Biely, si no encontraba un taxi. La vida entera puede depender de un minuto. De una furgoneta que había frenado bruscamente vendedores veloces y ansiosos descargaban grandes paquetes de periódicos. Logró comprar uno y lo miró por encima mientras salía a toda prisa. El gobierno de la República domina la situación y afirma que no tardará muchas horas en dar cuenta al país de estar dominada la situación. Por lo pronto no parecía que dominaran la sintaxis. Pero quizás Judith tampoco había podido llegar a tiempo. Andaría perdida como él en otro extremo de la ciudad, sin tranvías ni taxis, interrumpida en su caminata por uno de aquellos grupos armados, asustada tal vez. Las Fuerzas de Seguridad y de la Guardia Civil Ovacionadas en las Calles de Madrid. Pero no tenía miedo de nada y además era extranjera. Querría verlo todo y escribir una crónica de lo que estaba pasando. O quizás se había marchado de Madrid. Sus amigos de la embajada le habían dicho que durante un tiempo iba a ser peligroso seguir en España. Philip Van Doren la había invitado a unirse a él en Biarritz a finales de julio. Lo que yo habría querido era irme contigo pero ya no puedo seguir deseando cosas imposibles. Van Doren sonreía, con un gesto despectivo y no del todo masculino de la mano que descartaba cualquier peligro serio como si apartara una nube de humo de tabaco. «Mientras se maten uno a uno y por turnos no pasará nada. Un comunista, un falangista; una obrera, un patrono; en los países católicos hay un talento para los entierros elocuentes; hasta los anarquistas imitan la pompa católica cuando van a dar sepultura a uno de los suyos; ¿y no hablan todos de mártires, profesor Abel? Un derramamiento de sangre bien administrado garantiza la paz social.» Recordaba la sangre derramada del falangista o comunista que vendía periódicos una tarde de mayo en la acera de la calle de Alcalá: el charco escarlata, brillante al sol, pegajoso, manchándolo todo, brotando de un agujero negro. La sangre de los mártires. Hasta la última gota de sangre. La sangre que lavará las injurias. Salió de la estación sin que lo detuviera nadie, los ojos bajos, la cartera apretada bajo el brazo, el periódico entre las manos sudadas. El general Queipo de Llano ha decretado facciosamente el estado de guerra en Sevilla. Pero no había ningún taxi en la parada. Al amanecer se emprenderá una acción enérgica sobre aquellos lugares en que existan núcleos rebeldes. El tiempo huyendo, minuto a minuto, Judith sentada en el sillón del dormitorio, no en la cama, no desnuda como otras veces en que para aprovechar cada minuto ya se había quitado la ropa cuando él entraba en la habitación, desconcertado por la penumbra. Nunca más volvería a verla desnuda. La idea tenía la consistencia seca de un golpe, la materialidad de un espasmo de dolor. La Unión General de Trabajadores ordena huelga general en todos aquellos sitios donde se haya declarado el estado de guerra. La imaginación lo atormentaba ofreciéndole los pormenores visuales de lo que no iba a encontrar. La melena rubia de Judith en el contraluz de la ventana con los postigos entornados, su figura en el gran espejo que hay delante de la cama, las piernas cruzadas, un hilo de humo subiendo del cigarrillo que ha encendido mecánicamente pero que no fuma, malhumorada por el calor, cansada de la espera. Se incendia un yate y para evitar que el fuego se propague tratan de hundirlo con un submarino. Estará mirando el reloj, con su impaciencia americana, arrepintiéndose de haber accedido a este encuentro que tal vez no deseaba. En la explanada batida por el sol de la tarde de julio sonó un estrépito como de petardos y alguien le gritó algo a Ignacio Abel haciéndole un gesto desde el quicio de una puerta. Se tiró al suelo sin darse mucha cuenta de lo que hacía, sin soltar la cartera, el cuerpo aplastado contra las aristas candentes de los adoquines. Delante de él un hombre se tapaba la cabeza con las dos manos. Notaba en el pecho la vibración de un tren subterráneo. Un poco más allá, a la sombra del toldo de un café, varias personas se protegían detrás de un hombre en camiseta que apuntaba un fusil hacia las terrazas de enfrente. Miraban como si se hubieran refugiado de un chaparrón repentino y buscaran en el cielo los signos de que iba a escampar. Los disparos aislados se convirtieron en ráfagas, luego se hizo el silencio. Como obedeciendo una consigna Ignacio Abel y el hombre que se había tendido en el suelo delante de él se levantaron, limpiándose la ropa, y la gente protegida bajo el toldo del café se dispersó, dejando solo al que seguía apuntando el fusil, ahora en otra dirección. Volvían a circular coches. Una mujer no se levantaba. No estaba tendida boca abajo, sino de costado, como si se hubiera echado un momento a dormir en medio de la explanada frente a la estación. El otro hombre se acercó a ella, con una curiosidad sin alarma. Era el gordo al que había estado cacheando la patrulla en la estación. Parado junto a la mujer sacó un pañuelo blanco: absurdamente Ignacio Abel pensó que iba a limpiarse el sudor de la papada. Agitó el pañuelo pidiendo ayuda, sin lograr que se detuviera ninguno de los automóviles que pasaban cerca del cuerpo caído. Sus ojos encontraron los de Ignacio Abel: reconociéndolo del tren, imaginando que sería uno de los suyos, porque llevaba traje y corbata, porque tenía más o menos su edad; que podía contar con su ayuda. Pero Ignacio Abel apartó la mirada, deteniendo a un taxi que venía, súbitamente aparecido, urgiendo al conductor para que acelerara. Vio los ojos observándolo en el retrovisor. Se palpó la cara y tenía un poco de sangre en los dedos, el escozor de un arañazo en un pómulo. Se lo había desollado al aplastar la cara contra los adoquines. Si no tenía cuidado se mancharía la camisa, el lino claro de la chaqueta de verano. Llevaba consigo la cartera de mano pero había perdido el sombrero y el periódico. El hombre gordo lo había visto tomar el taxi y alejarse con un gesto de decepción en los brazos caídos, el pañuelo colgando inútil de su mano derecha. «Si no se me pone usted delante no le habría parado. Le hago a usted el servicio y me quito de en medio. Tal como están las cosas o me pegan un tiro o me roban el coche, que no sabe uno qué es peor. Pero he visto que usted es una persona de orden y me ha dado apuro, y tampoco era cosa de llevárselo por delante…» A Ignacio Abel se le desvanecían en el aire las palabras del taxista, igual que las imágenes al otro lado de la ventanilla, o la impresión del tiroteo y de yacer tirado y vulnerable en un gran espacio abierto. «… lo mismo que en el 32, con Sanjurjo, y que en el 34, cuando lo de Asturias. Se ve que toca cirio cada dos años…» El taxista no claudicaba, buscando en el retrovisor la cara del pasajero obstinadamente silencioso, tan bien vestido que probablemente simpatizaría con los sublevados, y por eso callaba. «… por la parte de O'Donnell la cosa estará más tranquila, pero nunca se sabe. Yo por si acaso me voy para casita y mañana Dios dirá, a lo mejor mañana ya se ha pasado todo, aunque yo esto lo veo más negro que un nublado, ¿no le parece a usted?…» Palabras deshaciéndose, grumos de sensaciones desapareciendo mientras miraba una y otra vez el reloj y lo dominaba la alarma cada vez que el taxi daba un frenazo y parecía a punto de quedar atrapado: lo rodeaban grupos confusos de gente; el taxista hacía sonar la bocina y retumbaban golpes furiosos contra las chapas; una camioneta descubierta llena de hombres que agitaban banderas les impedía el paso (hacían ademanes fatigados, como en los tiempos muertos de un desfile de carnaval); no iba a salir nunca de las calles del centro hacia las amplitudes despejadas del barrio de Salamanca, más allá del Retiro, de los hotelitos con jardines de la calle O'Donnell, que habían sido siempre, desde el otoño pasado, la anticipación de sus encuentros con Judith Biely, el territorio fronterizo y escasamente edificado del final de Madrid donde no era probable que alguien pudiera sorprenderlos cuando entraban a casa de Madame Mathilde o salían de ella, furtivos, por separado, impacientes de deseo o desconcertados por la luz del día después de una o dos horas de penumbra.

Cuanto más cerca estaba tenía más miedo. Quería adelantarse al tiempo y se echaba hacia delante en el asiento del taxi, la pierna derecha moviéndose rítmicamente, recibiendo en la cara el aire caliente que entraba por la ventanilla cuando empezaron a avanzar más rápido. Buscaba signos de lo que iba a sucederle al cabo de unos pocos minutos, profecías del porvenir inminente. Su imaginación escenificaba agotadoramente desenlaces posibles. Entraba en la casa y Judith acababa de marcharse. Caminaba por el corredor de paneles de maderas oscuras poco iluminado detrás de la criada sigilosa y en el último momento se adelantaba a ella para abrir cuanto antes la puerta de la habitación y ver a Judith sentada en la cama, con sus zapatos de tacón y su vestido de calle, como recién llegada a un hotel. Salía del taxi y al empujar la verja con el mismo gesto de otras veces la descubría cerrada. Tiraba de la campanilla cuyo eco débil le llegaba desde el interior de la casa y en el sonido que tantas veces había sido el preludio de su encuentro con Judith había ahora algo nuevo que no sabía lo que era pero que le advertía de antemano que no iba a encontrarla. La sirvienta le abría y antes de que tuviera tiempo de decirle nada o de mover la cabeza negativamente él comprendía que Judith no había venido. El pánico y el deseo le tomaban la delantera haciéndole asistir a espejismos de lo que aún no había sucedido. Una mujer sola y joven a la que vio por la ventanilla cuando el taxi ya aminoraba la marcha fue por un momento Judith, que se marchaba de casa de Madame Mathilde después de esperar durante una hora. Los rasgos deseados se disolvieron tan rápido como la palabrería del taxista o el espectáculo borroso de la agitación en las calles del centro. Pagó a toda prisa con un billete arrugado y tardó un poco más en salir porque estuvo buscando el sombrero hasta caer en la cuenta de que lo había perdido. En el final de la calle O'Donnell, ancha y despejada, con un horizonte abierto en el que iban a perderse las filas de árboles y los rieles y los tendidos eléctricos del tranvía, Madrid era de nuevo la ciudad deshabitada de las tardes de domingo en verano, paralizada por un calor polvoriento que no aliviaban las hileras de árboles demasiado jóvenes, sumida en un silencio de balcones clausurados. Sin sombrero se sentía inseguro y desprotegido en la calle. Se pasó la mano por el pelo, se ajustó la corbata, se limpió el pantalón, manchado al tirarse boca abajo en la explanada. En cuanto la sirvienta de Madame Mathilde lo viera con la cabeza descubierta y con un moretón en la cara tendría un gesto instintivo de reprobación. Tardaría unos segundos más en franquearle la puerta. Cada paso que daba iba acercándolo a una revelación indudable; fuera la que fuera aboliría el tormento minucioso de la incertidumbre. La verja cedió sin resistencia a su empuje excesivo. En el jardín había una fuente de taza sin agua coronada por una ninfa de yeso. Los postigos de las ventanas parecían más hostiles que nunca a la claridad exterior, a la posible indagación de quienes pasaran junto a la verja sospechando que la casa de apariencia tan digna no era la residencia de una familia próspera. En cuanto subiera unos pocos peldaños y pulsara el timbre eléctrico que provocaba en el interior de la casa una resonancia amortiguada de campanas sabría cuál iba a ser la forma definitiva de su vida. Pero no solicitaba un porvenir duradero y sin angustia, tan sólo una hora, el encuentro más breve, tan sólo la posibilidad de mirar de cerca a Judith Biely, de oír su voz; tal vez cuanto más limitada fuera su petición más esperanza habría de que le fuera concedida; humillándose facilitaría la benevolencia del azar; no intentaría abrazarla siquiera; le bastaría con estar a su lado y tener los minutos suficientes para decirle lo que era necesario y lo que no había dicho con claridad hasta entonces. Apretó el timbre y nadie venía a abrirle. El eco de campanas que Madame Mathilde debía de encontrar distinguido se desvaneció sin respuesta. La casa no estaba vacía porque en alguna parte se escuchaba una confusa emisión radiofónica. Pulsó de nuevo y la cara desconfiada de la sirvienta apareció en una apertura más estrecha que otras veces entre el marco y la puerta. Si no le decía nada y lo guiaba hacia la habitación de siempre era que Judith estaba esperándolo. La sirvienta llevaba un vestido negro y una cofia y por indicación expresa de Madame Mathilde no se pintaba los ojos ni los labios. Cerró la puerta y con la misma sonrisa débil y la docilidad silenciosa de otras veces le indicó que la siguiera, aunque él sabía bien el camino hacia la habitación. No le preguntó si Judith había venido: decir algo habría sido arriesgarse a ahuyentar una esperanza frágil. Al abrir la puerta la sirvienta bajó la cabeza y se hizo a un lado. Cuando él no se atrevía aún a mirar hacia el interior la voz de la sirvienta desmintió de antemano la posibilidad de que Judith ya estuviera esperándolo. «Si el señor lo desea mientras llega la señorita puedo servirle una bebida.»

El hielo se había disuelto del todo en el vaso de whisky cuando unos pasos que no eran los de Judith se acercaron a la puerta y unos golpes espaciados sonaron en ella. Había esperado en el sillón rojo que estaba junto a la ventana, sin moverse, o tan sólo lo justo para beber de vez en cuando un sorbo, notando con desagrado la tibieza gradual y el regusto alcohólico, asistiendo al progreso del anochecer. Igual que el hielo en el vaso su agitación se había disuelto poco a poco en abatimiento, en la simple inercia no de esperar lo que ya no sucedería sino de mantener la inmovilidad de la espera, por fatalismo o por desgana, por la incapacidad de tomar una decisión o de hacer algo que no fuera seguir sentado con el vaso en la mano, sumiéndose en la crecida de la oscuridad, viéndose a veces de costado en el espejo, si doblaba un poco la cabeza. Podía haber oprimido el timbre junto a la mesa de noche para pedir que le trajeran más hielo o preguntar si había alguna llamada, algún mensaje de Judith. Pero no hacía nada, sólo prolongaba la espera, aplazando la aceptación de lo que en realidad había sabido, adivinado no con la lucidez de su inteligencia sino con la punzada en el estómago, con la presión de la congoja en la garganta y en el pecho, los síntomas del miedo, el aviso de lo inaceptable. Seguía esperando como si su pura obstinación fuera un imán que influiría desde lejos sobre los actos y la voluntad de Judith. Inmóvil y alerta, sentado frente a la cama, escuchaba los rumores en el interior de la casa, más silenciosa que nunca, con un silencio de lugar abandonado que no se parecía al sigilo habitual de conspiraciones adúlteras y citas sexuales con duración estipulada. No oía campanillas amortiguadas, timbrazos breves, pasos junto a la puerta o en el techo. De las habitaciones contiguas no venían estertores demasiado cercanos, golpes de risa, palabras sueltas o gritos ahogados. Sólo la radio, en alguna parte, emitiendo voces y músicas confusas, anuncios. Y de fondo el clamor remoto de Madrid, más allá del primer plano sonoro de los pájaros entre las frondas del jardín, entrando por los postigos entornados al mismo tiempo que un aire tan caliente como una respiración, el que se desprendía de la tierra y del pavimento con la llegada del anochecer. Quedaban rescoldos de claridad en el rojo venal de la colcha, en el espejo, en la porcelana del bidet y el lavabo. En el recuerdo el cuerpo elástico y desnudo de Judith tenía la misma cualidad fantasmal que esa luz deshaciéndose. Qué mezquindad haberla traído tantas veces a un lugar así, no haber reparado en la vileza que había casi en cada objeto de la habitación, en su vulgaridad ostentosa, de un gusto depravado, de dormitorio burgués de principios de siglo revendido a un prostíbulo. Su piel joven había debido rozarse con esos tejidos brillosos, deshilachados, impregnados de olor a tabaco y a colonia barata; sus pies descalzos habían pisado esa alfombra con una gastada escena pastoril; cuando se echaba hacia atrás sentada en la cama su cabeza despeinada se había apoyado en esa pared con dibujos de flores en la que había un rastro oscuro de grasa. Contra el lujo decrépito de la casa de Madame Mathilde Judith Biely resaltaba como una presencia fulgurante que lo hubiera atravesado con una velocidad de nadadora, inmune a su contagio. La veía encabalgada sobre él, el pelo sobre la cara y el torso brillante de sudor, a la luz rojiza de una lámpara que convertía en nocturna la hora laboral de un lunes por la mañana. La veía arrodillada, todavía vestida, quitándole los zapatos, él sentado en este mismo sillón, alguno de los días que llegaba agotado del trabajo. Le dolían los pies y en los zapatos llevaba el polvo de las caminatas por las obras. Judith le desataba los cordones, le quitaba despacio un zapato, lo dejaba caer al suelo, luego el otro. Le quitaba los calcetines y le acariciaba los pies, aliviando el cansancio con el tacto de sus manos. Con las dos manos levantaba uno de los pies que el abandono y la fatiga volvían más pesado y lo apoyaba contra sus pechos, inclinándose para besarlo. Él iba a decir algo y Judith le ponía un dedo índice en los labios.

Los pasos acercándose que no eran los de Judith le hicieron despertar de su ensimismamiento. Cuánto tiempo llevaría en la oscuridad. Encendió una luz, aturdido, se puso de pie, tanteando para ajustarse la corbata, el cuello de la camisa. Después de unos golpes cortos de nudillos en la puerta, apareció la cara vieja y pintada de Madame Mathilde, pero lo que vio instintivamente Ignacio Abel fue el sobre que traía en la mano. En la hoja de papel que había en su interior estaría su condena, entre las manos rugosas con pulseras y anillos. Aunque mucho quisiera no puedo ser tu amante dócil ni una querida española que tú guardas a una distancia mientras sigues viviendo con tu familia regular así que mejor me marcho e intento fuerte olvidarme de ti. (La ira le había estropeado su español tan cuidadoso y esa caligrafía suya tan enérgica como su manera de caminar.) Madame Mathilde inspeccionó en un segundo la habitación con una mirada experta y fría y puso en seguida su cara afable, de complicidad discreta, ahora dolorida, portadora tal vez y muy a su pesar de noticias tristes, la carta entre sus dedos curvos de uñas tan rojas como el mohín arrugado de los labios. «Disculpe la confusión de la doncella, tiene torpezas de novata.» Madame Mathilde hablaba como si regentara una casa particular y honorable, con doncellas y no con sirvientas, de mucho protocolo, un internado o club social estricto en el que sin embargo se pronunciaban muy pocos nombres, y ningún apellido. «Tenía orden de avisarme cuando llegara usted, para que no se le hiciera esperar sin motivo. Vino la señorita esta tarde y me confió esta carta para usted, y me pidió le dijera que lamentándolo mucho no podría volver más tarde como sería su deseo porque le urgía ausentarse de Madrid. Lo cual no me extraña nada, tal como parece que están poniéndose las cosas, si me permite el comentario.» Ignacio Abel la miraba aturdido, asentía, sin reparar en que Madame Mathilde le estaba tendiendo la carta, impregnándola del olor del perfume pesado que usaba, y que desmentía por sí solo todo el simulacro de distinción de la casa de citas, como el carmín excesivo en sus labios de vieja. La leía luego sentado en la cama, a la luz insuficiente de la mesa de noche, bebiendo un whisky con hielo y soda que no recordaba haber pedido, frente al espejo en el que había visto tantas veces a Judith Biely desnuda, su cuerpo blanco relumbrando en la penumbra, sobre la colcha roja. Porque si no podemos tenernos siempre el uno al otro sin escondernos y si debo compartirte con ella que no quieres pero hemos hecho sufrir y casi morir prefiero quedarme sola. Gritos y cláxones sonaban lejos, como la verbena de un barrio apartado, músicas militares y sintonías de anuncios llegaban desde una radio encendida en el interior de la misma casa, lo cual no recordaba que hubiera ocurrido nunca. El hielo se había derretido en el vaso y el whisky estaba de nuevo tibio y aguado. El aire de la noche ya no se movía entre los postigos entornados. El sudor le humedecía el filo del cuello de la camisa, muy apretado contra la piel, y el whisky, en vez de embriagarlo, le había dejado una palpitación de dolor en las sienes. Qué sirve que me digas que estabas pensando en mí si anoche habrás dormido con ella en la misma cama y esta tarde le das un beso de adiós cuando vayas a tomar el tren para venir conmigo.

Se marcharía en tren esa misma noche de Madrid, pensó con la claridad dolorosa de una revelación: mientras él la esperaba lleno de impaciencia y deseo en casa de Madame Mathilde y aún no sabía que no iba a venir y mientras descifraba con dificultad su letra a la luz pobre y rosada de la lámpara que tantas veces los había envuelto a los dos en una penumbra cálida Judith Biely estaba subiendo a un tren en la estación de Mediodía o en la del Norte, camino de La Coruña o de Cádiz, porque ésos eran los dos puertos de donde podrían salir buques hacia América, a no ser que viajara hacia la frontera de Irún para tomar un barco en la costa atlántica de Francia. Madame Mathilde lo había retenido a propósito, lo había dejado esperar sin darle la carta para cubrir la huida de Judith, de modo que él no tuviera tiempo de ir a buscarla. I can't manage to keep on writing in Spanish so I'll do it faster and clearer in English. Había escrito muy a prisa, sabiendo ya que se iba, fríamente resuelta a cumplir un plan tal vez calculado hacía tiempo. I'll miss you but I will eventually get over it provided I don't have a chance to meet you. Dobló la carta de cualquier manera y se la guardó en un bolsillo de la americana y sin llamar al timbre que avisaba de su intención de dejar la habitación y permitía asegurar que no se cruzaría con ningún otro cliente fantasmal de Madame Mathilde salió al pasillo, donde la vieja apareció ante él surgiendo de un rincón de sombra como si lo hubiera estado esperando. «La bebida va por cuenta de la casa, no se preocupe usted, que a un señor de verdad siempre me gusta tenerlo contento, quedando tan pocos como quedan, y menos van a quedar si esto no se arregla pronto, ¿no ha oído la radio?» Ignacio Abel casi apartó de un empujón a la madame obsequiosa, mientras le tendía unos pocos billetes. «No, la señorita no me dio ningún otro encargo ni me dijo nada, aunque ahora que lo pienso iba vestida como para salir de viaje.» Apretó su mano mientras se guardaba los billetes, comprensiva, alcahueta, casi maternal, acercándole la cara pintada mientras le hablaba en voz baja. «Y permítame que le diga una cosa, en toda confianza. Si" la señorita, como parece, va a ausentarse por algún tiempo, y usted quiere cubrir la plaza, por así decirlo, con discreción e higiene, no tiene más que decírmelo, que yo le puedo presentar a una chica limpia y guapa, dispuesta a aceptar la amistad de un caballero de su categoría. En esta casa está de más decir que tiene usted las puertas abiertas de par en par.» Al salir a la calle Ignacio Abel seguía llevando la carta de Judith en la mano. Veía ante sí la sonrisa que torcía ligeramente la boca de Madame Mathilde y el brillo en el fondo de sus ojos pequeños y sagaces, bajo los párpados pintados. Entonces tuvo una intuición que casi era una certeza y también una afrenta, y que explicaba el aire de sarcasmo en la mirada de la dueña de la casa de citas. Recordó nebulosamente haber oído el timbre de la puerta mientras esperaba en la habitación, dejándose sumir poco a poco en la oscuridad, en un trance de ensoñación y letargo: era Judith quien había llamado, quien había entrado en la casa sabiendo que él estaba en la habitación; parada en el vestíbulo desde donde se veía, al fondo del pasillo, la puerta detrás de la cual él aguardaba, Judith le había entregado la carta a Madame Mathilde habiéndole en voz baja y se había marchado, tan cerca de él y sin embargo ya resuelta a perderse en una distancia en la cual él siente ahora que no la encontrará nunca, aunque haya venido a su país no para huir de España ni para edificar una biblioteca cerca del gran río junto al que está deteniéndose el tren sino para seguir buscándola.