26

Salió a la calle y de pronto no parecía que estuviera en la misma ciudad a la que había llegado unas horas antes en la tarde del domingo. Si había tenido a Judith tan cerca hacía menos de una hora aún estaba a tiempo de encontrarla y evitar que se fuera. Ahora era de noche y las calles que Bajaban hacia Cibeles y el paseo del Prado estaban llenas de automóviles y de gente, las ventanas abiertas, las casas iluminadas mostrando dormitorios y comedores de los que salía un estrépito multiplicado y discordante de aparatos de radio, siluetas asomadas a los balcones. La sospecha se convertía en acusadora certeza; el rencor de amante despechado daba una realidad tangible a las suposiciones: Judith había llamado a la casa de Madame Mathilde sabiendo que él la estaba esperando; había tenido la sangre fría de dejar la carta y marcharse y la astucia de hablar en voz baja y tal vez de asegurarse la complicidad de la respetable alcahueta con algo de dinero; en el bolsillo del batón amplio de viuda donde la vieja se había guardado los billetes que él acababa de darle estaban también los que un poco antes le había entregado Judith. Por la calle de Alcalá lo empujaba una multitud entre hosca y bullanguera en la que se agitaban puños levantados, pancartas, banderas rojas, banderas rojas y negras. Al fondo, hacia las cúpulas de la Gran Vía, se levantaba un resplandor movedizo que tenía un dramatismo de crepúsculo rojo. Olía a humo y a ceniza y a gasolina mal quemada y llovían cenizas sobre las cabezas descubiertas. Quizás Judith le había pedido al taxista que la llevó a casa de Madame Mathilde que la esperase junto a la verja, que no tardaría más que un momento; ahora Ignacio Abel creía recordar que había escuchado el ruido del motor esperando, estaba seguro de haber sentido el sobresalto de una puerta que se abría y cerraba; ¿no había percibido al salir al vestíbulo un rastro débil de la colonia de Judith? Vanamente indagaba el pasado inmediato tan sólo por la superstición de confirmar que la había tenido casi al alcance de su mano, como si eso aliviara en algo la realidad inaceptable de su desaparición. Sin sombrero y con la cartera absurdamente en la mano lo veo desde la otra acera bajando por la calle de Alcalá, muy deprisa, sin fijarse en el escaparate de la agencia de viajes en el que está el modelo a escala de un transatlántico que miran siempre sus hijos, como si se dirigiera a alguna parte, a una cita urgente, barajando los itinerarios posibles que habrá seguido Judith hace sólo unos minutos, porque ya está convencido de haberla tenido muy cerca y por tanto de que si se da prisa y actúa con inteligencia podrá encontrarla. Había llegado y estaba ya en la estación de Mediodía o en la del Norte o quizás había vuelto a la pensión de la plaza de Santa Ana cerrando las maletas, el taxi con el motor en marcha esperando junto al portal, la plaza también con todos los balcones iluminados, las tabernas llenas. Cualquier posibilidad que él eligiera eliminaría irremediablemente las otras. Si tuviera su coche, si apareciera un taxi libre, si no hubiera tal confusión de tráfico, tanta gente llenando las aceras, entorpeciéndole el paso, desbordándose sobre las calzadas. Sin taxis ni tranvías se ensanchaban las distancias de Madrid. En veinte o veinticinco minutos podía llegar a la estación de Mediodía. Veía anticipadamente las bóvedas de hierro, la cristalera iluminando la plaza como un gran globo de luz. Atado al suelo como en sueños por la lentitud inevitable de los pasos se veía a sí mismo corriendo por el vestíbulo hacia una Judith vestida de viaje y a punto de subir al tren. Pero lo más probable sería tomar la decisión equivocada y seguir yendo de una estación a otra extenuándose inútilmente mientras Judith ya no estaba en Madrid. En la terraza del café Lion habían sacado a la calle unos altavoces y la gente se agrupaba en torno a ellos y se subía a las sillas de hierro y a los veladores para escuchar las proclamas confusas que repetía una voz con acentos metálicos, el optimismo imbécil de los comunicados oficiales. El gobierno tiene la seguridad de contar con recursos suficientes para acogotar el intento criminal a que han osado los enemigos del régimen y de la clase trabajadora. Miró hacia el interior, imaginando que tal vez Negrín estaría allí, pero una premura que su voluntad no controlaba seguía empujándolo. Un público enfebrecido bebía jarras de cerveza y fumaba y tomaba raciones de marisco mientras los camareros sudorosos se abrían paso con dificultad levantando las bandejas sobre las cabezas. Las caras enrojecidas y las luces eléctricas se duplicaban en los espejos. Las fuerzas leales a la República se baten denodadamente para aplastar de una vez por todas a los insurrectos. La voz del locutor vibraba con el timbre enfático de una retransmisión deportiva. Una columna de heroicos mineros asturianos se acerca en estos momentos a Madrid para ofrecer su ayuda al pueblo de la capital. De modo que era verdad que iban a sublevarse, pensaba fríamente, casi con alivio, con un desapego de irrealidad y lejanía hacia las voces que escuchaba, hacia el tumulto de cuerpos sudados que tenía que atravesar para seguir avanzando. Después del comunicado oficial sonaba el Himno de Riego y a continuación una voz femenina muy aguda rompía a cantar Échale guindas al pavo con una bulla de palmas y guitarras. Las noticias repetidas a gritos sobre la derrota de la sublevación o sobre fantásticos acontecimientos militares se mezclaban con las voces roncas de los parroquianos pidiendo más rondas de cerveza y raciones de gambas a la plancha o de calamares fritos. Marchando media de gambas. El felón Queipo de Llano huye acorralado por el pueblo en armas de Sevilla y los soldados empiezan a desertar de las filas rebeldes dando vítores a la República. De nuevo la siniestra charlotada española, pensaba, la interjección cuartelera y el cornetín de órdenes, los desfiles castrenses a ritmo de pasodoble, la mugre eterna de la fiesta nacional. Camiones llenos de paisanos armados giraban en lento remolino entre la multitud alrededor de la fuente de Cibeles y subían luego como una marea por el otro tramo de Alcalá, en dirección a la Puerta del Sol. Entre los árboles del jardín los ventanales del Ministerio de la Guerra brillaban iluminados como en una noche de baile oficial. Delante de las verjas de entrada montaba guardia una tanqueta con un cañón irrisorio. Los soldados de guardia se cuadraban cada vez que entraba o salía un automóvil oficial. En alguna parte estallaban cohetes o disparos y el gentío se ondulaba como un trigal batido por el viento. Por encima de los edificios de la Gran Vía Ignacio Abel distinguió la cúpula de una iglesia envuelta en llamas. Pavesas rojas caían sobre los tejados con un resplandor veloz de fuegos de artificio. Dobló hacia el paseo del Prado en la esquina de Correos, donde había estacionada una camioneta de guardias de Asalto, impasibles bajo las viseras de las gorras de plato, que brillaban como charol en la penumbra. Al filo de la acera pasó rozándolo como un vendaval un automóvil del que vinieron gritos de advertencia y carcajadas de hombres jóvenes que sacaban fusiles y pistolas por las ventanillas, una bandera roja y negra restallando en el aire como la vela suelta de un navío. Cada coche, cada camión erizado de banderas, puños en alto y fusiles, cada grupo humano, parecía avanzar vigorosamente en una dirección, pero la dirección de cada uno era distinta a la de todos los demás, y el efecto general era como de varios desfiles complicándose en un atasco de tráfico, de una contienda entre bandas de música. Del gran remolino de Cibeles se levantaba una discordancia de motores y cláxones, de ráfagas de himnos y clamores de abucheo y de furia. Había luz en todos los balcones del Banco de España. Algo iba a ocurrir muy pronto y aún no se sabía lo que era; algo habría ocurrido ya y era irreparable; algo deseado y algo temido. Judith Biely había desaparecido para siempre o podía aparecer entre la gente a la vuelta de cualquier esquina; el entusiasmo y el pánico vibraban como oleadas simultáneas en el calor de la noche, en una fiebre de carnaval y de catástrofe.

Pero el paseo del Prado estaba oscuro y silencioso; era como haber llegado de repente a otra ciudad de otra época, con enormes árboles sombríos y fachadas clásicas de grandes columnas y cornisas de granito, una ciudad indiferente a los trastornos de un porvenir lejano y plebeyo. Ignacio Abel bajaba por el paseo central, explorando siempre la calle en busca de un tranvía o de un taxi. Caminaba tan deprisa hacia la estación que el sudor le humedecía la camisa. Judith podía estar en la estación del Norte y si era así él habría desperdiciado la ocasión de encontrarla. También podía haberse marchado en automóvil. Una corazonada lo detuvo por un momento: quizás Judith había buscado refugio en casa de Philip Van Doren; ¿no sería mejor que volviera sobre sus pasos para encaminarse a la Gran Vía? ¿O que fuera a buscarla a la pensión en la plaza de Santa Ana? El mapa entero de Madrid se dilataba en un laberinto de itinerarios posibles, en puntos de salida. Por la carretera de La Coruña y la de Burgos salían los automóviles cargados de maletas, con las cortinas de las ventanillas echadas, de quienes viajaban hacia los largos veraneos señoriales del norte, de quienes huían con miedo anticipado de la ciudad y del país, muchos de ellos sabiendo con plena certeza lo que todo el mundo murmuraba y temía, algo que iba a suceder, que a estas alturas habría sucedido ya, la tormenta que hará crujir el aire con su primer estallido sin que nadie sepa predecir el momento en que sobrevendrá el diluvio que lo anegue todo. Pero nadie sabe imaginar lo que vendrá: nadie predice la escala del desastre, ni siquiera quien ha ayudado a desatarlo. Ahora Ignacio Abel iba hacia Atocha llevado por la inercia de su decisión sin fundamento —el expreso a punto de partir, el silbido y el vapor de la locomotora, Judith Biely hermosa y alta en el estribo, con su sombrero y su vestido de viaje, saltando al andén cuando el tren ya se ponía en marcha para caer en sus brazos— y su conciencia trastornada se agitaba en una discordia de impulsos y de figuraciones; Judith huyendo de él y de Madrid en esta noche de fulgores de incendios y multitudes encrespadas; Adela y sus hijos aislados en la casa de verano, entre los pinares de la otra ladera de la Sierra, buscando noticias en un pueblo donde la luz eléctrica se apagaba a las once de la noche y a donde no llegaba bien la señal de las emisiones de radio, donde el único teléfono era el de la estación; y él mismo apretando en un bolsillo del pantalón la carta de despedida de Judith Biely, el papel húmedo por el roce de su mano, apresurándose entre los automóviles que pasaban a toda velocidad por la plaza de Neptuno, que hacían sonar las bocinas al mismo ritmo de clamor de la gente excitada y sudorosa, congregada en toda la anchura de la Carrera de San Jerónimo, delante del Congreso de los Diputados, donde estaban iluminados y abiertos todos los ventanales, aunque el portón permanecía cerrado. No entendía qué gritaban, la palabra unánime que repetían todas las gargantas, cuál podría ser el principio físico que regía los movimientos de la multitud ordenando sus corrientes poderosas, el brío desbordado de su inundación. En la fuente de Neptuno chapoteaba un grupo de muchachos que treparon sobre la estatua para colgarle una bandera roja del tridente. La realidad se quebraba en imágenes inverosímiles que de pronto se volvían comunes, con la súbita discontinuidad de una película en la que faltan fotogramas: de dónde habían salido las armas que ahora parecía agitar todo el mundo, con un aire más de fiesta que de guerra, o los automóviles de lujo con siglas de sindicatos obreros pintadas a brochazos en los laterales, ahora no conducidos solemnemente por chóferes con gorras de plato y uniforme sino por jóvenes de camisa abierta o mono proletario que mordían cigarrillos y gritaban al pisar el acelerador como jinetes lanzados al galope. Pero bastaba seguir bajando por el paseo del Prado para ingresar de nuevo en la oscuridad y el silencio: la luz de las farolas revelaba débilmente la mole y la columnata del museo. Él había paseado por ese mismo lugar con Judith, entre los setos de arrayán y los canteros de césped, bajo los cedros gigantes; la había llevado a conocer el Jardín Botánico, ahora sumido en una oscuridad olorosa de tierra fértil y vegetación tras las altas verjas cerradas. Entre los jardines del paseo veía moverse sombras furtivas, brasas de cigarrillos. Prostitutas de saldo y clientes pobres buscaban rincones propicios para la lujuria de la noche. La ancha bóveda ojival de la estación surgía al fondo de una explanada polvorienta en la que giraban vacíos los tiovivos de una verbena abandonada. Farolillos y banderitas tricolores de papel, barracas con dibujos bárbaros y colores muy fuertes, casetas de tiro con animadoras que miraban tristemente al vacío o se repasaban el carmín de los labios fruncidos, con altavoces en los que sonaban para nadie pasodobles taurinos y piezas de organillo. Un cartel anunciaba el prodigio de los hermanos siameses unidos por la cabeza y el de la mujer tortuga que tenía manos y pies pero no brazos ni piernas. Bajo el toldo de un puesto de bebidas hombres ceñudos fumaban agrupados en torno a un aparato de radio que transmitía marchas militares y música de baile. La fachada de hierro y cristal de la estación brillaba como un fanal en la frontera de la noche, más allá de la cual se extendían los descampados y los últimos suburbios de Madrid, las líneas débiles de luces en el cercano horizonte rural. Con todas las ventanas iluminadas los edificios eran láminas de cartón negro recortándose contra el intenso azul marino de la noche de julio.

Por la calle de Atocha bajaba un tranvía incendiado, que iba dejando atrás una estela de humo negro sobre la melena de las llamas y un fulgor de chispazos azules en los cables eléctricos. Otra hoguera se levantaba por encima de las casas, una columna de humo iluminada desde dentro por las llamas que devoraban la techumbre de una iglesia. Si Judith iba a irse en un tren él ya no podría detenerla: en el pináculo de la estación un reloj marcaba las diez y diez. Pero quizás no saldrían trenes esa noche, o se retrasarían mucho, apresados en la convulsión de la ciudad. ¿No debería tomar un tren él mismo, volver al pueblo donde Adela y sus hijos esperaban, aislados de todo, en la casa donde la luz eléctrica se apagaría muy pronto, alumbrados por velas y lámparas de petróleo? Demasiados deseos, demasiadas lealtades y urgencias, el pensamiento disociado de los actos, la conciencia descomponiéndose como las astillas de un espejo roto mientras cruzaba vestíbulos y recorría andenes en la estación que no parecía afectada por el sobresalto y el desorden de las calles, en la que los expresos nocturnos se ponían en marcha con la misma indiferencia con la que giraban los caballitos y las carrozas del tiovivo en la verbena próxima. Gente bien vestida se asomaba a las ventanillas de los coches azules de la Compañía Wagon—Lits, empleados de uniforme empujaban carritos con equipajes opulentos, baúles de ángulos herrados con letreros adhesivos de hoteles internacionales. Para viajes de veraneo la Compañía de los Caminos de Hierro del Norte ha establecido como todos los años diversas combinaciones de billetes de ida y vuelta accesibles a todos los bolsillos. Las mejores familias de Madrid tomaban el expreso nocturno con destino a Lisboa. Buscaba entre la gente; miraba una por una las caras asomadas a las ventanillas, las que se veían pasar por los pasillos iluminados, las que miraban tras el cristal de la cantina; distinguía de lejos una figura de espaldas que por un momento era Judith y luego una desconocida que no se parecía en nada a ella. «No se ha marchado aún, no ha tenido tiempo, le ha faltado el coraje, no ha encontrado un billete de tren, si vuelvo ahora a mi casa encontraré un mensaje suyo, sonará el teléfono y será ella que se atreve a llamarme porque sabe que estoy solo.» Tres hombres de paisano armados con fusiles vinieron hacia él. Rechinó el metal de un cerrojo y la boca fría de un cañón se le clavó en el pecho. Uno de los hombres llevaba un gorro militar ladeado sobre la frente. El que le apuntaba tenía un cigarrillo en la boca y guiñaba los ojos para eludir el humo. El otro se había ajustado sobre el faldón de la chaqueta desfondada un cinturón con una pistola.

—A ver, papeles.

Al principio Ignacio Abel no entendía: quiénes eran esos hombres armados y sin uniforme, por qué motivo le reclamaban tan perentoriamente la documentación. Por casualidad llevaba su cédula en la cartera; la cédula y el carnet de la UGT.

—Un señorito con carnet sindical. —Miraban el carnet a la luz de una farola, dudando de su autenticidad: el que le había apuntado al principio seguía encañonándolo. El fusil, tan cerca, era una cosa enorme, ruda, pesada, un leño con herrajes. Podía disparársele a ese hombre joven y nervioso que visiblemente no lo manejaba con mucha destreza y la bala le reventaría el pecho o la cabeza. Podía morir ahora mismo, sin aviso, en esta noche de verano, a un paso de los viajeros bien vestidos que miraban el reloj con la impaciencia de que saliera pronto el tren hacia Lisboa, en un acto desconectado por completo de la secuencia de su vida, en un andén de la estación de Mediodía. Se oyeron cerca gritos y disparos: las balas resonaron contra las vigas de hierro y cayó de la bóveda una lluvia de cristales pulverizados. Los tres hombres perdieron todo interés en Ignacio Abel y se marcharon corriendo, reclamados por alguien, con un dramatismo como de personajes de película en los gestos, agachándose, volviéndose hacia un lado y otro con las armas en la mano.

Salió de la estación limpiándose con un pañuelo el sudor de la cara. La parada de los taxis estaba desierta. Le temblaban las piernas y el corazón le latía muy rápido, pero esa instintiva alarma física no llegaba a transmitirse del todo a su conciencia. Quizás ahora mismo estaba sonando en su casa desierta y oscura el teléfono y era Judith que lo llamaba, sabiendo que sólo él podría contestar porque su familia estaba en la Sierra, quizás arrepentida, tal vez asustada y buscando refugio. Demasiadas veces me faltó la fuerza para hacer lo que debía y apartarme de ti. Abriría a toda prisa la puerta porque desde el rellano habría oído el teléfono y cuando al fin levantara sin aliento el auricular la voz que escuchara sería la de Adela, llamando desde la cantina de la estación de la Sierra, angustiada por no saber nada de él. El tranvía incendiado había volcado al final de la calle de Atocha y seguía ardiendo muy cerca de los tiovivos y las casetas de la verbena, rodeado por un grupo de niños que tiraban cosas a las llamas, saltando como en torno a las hogueras de la Noche de San Juan. Sobre una barraca un cartelón de lona iluminado por un cerco de bombillas anunciaba en grandes letras rojas el espectáculo de la Mujer Araña y el del Hombre Caimán. Veía ahora a Judith llamando por teléfono, insistiendo a pesar de que no obtenía respuesta, el auricular negro pegado a la cara muy seria, el timbre sonando para nadie en el pasillo en sombras al que llegaba como un rumor muy vago el estrépito—de la ciudad. Veía lo que no estaba delante de él y se le hacían borrosas y espectrales como máscaras las caras iluminadas por las llamas del tranvía en la acera de la glorieta de Atocha, detrás de las cristaleras de los bares, en la hondura sombría de las tabernas de borrachos, en las aceras donde los vecinos discutían a gritos, levantando las voces sobre la discordancia de los cláxones y los aparatos de radio. Vio como una revelación, como una certeza, que Judith estaba llamando por teléfono no desde su pensión en la plaza de Santa Ana ni en una cabina al fondo de un café, sino en casa de Van Doren, junto a los ventanales que dominaban el horizonte de tejados e incendios de Madrid. Estaría allí, sin la menor duda. Lo veía todo: Van Doren preparándose para el viaje al que ella habría decidido sumarse, los baúles de lujo preparados en el centro del salón, los criados cuidando los últimos detalles, y Judith de pronto resuelta a llamarlo para pedirle que viniera con ellos, por amor y por miedo a que le ocurriera algo. Me dolerá tanto como si me arrancara una parte de mí but this is the only decent sensible thing for me to do. La letra casi no se entendía, de lo rápidamente que había escrito, tal vez no porque tuviera prisa para salir de viaje sino porque quería acabar cuanto antes una tarea dolorosa. Motos rugientes de la Guardia de Asalto subían en formación por la calle de Atocha abriéndole paso a un camión de bomberos con la campana sonando frenéticamente y todas las luces encendidas. Cuanto más avanzaba Ignacio Abel más irrespirable se hacía la densidad del humo y el olor a gasolina y a maderas quemadas. Grupos de niños corrían entre las piernas de la gente con la excitación de una noche de verbena en la que se han podido quedar en la calle hasta muy tarde. Subiendo por Atocha atravesaría en diagonal el corazón de Madrid para llegar a la Gran Vía, a la torre del Palacio de la Prensa en la que había visto por segunda vez a Judith y había terminado de enamorarse de ella. Pero se vio atrapado, empujado en la acera, contra la pared, cuando el camión de bomberos fue a torcer hacia una calle más estrecha y no pudo seguir avanzando porque había demasiada gente o porque se le ponían delante para impedirle el paso. En un balcón un hombre gordo en camiseta y pantalón de pijama fumaba un cigarrillo y se abanicaba con una hoja de periódico acodado en la baranda. Gritos de mujeres se mezclaban a los acelerones del motor del camión y al ruido inútil de la campana. Un hombre joven que llevaba una escopeta de madera o un palo de escoba se subió al estribo y empezó a golpear los cristales, que saltaron en esquirlas. El camión avanzó con un espasmo y el hombre joven cayó al suelo de espaldas. El ruido de los motores y el de la campana apagaban las voces: Ignacio Abel veía bocas abiertas moviéndose bajo el resplandor cercano de la iglesia que ardía. Si no se apartaba pronto sería estrujado por el aluvión de gente entre la pared y el camión de bomberos. Tragaba saliva con olor a gasolina y a ceniza y notaba en la piel la irradiación cercana de las llamas. Pero sólo podía avanzar en la dirección del fuego. Si me muriera esta noche, si no volviera a verte nunca. Adelantó al camión todavía atascado, a los guardias que se habían bajado de las motocicletas y braceaban soplando silbatos o gritando órdenes que nadie oía y a las que nadie hacía caso. Mareado por el humo tardó en reconocer el lugar a donde había llegado; en un quiebro súbito retrocedía en el tiempo hacia una visión de la infancia: en esa iglesia envuelta en llamas él había hecho la primera comunión; en su nave lóbrega, a la luz de unas velas, había yacido el ataúd de su padre. En el colegio contiguo había estudiado los años del bachillerato, su duración triste alejándose en la memoria como la perspectiva de los corredores que había transitado tantas veces, camino de las aulas o de la iglesia o de los patios de juegos, marcado por su pesadumbre de alumno predilecto, hijo de viuda. En las buhardillas, en los balcones, en las ventanas que daban a la plaza, el resplandor del fuego enrojecía y daba un aire de hipnotismo y hechizo a las caras absortas. Las llamas ascendían por la cúpula. Torrentes de plomo derretido corrían como lava sobre los tejados. Una mujer en camisón estaba tirada en una esquina de la plaza, tapándose la cara con las manos llenas de sangre. Del camión de bomberos salió un chorro de agua que se deshacía en vapor sobre la fachada de la iglesia. «Han tirado desde el campanario», dijo alguien junto a la mujer herida, que ahora se apoyaba en la pared, limpiándose la sangre en el mandil. «Hay que matarlos a todos.» Desde un balcón varios hombres armados disparaban contra la torre de la iglesia, haciendo repicar violentamente las campanas. Las llamas salieron por las ventanas más altas del colegio después de un estallido de cristales. No sólo estarían ardiendo los polvorientos retablos barrocos, las estatuas de santos de escayola pintada, los confesionarios de celosía siniestra junto a los que Ignacio Abel se había arrodillado tantas veces, hacía tanto tiempo: ardería la biblioteca, las bancas de las aulas, las largas mesas del laboratorio, los mapamundis de hule, reventarían en esquirlas las vasijas de vidrio y los tubos de ensayo (una vez había estado con Judith en esa plaza, una mañana soleada de invierno: le señaló esas ventanas, a una de las cuales él solía asomarse; se quedaron un momento en silencio y oyeron el clamor de los niños en el recreo, tan lejano como si sonara en el fondo del tiempo). El fuego prendería en los armazones de vigas viejas y cañizo de las casas tan apretadas del barrio con que sólo una astilla saltara demasiado lejos, con que se levantara un poco de viento. Pero la gente se arracimaba en torno al camión de bomberos para evitar que se acercara a la iglesia y con palos y piedras rompían los cristales de la cabina y trepaban al remolque para rajar las mangueras a navajazos. Sobre el techo de la cabina un niño hacía ademanes de marcar el paso con una escoba al hombro y un casco de bombero en el interior del cual desaparecía su cabeza. Junto a sus motos volcadas los guardias de Asalto agitaban en vano porras y pistolas, mucho más altos y más fornidos que quienes los acosaban dando saltos para intentar arrebatárselas.

Pero se le confunden en el recuerdo lugares y tiempos, caras de esa noche, fotogramas discontinuos en la ciudad fantástica por la que va buscando a Judith como por los escenarios de un sueño. Resplandores de incendios y calles vacías igual que túneles de oscuridad se suceden; sirenas y disparos, campanas de vehículos de emergencia; altavoces de radio colgados en las puertas de los cafés emitiendo comunicados urgentes y triunfales del gobierno o repitiendo infatigablemente Échele guindas al pavo y la musiquilla de orquestina aflamencada de Mi jaca. Mi jaca galopa y corta el viento cuando pasa por el Puerto caminito de Jerez. Se convoca urgentemente a todos los miembros de los sindicatos obreros a presentarse de inmediato en las sedes de sus organizaciones. Galoparía si pudiera. Apresuraba el paso pero no quería ir demasiado deprisa por miedo a provocar sospechas, un hombre tan bien vestido que no podía vivir en esos barrios, llevando a esas horas de la noche una cartera negra en la mano. Logró salir de la plaza donde ardía la iglesia tapándose con un pañuelo la nariz y la boca y se encontró mareado y perdido en callejones familiares que sin embargo no reconocía. En sueños parecidos a esa noche real ha transitado en busca de Judith Biely por laberintos de ciudades al mismo tiempo conocidas e imposibles. Por una calle de repente desierta venía hacia él un ciego guiado por un perro, tanteando la pared con un bastón que más de cerca era el arco de un violín. Sonaban chisporroteos de disparos y el perro arqueó el lomo y empezó a gemir de miedo, tensando la cuerda que le sujetaba el cuello como un dogal áspero. Desde la plaza de Jacinto Benavente se podía ver ya por encima de los tejados el reloj iluminado en lo alto del edificio de la Telefónica. Un escuadrón de guardias civiles a caballo bajaba al trote por la calle Carretas, los cascos resonando sobre los adoquines en un paréntesis inesperado de soledad y silencio, más allá del cual se alzaba un tumulto que venía sin duda de la Puerta del Sol. El escaparate de una tienda de libros y objetos religiosos estaba reventado. Libros, estampas de santos, figuras de escayola eran recogidos por un hombre y una mujer con aire de luto que se volvieron asustados al oír que alguien venía. Las aceras de la calle Carretas estaban llenándose de gente que iba hacia la Puerta del Sol, como recién llegada a Madrid desde regiones mucho más pobres y tórridas, habitantes de los últimos suburbios, de chozas y cuevas junto a muladares y ríos de aguas fétidas, de pozos de una miseria primitiva, avanzando en grandes grupos tribales hacia el centro de una ciudad en la que nunca hasta entonces fueron admitidos, boinas sucias, cabezas tiñosas, bocas desdentadas, ojos estrábicos, pies descalzos o envueltos en trapos, una bronca humanidad anterior a la política, tan deslumbrada por las luces de la ciudad y por los incendios como si acabara de llegar desde el centro de África. Los cierres metálicos de las tabernas de banderilleros y flamencos se echaban a su paso. Los jóvenes colgados en racimos de los camiones que pasaban con gran chirrido de frenos y oscilando en las curvas saludaban agitando banderas y levantando los puños cerrados pero esa gente miraba atónita y no contestaba, ajena a cualquier adoctrinamiento, observando con recelo sarcástico las costumbres pueriles de los civilizados. Habían subido desde sus barrancos de cuevas y chabolas como respondiendo a un impulso colectivo y arcaico despertado por los resplandores del fuego. Venían con sus hatos y sus harapos de nómadas, sus manadas de perros, las mujeres con los niños a la espalda o colgados de los pechos. Nunca hasta esta noche se habían aventurado a invadir en grupos numerosos y visibles las calles que les estaban prohibidas. En la esquina de la calle Cádiz se formó de pronto una estampida que arrastró a Ignacio Abel. Mujeres desgreñadas y una nube de niños asaltaban una tienda de ultramarinos abierta de par en par. Se volcaba contra el mostrador una alta vitrina de tarros de cristal y latas de conservas. Las mujeres se guardaban en los bolsillos puñados de lentejas y garbanzos, salían corriendo con brazadas de barras de pan y ristras de embutidos. Alguien tiró la balanza contra el suelo de un manotazo. Una navaja desgarró un saco de harina y los niños jugaban esparciéndola al aire, revolcándose en ella, los ojos muy grandes en las caras blanqueadas. Una mano se introducía en un bolsillo del pantalón de Ignacio Abel; otras tiraban de su cartera, queriendo arrancársela. Al final de la escalera apareció el dueño de la tienda, gritando maldiciones, los dos puños contra la cara. El cañón de una escopeta se apoyó en su pecho. La tienda daba a un pasaje angosto que olía a orines y a humo de frituras, y en el que se alineaban los cubos de desperdicios de un restaurante. Ignacio Abel se limpiaba el sudor de la cara y se sacudía la harina de la ropa cuando una voz le habló muy cerca, a su espalda.

—Cuñado, dichosos los ojos.

El hermano de Adela lo tomó del brazo y le hizo subir casi a tientas por una escalera estrecha muy poco iluminada. Al final había un corredor y una sala de la que procedía una claridad verdosa y golpes secos de bolas de billar. Alguien apareció en el quicio al oír pasos que venían: un hombre mucho más joven que Víctor que sostenía en una mano una pistola brillante de grasa y en otra el trapo con el que había estado limpiándola.

—Ignacio, qué haces tú por la calle, precisamente esta noche.

—Tus padres y tu hermana se quedaron hoy esperándote para comer.

—Qué manera de hablarme. Ni que fuera yo un chico.

—¿Quién es éste que viene contigo, camarada?

—Mi cuñado. No hay peligro. Entra y tómate algo con nosotros, Ignacio. No está la noche para andar por ahí.

—Tengo prisa. Deberías irte a la Sierra, con la familia. Déjate ahora de fantasías y pistolas. Tu padre me ha pedido esta misma tarde que mire por ti.

Hablaban en voz baja, muy cerca el uno del otro, en el corredor, cerca de la puerta entornada por la que ahora venía, junto a los golpes del billar, la sintonía de un programa de radio. Pero no era una emisora de Madrid sino de Sevilla. Entre el crepitar de los ruidos estáticos se escuchó un cornetín y luego una voz cuartelaria. Ignacio Abel iba a decir algo y Víctor le indicó silencio con el dedo índice. Ignacio Abel no distinguía bien las palabras.

—Un militar con dos cojones, cuñado. Esto se acaba en dos días. Los mejores están con nosotros. Mira la chusma que ha salido a defender vuestra República. A defender vuestra República quemando iglesias y asaltando las tiendas.

—Como te pillen escuchando esa emisora te vas a meter en un lío muy grande. Tú y tus amigos.

—Cómo me hablas, cuñado, parece mentira, como si fuera un chico.

—Te van a matar si te encuentran esa pistola.

—Qué pistola.

—La que llevas en el bolsillo de la chaqueta. ¿Llevas también el carnet de Falange?

—¿Tanto preguntar y tú no dices nada?

—Vuélvete esta noche mismo a la Sierra. Quédate allí con la familia hasta que esto se calme.

—Esto no se va a calmar, cuñado. Esto ya no tiene vuelta atrás. ¿No has oído a Queipo en la radio? En dos días hay varias columnas de legionarios limpiando Madrid, como limpiaron Asturias en el 34. Van a faltar farolas para colgar a tanto malnacido. Va a correr la sangre como una riada por el Manzanares. Acuérdate de lo que te digo. España no se limpia más que con un diluvio de sangre.

—¿Esa frase es tuya?

—Si no fuera por lo que es te metía un tiro ahora mismo.

—No te prives.

El mismo hombre joven de antes se asomó al corredor, todavía con la pistola y el trapo en la mano. Llevaba botas de militar debajo del pantalón civil.

—¿Pasa algo, camarada?

—Nada, camarada. Este amigo y yo, que estamos charlando.

—Pues corta pronto, que hay mucho que hacer.

—¿Tú crees que porque seas el marido de mi hermana y el padre de mis sobrinos voy a estar aguantando siempre que te burles de mí?

—Aparta. Tengo que irme.

—¿Que irte adónde? ¿A ponerle los cuernos a mi hermana?

—Si necesitas algo ven a casa. Allí estarás seguro.

—¿Quieres decir que si tengo miedo puedo esconderme en tu casa?

—Si fuera sólo mía no, pero es también la casa de Adela.

—Mira que si eres tú quien tiene que pedirme que le esconda.

—Difícil lo veo. Los tuyos se han rendido en Barcelona.

—¿Todavía te crees lo que dice el gobierno?

—Es el gobierno legítimo. Siempre será más de fiar que una banda de militares perjuros.

—Un gobierno legítimo no reparte armas a los facinerosos ni abre las cárceles para dejar libres a todos los asesinos. Mira lo que están haciendo tus amigos del Frente Popular. Matando gente como a perros por la calle. Quemando iglesias. Aprovechando el barullo para robar a mano armada.

—Tengo que irme, Víctor.

—Yo que tú no andaría mucho por la calle esta noche. No pensarás que estás seguro por ser socialista. A los socialistas como tú también se los llevan por delante. Hasta los vuestros os llaman traidores.

—Traidores son los que juran lealtad a la República y se levantan contra ella.

—Vete a tu casa y no salgas. Esta juerga de tus amigos revolucionarios va a acabarse en seguida. La Guardia Civil está con nosotros. Lo mejor del ejército. Antes de medianoche se habrán echado a la calle todas las guarniciones de Madrid.

—¿No te estarás yendo demasiado de la lengua?

Víctor, sudando, el pelo escaso muy pegado al cráneo, le cerraba el paso en el corredor. Respiraba con un ruido de agitación excesiva en sus pulmones débiles. La pistola le abultaba a un lado del pecho, bajo la chaqueta de verano. Hizo ademán de llevarse una mano hacia ella, tal vez para refutar el sarcasmo del marido de su hermana con una prueba visible de hombría. Ignacio Abel lo apartó sin tocarlo y buscó la salida en la penumbra turbia. Oyó a su espalda el chasquido del cargador de una pistola y contuvo la tentación de volverse. Bajó las escaleras a tientas y al llegar al portal pisó garbanzos o lentejas derramadas o granos de arroz, cristales de botellas rotas, de tarros que desprendían un fuerte olor a vinagre. La persiana metálica del almacén de ultramarinos estaba ahora echada, y los asaltantes habían desaparecido. Salió a la calle sin encontrar ningún alivio en el aire caliente, en la multitud que bajaba hacia la Puerta del Sol. Hubiera debido volver sobre sus pasos o tomar por una calle lateral pero ya era imposible. Casi no caminaba, era empujado, arrastrado, en dirección al gran estruendo que se levantaba de la plaza, no un clamor de voces humanas sino un prolongado retumbar de tormenta, un alud despeñándose, arrasándolo todo, atravesado por bocinas de coches, por sirenas de ambulancias o de camiones de bomberos o furgones de la Guardia de Asalto. Tenía extraviado por completo el sentido del tiempo. El encuentro con el hermano de Adela, la absurda conversación medio en sombras, le habían dejado un sentimiento de pegajosa dilación. Contó las campanadas muy cercanas del reloj del Ministerio de la Gobernación y sólo eran las once. En diez minutos como máximo podría atravesar la Puerta del Sol, subir por la calle del Carmen o la de Preciados hasta Callao, llegar a casa de Van Doren (no esperaría a que bajara el ascensor, iría corriendo y jadeando por las escaleras, cruzaría en línea recta el pasillo en el que una vez había escuchado la música que le anunciaba sin saberlo la presencia de Judith). Con determinación sonámbula se dio de plazo hasta la medianoche para seguir buscándola. Si no se rendía hasta entonces aún podría recobrarla. Si conseguía ahora mismo abrirse paso entre los cuerpos apretados, las cabezas muy juntas y las caras desfiguradas por las bocas muy abiertas que gritaban, al mismo tiempo que los puños se agitaban rítmicamente en el aire, llevando el compás de las sílabas repetidas como golpes de percusión que resonaban contra la línea cóncava de fachadas de la plaza con un fragor seco y violento de oleaje, contra la mole cúbica del Ministerio de la Gobernación, donde estaban abiertos de par en par todos los balcones, revelando interiores con grandes arañas de cristal refulgentes de luz y salones tapizados en rojo. Armas, armas, armas, armas, armas, armas. Los faros de coches y camiones atrapados entre la multitud iluminaban las caras en ángulos dramáticos; los conductores hacían sonar inútilmente los cláxones. Armas, armas, armas, armas, armas. Había gente trepando a los techos de los tranvías detenidos y a los plintos de las farolas, subiéndose a las ventanas enrejadas de la planta baja del ministerio, como buscando escapar de la crecida de una inundación. Sobre los tejados parpadeaban los letreros luminosos de Anís del Mono y de Tío Pepe, Sol de Andalucía Embotellado, la botella de fino cubierta con un sombrero de ala ancha y vestida con chaquetilla de picador o de flamenco. Un solo grito se levantaba unánime, ritmado por pisotones contra el suelo y gestos de ira de los puños alzados sobre las cabezas, algunos sosteniendo pistolas, fusiles, palos, escopetas de caza, sables robados quién sabía dónde, no en armerías sino en tiendas de antigüedades falsas para turistas. Armas, gritaban todas las bocas abiertas, separando las sílabas, agigantándolas en una ronca trepidación que hacía vibrar el aire de la plaza igual que el paso de los trenes bajo el pavimento. La palabra sonaba como una exigencia y también como una invocación. Armas, armas, armas, armas. El ritmo se hacía más rápido, como un pataleo furioso, una sílaba detrás de la otra, o se volvía más lento y solemne, un oleaje chocando contra la fachada granítica del ministerio, donde se distinguían figuras asomadas a los balcones, alguna de ellas gesticulando, con ademanes de oratoria, como empeñada vanamente en un discurso que no podía llegar a nadie, aunque de lejos parecía que hubiera un micrófono enganchado a la barandilla. Con su traje claro y su cartera bien abrazada contra el pecho Ignacio Abel se me pierde en el mar de cabezas y puños levantados que ocupa la Puerta del Sol, sumergidas unas veces en las sombras, otras iluminadas por el resplandor azulado de las farolas o el de los faros de los coches que no logran avanzar. Igual que las voces se confunden las caras. Empuja, de costado, logra adelantar unos pasos y el flujo de una corriente humana lo hace retroceder de nuevo, como si se extenuara nadando hacia una orilla que cada vez le parece más lejana, la esquina de la calle del Carmen, aunque ahora hay como un remolino que de repente lo arrastra hacia ella, mientras un vendaval de aplausos estremece toda la plaza, quizás porque en el balcón del ministerio ha aparecido otra figura que clama y gesticula igual que la anterior sin que nadie la oiga; los aplausos se transforman en una vibración de palmadas, y encima de ellas asciende otro grito, ahora no dos sílabas sino tres, UHP, retumbando en la concavidad del estómago como los golpes de las ruedas de un tren bajo una gran bóveda de hierro, U, Hache, Pe. Pero quizás a quien aclaman no es a la figura que hace aspavientos en el balcón del ministerio sino a unos guardias a los que han levantado en hombros y se yerguen sobre las cabezas con ademanes inestables de triunfo, como toreros que un rato antes hubieran sido revolcados en la plaza, las gorras de lado, las guerreras abiertas sobre camisetas sudadas, gritando cosas que nadie puede oír, y un momento después ya los han bajado o se han caído en un sobresalto de la ondulación de hombros que los sostenían. Justo entonces el remolino que zarandeaba a Ignacio Abel deja en su centro un espacio vacío en el que acaba de romperse en astillas un armario o un aparador tirado desde un balcón, ya tan cerca de la esquina que si empuja un poco más sin miramiento casi podrá rozarla. La colisión del mueble contra los adoquines ensancha el espacio circular en el que siguen cayendo y destrozándose cosas, cada choque recibido con una exclamación de júbilo y una ronda de aplausos. Desde los balcones de un segundo piso hombres con monos azules y picudos gorros cuarteleros, con fusiles terciados y cananas de balas, tiran a la plaza un gran escritorio que han levantado entre varios sobre la barandilla, y del que sale un vendaval de papeles que se queda un rato volando sobre las cabezas; tiran sillas, percheros, un sofá demasiado grande que al principio se les queda atascado en el balcón, y que terminan de empujar hacia fuera entre gritos de aliento; un miliciano aparece sosteniendo un gran retrato de Alejandro Lerroux y la gente, desde la plaza, lo recibe con gritos de fascista y traidor, y cuando por fin cae al suelo se pelean para pisotearlo. Ignacio Abel ya ha llegado a la esquina y casi respira anticipadamente el alivio de la calle despejada cuando lo deslumbran los faros de un camión que ha frenado delante de él. El camión da marcha atrás rugiendo, empieza a girar y la gente lo rodea, cortándole de nuevo el paso a Ignacio Abel. En la trasera se levanta una lona y un grupo de hombres de paisano que llevan gorros y cascos militares empiezan a desclavar cajas alargadas. Ahora Ignacio Abel es empujado contra el camión, y cuando quiere apartarse caras ansiosas y manos extendidas se lo impiden. Armas, dicen, no gritan ahora, la palabra se multiplica, se extiende, y cada vez que alguien la dice el grupo se hace más denso y su empuje más fuerte. Tendrá que apartarse si no quiere que lo aplasten contra la trasera del camión. Oye el crujido de las tablas al ser desclavadas, la voz de alguien que grita con acento de mando, al que no presente un carnet sindical no le damos nada, pero las palabras son tan vacuas como los gestos. El que parecía que hablaba con la seguridad de ser obedecido ahora da un traspiés y está a punto de caerse, sujetándose el casco demasiado grande sobre la cabeza. La gente trepa al camión, desclava las cajas, saca de ellas fusiles, pistolas, granadas, y el camión parece que se mueve, que se desplaza un poco, bajo la presión de los cuerpos que se arriman a él, de las manos y los hombros que empujan, queriendo abrirse paso, queriendo llegar a las cajas ahora volcadas de las que caen las armas al suelo con un estrépito de metal, pistolas y cerrojos de fusil y tablas pisoteadas, cajas más pequeñas de balas que ruedan hacia el suelo, y que manos veloces buscan tanteando. Ignacio Abel ha pisado algo que cruje bajo sus zapatos, pero no se vuelve para mirar lo que es, tal vez la mano de alguien, pero ya ha logrado desprenderse, ya deja atrás el camión y se encuentra ante la perspectiva de repente despoblada de la calle del Carmen.

No llegará nunca. A la altura de la iglesia del Carmen, junto a su portalón abierto, milicianos armados montan una barricada o una barrera de control con largos bancos y reclinatorios. Entre varios intentan arrastrar escaleras abajo un confesionario, dándose ánimos a gritos. Será una barricada o una barrera de control o simplemente amontonan bancos y paneles dorados de retablos para encender una hoguera. « ¿Dónde vas tú tan deprisa? Papeles, camarada. » De la noche a la mañana parece que se han establecido normas rigurosas que ayer mismo no existían y hoy ya acata todo el mundo con la cabeza baja, con el automatismo de una costumbre. De nuevo el carnet buscado atropelladamente por los bolsillos, la impaciencia contenida, el miedo a los cañones de los fusiles en manos inexpertas, a las miradas de soslayo. Si lo dejan pasar en menos de cinco minutos podría estar llamando al timbre en casa de Van Doren. El que mira ahora el carnet sindical a la luz de una farola no sabe leer ni tiene costumbre de manejar papeles. Reconoce tal vez el sello, las siglas en tinta roja, UGT. Una mujer pequeña, vestida con un mono azul del que cuelga una canana, le pide que abra la cartera: documentos, planos. «Soy arquitecto», dice Ignacio Abel, mirándola brevemente a los ojos, no demasiado, temiendo provocarla. «Trabajo en la Ciudad Universitaria.» Qué poco hace falta para que la dignidad quede cancelada; para que uno mueva la cabeza y sonría y se deshaga por dentro de gratitud a quien pudiendo haberlo detenido o ejecutado le devuelve el carnet, le hace un gesto con la mano y lo deja pasar. En la plaza de Callao hay camiones con los motores en marcha, con blindajes laterales de chapas sujetas de cualquier manera y colchones sobre los techos, atados con cuerdas. En el cine Callao parpadea el letrero luminoso de una película de estreno. 6.45 y 10.45, numerada, gran éxito, El misterio de Edwin Drood. En la puerta del hotel Florida una pareja de turistas extranjeros miran con apacible curiosidad las idas y venidas de los milicianos, el desfile de automóviles que bajan a toda velocidad hacia la plaza de España, hundiéndose en la oscuridad del último tramo de la Gran Vía, donde hay edificios espectrales en construcción y anchos solares vacíos, cerrados por tapias de tablas cubiertas de carteles políticos. Oleadas de grupos con banderas que van hacia la Puerta del Sol cantando himnos con las voces ya fatigadas y roncas confluyen sin mezclarse con la gente que sale un poco aturdida de la última sesión en el cine de la Prensa. Refrigerado, ¡¡14 semanas!! Morena Clara, con Imperio Argentina y Miguel Ligero. En la acera, delante de la entrada al edificio, hay un espacio aislado por dos automóviles que forman un corredor hacia el lugar de la calzada donde espera una furgoneta con las puertas de atrás abiertas. Sobre el capot de cada uno de los coches hay una bandera americana. Los automóviles y las pequeñas banderas delimitan un paréntesis de quietud laboriosa que nadie interrumpe. Entre la furgoneta y el portal van y vienen doncellas con cofias y los criados de uniforme de Philip Van Doren, cargando cosas empaquetadas, cajas y baúles, sosteniendo con manos enguantadas embalajes de cuadros, sin premura, como si prepararan el viaje de los señores a la puerta de una casa de campo. En el portal, a cada lado del ascensor, hay dos hombres jóvenes de aire marcial vestidos de paisano, los brazos cruzados, las piernas ligeramente abiertas. Inspeccionan a Ignacio Abel de arriba abajo con miradas rápidas y expertas indicándole con un gesto que puede tomar el ascensor: otro americano joven, con el pelo muy corto, lo maneja. Tampoco la huelga de ascensoristas tiene efecto aquí. En este mismo ascensor subió sin saber que iba a encontrarse con ella, por este pasillo avanzó escuchando de lejos la música del clarinete y el piano. Criados y doncellas van y vienen, con sigilo metódico, llevando cosas embaladas muy cuidadosamente, cuadros, esculturas, lámparas, cada uno tan seguro de su cometido que apenas se oye a nadie dar instrucciones. Sobre la puerta del piso hay clavada una bandera americana. Ignacio Abel entra sin que nadie le impida el paso o parezca reparar en él. El espacio ya casi vacío es más amplio y más blanco. Delante de ese ventanal estaba Judith, de pie junto al gramófono, con un disco reluciente en las manos. El gramófono acaba de ser embalado y una doncella, de rodillas sobre la alfombra, termina de guardar en una caja hecha a medida una pila de discos. Un hombre con mono de mecánico desmonta una complicada lámpara de pie de tubos cromados y pantalla esférica de cristal blanco. Los ventanales están abiertos pero el ruido de la calle llega como un oleaje distante. En el umbral de cualquier puerta puede aparecer ahora mismo Judith. Ignacio Abel se ve de pronto en uno de los altos espejos y no reconoce su propio aspecto: la cara sudorosa, la corbata floja, la cartera apretada contra el pecho. Al fondo del salón, junto a un ventanal desde el que se ve muy cerca la torre afilada como una proa del edificio Capitol, atravesada por el letrero luminoso de Paramount Pictures, Philip Van Doren mira por unos prismáticos y habla rápidamente en inglés por teléfono, vestido con una camisa de manga corta y un pantalón claro, con zapatos blancos deportivos, su cabeza afeitada brillando bajo los focos del techo. Ha visto a Ignacio Abel reflejado en el cristal y se vuelve sonriendo hacia él cuando cuelga el teléfono. En la mano sigue llevando los prismáticos. Huele a jabón y a colonia fresca, a ducha reciente. No sabe dónde está Judith o si lo sabe callará porque le ha prometido a ella no decírselo. En la cara de Ignacio Abel ve los signos de una decepción que agrava de golpe el cansancio; la cara parcialmente desconocida que el propio Abel ha visto hace un momento en el espejo. Su español se ha vuelto todavía más preciso y flexible en los últimos meses.

—Profesor Abel, llega usted a tiempo. Véngase conmigo. Salgo en media hora para Francia. Lamentablemente habrá que dar un rodeo y dejar Madrid por la carretera de Valencia porque a estas horas ya no es seguro que haya salida hacia el norte. Los sublevados se acercarán por ahí. La pregunta es si el gobierno contará con las suficientes unidades leales como para defender los pasos del Guadarrama. ¿Ha venido usted esta tarde de la Sierra, como cada domingo? ¿Circulaban todavía los trenes?

Sin esperar la respuesta se volvió hacia el ventanal, haciéndole a Ignacio Abel un gesto para que se acercara. En la pregunta sobre la Sierra había implícita una alusión a posibles confidencias de Judith, tal vez a la doble vida adúltera en la que él ya no actuaría como encubridor, sabiendo que ella la había cancelado. La vanidad de mostrar o sugerir que sabía cosas sobre los demás sin revelar el origen de su conocimiento le deparaba una satisfacción intensamente sensual. Miró por los prismáticos, señalando hacia el largo túnel casi oscuro del final de la Gran Vía, por el que bajaban ahora relámpagos de faros. Al fondo, más allá del vago rectángulo poco iluminado de la plaza de España, el Cuartel de la Montaña era un gran bloque de sombras punteado por pequeñas ventanas. Van Doren le tendió los prismáticos a Ignacio Abel. Muy lejos, a una distancia que el tamaño diminuto de las figuras hacía remota, hombres armados se apostaban en las esquinas, detrás de las farolas, deteniéndose en su acecho con una inmovilidad de soldados de plomo.

—La otra pregunta es por qué los militares rebeldes no han salido del Cuartel de la Montaña cuando todavía estaban a tiempo de tomar la ciudad. Ahora ya es demasiado tarde. ¿Ha visto el cañón en la esquina, a la derecha? Vigilarán que nadie salga y en cuanto se haga de día empezarán a disparar. Será como matar truchas a tiros en un barril. Pero seguro que nuestra Judith habría encontrado una expresión mejor en español.

El nombre de Judith dicho en voz alta le provocó a Ignacio Abel un sobresalto de corazón. Había venido a casa de Van Doren buscándola y ahora no se atrevía a preguntar por ella.

—Habla usted como si lamentara que la sublevación haya fracasado.

—¿Y qué le hace a usted pensar eso? ¿Cree que esos milicianos armados con escopetas viejas van a derrotar al ejército? Como puede ver han empezado a dedicarse a la revolución. Lo extraño es que pongan tanto esfuerzo en quemar esas iglesias de Madrid, tan lamentables casi todas desde un punto de vista arquitectónico. Ganarán los militares, pero son muy torpes y tardarán demasiado, y mientras tanto las personas como usted o como yo no tenemos nada que hacer aquí. Yo al menos cuento con la protección de mi embajada. Pero usted, profesor Abel, ¿qué va a hacer? ¿Está a tiempo todavía de volver a la Sierra, con su familia? Mejor venga conmigo, hasta que pase el peligro. Usted sabe que en Madrid no está a salvo. Basta mirar la cara que tenía cuando ha entrado aquí para darse cuenta de que lo sabe. Desde Biarritz podemos arreglar con la embajada y con Burton College los trámites de su viaje a América. Sólo tendrá que decirnos quién va a viajar con usted.

El timbre del teléfono resonó agudamente en el salón vacío, donde operarios con monos acababan de enrollar las alfombras de piel de vaca y de cebra. Más allá de los ventanales resplandecía sobre los tejados un horizonte de incendios. Una criada le acercó el teléfono a Van Doren, que se apartó de Ignacio Abel escuchando con la cabeza baja, respondiendo con monosílabos en inglés. Sería Judith quien llamaba y él se lo ocultaría, le advertiría a ella que no subiera, que se quedara esperando en alguna parte. Van Doren colgó y miró su reloj de pulsera haciendo el ademán automático de subirse las mangas como para entrar en faena.

—Cosas que nadie ha visto van a pasar aquí, profesor. Ahora es el turno de los que se han hecho dueños de Madrid, pero después vendrán los otros, y no me refiero a esos militares viejos que no se han atrevido ni a salir de los cuarteles y ahora están esperando a que entren a matarlos. Me refiero al ejército de África, profesor Abel. Ni usted ni yo, si estuviéramos todavía vivos cuando ellos entraran, queremos ver lo que hacen en Madrid. Entrarán como los legionarios italianos en Abisinia. Tendrán todavía menos piedad que los otros, con la diferencia de que ellos sí saben matar. Saben y les gusta.

—El ejército de África no puede salir de Marruecos. La Marina no se ha unido a la sublevación. ¿Con qué barcos van a cruzar el Estrecho?

De pie en medio del salón vacío Philip Van Doren miraba a Ignacio Abel como compadeciéndose de su inocencia incurable, de su incapacidad de saber las cosas que importaban, las que él descubría gracias a fuentes que no iba a revelar. En todo el espacio blanco lo único que quedaba era el teléfono en el suelo. Un criado cerró los ventanales y fue bajando las persianas y al terminar se acercó a Van Doren y le dijo algo al oído, mirando a Ignacio Abel de soslayo.

—Por última vez, profesor, venga conmigo. Para qué va a quedarse. Usted ya no tiene a nadie en Madrid.