8
No hace nada, sólo espera, dejándose llevar. Espera y teme, pero sobre todo se abandona al ímpetu del tren, la inercia de ser llevado y no decidir, recostado contra la tapicería muy rozada del asiento, la cara vuelta hacia la ventanilla, el sombrero en el regazo, el cuerpo entero registrando los golpes rítmicos de las ruedas sobre los raíles, la brusquedad de una curva, las manos sobre las rodillas. Así pasó seis días en el buque que cruzaba el Atlántico, absuelto de toda obligación y de toda incertidumbre por primera vez en no recuerda cuánto tiempo, desde que vio con alivio cómo se perdía la costa de Francia y antes de que empezara la inquietud de la llegada a América, seis días enteros sin enseñar documentos ni responder a interrogatorios, sin el tormento de decidir nada, el pasado y el porvenir tan despejados y vacíos como el horizonte del mar, y él echado en una hamaca de cubierta sintiendo todo el cansancio almacenado en el cuerpo, un cansancio mucho más hondo de lo que había imaginado, en el peso de los párpados sobre los globos oculares, en el de los brazos y las manos, en el de los pies hinchados después de noches enteras en trenes sin poder quitarse los zapatos, el cuerpo entero como puro agotamiento, materia inerte que reclama su propia inmovilidad, después de haber trajinado tanto de un sitio para otro.
Piensa en un convaleciente que abre los ojos emergiendo del desvanecimiento o de la anestesia y vuelve la cabeza apoyada en la almohada hacia la ventana de la habitación del hospital; la imagen se precisa y es Adela; en la ventana hay un paisaje de pinares y encinares oscuros, moteado por las grandes flores blancas de la jara; la ventana está entreabierta, por ella entra una brisa suave con olor a jara y a resina, que mueve tenuemente un mechón sobre su cara muy pálida, en el que hay muchas hebras grises que él no había advertido hasta ahora. No sabe si es que acaban de salirle o si ha descuidado teñirse el pelo en los últimos tiempos o si las canas se le han desteñido por culpa de la inmersión en el agua en la que ha estado a punto de ahogarse. La mira y no sabe nada de ella. Es su mujer y ha vivido casi día por día con ella los últimos dieciséis años y es tan desconocida o anónima como la habitación del sanatorio o la cama de barrotes blancos en la que yace. Más allá, en dirección a Madrid, que se perfila apenas en la lejanía, el aire tiene una luz de cal, vibrante en una neblina de bochorno. Al entrar Ignacio Abel ha cerrado la puerta de la habitación y ha dado unos pasos hacia la cama pero se ha quedado de pie, el sombrero en una mano, en la otra el pequeño ramo de flores que no se decide a darle, quizás porque no sabe cómo hacerlo: cómo se le dan unas flores a una mujer que no ha hecho ningún movimiento al verlo entrar, sólo mirarlo un momento y luego volver los ojos de nuevo hacia la ventana, con los dos brazos a lo largo del cuerpo, encima de la colcha, las manos que no han hecho ademán de coger las flores. Te quedaste junto a la puerta como si estuvieras en una visita de cumplido o en un velatorio y ni siquiera fuiste para venir hacia mí y abrazarme y decirme que te alegrabas de que no me hubiera pasado nada porque quién sabe si no habrías preferido que no me hubieran salvado y librarte así tú del estorbo. Apoyado contra la ventanilla, notando contra su frente la vibración del cristal, no sabe si lo que recuerda es la voz de Adela ese día de junio o algo de lo que ha leído varias veces en la carta que lleva en el bolsillo y que debería haber roto; o si proyecta ahora sobre la imagen silenciosa de ella las palabras escritas imaginadas en su voz, las que ese día Adela hubiera querido decirle y no le dijo o las que murmuró en el duermevela de la fiebre y luego, inextinguidas, sin apaciguamiento ni consuelo, puso por escrito mucho más tarde, cuando ya el principio de la guerra los había separado como una gran falla geológica, él en Madrid y ella en la casa de la Sierra con los niños y con sus padres, regresada al capullo familiar en cuyo interior se sentía tan protegida y del que tal vez no hubiera debido salir nunca, aunque entonces no habría tenido esos dos hijos que la habían tratado con tanta dulzura cuando volvió a casa después de una semana entera en el hospital, sin hacer preguntas sobre lo que todo el mundo en la familia llamaba el accidente, llenándola de remordimiento por lo que había intentado hacer y casi logrado. De eso sí que me arrepiento de no haber pensado en ellos y sólo en ti y en mi deseo de hacerte daño pero a quien le habría hecho daño de verdad había sido a ellos no a ti que te habrías ahorrado la molestia de seguir viéndome y habrías visto despejado el camino; pero no es que quisiera hacerte daño, tonta de mí, lo que me pasaba era que estaba loca de amor y no podía vivir si tú me dejabas. No es la voz de verdad, son las palabras escritas, en una especie de largo y laborioso arrebato, quizás en una noche de insomnio, a la luz de una lámpara de petróleo, en la casa de la Sierra donde el suministro eléctrico se cortaba a las once de la noche, quién sabe si oyendo como el fragor amortiguado de una tormenta el cañoneo del frente, que no debe de estar muy lejos. Los niños dormidos, don Francisco de Asís y doña Cecilia roncando en su cuarto, el pueblo con todas las luces apagadas, quizás algún candil de aceite en el ventanuco de un pajar, la estación en sombras, sin trenes que vengan o vayan a Madrid desde hace más de un mes: justo desde el día de julio en que Ignacio Abel se marchó, como cualquier domingo de verano por la tarde, como tantos hombres que dejan a la familia en la Sierra y vuelven a trabajar a la ciudad, con su traje claro, con la cartera en la mano, diciendo adiós con el sombrero desde el otro lado de la verja, apresurándose porque había escuchado el silbato del tren acercándose y tenía miedo de perderlo. Pensarías que no te notaba la impaciencia cuando querías irte y no te atrevías a decirlo porque les habías prometido a los chicos que te quedarías hasta el lunes por la mañana temprano pero yo sabía que no ibas a aguantar qué sería lo que tan fuerte te llamaba que lo único que te importaba ese día no eran las noticias de Marruecos y de Sevilla y del peligro que había en Madrid con tantos tiroteos y crímenes horribles sino tan sólo que ese tren no se fuera sin ti para encontrarte con ella que te estaba esperando. Escribía tan rápido que no reparaba ni en la puntuación, y su letra de alumna de colegio de monjas perdía la regularidad y la línea recta y ocupaba todo el espacio del papel, tachando descuidadamente, dejando manchas de tinta y raspaduras en los lugares donde la punta casi seca de la pluma se había atascado, como una boca que se queda sin saliva, poseída por el impulso de decir lo que no había dicho nunca, de romper impúdicamente su apocamiento y su decoro, será que ella te hace cosas que a mí me habría dado asco hacerte y que parece que es lo que quieren todos los hombres y por eso van a esas casas inmundas. Era lo que estaría pensando cuando él entró en la habitación del sanatorio y la vio vuelta hacia la ventana, indiferente a su presencia, dejándose llevar por un agotamiento que era sobre todo abandono, pura inercia física, obediencia al peso del cuerpo y a su inmovilidad después de la asfixia y del agua turbia entrando por la nariz y la boca e inundando los pulmones y el pataleo contra el cieno y las algas del fondo: un agua inmóvil en la que se había reflejado su cuerpo entero recortado contra el cielo antes de que ella saltara, o más bien diera un paso y se dejara caer como un saco de barro, aliviada por fin de la carga torpe y sudorosa de sí misma,.convertida ella entera en su lastre de plomo.
No como esta corriente junto a la que avanza el tren, que arrastra en sentido contrario, en dirección al mar, grandes barcazas cargadas de minerales o de montañas de chatarra o basura y livianos veleros suspendidos sobre el agua, oscilando como barcos de papel, las velas blancas agitadas por la brisa con ondulaciones semejantes a las de la superficie, en la que también flota, medio sumergido como el lomo de un caimán, un tronco enorme tal vez desgajado de la orilla, con gaviotas aleteando sobre su cabellera de raíces. Si alguien se arroja aquí al agua no podría ser rescatado. Pero ahora él querría solamente mirar: no tener recuerdos ni deseos ni remordimientos (deseos de lo que ya no le será concedido; remordimientos de lo que ya no puede remediar), no calcular el tiempo que todavía le queda de viaje, no sufrir la inquietud de pasarse de estación o de no estar preparado con tiempo cuando el tren llegue a ella, porque le ha dicho el revisor que la parada es muy corta y que mejor será que se vaya acercando con antelación a la puerta de salida. Pero no lleva tantos minutos de viaje: mira el reloj con la misma frecuencia con que otros hombres ansiosos chupan o encienden cigarrillos; lo mira y hace tan poco que lo miró por última vez que le parece que se le ha parado y se lo lleva al oído con un gesto de alarma. Una curva pronunciada en las vías del tren le permite ahora ver por delante de él toda la anchura del río y las dos orillas al mismo tiempo, y sobre ellas, tan ligero como un dibujo o un espejismo, el puente más bello que ha visto nunca, sus pilares y arcos y las armazones metálicas de las dos torres brillando al sol como una ingrávida estructura de láminas de acero, los cables resaltando contra el azul o casi desapareciendo en la cegadora claridad igual que los hilos de seda de una telaraña que vibraran con el viento. Con recobrado asombro juvenil reconoce el puente George Washington, más admirable en la realidad que en las fotografías y en los planos, con el resplandor que debió de tener una catedral gótica recién terminada, blanca todavía, como en las evocaciones de Le Corbusier; pero más bello que cualquier catedral, delicado en su escala formidable, en la limpieza de su forma, tan pura como un axioma matemático, tan necesaria como la de aquellos objetos maravillosos y diarios que dejaba sobre la mesa del aula el profesor Rossman, que ya no conocerá nunca la emoción de distinguirlo a lo lejos. Pega la cara al cristal de la ventanilla para verlo mejor según el tren se acerca. A su hijo Miguel le compró para su santo hace dos años un mecano del puente George Washington, y el niño estaba tan excitado, tan abrumado por el regalo, que no acertaba a montarlo, y se le derrumbaron todas las piezas cuando ya parecía empezar a lograrlo, y rompió a llorar. El arco invertido de los cables atraviesa de una orilla a otra con la exacta delicadeza de una curva de compás trazada en tinta azul sobre la cartulina blanca. No hay revestimientos de piedra para esconder o ennoblecer la estructura: la luz traspasa las torres como las filigranas geométricas de una celosía. Las torres desnudas, puros prismas de acero, su verticalidad tan firme como la horizontal ligeramente combada que se extiende sin más soporte que ellas entre las dos orillas, los cables como arcos y como dobles cuerdas de arpas, vibrando con el viento. Pureza matemática: dos líneas verticales atravesadas por una horizontal, un arco inverso de aproximadamente treinta grados que tiene sus extremos en los puntos de intersección de la horizontal y las verticales. Poco a poco, al acercarse el tren, la ligereza se convierte en peso, en la gravitación tremenda de las vigas de acero sobre los pilares ciclópeos que las sostienen, hundidos en la roca viva por debajo del cauce del río y del cieno, sus bloques graníticos golpeados por las olas que levanta un carguero al pasar bajo el puente, adelantado en seguida por el tren. Tal vez se equivocó de trabajo; en el oficio de arquitecto caben frivolidades y caprichos que el arte ascético de la ingeniería no admite («ustedes, los arquitectos, ¿no son más bien decoradores?», le decía sin bromear del todo el ingeniero Torroja): no puede existir un edificio que fuera más hermoso que un puente, una forma más pura y al mismo tiempo más artificial, superpuesta a la desmesura de la naturaleza como una hoja de papel transparente en la que se ha trazado un boceto. Durante unos segundos puede apreciar muy de cerca desde la ventanilla la superficie labrada de los grandes sillares, tan magníficos como los de un palacio de Florencia o de Roma, o como bloques de roca primitiva, el tamaño de los pernos ajustados a lo largo de las vigas; casi tiene la sensación de tocar las asperezas y las grietas de la capa de pintura mordida por la intemperie, su textura tan rica como la de la corteza de un gran árbol; dobla la cabeza para intentar abarcar la altura de los pilares y siente el mareo de su gravitación. La escala del puente se mide con la del río ancho y poderoso como un mar: con la de los acantilados, con la de los bosques en los que ahora, según la ciudad va quedándose atrás, se interna el tren más velozmente. Les enviará a sus hijos una postal en color, como las que ya les ha mandado del puente de Brooklyn y de los transatlánticos alineados a lo largo de los muelles, delante del telón de los rascacielos, del edificio Chrysler; como la del Empire State Building que se olvidó de echar aunque ya le había pegado el sello: marcará un punto al pie de uno de los pilares del puente George Washington para darles una idea del tamaño de una figura humana, ínfima como un insecto, perdida en aquel mundo demasiado colosal y a la vez exaltada en su inteligencia y su imaginación, porque nada de aquello que lo abrumaba pertenecía al reino de la naturaleza. Hombres igual de diminutos habían concebido el puente, lo habían imaginado trazando líneas indecisas sobre un cuaderno de dibujo; habían calculado con precisión fuerzas y resistencias; habían horadado luego la tierra con máquinas; se habían sumergido en el agua con trajes de buzos y zapatos de plomo; habían escalado estructuras metálicas oscilantes en el viento para soldar vigas, tensar cables, golpear remaches con grandes martillos. El trabajo humano era sagrado: el coraje de enfrentarse al viento helado, al cansancio y al vértigo, no en nombre de ningún ideal o delirio sino para cumplir la tarea asignada y ganar el pan de cada día; el empeño unánime de erigir algo donde nada existía antes: un puente, los rieles de un tren y las traviesas de un tren, uno por uno clavados en la tierra; una casa, una biblioteca en la cima de una colina. Levantar algo sabiendo que desde el momento en que se diera por concluido el trabajo el tiempo y los elementos ya estarían empezando a socavarlo, a gastarlo con la dilatación del calor o con la agresión del viento y de la lluvia, con la humedad insidiosa, con la oxidación del hierro, la carcoma de la madera, la pulverización lenta del ladrillo, la corrosión de la piedra, el desastre repentino del fuego. Cuadrillas de hombres subidos en los cables, puntos negros como notas en una partitura o pájaros en los alambres del telégrafo, reparaban algo, tal vez repintaban, porque la pintura más sólida se degradaría muy pronto en este clima, atacada por el salitre del mar, cuarteada por el frío extremo y el hielo, reblandecida cuando el sol del verano recalentara el acero. Pero era el tiempo el que completaba el trabajo; el paso del tiempo, la luz del sol, el calor y el frío, la constancia del uso; el tiempo el que revelaba y consumaba la belleza de un muro de ladrillo mordido por la intemperie o de unos peldaños que las pisadas han ido gastando o una baranda de madera bruñida por el deslizarse asiduo de las manos. Tantos años angustiado por la obsesión de terminar cuanto antes las cosas, de saltar de un minuto a otro como de un vagón a otro en un tren en marcha y ahora empieza a intuir que lo que le faltaba tal vez no era velocidad sino lentitud, paciencia y no confusa agitación.
Pero cuesta tanto levantar algo; hay un resentimiento sordo contra ese esfuerzo, una corriente destructiva subterránea; el impulso del niño que pisotea su castillo de arena recién terminado en la playa, el gozo de aplastar torres con la planta del pie, arrasar muros de una patada; Miguel llorando en su cuarto, rodeado por las ruinas del mecano, con un llanto excesivo para su edad, la cara roja, su hermana mirándolo con fastidio desde su pupitre; cuadrillas de dinamiteros intentando volar en el calor de finales de julio y de los primeros días alucinados de la guerra el monumento al Sagrado Corazón de Jesús, en el Cerro de los Ángeles; trayendo en camiones desde Madrid grandes barrenos y máquinas perforadoras; pelotones de milicianos disparando en descargas sucesivas los fusiles contra la estatua ingente con los brazos abiertos; la multitud iluminada por el resplandor de las llamas, los ojos brillantes, el clamor que estalló unánime en las bocas abiertas en la noche del 19 de julio cuando vieron que se hundía la cúpula de una iglesia entre fulgores de pavesas y una lava de plomo derretido. En el calor de la noche de verano el fuego estremecía el aire con bocanadas de horno. Cuánto tiempo, cuánto trabajo, cuánto ingenio habría costado levantar esa cúpula hace algo más de un par de siglos, cuántos hombres picando la piedra y mulos o bueyes arrastrando los grandes bloques desde la cantera, cuántos árboles y cuántas hachas fueron precisos para preparar las vigas, cuántas manos endurecidas se habrían desollado tirando de las sogas de las poleas, en qué hornos se moldeó el plomo para las cubiertas, se cocieron las tejas de arcilla roja y las de arcilla vidriada: pero todo ardía tan rápido; la hoguera succionaba el aire caliente para seguir alimentando su voracidad; alrededor de Ignacio Abel hombres y mujeres danzaban como si celebraran la apoteosis de una divinidad primitiva, algunos disparando fusiles o pistolas al aire, tan ebrios de fuego como de palabras o de himnos, celebrando no el derrumbe literal de la cúpula de una iglesia de Madrid devorada por las llamas sino el hundimiento imaginario del mundo caduco que merecía perecer. Recuerda la sensación del fuego quemándole la piel de la cara; el olor a gasolina, la asfixia del humo después de un golpe de viento; el sabor de la ceniza en la boca; luego el hedor del humo en la ropa. Los otros destruyen con métodos más modernos; no con el fuego de los apocalipsis medievales, sino con aviones italianos y alemanes que ametrallan a los fugitivos por los caminos y lanzan bombas desde una altura confortable sobre un Madrid que carece no sólo de defensa antiaérea sino hasta de reflectores y sirenas eficaces. Los nuestros ejecutan con furia y torpeza; los otros con una metódica deliberación de matarifes, acertando de lejos con infalible puntería a milicianos aterrados que escapan, usando de cerca bien afiladas bayonetas. Ni los unos ni los otros descansan de noche. De noche la víctima designada ofrece todavía menos resistencia. Espera inmóvil, apática, como un animal hechizado por los faros del automóvil que va a atropellarlo. En un lado y otro lo último que ven los que van a ser ejecutados son los faros de un coche. Al profesor Rossman, a quien le habían pisoteado las gafas, la luz le heriría los pobres ojos incoloros. Ignacio Abel oyó en la oscuridad una voz que decía su nombre y tardó en darse cuenta de que si no veía nada era porque él mismo estaba tapándose los ojos con las dos manos.
Mira el reloj, una vez más, aunque lo ha mirado hace nada, como el fumador que no recuerda que ya tenía un cigarrillo y enciende ansiosamente otro. Si todavía no han asaltado la ciudad es probable que los motores de los aviones ya estén oyéndose en la quietud sobrecogida de la noche sin luces. Moreno Villa los escuchará detrás de la ventana cerrada en su cuarto de la Residencia, donde otras noches ha oído tan de cerca las órdenes y los disparos de los pelotones de fusilamiento, el ronroneo de los autos que iluminan la escena y aguardan con el motor en marcha a que se termine la tarea. Quizás los aviones llegan volando desde el norte y Miguel y Lita los oyen pasar sobre los picos de la Sierra, sabiendo que van a bombardear Madrid, imaginando que su padre está todavía en la ciudad, o que ha muerto, que no volverán a verlo, su última imagen de él una foto mal hecha que se desvanece en el agua del revelado, el traje claro, la cartera negra, el sombrero de verano agitándose al otro lado de la verja mientras se oye de nuevo el pitido del tren.
Con un silbido como de sirena de barco el tren se aparta de la orilla del río y se sumerge a más velocidad en el túnel de hojas amarillas, ocres, naranjas, azuladas, rojas, de un bosque tan tupido que la claridad de la tarde apenas lo atraviesa. El viento provocado por la fuerza del tren levanta remolinos de hojas que aletean y chocan como nubes de mariposas trastornadas contra los cristales de la ventanilla y van quedándose rápidamente atrás. Hojas de robles, de arces, de olmos, de árboles que él no ha visto nunca, todavía densas en las copas y también flotando en el aire o cubriendo el suelo como una gran nevada de rojos, de amarillos, de ocres, entre los troncos de una desmesura de columnas primitivas y los matorrales impenetrables en los que parece que se ha preservado la naturaleza originaria tan sólo a unos pasos del tren, igual que muy cerca de los rieles choca en débiles oleadas contra la orilla la corriente oceánica del río. La mirada se pierde en la hondura del bosque: de la ciudad que está a unos pocos minutos en dirección contraria y del puente que atestigua tan cerca la presencia humana de pronto parece que no hubiera rastros; que el continente se hubiera cerrado sobre sí mismo en una crecida de sus ríos y sus bosques, borrando hasta las cicatrices de la presencia de sus invasores. Bajo la vegetación tan densa podrían ocultarse las ruinas de una civilización abolida. Por la ventanilla entra ahora no el olor de las algas y el mar sino el de las hojas, el de la tierra empapada y el suelo fértil en el que la materia vegetal se pudre bajo la umbría de una maleza impenetrable. Montes enteros de pinares fueron talados en Sierra Morena y en la Sierra de Cazorla para construir los buques de la Armada de Felipe II, que una tempestad hundió en pocas horas cerca de la costa de Inglaterra. Los animales muertos, los pájaros sin refugio, la lluvia arrastrando la tierra de las laderas que las raíces de los árboles habían sujetado, la ingrata roca pelada al final, la patria áspera de los cabreros, los campesinos raquíticos, los iluminados, resueltos a talar y a quemar más aún, a no dejar refugio ni para los alacranes.
A Judith Biely la llevó a pasear por el Jardín Botánico la segunda vez que se encontraron a solas. Ella reconocía con gratitud los árboles de América, los colores otoñales idénticos, aunque la sorprendía que el bosque se acabara tan pronto, que llegaran en seguida a senderos rectos, verjas y pérgolas de jardín francés. Caminaba a su lado y los dos se habían quedado en silencio, escuchando el crujido de las hojas secas bajo las pisadas. Aún no estaban adiestrados en las astucias del amor clandestino. Ni siquiera eran amantes todavía. No habían hecho más que acariciarse con ansiosa torpeza mientras se besaban en la penumbra verdosa del bar del hotel Florida y luego dentro del coche en el que Ignacio Abel la llevaba por primera vez a su pensión, los dos en un silencio asombrado después del atrevimiento. No se habían visto desnudos. La conversación los había distraído del hecho de estar juntos; les permitía dejar en suspenso el vínculo que actuaba sobre ellos detrás de las palabras. Se habían citado junto a la verja de entrada del Botánico y el impulso de ir el uno hacia el otro se había detenido en el preludio del contacto físico. No se besaron, por indecisión o por pudor, no se dieron la mano. Una recobrada timidez borraba la cercanía ya alcanzada en el primer encuentro; parecía imposible que se hubieran abrazado, besado largamente en la boca. Era preciso empezar de nuevo; tantear otra vez los límites restablecidos, las ataduras invisibles de la buena educación. Qué raro que todo eso haya sucedido: que haya pasado un año tan sólo desde entonces, que la luz de la tarde de octubre sea casi idéntica, como el olor y los colores de las hojas. «Y lo más raro de todo es que me siento como en casa en Madrid», había dicho Judith justo antes de quedarse callada, las manos en los bolsillos de su gabardina ligera, el pelo descubierto, mirando a su alrededor tan ávida, tan serenamente como el primer día que estuvieron juntos en la calle, en la acera de la Gran Vía, al bajar de casa de Van Doren, delante de los carteles cinematográficos que cubrían la fachada del Palacio de la Prensa. En el Botánico, en la mañana tibia y húmeda de octubre, con un vago olor a humo y a hojas caídas en el aire, leían las etiquetas con los nombres en latín y en español de los árboles. Judith los pronunciaba en voz alta, insegura, dejándose disciplinadamente corregir, complaciéndose en los nombres que aludían a orígenes remotos: el olmo del Cáucaso, el pino llorón del Himalaya, las sequoias gigantes de California. Le contaba que en Madrid se sentía más en casa que en ninguna otra de las ciudades de Europa que había visitado a lo largo del último año y medio, y que fue así desde el primer momento, desde que bajó del tren en la estación del Norte y salió a una calle soleada y húmeda en la primera luz de una mañana de septiembre y tomó el taxi que la dejó en la plaza de Santa Ana, llena de puestos de hortalizas y de flores cubiertos por toldos, ocupada por el clamor de los gritos agudos de las vendedoras y los gorjeos de los pájaros en venta en sus jaulas de alambre, por los pregones y las flautas de los afiladores y el rumor de las conversaciones a voces que salían por las puertas abiertas de par en par de los cafés. Su barrio de Nueva York había sido así cuando ella era niña, le dijo: pero tal vez con una vitalidad más angustiosa, con una furia más visible en la busca diaria del sustento o del beneficio, en la crudeza de las relaciones sociales, hombres y mujeres llegados de lugares lejanos del mundo y teniendo que ganarse el pan desde el primer día y sin ayuda de nadie en una ciudad desconocida y abrumadora para ellos más allá de las calles familiares en las que se agrupaban los inmigrantes, vestidos igual que en las aldeas y en los guetos de los límites orientales de Europa, rodeados de letreros, de gritos, de olores de comida que reproducían exactamente los del antiguo país. En Madrid un vendedor ambulante parado en una esquina o el parroquiano apoyado en el mostrador de una taberna le daban a Judith la impresión de haber estado allí siempre; de habitar una indolencia sin sobresaltos, como la de los hombres vestidos de oscuro que miraban a la calle tras los ventanales de los cafés o la de los vigilantes adormecidos en las salas del Museo del Prado. ¿Y no había probado aún, le dijo él, en materia de indolencia oriental, la de los empleados de las oficinas públicas? ¿No había llegado a alguna a las nueve para resolver algún trámite y tenido que esperar hasta después de las diez, y encontrado frente a sí, más allá del arco de una ventanilla, una cara entre avinagrada e impasible, un dedo índice manchado de nicotina que se movía negando algo o que señalaba acusadoramente el espacio en un documento en el que faltaba una póliza, un sello, la rúbrica de alguien a quien habría que buscar a continuación en otra oficina más recóndita en la que ni siquiera estaba abierta la ventanilla de atención al público?
—No tomes por exotismo lo que es sólo atraso —dijo Ignacio Abel, inseguro de haber usado la segunda persona del singular, como de un roce o un acercamiento impropios, sin atreverse no ya a tocarla sino a desearla plenamente—. A los españoles nos ha tocado la desgracia de ser pintorescos.
—Tú pareces español y no lo pareces —dijo Judith, y se detuvo mirándolo, con una sonrisa de reconocimiento, más aventurada que él, impaciente, queriendo hacerle saber que ella sí se acordaba, que lo sucedido la otra vez no estaba cancelado.
—¿Yo te parezco americana?
—Más americana que nadie.
—Phil Van Doren tendría sus dudas. Su familia llegó a América hace tres siglos y la mía hace treinta años.
No le gustaba que dijera ese nombre, Van Doren, y menos aún el diminutivo: se acordaba de las pupilas fijas y sarcásticas debajo de las cejas depiladas y de las chatas manos peludas con anillos que apretaban la cintura de Judith, del momento en que, nada más salir de su habitación dejándolos solos en ella, volvió a asomarse empujando bruscamente la puerta, como si se hubiera olvidado de algo.
—Para él los españoles debemos de ser poco más o menos que abisinios. Habla de sus viajes por el interior del país como si hubiera tenido que llevar porteadores nativos.
Pero se daba cuenta de que su hostilidad era un hondo despecho personal, causado por los celos que le daba un vínculo entre Van Doren y Judith del que él estaba excluido, y sobre el que no se atrevía a preguntarle a ella, qué derecho tenía. Si no le gustaban las mujeres, ¿por qué la tocaba tanto? Pero qué podía saber él, tan torpe no ya para el adulterio sino para los sentimientos, cómo podría desenvolverse con ella, si la tenía al lado franca y deseable en una avenida del Botánico en el que estaban solos y no se atrevía no ya a tocarla sino a sostener su mirada, si la escuchaba hablar en su español concienzudo y cada vez más fluido y en lo que estaba pensando no era en lo que ella decía y ni siquiera en lo que él le contestaba sino en la posibilidad desoladora de que lo ya ocurrido una vez no volviera a repetirse. Oía silbidos de trenes en la estación cercana; campanillas de tranvía y motores y bocinas de autos subiendo por el paseo del Prado, amortiguados por la espesura de los árboles, como el crujido de las hojas secas bajo las pisadas, que se hundían ligeramente en la tierra humedecida, hace sólo un año, un año y apenas unos días, en otra ciudad de otro continente, en otra época; gatos soñolientos se tendían al sol en los bancos de piedra. Y si ella se había arrepentido, o simplemente consideraba que no fue para tanto, que había algo embarazoso o ridículo en la vehemencia de un hombre de cuarenta y siete años; un hombre casado, además, con hijos, conocido, que no podía mostrarse en público con una mujer que no era la suya, una mujer extranjera y más joven, observada por las caras vigilantes de Madrid, las de los mostradores de las tabernas y las del otro lado de las cristaleras de los cafés. Qué estaba haciendo, se preguntaría cuando los dos se quedaron en silencio y la conversación ya no tendió como una red por debajo de ellos la trama de un pretexto, marchándose de la oficina mucho más temprano de lo que debía y acostumbraba, citándose con Judith con un motivo de una puerilidad casi patética, enseñarle el Jardín Botánico, su lugar preferido en Madrid, le había dicho, su modelo de patria, más que el Museo del Prado, más que la Ciudad Universitaria, su patria con estatuas de naturalistas y botánicos y no de toscos generales sanguinarios o reyes tarados, su isla de civilización consagrada no al culto de la sangre hirviente sino al de la savia templada, a la sabiduría y la paciencia de ordenar la naturaleza a la escala de la inteligencia humana. Entonces Judith se detuvo frente a él al otro lado de una de aquellas fuentes de taza en las que nadaban peces rojos y de las que se alzaba un chorro débil de agua y antes de que dijera algo él supo que iba a referirse a lo no mencionado hasta ahora, la otra noche en el bar del Florida.
—No estaba segura de que fueras a llamarme.
—Cómo no iba a llamarte. —Ignacio Abel tragó saliva y sintió que enrojecía ligeramente. Hablaba tan bajo que a ella le costaba comprender lo que decía—. Qué te hizo pensar eso. No he parado de acordarme de ti.
—Ibas tan serio conduciendo, sin decir nada, sin mirarme. Pensé que te habrías arrepentido.
—No podía creerme que me hubiera atrevido a besarte.
—¿Te atreverás ahora?
—¿Cómo se dice en inglés me muero de ganas?
—I'm dying to.
Pero en la temeridad que había tenido la tarde del primer encuentro no había estado sólo el deseo sino también la gradual desvergüenza del alcohol, el líquido helado y transparente en las copas cónicas que ofrecía el camarero de chaquetilla blanca en casa de Van Doren, siguiendo sus instrucciones, sus gestos sutiles e imperiosos. Embriaguez de alcohol, de novedad, de palabras, la misma canción sonando de nuevo en el gramófono, su propia voz ligeramente cambiada, el cielo limpio de octubre sobre los tejados de Madrid, las caras de los invitados (a la mayor parte de los cuales, descubrió con alivio, Judith no conocía, aunque fueran compatriotas suyos, lo cual les daba una complicidad añadida), los cuadros de Klee y de Juan Gris, el espacio blanco y diáfano que le devolvía la exaltación de su tiempo en Alemania, en la misma medida en que el deseo por Judith despertaba la parte aletargada en él desde que perdió a su amante húngara. Dijo, mirando el reloj, cuando Van Doren los había dejado solos en su despacho, «ahora sí que debería irme», y agradeció como un regalo desmedido que Judith contestara que ella también, que saliera con él y en el ascensor respirara aliviada, arreglándose un momento el pelo en el espejo. Fue la primera vez que caminaron juntos, al llegar a la calle, a la luz del día y entre la gente, sin necesidad de cautela, aún a tiempo de decirse adiós y de que no ocurriera nada, de alejarse cada uno del otro en la agitación de la Gran Vía a las cinco de una tarde de viernes, escaparates de tiendas y grandes carteles pintados a mano sobre lienzos de lona en las fachadas de los cines, cláxones de coches, el sol de octubre hiriendo los metales plateados de las carrocerías, un presente sin porvenir aún, el porvenir inevitable desatado por una palabra que pudo no ser dicha. Pudo decir lo que era cierto, que le urgía volver a la oficina, a los papeles y planos sobre la mesa de trabajo y los recados de llamadas urgentes que debía contestar. Estaba mareado: si conducía con la ventanilla abierta el aire lo despejaría. A cada momento se despliegan porvenires posibles que arden como fogonazos en la oscuridad y un segundo después ya se han extinguido. Pero quería seguir escuchando su voz, el modo peculiar en que sonaban en ella vocales y consonantes españolas; prolongar el estado de suave embriaguez física que le despertaba su cercanía, no tanto la crudeza inmediata del deseo como su posibilidad, como la punzada de un vértigo localizado en el estómago y en la debilidad de las rodillas, que no había sentido desde hacía más de diez años, la inminencia poderosa de algo, el ámbito incitante y misterioso de lo femenino. Judith se quedó mirando con una sonrisa de reconocimiento la luz del sol en las terrazas de los edificios más altos, el azul tan limpio del cielo contra el que se recortaba el torreón del cine Capitol. Le dijo:
—Miro hacia arriba y es como si estuviera en Nueva York.
—Pero allí los edificios serán mucho más altos.
—No son los edificios, es la luz. Ésta es la luz que hay ahora mismo en Manhattan. Mejor dicho, la que habrá dentro de seis horas.
Podía proponer que tomaran algo juntos y Judith le daría las gracias sonriendo y le diría que llegaba tarde a una cita con sus estudiantes o a una charla en la Residencia o en el Centro de Estudios Históricos. Pensó en su casa oscura y deshabitada cuando llegara a ella esa noche, cuando abriera la puerta y no vinieran hacia él las voces de sus hijos, que ahora mismo estarían tal vez explorando el jardín en la casa de la Sierra, o planeando para cuando él llegara al día siguiente alguna expedición como las de las novelas de Julio Verne. Sin premeditación, con un tono de liviandad que a él mismo le sorprendía, y que ocultaba un fondo de miedo, le dijo a Judith que la invitaba a tomar algo en el bar del hotel Florida, que estaba muy cerca, al otro lado de la calle. Ella asintió tras un momento de duda, encogiéndose de hombros con una sonrisa, y se tomó un momento de su brazo para cruzar la Gran Vía en medio del tráfico.
Las palabras no son nada, el delirio de los deseos y las fantasmagorías girando en vano en el interior de la dura concavidad intraspasable del cráneo: sólo cuenta el roce, el tacto de otra mano, el calor de un cuerpo, el latido misterioso de un pulso. Cuánto tiempo hace que a él no lo toca nadie, una figura replegada sobre sí misma en el asiento del tren, áspera y mineral como una doble concha sellada. Ha soñado con la voz de Judith Biely (que ya casi no recuerda despierto, al cabo de sólo tres meses) pero su sonido ha sido menos verdadero que la sensación de ser rozado, tocado por su mano, apretado por su vientre, la piel tensa y lisa y los rizos del vello, besado por sus labios, acariciado por su pelo casi tan inmaterialmente como por su aliento, igual que por una brisa tenue que ha entrado en silencio por una ventana abierta. Caminaba junto a ella por una avenida del Botánico y de pronto los dos estaban callados y sólo se oían las hojas bajo las pisadas: las hojas de árboles traídos como semillas o como débiles brotes de América en el siglo XVIII, albergados en bodegas oscuras de buques, esperando para germinar en esta tierra remota en la que de pronto Judith Biely, después de casi dos años de viaje, se siente como en casa, en una patria que nunca hasta ahora supo que tenía, reconociendo los troncos y las formas y los colores de las hojas, aprendiendo sus nombres en español, diciéndolos en inglés para que él los repita, torpe ahora y mucho más joven que las primeras veces que lo vio, más joven y más desarmado en cada encuentro, como si su vida se proyectara al revés: la figura alta y profesoral detrás de un atril en la Residencia, con el traje oscuro y el pelo canoso y la mirada censora, el hombre que la miraba entre la gente desde el otro extremo de la sala un rato después, el que se marchó sin despedirse, junto a su mujer que era visiblemente mayor que él y no parecía la madre de la niña erguida y atenta que sin embargo era hija improbable de los dos; el que surgió en el umbral del apartamento de Van Doren; el que se inclinó envaradamente hacia ella y aún no parecía que fuera a atreverse a besarla en un reservado del bar del hotel Florida; el que ahora, sólo unos días después, desconcertado, erudito, diciendo nombres de árboles en latín y no dándose cuenta de que el barro del suelo le manchaba los zapatos y los bajos del pantalón, se paraba porque ella se había parado y no se atrevía a hacer frente a su mirada, quizás arrepentido, abrumado por la responsabilidad de haber llegado tan lejos, de haber vuelto a llamarla, incapaz de seguir hablando, de seguir fingiendo que era una especie de maestro o mentor de botánica o de costumbres españolas y ella una alumna extranjera, paralizado por el reconocimiento de un deseo que lo desbordaba y no sabía manejar, que recordaba apenas que existiera.
—I'm dying to.