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Ha salido del Faculty Club después de comer, con el alivio de quedarse solo, sin urgencia de nada, después de pasarse toda la mañana sometido al ritmo enérgico de Stevens, a sus inagotables reservas de entusiasmo práctico, a su disposición casi implacable de amabilidad, que incluye ese punto excesivo de indulgencia con que se dirige uno a un enfermo, con que se sonríe a quien se compadece: preguntándole de manera indirecta sobre su dolencia, como si el solo hecho de mencionarla ya la agravara. A las nueve de la mañana le había dicho Stevens que vendría a buscarlo, y a las nueve menos cinco escuchó el motor del automóvil deteniéndose delante de la casa y el claxon. Estaba esperando, desde hacía rato, ya dispuesto, sentado junto a la ventana, acomodado en el silencio, observando las copas de los árboles que se pierden en la distancia, escuchando los pájaros, los que se movían en el interior del bosque y los que pasaban en altas bandadas triangulares atravesando el cielo muy limpio, con escándalos de graznidos que levantaban ecos en la distancia. Se había despertado temprano, con una conciencia de haber dormido muy profundamente, sin sueños de voces que dijeran su nombre o de timbres de teléfonos. Se había quedado un rato en la cama sin moverse apenas, complacido en la blandura cálida del colchón y la almohada, en la limpieza de las sábanas, de un blanco más puro según se afianzaba en la habitación la primera claridad del día, un poco antes de que saliera el sol por encima de las copas cónicas de los árboles. Veía su gabardina echada de cualquier modo a los pies de la cama, los zapatos y los calcetines en el suelo, los pantalones y la camisa colgados de la silla, como las trazas de la presencia de otro, la ropa deteriorada del que ha estado mucho tiempo de viaje, y en la que se quedó adherido el cansancio, igual que el olor de los restaurantes baratos y los cuartos de hotel. Se dio un baño largo, en el agua muy caliente, casi del todo sumergido en ella, en la bañera que tenía las proporciones anchurosas de todo lo que había en la casa, y al cerrar los ojos y hundir la cabeza bajo el agua conteniendo la respiración sintió que se disolvía en la ingravidez del descanso, protegido y absuelto, la piel luego apaciguada por el tacto del jabón y la esponja, el sexo reavivándose como alguna especie de planta o animal submarino, trayéndole sin ningún esfuerzo de la memoria el recuerdo de la desnudez de Judith, ni siquiera el recuerdo, la sensación física, muy intensa y fugaz, como tenerla cerca en un sueño y perderla según se iba despertando, según empezaba a enfriarse el agua en la bañera, su amante fantasma acompañándolo en lugares donde nunca ha estado con ella. Al limpiar el vaho en el cristal del espejo vio todavía la cara exhausta del viaje, los ojos inquietos de alguien que no ha llegado a su destino. Se enjabonó la cara despacio, haciendo mucha espuma con la brocha de tejón, parte del estuche de piel de cerdo con sus iniciales grabadas, regalo de Adela en el último día de su santo, cuando planeaban todavía el traslado a América de toda la familia. La cuchilla se deslizaba con suavidad y eficacia sobre la piel reblandecida por el calor del baño. Se afeitó tan meticulosamente como en su cuarto de aseo de Madrid, aunque sin la prisa que solía dominarlo entonces, prisa por llegar pronto a la oficina o por encontrarse a primera hora con Judith Biely, la cita clandestina más gustosa aún porque iba a suceder a la hora de más agitación laboral del día. Hoy era temprano y tenía tiempo de todo. El tiempo tenía la misma amplitud del espacio en la casa. La ligera flacidez de la papada hacía más difícil el afeitado. La línea de la mandíbula ya no era tan nítida como no mucho tiempo atrás. La edad, en la que pocas veces había reparado.—por distracción, por soberbia, por el halago del amor de Judith—, empezaba a aflojar los músculos que antes eran firmes, ablandando la cara, borrando casi en la papada la forma de la barbilla. Pero bien afeitado, bien peinado, la raya recta en el centro del pelo, las patillas cortadas limpiamente a la altura adecuada, parecía más joven, y también más respetable, no un refugiado dudoso, un indigente digno, como los que leían las páginas de anuncios del periódico en Nueva York, en las barras de las cafeterías, en los bancos de los parques, o como los que habían empezado a llegar a Madrid desde Alemania unos años atrás, fugitivos de Hitler. Cómo habría agradecido el profesor Rossman una habitación así, la oportunidad de un baño demorado y de la ropa limpia, una placidez que no aliviaba la incertidumbre pero la dejaba en suspenso. Ahora podía por fin ponerse la ropa que había reservado con un cuidado tan extremo para este día: la camisa blanca, con los puños sin roces y el cuello sin cerco de mugre, el traje de repuesto, que había colgado en el armario antes de acostarse, el chaleco, el alfiler en la corbata, los gemelos en los puños. Limpió como pudo los zapatos, aunque no hubo manera de disimular las grietas ni las suelas demasiado gastadas, y uno de los cordones tuvo que atárselo con mucho cuidado porque se estaba deshilachando y en cualquier momento podría romperse. De lo que más aprendo es de fijarme en cómo las cosas de todos los días se gastan, le había dicho el ingeniero Torroja en Madrid: cómo van rozándose, cómo el tiempo y el uso van dándoles su verdadera forma y luego las deshacen. Las suelas de estos zapatos, cortados y cosidos a mano y ahora irreconocibles: los cordones, rozándose con los agujeros, sometidos a una erosión que en la mente científica de Torroja era semejante a la de las cuerdas de un barco o los cables de acero de un puente. Podía echar la ropa sucia en un cesto de mimbre que había en el cuarto de baño, le había indicado el meticuloso Stevens: le dio vergüenza el olor, que sólo ahora advertía, los indicios de la falta de higiene a la que poco a poco había capitulado a lo largo del viaje, en los últimos meses. En el armario había un espejo de cuerpo entero: se examinó en él, cepilló el traje y el sombrero y procuró que el ala tuviera la inclinación adecuada. Demasiado formal, tal vez, pero quizás era el efecto de no haberse arreglado de verdad desde que ir bien vestido por Madrid se había convertido en algo raro y peligroso: ahora veía en el espejo no tanto a quien era en este momento, sino el recuerdo de quien había sido, un año atrás, con este mismo traje, el día de principios de octubre en que se vistió con tanto cuidado para dar su charla en la Residencia de Estudiantes, la primera imagen de él que recordaría Judith Biely, si es que el olvido no lo ha borrado ya por completo, el olvido voluntario de quien es capaz de cancelar o de arrancarse una parte de la vida.

Demasiado formal: el traje tan bien cortado por un sastre moderno de Madrid aquí, en Burton College, es de pronto un poco rancio, casi anticuado, por comparación con la ropa deportiva de los estudiantes, de las franelas y las chaquetas a cuadros de los profesores, que afectan un aire de hacendados rurales ingleses, en concordancia con el vago mimetismo medieval de la arquitectura. Por eso es tan fácil distinguir a Ignacio Abel, cuando ha salido del Faculty Club y camina por un sendero en el rectángulo central del campus, más formal y más lento que los otros, también más desocupado, con las manos en los bolsillos, con una excesiva palidez española, recreándose en el sol de la primera hora de la tarde, sin gabardina, sin una maleta en la mano, cruzándose con grupos de hombres y mujeres muy jóvenes que llevan libros y carpetas y se apresuran camino délas clases o de la biblioteca, ese edificio pseudogótico en el que ya no caben los libros y en el que la humedad los llena de moho que será abandonado en cuanto esté construida la nueva biblioteca, la que por ahora sólo existe como una conjetura en su imaginación y en los bocetos de un cuaderno que ahora lleva en el bolsillo. Observar cuerpos elásticos y caras de salud que no parecen haber sido rozadas nunca por la sombra del miedo ni desfiguradas por la crueldad o la ira. Las muchachas con vestidos ligeros en la mañana cálida de octubre, con zapatos bajos y calcetines blancos, los estudiantes con jerseys de colores vivos, casi todos con las cabezas descubiertas, moviéndose los unos mezclados con los otros con una camaradería sin apariencia de esfuerzo. La calidad de los dientes facilita la risa: se acuerda del dictamen de Negrín cuando observaba en Madrid las caras de la gente con sus ojos de médico, los signos tristes de la malnutrición y la falta de higiene. ¡Leche pasteurizada y aceite de hígado de bacalao iban a ser los remedios del atraso de España, calcio abundante para las dentaduras enfermas! Tiene tiempo, hasta las seis no irán a recogerlo para la cena que da en su honor el presidente del college. Las horas parecen dilatarse con una amplitud fecunda desde que terminó de arreglarse esta mañana y aún le sobraba tiempo para desayunar y hasta para escribir alguna carta, para examinar la soledad resonante de la casa de invitados. En las paredes de los corredores había retratos al óleo de personajes con casacas coloniales o levitas del siglo pasado, paisajes de las orillas del Hudson, con las montañas azules al fondo y las colinas cubiertas por bosques otoñales, acuarelas con proyectos de edificios universitarios. En un cuadro de ejecución tosca y detalles muy vividos un rótulo con la inscripción «Burton College, 1823» flotaba sobre una vista de un torreón de aire gótico levantado en un claro, con una minuciosidad de manuscrito iluminado medieval. Como un intruso o un fantasma bajó por la escalinata de peldaños de roble que daba al vestíbulo. En la claridad del día todo era diferente a lo que había visto la tarde anterior. Cruzó una gran biblioteca la mitad de cuyos estantes estaban vacíos, con un piano de cola en el centro y sillas de tijera apiladas contra una pared. Cruzó un salón que daba a un jardín, con una chimenea en la que crepitaba un fuego de leña olorosa, con hondos sillones de cuero junto a los que colgaban bastidores con periódicos. Parecía que alguien servicial e invisible hubiera estado esperando su despertar. Escuchó sonidos de platos y cubiertos. Al final de la larga mesa de un comedor había un servicio de desayuno. Una mujer negra y fornida le dio jovialmente los buenos días y le hizo varias preguntas sucesivas que él sólo poco a poco comprendió, descifrando los sonidos evidentes con un cierto retraso, con una falta de sincronía de varios segundos. Asintió a todo: quería café, quería azúcar y leche, quería zumo de naranja, quería mantequilla y mermelada y pan de centeno. La mujer era al mismo tiempo majestuosa y servicial: le dijo cosas que a él se le volvían indescifrables cuando creía estar a punto de comprenderlas y lo observó con paciencia indulgente mientras él intentaba explicarle algo y de pronto no le salía una palabra trivial, y se escuchaba torpe y lento, la boca abierta sin que ningún sonido brotara de ella. La mujer llevaba un traje de calle bajo el mandil y un sombrero con adornos brillantes y baratos de flores. Le llamaba unas veces your excellence y otras your honor y debía de pensar que era algún mandatario o algún noble europeo exiliado de alguna revolución y necesitado de mucho alimento. Lo miraba comer respetuosa y complaciente, le sirvió más leche y más café y rebanadas de pan oscuro y esponjoso y le indicó por gestos que se untara más mantequilla, que probara cada uno de los botes de mermelada dispuestos sobre la mesa. Recogió rápidamente las cosas del desayuno y le dijo con aspavientos y gestos de las manos que no se preocupara de nada, que ella volvería más tarde para arreglar la casa. Ponía expresión de pena mirándolo comer y dijo algo sobre la guerra y la falta de alimentos y luego sobre su marido o su hijo que había luchado en la guerra de Europa y vuelto de ella enfermo a causa del gas, pero Ignacio Abel no estaba seguro y se limitó a sonreír y a mover afirmativamente la cabeza. Había algo sólido y rotundo en las cosas, lo mismo en la construcción de la casa que en el grosor de las rebanadas de pan, en la rica densidad de la leche y la loza pesada del tazón, una especie de robusta cordialidad que estaba también en la presencia de la mujer y en el tamaño de sus manos con las uñas rosadas y las palmas muy blancas.

Al quedarse solo de nuevo se le multiplicaron las dimensiones y el silencio de la casa. En la presencia de las cosas, en la agudeza de sus percepciones, había un punto borroso de irrealidad. Confortado por el desayuno cruzó de nuevo espacios que parecían concebidos para que sólo él los habitara, ajenos a su vida y sin embargo tan inmediatamente hospitalarios como si hubiera vivido en ellos mucho tiempo y ahora regresara, esta mañana, encontrando las habitaciones inundadas de sol, el fuego encendido, los periódicos del día en los bastidores junto a los sillones de cuero rozado. Abrió uno, con el miedo de tantas veces, con el ansia y la repulsión simultánea de encontrar noticias sobre España. Era un New York Times de dos semanas atrás, y al comprobar la fecha estuvo a punto de dejarlo, pero la impaciencia lo atraía hacia sus anchas páginas con la letra diminuta, con una anticipación de desagrado, aunque lo que pudiera encontrar ya no tendría importancia, habría caído en el anacronismo inmediato. Y allí estaba, en una página interior, el malefìcio eterno de la palabrería y la crueldad taurinas: death in the afternoon— and at dawn. Sólo vio esas palabras y ya supo que se referían a España. No podían faltar, la muerte ni la tarde, como si la crónica fuera de una corrida y no de una guerra, y tampoco podía faltar el sol, la claridad candente exagerando los colores de la fiesta nacional para gozo del turismo, death under the spanish sun—murder stalks behind the fighting lines—both sides ruthless in spain. Los dos lados iguales para ellos en su exotismo y en su gusto por la sangre, Elimination of Enemies by Execution is the Rule. Quién habría leído el periódico hace dos semanas, quién, recostado en el sillón de anchos brazos rozados, de cuero tan noble como los troncos que arderían en la chimenea o como la repisa de mármol, se habría interesado por esas noticias sobre ejecuciones en paisajes desérticos castigados por el sol mientras en el ventanal que da al jardín habría una brisa suave de principios de otoño que removería no sólo el rumor de las hojas sino también los olores de la tierra fertilizada por la lluvia, el suelo grumoso y rico por las hojas acumuladas a lo largo de otoños solemnes. Cómo era el país en guerra que uno imaginaba leyendo el periódico después de haber desayunado: remoto, sanguinario, predestinado al infortunio, provocando si acaso una virtuosa simpatía que no cuesta nada y fortalece la sensación confortable de estar a salvo, protegido por la distancia y por la civilización que le permite a uno dar por supuestos los placeres de la mañana, el aseo después de una noche de sueño, la abundancia sacramental del desayuno en una habitación espaciosa, iluminada por la claridad limpia del día, el olor del café y el de la tinta del periódico, del pan tostado y la mantequilla fresca fundiéndose ligeramente sobre él. Así había leído él mismo las noticias sobre Abisinia no muchos meses antes, mirado en Ahora y en Mundo Gráfico las fotos de los etíopes indefensos con sus lanzas y sus túnicas tribales y las de los insolentes expedicionarios italianos, con su burda épica colonial copiada de malas películas de aventuras y sus eficaces aviones Fiat armados de ametralladoras y bombas incendiarias. Ahora los abisinios somos nosotros; nosotros mismos las víctimas de los eficientes invasores y los encargados de la parte más rudimentaria de la carnicería.

Murder stalks behind fighting Unes. Dejó el periódico sin haber leído entera la crónica y salió de la casa, las aletas de la nariz dilatadas por el aire fresco, con una humedad de rocío, con un olor a tierra y a hojas caídas, a la resina y a la savia de los grandes cedros o abetos que limitaban el claro, las ramas como tejados sucesivos de pagodas, sus extremos oscilando suavemente en el aire. Los picotazos del pájaro carpintero resonaban con la misma poderosa nitidez que si fueran golpes o pasos bajo una bóveda, el tronco entero vibrando, la madera recia y fresca. El suelo forrado de hojas cedía mullido bajo sus pisadas y el rocío de la hierba le mojaba los zapatos y los bajos del pantalón. Hacia un lado el camino se perdía en el bosque. Hacia otro, desde el costado de la casa, herido ahora por los rayos del sol, se abría un paisaje ondulado de pastos y campos de cultivo, interrumpidos por vallas blancas y granjas, por altos graneros pintados de colores vivos. Hubiera querido seguir uno cualquiera de aquellos caminos. Pero tenía miedo de perderse o de que se hiciera tarde y volvió a la casa, no sólo por precaución, también porque se veía incongruente en su traje y sus zapatos de ciudad europea. Admiró atentamente desde fuera la forma del edificio, la sugestión de arraigo con que se posaba sobre la tierra, en el claro del bosque, midiéndose con la escala de los árboles, firme y cerrada sobre sí misma para resistir los inviernos y para no quedar anulada por la amplitud del paisaje y a la vez abierta a él, la balaustrada de la terraza sobre las columnas del pórtico, las amplias ventanas que daban a todos los puntos cardinales, al bosque y a los campos de cultivo y a la distancia en la que estaba el río y más allá de la cual se elevaba una línea de montañas azules. Volvió a la casa y a su habitación para limpiarse de nuevo los zapatos y la cama ya estaba hecha, el embozo recto, las almohadas mullidas con una consistencia ingrávida de plumón, el orden restablecido. Sentado ante la ventana, la espalda recta en la silla muy sólida, la mano apoyada en la mesa, en la carpeta de bocetos y acuarelas que había traído de Madrid, imaginó cartas para sus hijos y para Judith Biely, calculó con desgana la hora que sería en España, escuchó poco a poco acercarse el motor del automóvil de Stevens.

Estaba rojo, recién duchado, resplandeciente, como si le hubiera sacado brillo no sólo a la montura dorada y a los cristales de sus gafas sino también a sus ojos muy claros, a sus uñas pulidas, a su dentadura, a los zapatos de cuero crujiente que lo transportaban de un lado a otro cuando bajaba del coche casi a la misma velocidad que cuando iba conduciéndolo. Olía a colonia y a dentífrico de menta. Arrancó en cuanto Ignacio Abel se instaló a su lado, mirando el reloj, impaciente por aprovechar el tiempo, por completar cada una de las tareas que había planeado para esa mañana, casi todas ellas administrativas, saltando arbitrariamente del inglés a un español con tanto acento que se volvía ininteligible, gesticulando para mostrarle los lugares de mérito de los alrededores del campus, más desahogado esta mañana y más seguro de sí mismo porque no estaba sometido a la vigilancia intimidadora y fácilmente sarcástica de Philip Van Doren. Había que parar en edificios de aire entre gótico y rural que albergaban insospechadas oficinas en las que hacía siempre un calor agobiante y en las que secretarias o mecanógrafas sonreían al estrechar la mano de Ignacio Abel y prestaban mucha atención para escuchar bien su nombre extranjero, mostrando con entonaciones agudas el entusiasmo que les producía conocerle, sobre todo cuando Stevens repetía sucesivamente ante cada una de ellas la lista de sus méritos, adoptando luego una mímica inversa de dolorida compasión cuando Stevens mencionaba la guerra en España y las dificultades que el profesor Abel había tenido que superar para salir del país: ojos muy abiertos, exclamaciones, suspiros. Había que rellenar impresos, mostrar documentos, contestar a preguntas, asentir moviendo mucho la cabeza aunque no se entendiera gran cosa, aunque las palabras se perdieran entre el ruido de las máquinas de escribir (se confundía, no entendía lo que le habían preguntado, no encontraba el pasaporte con el número de visado o el papel que había guardado en un bolsillo un momento antes, en otra oficina, en esta misma). Había que subir de nuevo al automóvil y que recorrer carreteras y desviarse por caminos que al principio provocaban en Ignacio Abel el desconcierto de travesías al azar por parajes siempre desconocidos y poco a poco cobraron la forma mucho más restringida de unos pocos itinerarios: prados, edificios góticos, zonas de bosque, senderos rurales, iglesias, pabellones de aulas o de dormitorios, campos de deportes, más oficinas de un aire tan caliente que se hacía irrespirable, de nuevo el aire fresco con olor a bosque y a césped, el automóvil arrancando con brusquedad y Stevens mirando el reloj, el laberinto de idas y venidas reduciéndose, tranquilizadoramente, a un solo escenario, o casi, el rectángulo irregular en torno al cual se organizaban los edificios principales del campus: otra Ciudad Universitaria, no medio en proyecto y dejada en suspenso y abandonada antes de haber llegado a existir, no erigida sobre una tabla rasa de campos desérticos y pinares abolidos, sino crecida poco a poco, al principio como asentamientos de pioneros en los claros de aquellos bosques inmemoriales, luego cobrando una forma entre azarosa y orgánica, con resonancias visuales de universidades inglesas, torres góticas, extensiones de césped y paredes de hiedra: y siempre —le parecía a Ignacio Abel, huésped recién llegado en la lentitud peculiar del tiempo, en la cualidad de retiro y de isla, convaleciente de incertidumbres y cataclismos españoles— con un sosiego que se correspondía con los ciclos solemnes del mundo, el tránsito de las estaciones y el curso del río tan cercano, la acumulación gradual y no los arrebatos tan súbitos como los desastres, la conciencia tranquila de una protección o de un privilegio cuyos signos él apreciaba en todas partes y a los que se sentía al mismo tiempo atraído y ajeno. En una de las paradas Stevens abrió a toda prisa una puerta y subió delante de él por una escalera de caracol y cruzó un corredor de techo bajo y nervaduras de piedra y abrió una puerta que daba a una habitación pequeña y confortable y le dijo, ante su incredulidad, que ese iba a ser su despacho. En otra varias personas le fueron presentadas y todas celebraron how exciting it is finally having you here as part of our faculty y un momento más tarde Stevens le tiró sin ceremonia de la manga y lo llevó escaleras abajo hacia una sala sin ventanas que era un estudio fotográfico. En los minutos escasos que quedaban antes de la siguiente tarea debía aprovechar para que le hicieran la foto de su tarjeta de identidad universitaria. El fotógrafo lo hizo sentarse en un taburete delante de un lienzo negro y lo zarandeó para que adoptara la posición adecuada, gastando bromas que Ignacio Abel no entendía pero que a él mismo le provocaban una hilaridad resonante, no compartida del todo con Stevens, que miraba de soslayo el reloj, porque un poco más tarde tenían que almorzar con un grupo de profesores del departamento en el Faculty Club, y antes de eso estaba previsto que visitaran el solar de la futura biblioteca. Era un deseo especial del señor Van Doren, le había llamado esa misma mañana para insistirle, que por ningún motivo el profesor Abef se quedara sin ver el lugar exacto y pudiera tomar sus primeras notas sobre el terreno. El fotógrafo tenía una cara albina y congestionada y sujetaba a Ignacio Abel por la barbilla para que se detuviera en el ángulo que él quería, y cuando ya iba a disparar le dijo que sonriera, primero en un tono afectuoso, casi fraternal, y luego lleno de impaciencia, como de decepción ante la cara que seguía tan seria, la cara española inhábil para la sonrisa abierta que él estaba exigiendo, y a la que al final renunció, aunque Stevens, a su lado, miraba a Abel como dándole ánimo, ofreciéndole el ejemplo de su propia sonrisa exagerada. En algún archivo de Burton College estará esa foto, la ficha de cartulina con el nombre mecanografiado, la tinta ya muy desvaída por el paso del tiempo y las esquinas gastadas o dobladas, la tentativa de sonrisa de un hombre demasiado serio que aquella mañana parecía mayor de su edad verdadera, su cara desconcertada, ansiosa, desconocida o chocante para él mismo si la hubiera podido ver en ese momento, los labios curvándose rígidamente en los extremos.


Ahora no tiene que sonreír, que mover afirmativamente la cabeza o esforzarse por comprender lo que le dicen o seguir el ritmo incesante de Stevens, sus largas zancadas en las que hay a veces como un vuelo caprichoso de pasos de baile. Stevens se ha disculpado por dejarlo solo y se ha levantado tragando el último bocado de su sándwich y el último sorbo de agua porque tenía que dar una clase. Hasta el final los signos de su preocupación han tenido algo de parodia. ¿Se las arreglará bien solo las próximas horas Ignacio Abel? ¿Seguro que no prefiere que un estudiante lo acompañe o lo lleve en automóvil de vuelta a la casa de invitados? Pero nada le apetece más que quedarse solo y adquirir caminando el sentido del espacio, despejando la confusión de las idas y venidas en coche y el aturdimiento de las presentaciones y los saludos sucesivos. Ha descubierto que todo está en realidad muy cerca: que el automóvil convertía en inconexos y lejanos los itinerarios. A la casa de invitados, que esta mañana le parecía tan perdida en el bosque, ahora sabe que puede volver en menos de quince minutos. Esta mañana las ramas de los árboles azotaban los cristales del coche de Stevens cuando ascendía por el camino estrecho, casi un sendero, que lleva al claro donde está la primera excavación abandonada hace años de la futura biblioteca. Un viaje tan largo para llegar a este destino: una oquedad en la tierra, medio tapada por malezas y troncos caídos y hojas secas acumuladas durante varios otoños, los márgenes hendidos por los dientes de las palas de las excavadoras. Observado por Stevens, consciente de su cercanía ansiosa y habladora —se apresuraría a informar a Van Doren de la visita, a contar o inventar detalles reveladores sobre la reacción del invitado—, Ignacio Abel no había sabido mirar plenamente lo que tenía por fin delante de los ojos, después de haberlo imaginado tanto. Para ver algo de verdad siempre ha necesitado estar solo. Únicamente la compañía de Judith ha dilatado su capacidad de mirar, le ha abierto los ojos a cosas que sin ella no habría visto. Madrid fue otra ciudad porque la había descubierto a través de los ojos de ella. Tenía al lado a Stevens y su sola presencia lo distraía y lo irritaba, aun cuando se quedaba callado. La zanja se extendía desde la cima de la colina hasta la mitad de la ladera. Hacia un lado estaban los edificios del campus, al final del camino, agrupados contra la amplitud del paisaje que se extendía hacia el horizonte y a la vez dispersos, con una apariencia de azar que sólo observada despacio revelaba un eje, un principio organizativo, en torno al rectángulo que Stevens llamaba The Commons. Hacia el oeste, más allá de la ondulación roja y ocre y amarilla de las copas de los árboles, el río era una ancha lámina metálica atenuada por una bruma azul en la que reverberaba el sol, las lonas blancas de los veleros suspendidas en ella como mariposas o cometas inmóviles. Stevens, a su lado, señalaba montañas o edificios en la distancia, y decía sus nombres, enumeraba fechas de construcción, las medidas exactas del solar en el que se levantaría la biblioteca. «Y la vista del río», dijo, como un guía ansioso por convencer a un grupo de turistas del mérito del paraje al que los había llevado. Pero miraba el reloj, impaciente porque la visita se ajustara al tiempo reglamentado para ella, con la inhabilidad de las personas muy activas para quedarse quietas y calladas. Eran las doce y cuarto, dijo, a las doce y media tenían mesa reservada en el Faculty Club, seguro que al profesor Abel le iba a encantar conocer a algunos colegas del departamento.

Sigue ahora el camino, ladera arriba, a la sombra enorme de los árboles, arces y robles sobre todo, cree reconocer, y otros cuyos nombres ignora, no sólo en inglés, sino también en español, y se acuerda de las etiquetas que tienen los árboles en el Botánico de Madrid, y de la sorpresa con que Judith Biely reconocía algunos, como amigos a los que se encuentra inesperadamente en un país extranjero, sus lujosos colores de otoño resaltando más en la ciudad sobre todo propicia a los tonos terrosos y a los verdes polvorientos. Pero aquí son mucho más grandes, en esta tierra oscura, fertilizada por lluvias, cubierta por las hojas caídas y luego por la nieve en los largos inviernos, atravesada por delgados hilos secretos de agua en cuanto empieza el deshielo. Piensa con nostalgia, con melancolía, en los arbolillos plantados en las avenidas de la Ciudad Universitaria, tan frágiles en las temperaturas extremas de Madrid, amenazados siempre, unas veces por los fríos que bajan de las cumbres nevadas del Guadarrama y otras por el calor polvoriento de los veranos, cuando no por las patadas de los gamberros; los troncos casi tan delgados como los de esos árboles de alambre que él mismo puso algunas veces en las maquetas, recortándoles copas de cartón pintadas de verde con un lápiz escolar. Algunas mañanas, cuando conducía hacia la oficina y daba una vuelta para repasar el estado de las obras, los encontraba tronchados, abatidos por saboteadores nocturnos, por el rencor contra el árbol de la gente de secano, que teme que sus raíces les roben el agua ya escasa. Pero ahora sabe que basta la debilidad misma de algo para animar a su destrucción, y quizás por eso lo sobrecogen más estos árboles que llevan varios siglos creciendo, más antiguos que los edificios que ahora se distinguen entre ellos, tal vez más perdurables que su biblioteca futura, aún no imaginada plenamente, con ramas tan largas que se entrecruzan sobre su cabeza como las nervaduras de una bóveda que filtra apenas los rayos del sol y de la cual desciende, al menor soplo de viento, una oleada de hojas; ramas que nadie poda, al menos no con esa tosca saña de amputación con que él ha visto tantas veces blandirse las hachas contra los árboles de Madrid. Demasiado secano, tanta vehemencia innecesaria, tanta energía enconada que se disuelve en aspavientos y palabras, en exabruptos de caras congestionadas. Pero a mí tampoco me importó que se cortaran los árboles de la Moncloa al principio de las obras de la Ciudad Universitaria, los pinos de largos troncos inclinados y copas redondas que sucumbieron a las hachas y a las sierras mecánicas, las cabelleras de raíces arrancadas de cuajo por las excavadoras, los arroyos cegados por los movimientos de tierras, ocultos luego por las canalizaciones subterráneas. Nosotros lo arrasamos todo para empezar de nuevo como sobre un espacio en blanco, sobre las cicatrices aplanadas de lo que había existido antes. Subiendo por el camino entre los árboles que brillan cuando les da el sol con rojos y amarillos de incendio Ignacio Abel se acuerda de pronto de la cara de Manuel Azaña, no el día reciente en que se despidió de él, sino una tarde de hace tiempo, no tanto como en las perspectivas engañosas de la memoria, hace no más de cuatro años. Una tarde fría, en noviembre, nublada, la Sierra sumergida en una niebla entre gris y azul de lluvia cercana. Azaña era entonces presidente del consejo, y había venido casi de improviso a visitar las obras, probablemente convencido por Negrín, que lo trajo en su propio automóvil. Él los estaba esperando, junto al director de la Ciudad Universitaria, el arquitecto López Otero, que había sido amigo de Alfonso XIII y no tenía muchas simpatías por la República y menos por el primer ministro. «No se vaya usted esta tarde, Abel», le había pedido, «que tenemos gran visita oficial». Pero la visita oficial, a la que recibieron al pie del pabellón provisional de la dirección de obras, llegó con mucho retraso y reducida a un pequeño automóvil de color amarillo que se detuvo con un frenazo sin que al principio saliera nadie, quizás porque los dos pasajeros, demasiado corpulentos para el tamaño escaso del vehículo, no acertaban a levantarse de los asientos. Salió primero Negrín, por el lado del conductor, y dio la vuelta rápidamente para abrir la portezuela del otro lado, sosteniéndola como un chófer, con el sombrero en la mano, mientras iba emergiendo del interior del coche, con torpeza y lentitud, el presidente del consejo, su cara habitualmente incolora enrojecida por el esfuerzo, envuelto en un abrigo aparatoso, tan pesado que no podía desprenderse sin ayuda del asiento demasiado hundido. Se incorporó sustentándose en la mano fuerte de Negrín, y cuando por fin estuvo en pie se peinó con los dedos el pelo escaso y desordenado antes de ponerse el sombrero, la dignidad ministerial recobrada poco a poco, estrechándoles brevemente la mano, o más bien adelantándola para que ellos la apretaran, tibia y carnosa, un poco húmeda, tan carnosa como los párpados o las mejillas, en las que había raras protuberancias y verrugas. Caminaron un rato entre desmontes y armazones de edificios, observados de lejos, en silencio y de soslayo, por algunos obreros rezagados que abandonaban los tajos. Mientras López Otero y Negrín daban explicaciones al primer ministro, accionaban los brazos para conjurar en el vacío las instalaciones completas que alguna vez se levantarían en aquella amplitud todavía casi despojada de perfiles reconocibles, Ignacio Abel, un poco apartado, observaba la expresión de Azaña, entre de aburrimiento y agravio, la mirada de los ojos acuosos que seguían sin mucho interés las indicaciones y luego se quedaba perdida, o se encontraba con la suya, buscando tal vez el alivio de alguien que no le hablaba y no parecía empeñado en convencerle de algo o en llamar su atención. Se quedó parado, mirando a su alrededor, y los otros se detuvieron junto a él, muy cerca del socavón con los cimientos de lo que iba a ser la Facultad de Filosofía y Letras. «Pero qué han hecho ustedes con todos los pinares que había por aquí. Media España es un desierto. ¿Por qué han tenido ustedes que construir su Ciudad Universitaria precisamente donde había un bosque?» El arquitecto López Otero se aclaró la garganta y tragó saliva antes de hablar. «Recordará su excelencia que fue su majestad don Alfonso XIII quien cedió gratuitamente esta finca que pertenecía a la Corona.» Ignacio Abel notó la tensión en Negrín, la vibración en la poderosa mandíbula apretada. Bajo los párpados que le velaban a medias los ojos Azaña tal vez calibraba la inconveniencia de las palabras de López Otero, la posible falta de respeto. ¿Era necesario que dijera «su majestad», y no «Alfonso XIII», sin el «don» ceremonioso, o simplemente «el rey», o «el ex rey»? «Tendremos un campus como los de las universidades americanas, don Manuel. La gente vendrá a pasearse como se paseaba antes por los pinares de la Moncloa. Habrá arboledas mucho mejores.» Azaña tenía una manera de mirar fijo mientras escuchaba y al mismo tiempo permanecer ajeno, como si sólo viera vagamente a su interlocutor. «Insisto en mi observación, don Juan, y créame que tengo tanto empeño como usted en que se termine la Ciudad Universitaria. Que empezara como un capricho de Alfonso XIII, de su majestad, como le llama el señor López Otero, no le quita mérito. ¿Pero qué falta hacía talar los mejores árboles de Madrid para plantar otros? A lo mejor es sólo egoísmo por mi parte. Por muy rápido que crezcan yo ya no los veré.»

Qué difícil el primer paso en la concepción de lo que todavía no existe: el primer trazo de un boceto que podría contener en germen la obra final, un ángulo o una sola línea que engendrará el dibujo completo, no obedeciendo un propósito exterior a ella, sino guiada por un impulso de crecimiento orgánico. Donde no hay nada tiene que haber algo. De una hoja en blanco ha de surgir la forma primera de una biblioteca. De un foso excavado hace tiempo en la ladera de una colina y velozmente cubierto por una vegetación que sustituye a la que fue arrancada o talada se levantarán muros, escalinatas, balaustradas, ventanas. La forma esbozada en el cuaderno se distinguirá entre las arboledas y podrá ser vista desde uno de esos veleros de recreo o una de las barcazas de proa roma y casco oxidado que pasan por el río. Ignacio Abel tiene el cuaderno abierto sobre las rodillas y el lápiz en la mano pero no ha dibujado nada todavía. Se ha sentado en el tronco parcialmente hueco de un árbol caído tal vez hace muchos años, con las raíces al aire, con la superficie horadada por galerías de insectos que en algunas zonas han reducido la madera a un polvo suave. Oye chasquidos cercanos, ruidos de animales que no llega a ver, aleteos de pájaros sobre su cabeza, que provocan breves remolinos de hojas caídas. No parece que esa zona del bosque haya sido limpiada en mucho tiempo. Fragmentos de troncos, ramas secas pisadas, láminas de cortezas, se mezclan en el suelo con el tapiz de las hojas que se han ido acumulando a lo largo de los otoños, las más antiguas del color de la tierra, ya en parte confundidas con ella, desmenuzadas por el trabajo de los insectos que se ven moverse en cuanto se fija un poco la mirada, las más recientes yuxtaponiendo sus formas y sus colores como piezas desordenadas de un mosaico, con nervaduras y simetrías diversas que él quisiera descifrar dibujándolas en el cuaderno, o ni siquiera eso, recogiéndolas y dejándolas prensadas entre sus páginas. De la dirección del río viene el fragor amortiguado de un tren, el sonido como de sirena de niebla que esta noche pasada ha escuchado en sueños. Los troncos volcados, carcomidos de insectos, cubiertos de líquenes o de plantas trepadoras, le traen el recuerdo de los solares de ruinas en el Foro de Roma: las columnas rotas, el mármol de los capiteles tan erosionado y poroso que ya es puro escombro, anegado por la hierba y los jaramagos, con una blancura calcárea de osamentas animales. Comprende que los bocetos que ha hecho hasta ahora no le servirán de nada. El edificio no puede haber existido de antemano en su imaginación de arquitecto, con aquella perfección como de diamante que había admirado casi dolorosamente cuando vio en Barcelona el pabellón de Mies Van der Rohe: admirado con la envidia hacia algo que uno sabe que no sería capaz de lograr, con la sospecha amarga de ser mediocre, limitado, provincial. Cómo sería un prisma de acero y cristal surgiendo de pronto ante la mirada de quien ascendiera por el camino entre los árboles, brillando como un faro iluminado en la distancia, cuando se hiciera de noche, desde los otros edificios del campus. La inminencia del trabajo le produce a la vez excitación y abatimiento; pereza, casi pánico, el vértigo de un vacío al que no está seguro de que sepa hacer frente. Una ardilla de formas redondeadas y pelambre lustrosa se ha acercado a él con un sigilo de breves movimientos sucesivos y ha recogido una bellota que examina a conciencia sosteniéndola entre las uñas de sus patas delanteras. No se mueve, para no espantarla, y la ardilla le da la espalda rozándole uno de los zapatos con su cola tan suave y abultada como una brocha de afeitar, y se aleja a saltos silenciosos, despojada de peso, dejando un rumor en las hojas casi tan tenue como el de la brisa húmeda que ha empezado a estremecerlas. Estaba tan ensimismado que no se ha dado cuenta de que alguien venía. Se ha nublado y el aire es ahora más fresco, y las hojas descienden en ráfagas más numerosas. Una gota redonda humedece el centro de la hoja del cuaderno en el que no ha dibujado nada todavía. Levanta la cabeza y Philip Van Doren lo mira sonriendo, con los brazos cruzados, recostado en un árbol.

—Veo que consiguió librarse de Stevens. Pero debe usted tener cuidado con estos bosques, Ignacio. Como habitante de ciudad no conoce sus peligros.

—¿Hay animales salvajes?

—Hay algo peor, que no creo que ustedes tengan en España: poison ivy.

—¿Hiedra venenosa?

—Está usted sentado ahora mismo muy cerca de ella. No se imagina los picores, la intoxicación. Pero es fantástico verlo, con su traje de Madrid, en nuestra American wilderness. Me gustaría que Judith lo viera.

Se miran sin decir nada, de un lado a otro en el claro del bosque, ahora que el nombre ha sido pronunciado. Una lluvia muy tenue ha empezado a caer, su sonido todavía imperceptible en las hojas. De un campo de deportes llega una ráfaga de aplausos dispersos y el sonido reiterado y agudo de un silbato. Ignacio Abel ha cerrado el cuaderno y se lo ha guardado en un bolsillo de la americana, esperanzado sin motivo, alarmado, tan sólo por escuchar el nombre de Judith, la constancia de su existencia objetiva.

—Usted quiere preguntarme si sé algo de Judith, pero no se decide. Como aquella noche en Madrid, ¿no se acuerda? La ciudad ardía y usted sólo pensaba en buscarla. Es usted muy reservado, cosa que apruebo. Dada mi educación luterana yo también lo soy. Pero no me gusta que usted desconfíe de mí. Le he dado pruebas de mi lealtad. No fue fácil sacarlo de España y conseguir que viniera a América, a Burton College.

—Lamento no haberle dado las gracias.

—No le pido que lo haga.

Una brisa más fuerte había disipado las gotas de lluvia, haciendo que las hojas cayeran más copiosamente, con un rumor de roces de puntas secas arrastradas por el suelo. El cielo era ahora de un gris más oscuro que acentuaba las sombras en la hondura del bosque. No tardaría en llover muy fuerte. Antes de hablar Ignacio Abel tragó saliva notando una presión áspera en la garganta.

—¿Fue usted su amante cuando vivían en París?

—Espléndidos celos españoles. —Van Doren lo miró sonriendo, con simpatía, casi condescendencia—. Yo imaginaba que usted daba por supuesto que a mí no me atraen las mujeres.

—A lo mejor sólo le atraía Judith.

—No lo diga en pasado. Judith me atrae mucho. Más que ninguna otra mujer y más que muchos hombres. Me gustó desde la primera vez que la vi, desde el primer minuto en la cubierta de aquel barco, recién salida de América. En eso usted y yo nos parecemos. Me gustó su deseo de disfrutar de todo, de verlo todo, sin ironía, como una estudiante modelo, que es lo que debió de ser. Hace falta mucha nobleza para sentir verdadero entusiasmo. El doctorado de Judith era Europa. Todo lo que hay en Europa, toda la arquitectura, todos los museos y cada uno de los cuadros que hay en ellos. No creo que nadie haya pasado más tiempo que ella o haya sido más feliz en el Louvre, o en el Jeu de Paume, o en los Ufizzi, o en el Prado. Pero le causaba el mismo éxtasis sentarse en un café y escribir una postal o una carta poniendo en el remite una dirección de París. Aquellas cartas que le estaba escribiendo siempre a su madre, ¿se acuerda? Páginas y páginas, contándoselo todo, como ejercicios de clase en los que le demostraba cuánto había aprendido. Los americanos que llegan a París se instalan cuanto antes en un café de Saint—Germaindes—Prés y ponen el gesto fatigado de que ya lo han visto todo y no tienen que seguir haciendo de turistas. Ser turistas es una condición humillante, terrible. Pero Judith no tenía esas reservas. Quería subir a la torre Eiffel y asistir a una misa gregoriana en Nótre—Dame y pasearse de noche en un bateau mouche por el Sena. También quería ir a Shakespeare and Company y quedarse horas mirando todos los libros que deseaba leer y haciendo guardia a ver si aparecían James Joyce o Hemingway. Judith es la gran entusiasta americana. Más americana todavía porque sus padres son judíos rusos que hablan inglés con un acento terrible. Su madre, como usted sabe, lo sacrificó todo para que ella pudiera hacer ese viaje a Europa y Judith tenía que demostrarle que sacaba provecho hasta del último céntimo. Uno invierte el dinero ganado con mucha dificultad y espera un beneficio. To squeeze dry every penny ofit. Ella se escandalizaría si me oyera decirlo, pero es una idea muy judía del rendimiento del dinero. Muy judía y muy americana. A nosotros el dinero no nos provoca ese pudor que tienen ustedes en Europa, más aún en España. Cada centavo que su madre había guardado en una caja de lata, escondiéndola en la cocina, era una pequeña proeza, si usted piensa en lo que han sido estos últimos años en mi país, para la gente de la clase a la que pertenece Judith. Céntimo a céntimo, el sonido del cobre en la caja de lata, los billetes muy manoseados de un dólar. Pero quizás la vida de usted no fue muy distinta cuando era joven, si no me equivoco. Tengo el don de imaginar lo que viven o lo que han vivido otros. Ese es mi único talento. Igual que usted tiene el don de ver anticipadamente lo que todavía no existe.

—No ha contestado usted a mi pregunta.

—¿Amantes, Judith y yo? De haber sido así, usted no necesitaría preguntarlo. Judith se lo habría dicho. Honestidad americana. Full disclosure, decimos nosotros. Just to set the record straight. En París lo que me gustaba más de Judith no era tanto ella misma como el entusiasmo que irradiaba, el resplandor que había en ella. Andaba tan rápido que el viento le apartaba el pelo de la cara. Entraba en un café lleno de humo una de esas horribles tardes negras de lluvia y parecía que la iluminaba la search light de un teatro. Pero me enamoré más en Madrid. No de Judith sino del amor de usted por ella, de lo que usted estaba viendo al mirarla, y de lo que ella vio en seguida en usted. Yo quería ser usted cuando la veía mirarlo. Me acuerdo bien de todo. Usted no me vio a mí pero yo vi cómo entraba en mi apartamento de Madrid y casi enrojecía al descubrir a Judith entre mis invitados de aquella tarde. Un coup—de foudre si alguna vez he visto uno. Supondrá usted que es inevitable que me guste la ópera, con toda su falsedad que es más verdadera cuanto más exagerada y más inverosímil. Usted era Tristán en el momento en que se aparta la copa de los labios y mira a Isolda. Habría que hacer las óperas en trajes de calle y en lugares normales, Tristán e Isolda o Pélleas y Melisande encontrándose en un café después de cruzar la puerta giratoria. Bebiendo un martini helado en vez de una copa medieval de veneno. Pero entenderé si el ejemplo de Wagner se le ha vuelto a usted antipático. Quizás el de Debussy le sea más tolerable. Estuve en Bayreuth viendo Tristán hace dos años. Cuando ya todo el mundo estaba sentado para escuchar el preludio se formó un gran barullo de uniformes y de trajes de gala porque al parecer acababa de entrar el canciller Hitler en el palco de honor, pero yo no llegué a verlo. Da igual. Carezco de la habilidad para contar algo en línea recta. Uno no se disciplina como narrador si lleva toda la vida rodeado de gente que tiene la obligación de escucharlo. Ni usted ni Judith lo sabían aún, pero en el momento en que se vieron los dos estaban perdidos. Me moría de envidia. La corriente magnética que iba del uno al otro pasaba por mí, atravesaba el aire de mi casa. Quería verlos desde fuera y quería ser cada uno de ustedes. Pocas cosas que me hayan ocurrido a mí me han sacudido tanto. En realidad ninguna. El mundo me parece una producción de teatro carísima montada exclusivamente para que yo la vea. Yo solo, en un palco de un teatro enorme y vacío, como Ludwig de Baviera asistiendo al estreno de una ópera de Wagner. Él no podía permitírselo y acabó en quiebra. Yo sí puedo. Y lo que me gusta no es presenciar una representación sino la vida real. Los actores son vanidosos y venales y si uno se acerca a ellos ve esos maquillajes desagradables que se les derriten en las caras por el calor de los focos y por el sudor. Observando vidas verdaderas no hago daño ni fuerzo a nadie. No me rebajo a pagar para que otros finjan amor hacia mí. Prefiero ver el amor no fingido de otros, o cualquier pasión que los haga más nobles. Judith en París, mirando muy de cerca la Olympia de Manet, o cuando asistía en Madrid a uno de esos bailes flamencos tan fatigosos, o cuando me enseñó una vez ese museo desierto al que usted la había llevado un poco antes, la Academia de San Fernando, feliz de mostrarme algo que era casi un secreto, no esas salas del Prado llenas de extranjeros. O usted, hace un momento, tan sumergido en su cuaderno que no me escuchó llegar. Yo nunca he aprendido a hacer nada. Mi pasión es observar las pasiones de otros. Si ellos consienten, o si no lo saben, ¿quién sufre algún prejuicio?

—Usted nos espió en la casa de la playa. Nos la ofreció para poder seguirnos.

—No me dé tan poco crédito, Ignacio. No me imagine babeando en el cuarto de al lado, mirando por un agujero. Tenía bastante con imaginarlos esos días. Con verlos desde una cierta distancia. Un catalejo es la más conveniente de las invenciones.


Pero está volviendo a llover. Gotas diminutas brillan en la cabeza afeitada de Van Doren, que sigue mirando fijo a Ignacio Abel, indiferente a ellas, sus facciones móviles pasando de la ironía a la apariencia del afecto o de complicidad o a una especie de tristeza.

—Espero que no se ofenda. Judith no me lo pidió pero yo hice todo lo que pude por traerlo aquí. No es que fuera difícil. Your name carries weight even this far into the woods. Había que buscar una solución, aunque fuera provisional, un respiro para ustedes dos. Yo ya conocía su trabajo y por eso lo invité aquella tarde a mi casa, pero entonces no era más que un proyecto, como tantos otros que pueden no llegar a nada. En cuanto a Judith, ya no podía seguir retrasando su regreso a América. Los ahorros de su madre no iban a durar siempre. Había que traerlos a ustedes dos aquí.

—¿Para seguir espiándonos?

—Para que tuvieran una parte de la vida que se merecían. Para que gracias a su talento de usted Burton College tenga la biblioteca moderna más bella. Algo que yo pueda hacer beneficiará objetivamente el orden del mundo.

Indiferente a la lluvia que arrecia Van Doren se vuelve al escuchar el motor ronco de un automóvil que sube por el camino ya embarrado. Con aire de consternación, de ilimitado alivio, Stevens asoma la cabeza por la ventanilla, toca el claxon con una vehemencia triunfal, como si hiciera sonar unas trompetas. Los llevaba buscando a los dos desde hace no sabe cuánto tiempo, dice, saliendo del coche con un paraguas abierto, ha estado en todas partes, hasta temía que hubiera sucedido alguna desgracia, que el profesor Abel se hubiera perdido. Escolta primero a Van Doren, le abre la puerta de atrás, vuelve hacia Ignacio Abel, le recuerda que dentro de menos de una hora han de estar en casa del presidente del college, que por ningún motivo pueden retrasarse. La lluvia azota el parabrisas cuando Stevens ha dado la vuelta al automóvil para regresar hacia el campus y las hojas se quedan un instante adheridas al cristal y luego son barridas por las varillas de limpieza. Gotas gruesas redoblan en el techo de cuero. Ignacio Abel se vuelve hacia Van Doren, que se está secando el cráneo y la cara con un pañuelo oloroso a colonia y mira por la ventanilla hacia el bosque, como si no recordara su presencia. Pero tiene que decidirse, a pesar de la aspereza en la garganta, de la cobardía, del miedo a no saber, y también del miedo a saber.

—¿Sabe usted dónde está ahora Judith?

—Por fin me lo pregunta. Es usted un hombre lleno de orgullo.

—Se lo pediré por favor si usted quiere.

—Me enteré de que su madre murió de cáncer este verano. Luego me contaron que obtuvo un puesto de assistant professor en Wellesley College. No muy lejos de aquí, a unas horas de viaje. Le escribí para decirle que usted venía, pero no ha contestado a mi carta. Se parece a usted. También está llena de orgullo.