19
Siempre ha estado yéndose, y no sólo ahora que lleva tres semanas de viaje; durante no sabe cuántos años ha sido como un huésped en su propia vida; esa figura en un cuadro que es la única de un grupo que aparta los ojos de lo que llama la atención de los otros para mirar hacia el espectador, como queriendo decirle, yo no soy uno de éstos, yo sé que tú nos miras; una presencia dudosa que apareciera desenfocada en las fotografías, o que simplemente faltara en ellas (madre, hijos, abuelos sonrientes, sólo el padre invisible: distraído, quizás aprovechando un pretexto para no posar); que alguna vez, durante unos segundos, ni siquiera se viera reflejada en los espejos. Pensarías que no se te notaba con lo mal que tú disimulas cuando no te gusta algo, por lo menos para mí que te conozco como nadie aunque tú no te lo creas. En realidad esa voz escrita es la única que se ha dirigido a él de verdad desde que comenzó el viaje, la voz airada y acusadora, ya no dolida, sólo llena de rabia, de una rabia enfriada por la distancia y por el acto de escribir, y quizás también por la conciencia de que era posible que el destinatario no llegara a recibir la carta, que estuviera muerto, que los servicios de correos, tan desbaratados como todo lo demás, la extraviaran, la dejaran perdida en alguna saca de cartas sin repartir; cuántas habrán desaparecido así en toda España estos meses; cuántas seguirán escribiéndose. Tú siempre tenías que irte, estabas callado y me lo decías de golpe, te lo guardabas no sé por qué hasta el último momento, mañana me voy, o esta noche no podré venir a cenar, o aquella vez que te fuiste a Barcelona una semana entera porque decías que era una obligación de tu trabajo para ver la Exposición Universal aunque Miguel había tenido fiebres muy altas y parecía que iba a tener algo malo en los pulmones y me dejaste sola noches enteras sin dormir junto al niño que deliraba, no creas que no me acuerdo. Podría romper la carta ahora mismo, desprenderse de ella como de tantas cosas que ha ido dejando atrás mientras viajaba, desde que cerró de un tirón la puerta de su casa en Madrid y por costumbre fue a echar la llave, pero decidió no hacerlo, para qué si era probable que no volviera a ella, que una patrulla de milicianos reventara la cerradura en cualquier momento, esa misma noche; podría haber roto la carta antes de salir de la habitación del hotel, o mejor aún, no haberla abierto cuando se la entregó el recepcionista, cuando tras una primera reacción de extrañeza y luego de ilusión y por fin anticipado desengaño reconoció una caligrafía demasiado familiar que no era la de Judith. Pero casi era peor todavía cuando no te ibas, cuando te quedabas y era como si en realidad te hubieras ido o estuvieras a punto de decir que te ibas porque parecía que estuvieras no en tu casa sino en la de otras personas o en una sala de espera o en un hotel sobre todo cuando mis padres o mi hermano o alguien de mi familia venían de visita, que me hubiera gustado que vieras la cara que les ponías.
Tantos agravios, archivados todos, enumerados en la carta como en las hojas de letra tupida de un sumario, trayéndole la voz cansina y ofendida de Adela como vibrando sin callarse nunca en la membrana del auricular de un teléfono que él no sabía desprenderse del oído. Irte o quedarte solo eso era lo que querías y lo que has conseguido. El que había sido un intruso o un huésped furtivo en su propio domicilio se convirtió durante varios meses en su único habitante; desde el sábado de julio en que volvió de la Sierra y estuvo buscando a Judith por un Madrid nocturno inundado de multitudes, alumbrado por faros de automóviles y llamaradas de incendios; hasta una medianoche de tres meses después en la que Madrid era ya una ciudad de calles deshabitadas y oscuras, disciplinada por el miedo y las sirenas de alarmas, sobrecogida por la cercanía gradual de la guerra, que iba teniendo algo de la llegada inexorable del invierno. Mucho antes, a finales de julio, en agosto, en las noches de calor y peligro en las que no era juicioso asomarse a la calle, Ignacio Abel rondaba sin objeto por la casa, solo como un náufrago, a lo largo del pasillo tan largo, de una habitación a otra, abriendo las puertas de cristales que comunicaban salones sucesivos, salones de techos demasiado altos con molduras, de una opulencia que ahora le disgustaba más, como si sólo ahora empezara a fijarse en ella. Escribía cartas; imaginaba que las escribía; componía laboriosamente en voz alta las frases en inglés que le diría a Judith Biely si volvía a verla; le daba cuerda al reloj del pasillo, que cada vez tardaba menos en quedarse parado; seguía sin destapar la mayor parte de los muebles y las lámparas, envueltos en sábanas por las criadas para librarlos del polvo al principio del veraneo, abstractos ahora como fantasmas de muebles y de lámparas; comprobaba con impotencia y desgana lo rápidamente que se imponía la suciedad en el cuarto de baño, sin nadie que se ocupara de limpiarlo; se aventuraba en la cocina para prepararse una cena sumaria, una cena de ermitaño, de asceta, cualquier cosa que hubiera, que le hubiera subido la mujer del portero o que él mismo hubiera encontrado en los puestos cada vez peor abastecidos del mercado cercano, o en la tienda de ultramarinos de la esquina, que hasta no mucho tiempo atrás había mostrado un escaparate opulento, ahora casi vacío, en parte por la escasez verdadera, en parte porque el dueño prefería esconder en la bodega los géneros que todavía guardaba, por miedo a que cualquier patrulla viniera a requisárselos a punta de pistola.
Qué raro haber aceptado uno mismo un lugar así, haberse resignado a él, haber dejado que se llenara de muebles tan ampulosos como las mismas dimensiones de la casa, como las balaustradas de mármol de los balcones o las cortinas o las alfombras, por no hablar de los testimonios del gusto depravado de don Francisco de Asís y doña Cecilia, de su pavorosa generosidad y su amor por los sucedáneos de antigüedades, o por las antigüedades directamente abominables, bargueños castellanos, el reloj de péndulo con su leyenda gótica en latín, el Cristo de Medinaceli con su tejadillo morisco y sus faroles diminutos de forja. Soy arquitecto y vivo en una casa que me parece de otro; tengo cuarenta y ocho años y me parece de pronto que vivo por equivocación la vida de otro hombre, le había escrito a Judith en una de sus primeras cartas, en el estupor de descubrir que sin dificultad y casi sin proponérselo podía cruzar en pocos minutos la frontera invisible hacia otra identidad y otra vida, la suya verdadera. Pero no le dijo a Judith o no quiso recordar el halago que había sentido al ver por primera vez el piso con Adela y con los chicos muy pequeños aún y al saber el precio y calcular que podía permitírselo; un edificio recién terminado, en el barrio de Salamanca, muy cerca del Retiro, con un portal de mármoles en el que dos cariátides sostenían el gran arco de entrada sobre los peldaños curvados que llegaban al ascensor, con un portero de librea con galones y guantes blancos que se quitaba la gorra de plato al saludar a los señores. «¡Ésta es una casa de verdadera magnificencia!», había declamado don Francisco de Asís con su vozarrón que retumbó en las alturas forradas de mármol del portal, y él, más que fastidio, había notado un cierto orgullo, fortalecido por el entusiasmo de Adela, que iba pasando con asombro de un salón a otro, admirándolo todo, la amplitud prometedora, las molduras de los techos, incrédula todavía de que una casa así pudiera ser para ella, casi amedrentada, más joven, mientras los chicos se perdían jugando al escondite por las habitaciones del fondo, sus pasos y sus voces agudas atronando los espacios vacíos. Tan íntegro como eras y tan ridículo que te parecía mi padre pero bien que supiste aprovechar que gracias a él aquel amigo suyo constructor nos ofreciera el piso a un precio tan ventajoso eso sí y yo creo que ni le diste las gracias. En las noches de calor la soledad y el encierro se hacían tan irrespirables como el aire (había que cerrar bien los postigos antes de encender la luz; por precaución contra los bombardeos decían; por miedo sobre todo a las patrullas de vigilancia, que disparaban sin miramiento a las ventanas iluminadas: que podían sentirse atraídas por la luz en una ventana y subir en busca de alguien o para hacer un registro). Oía ráfagas de disparos, motores de automóviles, neumáticos que chirriaban teatralmente en las esquinas. Oía gritos algunas veces cuando estaba adormilado sobre las sábanas que nadie cambiaba, en la cama que no sabía hacer, la gran cama de matrimonio con cabezal barroco en la que era tan raro que faltaran el peso y la sombra, la respiración de Adela. Parece mentira no que hayas dejado de quererme sino que se te haya olvidado por completo cuánto me querías. Dejaba entornada la puerta del dormitorio por si sonaban pasos de madrugada en el rellano o en las escaleras (nadie había reparado el ascensor desde que unos huelguistas lo sabotearon a principios de julio). Escuchaba pasos o los soñaba y se despertaba con un sobresalto, esperando golpes o culatazos en la puerta. Soñaba con Judith Biely: sueños eróticos muy precisos, más bien recuerdos revividos, que se malograban cuando estaba a punto de correrse, o cuando ella se convertía en una desconocida; su desapego, su sarcasmo, lo sumían en una amargura que perduraba intacta en el despertar. Se masturbaba sin ningún placer, con una especie de enconamiento nervioso, con un sentimiento de vejación al terminar, sin alivio, añorando la mano sabia y delicada de ella. Se lavaba procurando no mirarse en el espejo del cuarto de baño y se secaba las manos con una toalla sucia.
En un cajón del armario exhumó álbumes de fotos familiares que llevaba años sin mirar, los que Adela llenaba tan fielmente, largas horas sentada en su mesa del cuarto de lectura con las grandes hojas desplegadas, con los montones de fotografías, el pegamento, las tijeras con que recortaba pequeñas etiquetas, la pluma con la que escribía sobre ellas fechas, nombres y lugares, con su caligrafía de alumna de colegio de monjas, con una convicción que parecía empeñada no tanto en preservar los recuerdos como en construir sobre testimonios indudables un edificio sólido de vida familiar. Los álbumes eran en sí mismos cimientos más perdurables que los hechos reflejados en las fotografías. Clasificándolas, observando la regularidad con que aparecían en ellas bodas, bautizos, comuniones, cenas de Navidad, cumpleaños y onomásticas, viajes a la costa, veraneos en la Sierra, Adela se concedía precariamente la sensación confortadora de tener la vida que había deseado siempre, incluso la que no se había atrevido a desear cuando todavía muy joven empezó a sospechar que quizás no encontraría un hombre que se casara con ella, y que sus padres tampoco tenían mucha esperanza de que eso sucediera. La perspectiva de quedarse soltera la entristecía, pero la noción aceptada por todos de que si no aparecía un pretendiente su vida sería un fracaso le parecía humillante, una agresión a su sentido instintivo de la dignidad personal. Un hombre tenía en sus manos su destino completo: una mujer no era dueña ni de la mitad del suyo; sin la custodia de un hombre la única vida posible abierta para ella era la de solterona o monja, ya que su clase social le vedaba la de institutriz o maestra. Que se ocupara tanto de su hermano menor le daba un aire de maternidad no asociada a la experiencia conyugal: se veía a sí misma en el papel poco lustroso de madre delegada que no ha conocido ni siquiera el grado de soberanía personal que corresponde a una esposa. En la familia, por ambas partes, había un repertorio amplio de mujeres solteras, tías cariñosas, resignadas y beatas que muy pronto se mostraron dispuestas a acogerla en su hermandad más bien mustia, pero no del todo melancólica. Alguna anciana monja de clausura subrayaba esa tendencia familiar a la soltería femenina. Se resistía a aceptar un sino tan prematuro, pero tampoco habría tenido el raro coraje de disgustar a sus padres comunicándoles que deseaba seguir el ejemplo extravagante de aquellas pocas señoritas de buenas familias de Madrid que iban a la universidad soportando el oprobio de sentarse en las aulas separadas por un biombo de sus compañeros varones, sometidas menos al desprecio que a la burla sarcàstica, a la murmuración en voz muy baja sobre una forma de rareza que iba más allá del simple capricho de ocupar en la vida posiciones masculinas. Qué habría estudiado además: de los muchos años en el internado de las monjas no obtuvo más resultado pedagógico que una caligrafía exquisita, aunque del todo anacrónica, y unas nociones insuficientes de costura y francés. En los veranos de la Sierra se aficionó de muy joven a las caminatas por el campo y a la lectura; caminatas nunca solitarias, como ella habría deseado, en compañía siempre de familiares o de criadas; lecturas reducidas a los dramones del Siglo de Oro que declamaba su padre y a alguna rara novela moderna que mereciera la aprobación del tío sacerdote (otra rama estéril del árbol familiar), tan extremado ultramontano que ni siquiera encontraba libres de toda sospecha los tomos rancios de Ricardo León y José María de Pereda. Adela sentía muy fuerte la humillación de esperar sin hacer nada, de verse expuesta en visitas de sociedad y en celebraciones familiares como una joven casadera a la que ningún pretendiente se acercaba, como un loro en una jaula, como una rareza en un barracón de circo. Pero su sentimiento de vejación personal quedaba neutralizado por su amor hacia sus padres y por una general benevolencia o conformidad de carácter que la inclinaba a no llevar nunca la contraria y a preferir sin mucho esfuerzo la pasiva obediencia al contratiempo de una escena que acabaría en lágrimas y remordimiento, y que en cualquier caso no le depararía ningún resultado. La determinación de su rebeldía interior jamás provocó ni una leve turbulencia en el aspecto dulce y manso que presentaba a los otros, y que era interpretado como un síntoma de su resignación cristiana a un porvenir de soledad que con el paso del tiempo la iría cubriendo de ridículo. Cuando tenía veintiuno o veintidós años el conciliábulo de sus tías y de su madre ya había dictaminado que la niña se quedaría soltera, y dedicado largos y laboriosos análisis a la explicación de ese hecho inapelable, más enigmático aún porque de algún modo todas lo habían dado por supuesto casi desde que salió de la infancia, sin que hubiera razones evidentes que lo sustentaran: no era nada fea, ni estaba gorda, ni tampoco flaca, tenía los dientes bonitos, era simpática y considerada, quizás un poco triste, quizás con una gravedad que le quitaba chispa, que la hizo siempre parecer algo mayor de lo que era, elegir vestidos que no la favorecían mucho, o que exageraban sus pequeños defectos, analizados por tías y primas con sutilezas dignas de una lección de histología, aquella ciencia puesta de moda por don Santiago Ramón y Cajal. ¿No tuvo papada, desde que era muy joven? ¿Las cejas demasiado pobladas, una cierta propensión a andar como cargada de hombros, de modo que parecía menos alta? Entre las muchachas de buena familia de su generación fue una de las últimas en adoptar las modas que vinieron de Europa después de la Gran Guerra, y en este caso no por miedo a contrariar a sus padres, sino por algo que podría interpretarse como la dejadez de quien ya no pone interés en hacerse atractiva. En 1920 tenía ya treinta y cuatro años, y aún no se había cortado la larga melena propia de una mujer de otra edad y otra época ni había prescindido de corsés y moños complicados, así parecía pertenecer más a la generación de sus tías solteras que a la de sus primas no destinadas al celibato femenino que entre los Ponce Salcedo—Cañizares tenía algo de la condición sacerdotal hereditaria en algunas religiones, poniendo en peligro la continuidad del linaje. Su adaptación a los nuevos tiempos fue gradual, regida por la cautela y la timidez que eran rasgos de su carácter. En un momento dado el tono compasivo que se aplicaba al hablar de ella en la familia cobró un matiz de recelo; su timidez dejó de atribuirse a una mezcla de apocamiento y de dulzura, y se sospechó que encubría un fondo de arrogancia. Un poco antes se le había disculpado que no asistiera con la frecuencia debida a los entretenimientos femeninos organizados por las tías en razón de su extrema torpeza social, y de una propensión a la soledad cargada de romanticismo, y también, por qué no, de tristeza ante el amor que no llegaba y la juventud que pasaba de largo: ahora se comprobó que en más de una ocasión no había asistido a una novena o a una rifa benéfica no porque se quedara en casa atendiendo a sus padres o cuidando del hermano menor, sino porque había ido a una conferencia o a una función teatral con amigas dudosas. Era cierto el rumor de que se ponía gafas en casa, y leía periódicos y novelas modernas, sin esconderlas demasiado del tío sacerdote, que fue uno de los primeros en difundir sus rasgos chocantes de heterodoxia: no era cierto (y nadie que la conociera de verdad y no la mirara con malevolencia lo habría creído) que le había dado un disgusto a su padre adquiriendo el hábito de filmar cigarrillos. Ni era verdad tampoco que por influencia de los nuevos tiempos se hubiera debilitado su devoción católica. Iba a misa cada domingo del brazo de su madre y la acompañaba a sus rezos en la capilla de Jesús de Medinaceli, y confesaba y comulgaba con una convicción íntima que la colmaba de serenidad y no tenía rastros de beatería.
Aquellos atisbos de rareza se hubieran convertido en rasgos tolerables de la excentricidad de una mujer adiestrada para la soltería desde muy joven: pero quedaron en nada por comparación con el desconcierto sísmico provocado por la gran novedad de su noviazgo, que iba contra las leyes no ya de la probabilidad sino de la naturaleza. ¿Quién habría imaginado que le pudiera salir un novio a los treinta y tantos años? Habría sido menos inverosímil que le saliera una barba como a aquellas mujeres de los circos con las que ella misma se comparaba en sus años más jóvenes de mansedumbre melancólica y sorda humillación. Y no un novio cualquiera, aunque no exento él también de atributos sospechosos, empezando por un origen que una parte de la familia conjeturó indeseable, pero que don Francisco de Asís aceptó mejor que nadie, no porque a esas alturas estuviera dispuesto a dar por bueno a cualquier candidato, sino en virtud de una jovial falta de prejuicios prácticos que muchas veces no se correspondía con la cerrazón paleolítica de lo que él llamaba «su ideario». El pretendiente de la que seguían llamando «la niña» resultó ser un arquitecto algo más joven que ella, sin patrimonio personal pero según decía don Francisco de Asís con un porvenir muy prometedor, recién contratado por el Ayuntamiento, hijo único de una madre viuda, huérfano de padre desde los quince años. Que la madre viuda hubiera sido también portera en una finca plebeya de la calle—Toledo y el padre poco más que un albañil avispado y ambicioso eran méritos añadidos, según el punto de vista de don Francisco de Asís, o bien inconvenientes lamentables según otros miembros de la familia, que tuvieron la oportunidad de felicitar a la recién prometida y a sus padres como si en el fondo estuvieran dándoles el pésame, con lo cual aliviaban la contrariedad de tener que aceptar en la prima y sobrina una alegría con la que ya no contaban. Era una obligación áspera, de un día para otro, sentir envidia hacia quien hasta entonces había sido destinataria de una confortable compasión, el drama de la pobre Adela que había pasado de los treinta años sin despertar el interés de ningún hombre. Yo no sé cuánto querrás a esa mujer y tampoco me importa pero sí me acuerdo de cuánto me querías a mí y tengo guardadas todas las cartas que me escribías. Pero no había que perder la esperanza: la buena nueva aún podía frustrarse; el novio podía no ser trigo limpio: ¿no decían que era republicano, peor aún, socialista, o incluso bolchevique, igual que lo había sido su padre, el difunto albañil ascendido a maestro de obras, y que debía su puesto en el Ayuntamiento a la influencia y no al mérito, a las maquinaciones de los concejales de izquierda, ávidos de colocar a uno de los suyos? Pero resultó que el posible réprobo o cazador de dotes tenía unos modales excelentes aprendidos no se sabía dónde y una manera extrañamente apacible de manifestar o más bien esconder su izquierdismo, porque cumplió desde el principio a satisfacción del observador más puntilloso cada una de las obligaciones y de los rituales familiares, y no tuvo la menor objeción en aceptar expresamente que sus hijos, cuando nacieran (¿pero no era Adela ya demasiado mayor para concebir, no cabía la posibilidad de que una mujer de más de treinta años y de salud nunca deslumbrante padeciera un mal parto o diera a luz a alguna aberración genética?), fueran bautizados por el tío sacerdote con la pompa requerida y se educaran en la religión católica. Y puestos a mirar las ideas, ¿no había sido Jesucristo, según argumentó don Francisco de Asís en un momento de audacia polémica, el primer socialista? ¿No era el mensaje evangélico —bien entendido y aplicado, según la doctrina social de la Iglesia— el mejor antídoto contra la revolución impía? Los padres del novio, además, estaban convenientemente muertos y él no tenía hermanos, lo cual ahorraba a todos el trámite embarazoso de encontrarse tratando a personas de una evidente inferioridad social, cuya presencia cuando menos pintoresca habría sido chocante en una petición de mano y más aún en una ceremonia de boda digna de la posición de la familia, que muy probablemente merecería una crónica social en el ABC; una crónica modesta, desde luego, lo más seguro sin foto, pero ya se sabía que en el ABC predominaba el esnobismo de los títulos nobiliarios, más aún desde que el fundador había recibido uno, aunque había empezado su carrera como fabricante de jabones. ¿Desde cuándo era más noble el jabón que el cemento y el ladrillo, se preguntaba con su voz recia don Francisco de Asís? Sin padre ni madre ni parientes cercanos, el origen de Ignacio Abel perdía gran parte de su vulgaridad y hasta proyectaba sobre él una cierta sombra de misterio, un fondo oscuro contra el que resaltaba más su figura gallarda, velada por un punto de reserva, tras el que podía esconderse el recuerdo de los años de obstinación y sacrificio que le había costado estudiar una carrera y aprender unos modales que hasta para la mirada más desconfiada y más exigente eran intachables. A los ojos de la familia Adela adquirió una luminosidad nueva y en ocasiones hiriente; exhibió desde los primeros días del noviazgo un grado casi impúdico de felicidad. Rejuveneció como diez años. Decían tías y primas que estaba tan loca de amor como aquellas artistas del cinematógrafo que suspiraban con Tos ojos vueltos hacia el cielo y las manos apretadas entre sí, vislumbrando en las nubes el rostro del amado gracias a un efecto óptico que por esa época era muy reproducido en las postales. Acuérdate de cómo me buscabas y de las cosas que me decías no es posible que estuvieras mintiéndome. La lánguida lentitud que había marcado el progreso de su soltería dio paso a una celeridad muy propia de los nuevos tiempos que corrían y de la competencia técnica del novio, que aparte de su liviana ocupación municipal estaba empezando a recibir encargos sustanciosos, muy celebrados, no sin cierta exageración, por don Francisco de Asís, que en el fondo había pecado siempre de ingenuo y hasta de fantástico cuando se entusiasmaba atolondradamente por algo. Al cabo de menos de un año de noviazgo estaba acordada la boda, aunque esa rapidez, que no habría sido malintencionado calificar de precipitación, no dejó de suscitar algunas sospechas, sólo disipadas cuando una cuidadosa contabilidad del tiempo transcurrido entre aquella fecha y el primer parto reveló la indudable legitimidad de la criatura recién nacida. Otra cosa no, pero prisa sí que se había dado Adela, que parecía tan pánfila, por compensar el tiempo perdido, con una impaciencia y hasta un apasionamiento más propios de una heroína de novela picante que de una mujer de sus años. Pero tampoco tuvo escrúpulo en irse a vivir junto a su marido a un piso pequeño de un barrio sin mucho lustre de Madrid en el que no contaba con más ayuda que la de una criada. Yo sí me acuerdo de lo felices que éramos aunque tenía que subir a pie cuatro pisos con todo el calor que hacía aquel verano y yo embarazada de la niña que parecía imposible que me pudiera hinchar más. Don Francisco de Asís hizo saber con admiración que su yerno no había querido aceptar la ayuda que él le ofrecía para alquilar una casa mucho más céntrica y mejor acondicionada: acostumbrado a ganárselo todo con su propio esfuerzo agradecía cualquier mano que se le tendiera pero prefería no recurrir a ella a no ser que se lo exigiera una situación crítica, en la que hubiera estado en peligro el bienestar de su esposa o el del heredero que muy pronto don Francisco de Asís tuvo el orgullo (y el alivio) de anunciar, aunque su esposa, doña Cecilia, más taimada o menos ilusa, hubiera preferido que entre la boda y el embarazo transcurriera un período no más decente, pero sí más dignamente holgado, propio de personas que no se entregaban al débito conyugal con más vehemencia de la requerida para cumplir la finalidad del sacramento. Yo sí me acuerdo y aunque no quieras tú también cómo temblaba cuando te oía subir de dos en dos los escalones para llegar antes me decías cómo temblaba sentada esperándote cuando oía la llave en la puerta.
Que naciera primero una niña fue un contratiempo, pero no una decepción. El hijo varón de don Francisco de Asís era después de todo el designado para asegurar la continuación del apellido, y la niña nació fuerte y grande, saludable, si bien después de un parto difícil en el que durante dos días de angustia pareció que se confirmaban los peores vaticinios familiares sobre la edad demasiado madura de Adela. Salieron adelante, madre e hija, y pronto se vio que aquellos rumores procedentes no se sabía de dónde ni difundidos por la malevolencia de quién sobre el posible atraso de la recién nacida carecían de fundamento, aunque algunas tías, en las visitas, siguieran mirando de soslayo hacia la cuna con una expresión de condolencia anticipada. El orgulloso padre, como se decía en los natalicios del periódico, solicitó a don Francisco de Asís que fuera padrino del bautizo de su primera nieta. Delante del escrutinio siempre alarmado de la familia (y de la vigilancia cercana del tío sacerdote que oficiaba el sacramento) se comportó en la iglesia tan respetuoso con el ritual como lo había hecho en el día de su boda, en el que todos lo habían visto comulgar con unción ejemplar y arrodillarse luego con los ojos cerrados y la cabeza baja mientras la sagrada forma se le deshacía en la saliva (provocándole un recuerdo de infancia al adherírsele al cielo de la boca, dejándole en el paladar el sabor raro y olvidado de la harina sin levadura). La niña se llamaría Adela, como su madre. Fuiste tú quien quiso que se llamara como yo porque te gustaba tanto mi nombre y me lo decías al oído. Que al niño, cuando vino, le pusieran Miguel, por el abuelo paterno muerto, y no Francisco de Asís, sí que fue para el otro abuelo una decepción, aunque caballerosamente se sobrepuso a ella, refugiándose en la esperanza, ya un poco más débil, de que fuera el día de mañana el nieto nacido de su hijo varón el que perpetuara no sólo su apellido sino también su nombre, y en la perspectiva bastante más sólida de que su yerno y Adela continuaran ampliando la familia, y de que si les nacía un varón sin duda le llamarían Francisco de Asís. En ciertos casos que él conocía, ¿no se había autorizado en el registro civil el cambio en el orden de los apellidos, con objeto de que no se perdiera el recuerdo de algún linaje ilustre? En las fotos del bautizo sonreía con el nieto en brazos, aunque menos rotundamente que en las del bautizo de la niña, porque aún duraba la preocupación por la extrema fragilidad del bebé. Con qué cuidado las había clasificado Adela, álbum tras álbum, desde las fotos más formales de estudio de los primeros años a las tomadas con una cámara Leica que ella misma le había regalado a su marido en uno de sus cumpleaños más recientes, y que él usaba sobre todo para tomar fotografías de los proyectos en marcha (la cámara que llevó en su viaje de tres días al sur con Judith Biely; con la que hizo las fotos que guardó luego en el escritorio que cerraba siempre con llave).
Quizás Adela había tardado en darse cuenta de lo que Ignacio Abel advertía ahora pasando las hojas de dura cartulina a la luz débil de una lámpara en la casa donde él ahora era el único habitante, en la que las figuras de las fotos habían cobrado una repentina cualidad de fantasmas, como de personajes muertos hacía mucho tiempo, tan ajenos parecían al tiempo presente, al Madrid en sombras de las noches de guerra (alumbrado tan sólo por faros de automóviles veloces, solitarios, que aparecían de pronto al fondo de una calle, que se detenían con el motor en marcha junto a un portal del que se vería salir al cabo de un rato a un hombre en camiseta o en pijama, a veces descalzo, con el aturdimiento del sueño reciente y del pánico, con las manos atadas, empujado a culatazos, custodiado por pistolas y fúsiles). Cegada voluntariamente por el amor, Adela no se habría fijado al principio en la expresión que él tenía en todas las fotos, incluso las primeras que le mandó como recordatorios cuando se comprometieron, o las del día de la boda, o los retratos que se hicieron juntos por capricho de ella en un estudio de la Gran Vía, al poco tiempo de casarse, cada uno acomodado en un sillón antiguo, delante de un paisaje pintado, él con las piernas cruzadas y mostrando los botines, ella con un libro en una mano y la barbilla descansando en el dorso de la otra, con una sonrisa indolente en la que podía advertirse lo que en ese momento aún no sabían ninguno de los dos, que estaba embarazada. En la cara de él había un gesto como de no estar del todo allí, la mirada vuelta hacia un lado o fija en un punto intermedio del aire, en un ensimismamiento del que ni él mismo se daba cuenta, pero que ya estaba, tan pronto, teñido de fastidio. Pero quizás se engañaba, mirando las fotos quince años más tarde; quizás, por falta de buena memoria o de la imaginación suficiente para verse a sí mismo en lo que a todos los efectos era otra vida, atribuía al hombre más joven de entonces una desgana precoz que aún tardaría en surgir, y que se iba haciendo mucho más visible según adelantaban las páginas de los álbumes. La vida entera, custodiada por Adela, por su afición a guardarlo todo, bien ordenado y en su sitio, no sólo las fotos sino también las cartas, cada una de las que él le escribió durante el noviazgo y las que le mandó durante el año en Alemania, ordenadas cronológicamente, guardadas en montones manejables sujetos con gomas, las que él no quería sacar de los sobres para no detectar en ellas las notas falsas de lo rutinario y también para evitarse el disgusto retrospectivo de encontrar expresiones de amor escritas con su propia letra indudable. Ya no te acuerdas de cómo te quejabas si tardaba en llegarte una carta mía. Miraba hechizado las fotos, mientras a lo lejos se oían ráfagas de disparos o motores de aviones, todavía no explosiones de bombas, repasaba la secuencia del crecimiento de sus hijos y la sucesión abrumadora de fiestas familiares, los cambios en la cara y en el cuerpo de Adela, que también había sido más grácil de lo que él recordaba (pero quién podía fiarse de la memoria: cómo estaría acordándose de él ahora mismo Judith Biely, tal vez ya corrigiendo el pasado, suprimiendo fervores, borrándolo de su nueva vida cualquiera sabía dónde, con qué hombres más jóvenes, en París o en América). En muchas fotos no aparecía él (estaría de viaje, o entregado al trabajo, o habiendo inventado un pretexto ineludible que justificara su ausencia); en algunas estaba pero tenía una expresión distinta a la de los demás, absorto, ligeramente disgustado, mirando al suelo, como preservando un espacio que lo separaba de los otros, refractario a la alegría colectiva, a la celebración que hubiera reunido a la familia, bautizo o comunión o cena de onomástica o de Navidad o de Año Nuevo; Adela a su lado, casi siempre, a veces cogida de su brazo, o un poco echada sobre él, orgullosa de su presencia masculina, sin darse cuenta de nada, sobre todo al principio, en las fotos más antiguas, quizás comprendiendo más tarde, cuando las ordenaba para pegarlas en el álbum, o mucho después, cuando volvía a ellas para buscar los signos de lo que había existido siempre o para consolarse de la soledad creciente y el sentimiento de estafa y fracaso reviviendo un tiempo que recordaba más feliz: los primeros años, el nacimiento de Lita, aquellos dos días en los que le parecía que la criatura que no llegaba a nacer la estaba desgarrando por dentro, la mudanza a la nueva casa, al edificio recién terminado en la calle Príncipe de Vergara, con sus balcones que se abrían a las anchuras ilimitadas de Madrid, el «Madrid moderno, blanco», de un poema de Juan Ramón Jiménez que le gustaba mucho. El malestar secreto aún podía disiparse, responder tan sólo a un episodio pasajero, al exceso de trabajo de su marido, tan empeñado siempre en demostrar a los otros su propia valía, en comprometer su inteligencia entera, su vida misma en el cumplimiento de cada encargo, inseguro tal vez de la posición que había adquirido, temiendo que por algún defecto de su origen le fuera arrebatada, queriendo demostrar que si prosperaba no era gracias a la influencia de la familia de su mujer, hacia la que mostraba cada vez una frialdad más seca, que a ella le dolía tanto, sobre todo por el cariño que les tenía a sus padres, por el miedo que sentía a que su marido los hiriera con un desplante o un comentario sarcástico, o simplemente con esa indiferencia que era ya muy visible en la realidad pero que se manifestaba sobre todo en las fotos: incluso, se daría cuenta mucho después, en las de la boda, hasta en aquellas en las que Ignacio Abel tenía en brazos a sus hijos recién nacidos o les—pasaba la mano por el hombro en el día de su comunión. No miraba a la cámara, como si temiera que al hacerlo quedara revelado un secreto, y tampoco establecía relación alguna con los que le rodeaban, ni siquiera sus hijos, ni siquiera ella. Levantaba una copa en un brindis y miraba hacia otro lado. En la hilera de los invitados a una boda él era el único que no parecía formar parte del grupo familiar. En una foto de la comunión de su hija la niña resplandecía de orgullo de posar junto a su padre y él permanecía erguido y lejano, como disgustado, como impaciente porque el fotógrafo terminara cuanto antes su trabajo. Pero Adela no había dejado de completar sus álbumes, de anotar fechas exactas, circunstancias y lugares, con una letra siempre idéntica, al paso de los años, tan regular como su misma apariencia en las fotografías, una mezcla de pasividad y de ilusión pueril, como si a pesar de todo las promesas pudieran acabar por cumplirse, como si la única condición para evitar el desastre y no sufrir la devastación del desengaño y hasta de la cruda mentira fuese mantener una actitud serena, una sonrisa apenas esbozada, levantar la barbilla y erguir el torso para no incurrir en la antigua acusación familiar de que desde muy joven tendía a encorvarse, fingir que era invulnerable a la mordedura de la frialdad, que no la desvelaban las sospechas, que la rectitud era siempre el mejor camino posible. En la primera página de cada álbum Adela había inscrito las fechas del tiempo que abarcaba. El último sólo tenía la indicación del comienzo, septiembre, 1935. En las fotos Ignacio Abel veía no lo que fue captado por la cámara sino lo que ya estaba sucediendo en otra parte y en secreto: Adela, la niña, él mismo, la tarde de la charla en la Residencia de Estudiantes; la reunión familiar en la casa de la Sierra el día de la onomástica de don Francisco de Asís: la primera foto había sido tomada unos minutos después de que él viera de cerca y escuchara por primera vez el nombre de Judith Biely; en la segunda buscó indicios del recuerdo de ella que estaba invocando mientras alguien pulsaba el disparador de la cámara: la larga mesa llena de gente y de platos de comida, al sol cálido del mediodía de octubre, las caras ya remotas, la vida familiar que entonces parecía una sentencia a cadena perpetua y ahora había desaparecido sin rastro: don Francisco de Asís, doña Cecilia, las tías solteras, sonrientes y mustias, idiotizadas o infantilizadas por la soltería y la vejez, el tío cura, hinchado dentro de la sotana como en una tripa de embutido (qué habría sido de él: habría tenido tiempo de esconderse, si el estallido de la guerra lo sorprendió en Madrid, habría yacido corrompiéndose al sol y cubierto de moscas en alguna cuneta), el cuñado Víctor, con su cara turbia de agravio, sus dos hijos, Lita sonriendo sin reserva a la cámara y Miguel con su expresión de fragilidad y timidez, y Adela, cerca de ellos, una mujer madura de pronto, más envejecida y ancha en esa foto que en el recuerdo, inclinada hacia él, su marido, con el gesto idéntico de las fotografías más antiguas, sólo que ahora atenuado, un gesto que es una costumbre y sobrevive a los cambios irreversibles en el estado de ánimo, como si el cuerpo aún no hubiera aprendido lo que ya sabe la conciencia, que ese apoyo físico que se busca y parece encontrarse ya es ilusorio, y que las cosas han cambiado sin remedio aunque las apariencias se mantengan idénticas. Y él, en una esquina, esta vez sonriendo, no en guardia, ni del todo ausente, como en la mayor parte de las fotos, con una sonrisa indolente, bien visible a pesar de que la sombra cubre la mitad de su cara, un poco adormecido por la comida y el vino y el sol dulce de octubre, pero sobre todo porque la noche anterior apenas había dormido nada, ebrio de su primer encuentro con Judith Biely. Pero lo que muestra de verdad una fotografía no sabe verlo casi nadie. ¿Habría distinguido Adela (cuando la miró detenidamente después de pegarla en el álbum, de alisarla con la palma de la mano y anotar al pie en una etiqueta la fecha y el lugar) que en esa foto su marido tenía ya la cara del engaño, que el desahogo y hasta el afecto que mostraba y que ella tanto agradecía eran los síntomas no del regreso del amor sino de su pérdida definitiva? Había una foto más en el álbum, pero no estaba pegada, ni tenía en el reverso ninguna indicación del día y del lugar, aunque había sido tomada aquella misma tarde, junto a la laguna de la presa abandonada. Miguel y Adela se disputaban la cámara Leica, y fue Miguel quien al final prevaleció, pero Ignacio Abel no recordaba el momento en que tomó la foto, sin que ni él ni su mujer lo advirtieran, quizás escondido entre los pinos, imaginándose que era un reportero internacional: una foto borrosa, quizás porque la tarde ya declinaba y no había luz suficiente, o porque Miguel era muy atolondrado manejando los aparatos, demasiado ansioso siempre y demasiado impaciente por llegar cuanto antes al momento supremo de lo que se proponía: sus padres sentados en la hierba, muy cerca de la orilla, inclinados el uno hacia el otro, absortos en una conversación distraída y plácida que Ignacio Abel no recordaba haber tenido, ligeramente echado hacia atrás, una rodilla flexionada, un codo apoyado en el suelo, las dos figuras tan en calma como el agua en la que se reflejaban parcialmente, oscurecida por la sombra oblicua de los pinos.