5

Una silueta negra atravesó el rectángulo iluminado de la pantalla en la que habían empezado a proyectarse las transparencias fotográficas, junto al atril desde donde Ignacio Abel pronunciaba su charla. Sólo cuando empezó a hablar se le calmaron los nervios. Lo tranquilizaba el sonido claro de su propia voz en el micrófono, la solidez del atril en el que apoyaba las manos. Lo había confortado antes de salir a la tarima el rumor cálido del público que llenaba la sala, después de haber tenido tanto miedo a que no asistiera nadie a la conferencia; un temor creciente según se acercaba el día; más aún, embarazosamente, esa mañana, el miedo disimulado a la hora de comer delante de Adela y los niños, agravado a cada minuto, cuando queriendo serenarse dijo que prefería ir él solo a la Residencia, dando un paseo desde su domicilio. Llevaba hablando apenas unos minutos: había pedido que se apagaran las luces de la sala, y al hacerse la oscuridad el murmullo del público se disolvió en silencio. Sobre el atril una lámpara de pantalla verde reflejaba a contraluz en su cara el blanco de las páginas escritas, endureciendo sus rasgos con zonas de sombra. Parecía mayor de lo que era, visto desde la primera fila en la que estaban sentadas Adela y su hija, las dos nerviosas, de manera distinta, Adela con una ternura pudorosa y protectora, incómoda para la vanidad tan masculina de él, la niña orgullosa sin reserva de la presencia alta y solitaria de su padre sobre la tarima, distinguido, con su corbata de lazo, con las gafas de leer que se ponía y se quitaba según consultaba sus notas o hablaba sin mirarlas, volviendo luego a ellas con cierta dificultad, como si quisiera parecer más distraído de lo que en realidad era. La niña, Lita, que tiene a los catorce años una afición precoz por la pintura, alimentada por sus profesores del Instituto—Escuela, aprecia la escena como una composición plástica, cuyo centro fugaz es la sombra femenina perfilada y muy rápida que cruza por delante de una fotografía proyectada sobre una pantalla a la que su padre da la espalda. La halaga que le hayan permitido asistir a esta charla; saber que su padre está pendiente de ella y le ha hecho una señal desde el atril; que estas señoras cultivadas y afables a las que su madre invita de vez en cuando a tomar el té y que han venido esta noche —doña María de Maeztu, la señora Bonmatí de Salinas, la de Juan Ramón Jiménez, que tiene ese nombre tan bonito, Zenobia, Zenobia Camprubí— la acepten sin condescendencia y le hayan dicho al verla llegar que ya parece enteramente una señorita (a las señoras las llamó Adela por teléfono para asegurarse de que asistirían; se le contagiaba el miedo adivinado de él a que no hubiera público; hizo las llamadas sin que él lo supiera para no lastimar su orgullo). Pero ojalá la interrupción no hubiera distraído a su padre, que en casa se quejaba tantas veces de falta de silencio, de las peleas entre Lita y su hermano, de lo alta que ponían la radio las criadas. Se quedó callado, con las gafas en una mano, en la otra el puntero con el que señalaba detalles en las fotografías, como un profesor delante de un mapa, con un gesto de irritación que Adela y la niña reconocieron aunque fue muy sutil cuando la puerta de la sala se abrió dejando paso a una mujer con zapatos de tacón que resonaban sobre el suelo de madera a pesar de la cautela de sus movimientos. Cautela y algo de descaro, o sólo el aturdimiento de quien llega tarde y ha de moverse en una penumbra de cinematógrafo. Pasó por delante del cono de luz del proyector moviéndose no sin impertinencia a lo largo de la primera fila, en dirección a un asiento vacío que había en la esquina. Veo la silueta, al mismo tiempo móvil y precisa, el perfil contra la pantalla como una sombra china, la falda de un tejido ligero como una corola invertida. Ignacio Abel guardó un silencio evidente, siguiendo con los ojos a la recién llegada, con un malhumor que su mujer y su hija reconocieron no sin cierta alarma, porque tenía muy poca paciencia para las contrariedades menores, lo mismo en el trabajo que en su vida familiar. Esa tarde, en la Residencia, en la sala en penumbra en la que apenas distinguía algunas caras familiares entre el público —Adela, su hija, la señora de Salinas, Zenobia, Moreno Villa, Negrín, el ingeniero Torroja, el arquitecto López—Otero, el profesor Rossman, muy al fondo, su calva ovoide entre sombreros femeninos—, lo complacía el sonido fuerte y claro de su propia voz, la conciencia de la atención que se proyectaba sobre él, que tenía un efecto ligeramente euforizante, después de los primeros minutos de aproximación y tanteo, de rumor en la sala, de ruido de sillas, y de varios días de una inseguridad que no habría confesado a nadie. La silueta de la recién llegada se recortó sin que él la viera sobre la fotografía de una fachada campesina, una casa construida a mediados del xviii, explicó, mirando sus notas, en una ciudad del sur, ideada no por un arquitecto sino por un maestro de obras que conocía su oficio y, literalmente, el suelo que pisaba: la tierra de la que había salido la piedra arenosa y dorada del dintel de la puerta y de las ventanas y el barro para los ladrillos y las tejas; la cal con la que se había blanqueado la fachada entera, dejando sólo al descubierto, con una intuición estética admirable, dijo, la piedra de los dinteles, labrada con delicadeza por un maestro cantero que había esculpido también, en el centro del dintel, un cáliz situado exactamente en el eje del edificio. Hizo una señal para que pasaran a la siguiente diapositiva: un detalle del ángulo del dintel; señaló con el puntero la diagonal de la juntura entre dos sillares que formaban la esquina, en la que dos fuerzas contrarias se equilibraban entre sí, con una precisión matemática todavía más asombrosa porque probablemente quienes concibieron el edificio y lo construyeron no sabían leer ni escribir. La piedra y la cal, dijo, los muros gruesos que aislaban igual del calor que del frío; las ventanas pequeñas distribuidas según un orden irregular relacionado con la inclinación de los rayos solares, jugando a eludir la simetría obvia; la cal blanca que al reflejar el máximo de luz solar hacía más suave la temperatura interior en los meses de verano. Con argamasa y cañas crecidas junto a los arroyos cercanos se hacía un aislante natural para los techos de las habitaciones más altas: la técnica era sustancialmente la misma que se había usado en Egipto y en Mesopotamia. Los arquitectos de la escuela alemana —«yo mismo entre ellos», apuntó sonriendo, sabiendo que se escucharían risas aisladas en la sala— hablaban siempre de construcciones orgánicas: qué podía ser más orgánico que aquel instinto popular para aprovechar lo que estuviera más a mano y adaptar flexiblemente un vocabulario intemporal a las condiciones inmediatas, al clima y a la forma de ganarse la vida y a las necesidades del trabajo, reinventando formas elementales que siempre eran nuevas y sin embargo nunca condescendían al capricho, que resaltaban en el paisaje y al mismo tiempo se fundían en él, sin ostentación y sin repetición mecánica, transmitiéndose a lo largo del país y de una generación a otra como romances antiguos que no precisan ser transcritos porque sobreviven en la corriente de la memoria popular, en la disciplina sin vanagloria de los mejores artesanos. Al fondo de la sala, a pesar de la penumbra, adivinaba o casi distinguía la sonrisa aprobadora del profesor Rossman, inclinado hacia delante para no perder ninguna de aquellas palabras españolas: la intuición de las formas, la honradez de los materiales y de los procedimientos; patios empedrados con guijarros ‹le río trazando un ritmo visual giratorio; tejas que se ajustaban entre sí con la precisión orgánica de las escamas del pescado. (Otra vez había dicho esa palabra: de ahora en adelante debería evitarla.) Según hablaba el entusiasmo disipaba la vanidad y sus gestos perdían la rigidez del principio, que quizás sólo Adela había advertido, igual que advertía cómo su voz se iba volviendo más natural. Mostraba un patio empedrado con columnas y con un aljibe en el centro que podía haber estado en Creta o en Roma pero que pertenecía a una casa de vecinos de Córdoba; su forma tan ajustada a su función que había perdurado con sólo variaciones menores a lo largo de varios milenios; la luz y la sombra se modelaban igual que la materia; la luz, la sombra, el sonido; el chorro de agua de un aljibe refrescando un patio; la opacidad de los muros hacia el exterior: la luz diurna que entra desde arriba y se difunde por habitaciones y zaguanes. ¿Quién tendría la petulancia de afirmar que la arquitectura funcional —había estado a punto de decir: orgánica— era una invención del siglo XX? Pero era una estafa imitar, parodiándolas, las formas exteriores: había que aprender de los procesos, no de los resultados; la sintaxis de un idioma y no palabras sueltas; el hierro, el acero, las anchas láminas de cristal, el hormigón armado, tendrían que usarse con la misma conciencia de sus cualidades materiales con que el arquitecto popular usaba las cañas o la arcilla o los cantos de filos agudos con los que levantaba una tapia divisoria, aprovechando instintivamente la forma de cada piedra para ajustaría a las otras, sin empeñarse en someterla a un molde exterior. Mostraba la foto de una choza de pastores hecha de paja y de juncos entretejidos; la del interior de un refugio en el monte en el que con cantos sin argamasa se había armado una bóveda que tenía la áspera solidez de un ábside románico. El azar en la forma de cada laja se convertía en necesidad al ajustarse como por una afinidad magnética a la forma de otra. Y en el fondo de todo actuaba el instinto popular de aprovechar lo escaso, el talento de convertir en ventajas formidables las limitaciones. Hasta ahora en las fotos se habían visto sólo edificios. Sonó el clic del proyector y la pantalla entera fue ocupada por una familia campesina posando delante de una de las chozas con aleros de paja y de juncos admirablemente entretejidos. Caras oscuras miraban con los ojos fijos a la sala, ojos grandes de niños descalzos, barrigudos, vestidos con harapos; una mujer embarazada y flaca, con un niño en brazos; un hombre enjuto a su lado, con una camisa blanca y un pantalón atado a la cintura con una cuerda, con abarcas de esparto. En la sala de la Residencia la foto tenía algo del testimonio de un viaje a un país remoto, sumido en tiempos primitivos. Igual que antes había indicado con el puntero los detalles de la arquitectura ahora Ignacio Abel señalaba las caras que él mismo había fotografiado sólo unos meses atrás en un pueblo de fantasmagórica pobreza en la Sierra de Málaga: la arquitectura no consistía en inventar formas abstractas, la tradición popular española no era un catálogo de pintoresquismos para enseñar a los extranjeros o para usar decorativamente en el pabellón de una feria; la arquitectura de los nuevos tiempos había de ser una herramienta en el gran empeño de hacer mejores las vidas de hombres, de aliviar el sufrimiento, de traer la justicia, o mejor todavía, o dicho de una manera más precisa, de hacer accesible lo que esa familia de la foto no había visto nunca y ni siquiera sabido que existía, el agua corriente, los espacios ventilados y saludables, la escuela, el alimento suficiente y a ser posible sabroso; no un regalo, sino una devolución; no una limosna sino un gesto de reparación por el trabajo nunca recompensado, por la destreza de las manos y la finura de las inteligencias que habían sabido elegir los juncos mejores y trenzarlos lo mismo para sostener un tejado de paja que para hacer un cesto, la arcilla más adecuada para enjalbegar los muros de una choza. De lo que esa gente ha creado a lo largo de siglos viene casi lo único sólido y noble en España, dijo, lo original e incomparable, la música y los romances y los edificios, conmovido, advirtió Adela desde la primera fila compartiendo íntimamente su emoción, aunque no le veía bien la cara, pero sí escuchaba con claridad su voz. Ignacio Abel se esforzaba en contener una efusión que lo tomaba por sorpresa y que no sabía bien de dónde brotaba, ascendiendo desde el estómago, como poseído de golpe no ya por la rememoración de su padre y de los albañiles y canteros que trabajaban con él, los que levantaban edificios y pavimentaban calles y horadaban zanjas y túneles y luego desaparecían de la tierra sin dejar rastro: también por la conciencia de los que vivieron antes, los campesinos de varias generaciones atrás de los que él mismo procedía, los que vivieron y murieron en chozas de barro idénticas a la de la foto, tan pobres, tan obstinados, tan sin porvenir como esa gente cuyas caras ahora se difuminaban, cuando la luz de la sala se encendió sin que se apagara todavía el proyector fotográfico.

En alguna parte, en un cajón de su despacho, cerrado con una pequeña llave, ahora inútil, que Ignacio Abel sigue llevando en el bolsillo, está la hoja doblada con el anuncio de la conferencia. Las cosas más ínfimas pueden durar mucho tiempo, inmunes al abandono e incluso a la desaparición física de quien las tuvo en sus manos. Una hoja amarilla, un poco descolorida, los filos tan gastados por el doblez que al cabo de unos años se deshará si alguien intenta abrirla, si no ha ardido o si no ha sido arrojada a un muladar, si no desaparece bajo los escombros de la casa después de uno de los bombardeos enemigos del próximo invierno. Encontró el cartel semanas más tarde en el bolsillo de la chaqueta que no se había puesto desde entonces: pero ya era un indicio secreto, la prueba material del comienzo de otra vida que había empezado esa tarde sin que él lo supiera; sin que nada la hubiera anunciado en el momento justo en el que empezaba, ni siquiera la silueta que cruzó por delante del proyector fotográfico. El día y el año, el lugar, hasta la hora, como una inscripción desenterrada que permite fechar un hallazgo arqueológico: Martes, 7 de octubre de 1935, 7 de la tarde, salón de actos de la Residencia de Estudiantes, Pinar 21, Madrid. Ignacio Abel dobló la hoja con mucho cuidado, con un cierto sentimiento de clandestinidad, y la guardó bajo llave en el mismo cajón en el que ya estaban las primeras cartas de Judith Biely.

Si no fuera por esa hoja impresa en la tipografía noble y austera de la Residencia quizás no tendría constancia de la fecha en la que escuchó por primera vez su nombre. Pero unos minutos antes de que alguien se la presentara ya la había reconocido como en un fogonazo, cuando al terminar la charla se encendieron las luces del salón de actos y él se inclinaba con cierta incomodidad para escuchar un educado aplauso, despertando de un fervor del que ahora íntimamente se arrepentía o se avergonzaba, mirando de soslayo hacia la esquina de la primera fila en la que estaban sentadas Adela y la niña, la señora de Salinas, Zenobia Camprubí, María de Maeztu, con su sombrero torcido, y junto a ellas, incongruente y joven, exótica en su pelo rubio, en su piel tan clara, en su aplauso enérgico, la desconocida que lo había irritado tanto al llegar tarde. Recordaba tan exactamente a la mujer de espaldas que se volvía hacia él desde el piano como la madura cualidad otoñal de la luz que brillaba en su pelo y resaltaba la anchura del espacio en torno a ella, dilatándose por el ventanal hacia las amplitudes de Madrid.

Abrazaba a su hija, zalamera y seria, que había corrido hacia él en cuanto bajó de la tarima. «¿Cómo es que no ha venido tu hermano con vosotras?» «Tenía clase de alemán con la señorita Rossman. ¿Has visto ya a su padre? Mamá no lograba quitárselo de encima.» El profesor Rossman se abría paso entre la gente hacia él, lo envolvía en su pesada cordialidad germánica, en su olor rancio a ropa no lavada, a pensión pobre y a enfermedad de la próstata. «El profesor Rossman huele a pis de gato viejo», protestaba su hijo con bárbara sinceridad infantil. «Excelente disertación, mi querido amigo, excelente. No sabe usted cuánto le agradezco su invitación, de nuevo otra gentileza que no podré corresponder.» Detrás de los cristales gruesos de sus gafas redondas los ojos incoloros del profesor Rossman estaban húmedos de emoción, de una gratitud excesiva que Ignacio Abel habría preferido no recibir. Olía efectivamente a ácido úrico y llevaba un traje demasiado usado, y el cráneo oval y pelado le brillaba de sudor. Vivía de vender estilográficas por los cafés pero sobre todo del poco dinero que Ignacio Abel le pagaba a su hija para que les diera clases de alemán a Miguel y Lita. «Pero no quiero retenerle, amigo mío, tiene usted mucha gente a la que saludar.» Se apartó de él y el doctor Rossman se quedó solo, aislado de los otros en su evidente condición de extranjero pobre, envuelto en un aire de infortunio tan perceptible como su olor a orina.

Mientras atendía a las señoras y aceptaba felicitaciones, asentía a comentarios, meditaba antes de responder preguntas, Ignacio Abel buscaba entre la gente a la mujer extranjera, temiendo al no verla que se hubiera marchado. Que hubiera asistido tanto público confortaba su vanidad secreta. El vozarrón y la corpulencia de don Juan Negrín sobresalían entre el rumor civilizado de la gente. «Fui yo quien le propuso a López Otero que contratara al amigo Abel cuando empezábamos las obras de la Ciudad Universitaria, y ya ven ustedes que no me equivoqué», le oyó que decía, en el centro de un grupo vagamente oficial, al mismo tiempo que engullía algo con la boca llena. Camareros con chaquetillas sostenían bandejas de pequeños emparedados y repartían copas de vino y refrescos de granadina y limón. El profesor Rossman se inclinaba rígidamente ante personas que no lo conocían o que no recordaban que les hubiera sido presentado y atrapaba canapés al paso de las bandejas, comiéndose algunos, guardando otros en el bolsillo de su chaqueta. Al llegar esa noche a la pensión los compartiría con su hija. Ignacio Abel lo miraba de soslayo, consciente de demasiadas cosas al mismo tiempo, dividido siempre entre sensaciones demasiado diferentes.

—A Juan Ramón le habría gustado tanto escuchar las cosas tan bonitas que ha dicho usted esta tarde —le dijo Zenobia Camprubí—… «el rigor cubista de los pueblos blancos andaluces», qué hermoso. Y qué agradecida estoy a que usted lo haya citado. Pero ya sabe usted lo delicado que se encuentra de salud, el trabajo que le cuesta poner el pie en la calle.

—Ignacio dice siempre que su esposo tiene un sentido instintivo de la arquitectura —dijo Adela—. Nunca se cansa de admirar la composición de sus libros, las portadas, la tipografía.

—No sólo eso —Ignacio Abel sonreía y miraba disimuladamente más allá del círculo de señoras que lo rodeaba, y no se dio cuenta de la contrariedad de su mujer—. Los poemas, por encima de todo. La exactitud de cada palabra.

Moreno Villa hablaba con la extranjera rubia gesticulando mucho, apoyado en el piano, y ella asentía, más alta, dejando a veces vagar la mirada entre la gente.

—Yo pensé que eso se daba por supuesto, que no admiramos a Juan Ramón por la belleza exterior de sus libros —dijo Adela, muy tímida de pronto, humillada en el fondo, como una mujer mucho más joven. Zenobia le apretó la mano enguantada.

—Claro que sí, Adela querida. Todos hemos entendido lo que usted quería decir.

Un fotógrafo que daba vueltas entre el público le pidió a Ignacio Abel que le permitiera tomarle una instantánea. «Es para Ahora.» Abel se apartó de las señoras y observó que su hija lo miraba con orgullo, y que la mujer rubia se volvía al advertir el fogonazo. Al día siguiente le disgustó verse en la foto del periódico con una sonrisa demasiado complacida de la que no había sido consciente, y que tal vez daría a los demás una idea de él mismo que le desagradaba. El reputado arquitecto señor Abel, adjunto a la dirección de obras de la Ciudad Universitaria, disertó anoche con brillantez sobre la rica tradición de la arquitectura popular española ante el selecto público congregado al efecto en el salón de actos de la Residencia de Estudiantes. El humo de los cigarrillos, el sonido del cristal de las copas, las manos enguantadas y móviles de las mujeres, los velos tenues de los sombreros, el rumor civilizado de las conversaciones. La risa de Judith Biely estallaba como una copa de cristal rompiéndose contra la madera reluciente del suelo. Hubiera querido desprenderse sin miramiento del cerco fervoroso de las señoras y cruzar en línea recta el salón hacia ella sin atender a nadie.

—Me ha gustado la comparación entre la arquitectura y la música —dijo en una voz poco audible la señora de Salinas, que tenía siempre un aire entre cansado y ausente—. ¿Cree usted de verdad que entre la tradición popular y las cosas más modernas del siglo XX no hay término medio?

—El siglo XIX es todo decoración burguesa y mala copia —interrumpió el ingeniero Torroja—. Adornos de tarta con escayola en vez de nata.

—Completamente de acuerdo —dijo Moreno Villa— Lo malo es que las bellas artes en España no acaban de llegar al siglo XX. El público es cerril y los mecenas cavernarios.

—No hay más que ver el hotelito con tejadillos pseudomudéjares donde tiene su vivienda particular su excelencia el presidente de la República.

—Arquitectura de kiosco de música.

—Peor todavía: de plaza de toros.

Moreno Villa y la mujer rubia se habían acercado sin que Abel lo advirtiera. No era tan joven como le había parecido de lejos, a causa de su corte de pelo y su desenvoltura. Parecía que sus rasgos hubieran sido dibujados con un lápiz muy preciso y muy fino: pecas suaves en los pómulos, sobre una piel muy clara, que resaltaba el oro de trigo al sol del pelo y el gris verdoso de los ojos rasgados, con un punto de somnolencia en los párpados. Viejo conocido de las señoras y de sus esposos eminentes, Moreno Villa cumplía con soltura anticuada el protocolo de las presentaciones. Te miré de cerca por primera vez y me parecía que te hubiera conocido desde siempre y que no había nadie más que tú en aquella sala. Con secreta deslealtad masculina Ignacio Abel vio a su mujer comparándola con la extranjera joven cuyo nombre musical y raro había escuchado por primera vez sin llegar a captar el apellido. Una señora española, madura, ensanchada por la maternidad y el descuido de los años, peinada con una ondulación que se había quedado antigua sin que ella lo advirtiera, tan semejante a las otras, sus amigas y conocidas, aficionadas a los tés ‹le media tarde, a las charlas artísticas y literarias para señoras en el Lyceum Club, esposas de catedráticos, de dignatarios gubernamentales intermedios, habitantes de un Madrid ilustrado y más bien ficticio que sólo cobraba algo de realidad en lugares como la Residencia, o en la tienda de artesanía popular española que regentaba Zenobia Camprubí.

—¿Me disculpará por llegar tarde a su conferencia? Voy siempre con prisas y me perdí por los pasillos —dijo Judith.

—Si usted me disculpa a mí por interrumpir su ensayo el otro día.

Pero ella no se había fijado o no se acordaba. Desde el principio no hubo nadie más cuando ella estaba cerca. El peligro no era que no supiera cómo esconder su deseo ante los otros sino que al estar con ella se olvidaba de que otras personas existieran. Igual que en el tiempo comprimido de las canciones y de las películas una transmutación decisiva les sucedía para siempre en un cruce de miradas.

—Mi querido Abel, un abrazo. Ha cortado usted dos orejas y rabo en una plaza muy exigente, y perdóneme el símil taurino, usted que odia la fiesta nacional —Negrín irrumpió con su presencia excesiva, con su soberbia física de hombre grande en un país de gente desmedrada. Moreno Villa hizo las presentaciones y esta vez Ignacio Abel sí escuchó bien el nombre de la extranjera.

—Biely —dijo Negrín—. ¿No es un apellido ruso?

—Mis padres lo eran. Emigraron a América a principios de siglo. —Judith hablaba un español claro y cuidadoso—. ¿A usted no le gustan los toros?

Miraba a Ignacio Abel al hacerle la pregunta de un modo que cancelaba la presencia de Negrín y de Moreno Villa. Su hija venía hacia él, le tiraba de la mano, le decía en voz baja que su madre estaba un poco cansada. Siempre estaría medido, amenazado, el tiempo que pasara con Judith Biely, siempre sometido a la inquisición de alguien, a una usura angustiosa de horas y minutos, de relojes de pulsera que uno no quiere mirar y sin embargo mira de soslayo y con disimulo, relojes públicos que se aproximan muy despacio a la hora de una cita o marcan con indiferencia el minuto inexorable de una despedida que ya no puede seguir prolongándose.

—A nuestro amigo Abel le pasa como al eminente esposo de la señora Camprubí, aquí presente —dijo Negrín. Adela y Zenobia se habían acercado al grupo. Adela miraba a la extranjera a la que no había sido presentada con una curiosidad recelosa que era frecuente en ella ante los desconocidos, hombres o mujeres—. Sus principios laicos, antimilitaristas y antitaurinos son tan sólidos que su mayor pesadilla sería una misa de campaña en una plaza de toros.

Negrín celebró su propia broma con una carcajada: era tan incapaz de controlar el volumen de su voz como el apretón de su mano; tampoco se daba cuenta de que Judith Biely no había entendido bien sus palabras, dichas muy rápido y con la boca llena, envueltas en el ruido confuso de las conversaciones próximas.

—Grandes intelectuales españoles han escrito cosas bellas acerca del toreo. —Judith había pensado entera la frase en español antes de atreverse a decirla.

—Mejor sería para todos que escribieran sobre cosas más serias y menos bárbaras —dijo Ignacio Abel, arrepintiéndose en seguida, porque notó que ella enrojecía, el rosa extranjero de su piel más intenso en los pómulos, en el cuello, como una erupción.

Adela le reprobaba luego, en el taxi, cruzando ya de noche los extremos despoblados de aquel Madrid todavía en construcción, con tramos de solares en sombras y rieles de tranvías que iban a perderse en una oscuridad rural, más allá de las últimas esquinas iluminadas. «Qué seco eres a veces, hijo mío, no mides tus palabras ni te das cuenta de la cara tan seria que pones. Primero me haces quedar en ridículo delante de Zenobia y luego le dices una impertinencia sobre los toros a esa pobre chica extranjera que sólo quería hacer un comentario educado. Ha debido de pasar un mal rato. Nunca mides tus fuerzas. Parece que no sabes cuánto puedes herir. O que sí lo sabes y lo haces por eso.» Pero lo que le estaba reprochando no con sus palabras sino con el tono en el que se las decía era que habiendo buscado en ella alivio contra su inseguridad no hubiera compartido después el alivio y la satisfacción por el éxito, no se hubiera molestado en agradecer y ni siquiera en percibir la honda emoción conyugal de ella, dócil y a la vez protectora, la admiración demasiado cercana que él ya no parecía necesitar. Recostado en el taxi, exhausto, mareado de caras y palabras, Ignacio Abel miraba con un poco de íntima hostilidad el perfil de Adela, tan próximo, tan demasiado conocido, la cara de una mujer de la que comprendía de pronto que no estaba enamorado, a la que hacía muchos años que no asociaba con la idea del amor, si es que lo había hecho de verdad alguna vez. No se acordaba bien. Rescataba si acaso un rastro de antigua ternura identificando en las caras de sus hijos rasgos de una Adela mucho más joven. Pero le producía desgana pensar en el pasado, en los años de noviazgo, y quizás se avergonzaba de haberla querido más de lo que ahora accedía a recordar, con un amor anticuado y verboso, casi de postal romántica coloreada a mano, el amor de un hombre joven e ignorante que a él le había costado mucho dejar de ser, y del que Adela guardaba una memoria muy precisa, entre enternecida e irónica. Lo que ella veía en él no podría sospecharlo nadie que sólo conociese al hombre hecho y sólido de ahora, ninguna de las señoras que lo habían mirado y escuchado esta tarde en la Residencia, alto sobre la tarima, bien vestido, con su traje a rayas finas y sus zapatos hechos a mano, con su cuello flexible de primera calidad y su pajarita inglesa. El lazo se lo había hecho ella antes de salir. Veían al hombre completo, no los borradores precarios que lo habían precedido, al arquitecto que proyectaba imágenes de antiguas casas andaluzas y de edificios alemanes de ángulos rectos, ventanas amplias y barandillas náuticas en las terrazas, y que sabía pronunciar nombres en alemán y en inglés e interrumpir adecuadamente una exposición muy seria con un quiebro irónico que halagaba al público al presuponer su capacidad de captarlo. Pero ella, Adela, sentada junto a su hija y a sus amigas en la primera fila, complacida también por la brillantez de su esposo, sabía de él cosas que los demás ignoraban, podía medir la distancia entre el hombre de esta tarde y el muchacho rudo y a medio hacer que había sido cuando ella lo conoció, y por lo tanto calibraba la parte de impostura que había en sus modales y en su mundanidad, pues en esos momentos todo en él era demasiado intachable como para ser plenamente verdadero. Aunque a ti no te importe no hay nadie en este mundo que te pueda querer más que yo porque no hay nadie que te conozca tanto al completo a lo largo de toda tu vida y no en unos meses o unos pocos años. El amante desdeñado es un legitimista que vindica en vano derechos ancestrales a los que nadie da crédito. No advierte los signos, no puede sospechar lo que está incubándose a su lado, en la presencia todavía no modificada del otro, no percibe el grado ligeramente mayor de encono que hay en su silencio, la deslealtad todavía secreta y no del todo consciente de ese hombre que viaja en el asiento contiguo del taxi, cansado y contento, aliviado de volver a casa, enumerando mentalmente las personas conocidas que asistieron a su conferencia, las que mencionarán mañana el Heraldo, Ahora y El Sol en artículos que él buscará con disimulada impaciencia, pues tiene la vanidad de no mostrar que se envanece, y le incomoda no ser inmune a esa flaqueza que le resulta tan desagradable en otros. El taxi enfilaba ahora la calle Príncipe de Vergara, avanzando más despacio junto a la hilera de árboles jóvenes del paseo central, entre los cuales colgaban todavía las bombillas apagadas y las banderitas de papel de una verbena reciente. «Ya estamos cerca de casa», dijo la niña, que iba sentada junto al conductor, recta y atenta, como si se le hubiera confiado la responsabilidad del trayecto. Por la acera venían en dirección a ellos un hombre mayor y una mujer flaca y alta tomada de su brazo, muy cerca de la pared, los dos con algo furtivo en sus movimientos, camino de la estación del metro. «Mira, papá, hemos tenido suerte, el profesor Rossman se nos ha adelantado y ya ha recogido a su hija.»