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En medio del tumulto de la estación de Pennsylvania Ignacio Abel se ha detenido al oír que alguien lo llamaba por su nombre. Lo veo primero de lejos, entre la multitud de la hora punta, una figura masculina idéntica a las otras, como en una fotografía de entonces, empequeñecidas por la escala inmensa de la arquitectura: abrigos ligeros, gabardinas, sombreros; sombreros de mujer con la visera ladeada y pequeñas plumas laterales; gorras de visera rojas de cargadores de equipajes y empleados del ferrocarril; caras borrosas en la distancia; abrigos abiertos con faldones echados hacia atrás por la energía de las caminatas; corrientes humanas que se entrecruzan sin chocar nunca entre sí, cada hombre y cada mujer una figura muy semejante a las otras y sin embargo dotada de una identidad tan indudable como la trayectoria única que sigue en busca de un destino preciso: flechas de dirección, pizarras con nombres de lugares y horas de salida y llegada, escaleras metálicas que resuenan y tiemblan bajo un galope de pisadas, relojes colgados de los arcos de hierro o coronando indicadores verticales con grandes hojas de calendario que permiten ver desde lejos la fecha del día. Sería preciso saberlo todo exactamente: letras y números de un rojo tan intenso como el de las gorras de los mozos de estación señalan un día casi de finales de octubre de 1936. En la esfera iluminada de cada uno de los relojes suspendidos como globos cautivos a mucha altura sobre las cabezas de la gente son las cuatro menos diez minutos. En ese momento Ignacio Abel avanza por el vestíbulo de la estación, por el gran espacio de mármoles, altos arcos de hierro, bóvedas de cristal sucias de hollín que filtran una luz dorada, en la que flotan el polvo y el clamor de las voces y los pasos.

Lo he visto cada vez con más claridad, surgido de ninguna parte, viniendo de la nada, nacido de un fogonazo de la imaginación, con la maleta en la mano, cansado de subir a toda prisa la escalinata de la entrada, cruzada por las sombras oblicuas de las columnas de mármol, aturdido al ingresar en una amplitud desmesurada en la que no está seguro de encontrar a tiempo su camino; lo he distinguido entre otros, con los que casi se confunde, un traje oscuro, una gabardina idéntica, un sombrero, quizás una ropa demasiado formal para esta ciudad y esta época del año, una ropa europea, como la maleta que lleva en la mano, sólida y cara, de piel, pero ya desgastada después de tanto viaje, con etiquetas de hoteles y de compañías de navegación, con restos de marcas de tiza y sellos de aduanas, una maleta que ya pesa mucho para su mano dolorida de apretar el asa pero que parecería insuficiente para un viaje tan largo. Con una precisión de informe policial y de sueño descubro los detalles reales. Los voy viendo surgir ante mí y cristalizar en el momento en que Ignacio Abel se detiene un instante entre las corrientes poderosas de la multitud en movimiento y se vuelve con el gesto de quien ha oído que lo están llamando: alguien que lo hubiera visto entre la gente y dice o grita su nombre para ser oído por encima del tumulto; del clamor amplificado por muros de mármol y bóvedas de hierro, la confusión sonora de pasos, voces, estrépito de trenes, la vibración del suelo, los ecos metálicos de los avisos en los altavoces, los gritos de los vendedores que vocean los periódicos de la tarde. Indago en su conciencia igual que en sus bolsillos o en el interior de la maleta. Ignacio Abel mira siempre las primeras páginas de los periódicos con la expectación y el miedo de ver un titular en el que aparezca la palabra España, la palabra guerra, el nombre de Madrid. También mira las caras de todas las mujeres de una cierta edad y estatura esperando insensatamente que el azar le haga encontrarse con su amante perdida, Judith Biely. Por vestíbulos y andenes de estaciones y hangares de instalaciones portuarias, por las aceras de París y de Nueva York, ha atravesado desde hace semanas bosques enteros de caras de desconocidos que siguen multiplicándose en su imaginación cuando el sueño empieza a cerrarle los ojos. Caras y voces, nombres, frases enteras en inglés escuchadas al azar que se quedan suspendidas en el aire como cintas de palabras. I told you we were late but you never listen to me and now we are gonna miss that goddamn train: también esa voz ha parecido que le hablaba a él, tan lento en sus decisiones prácticas, tan torpe entre la gente, con su maleta en la mano, con su decente traje europeo estropeado por el uso, vagamente fúnebre, como el de su amigo el profesor Rossman cuando apareció por Madrid. En la cartera que abulta en el bolsillo derecho de su gabardina guarda una foto de Judith Biely y otra de sus hijos, Lita y Miguel, sonriendo una mañana de domingo de hace unos meses: las dos mitades rotas de su vida, antes incompatibles, ahora perdidas por igual. Ignacio Abel sabe que si se miran demasiado las fotografías no sirven para invocar una presencia. Las caras se van despojando de su singularidad igual que una prenda de ropa íntima atesorada por un amante pierde pronto el olor tan deseable de quien la llevaba. En las fotos de los archivos policiales de Madrid las caras de los muertos, de los asesinados, han sufrido una transfiguración tan completa que ni siquiera los parientes más cercanos están seguros de reconocerlas. Qué verán sus hijos ahora si buscan en los álbumes familiares tan cuidadosamente catalogados por su madre la cara que no han visto en los últimos tres meses y no saben si volverán a ver, la que ya no es idéntica a la que ellos recuerdan. El padre huido, les aleccionarán, el desertor, el que prefirió irse al otro lado, tomar un tren una tarde de domingo fingiendo que no sucedía nada, que podría volver tranquilamente a la casa de veraneo el sábado próximo (aunque si se hubiera quedado es muy probable que ahora estuviera muerto). Lo veo alto, extranjero, enflaquecido por comparación con la fotografía del pasaporte, que fue tomada tan sólo a principios de junio y sin embargo en otra época, antes del verano sanguinario y alucinado de Madrid y del comienzo de este viaje que tal vez terminará dentro de unas horas; se mueve inseguro, asustado, furtivo, entre toda esa gente que sabe su destino exacto y avanza hacia él con una energía áspera, con una poderosa determinación de hombros fornidos, mentones levantados, rodillas flexibles. Ha escuchado una voz improbable que decía su nombre y se ha detenido y se ha vuelto y en el momento en que lo hace ya sabe que nadie lo ha llamado y sin embargo mira con la misma esperanza automática, encontrando sólo las caras irritadas de quienes por culpa suya se ven entorpecidos en su avance en línea recta, hombres enormes de ojos claros y caras encendidas que mastican cigarros. Don't you have eyes on your face you moron? Pero en la hostilidad de los desconocidos nunca interviene la mirada. En Madrid, ahora mismo, apartar los ojos a tiempo de una mirada fija es una de las nuevas astucias para sobrevivir. Que no parezca que tienes miedo porque te volverás automáticamente sospechoso. La voz oída de verdad o sólo imaginada en virtud de un espejismo acústico le ha producido ese sobresalto de quien estaba a punto de dormirse y cree que tropieza con un escalón, y se despierta de golpe o se sumerge del todo en el sueño. Pero ha oído su nombre con toda claridad, no gritado por alguien que quiere llamar la atención entre el ruido de una multitud sino dicho casi en voz baja, casi murmurado, Ignacio, Ignacio Abel, dicho por una voz familiar que sin embargo no identifica, que ha estado a punto de reconocer. Ni siquiera sabe si es una voz de hombre o de mujer, si es la voz de un muerto o la de un vivo. Al otro lado de la puerta cerrada de su casa en Madrid oyó una voz que repetía su nombre con un acento ronco de súplica y él se quedó en silencio conteniendo la respiración y sin moverse en la oscuridad y no abrió la puerta.

Desde hace meses uno ya no puede estar seguro de ciertas cosas: uno no sabe si alguien que recuerda bien o a quien vio hace unos días o sólo unas horas está vivo aún. Antes la muerte y la vida tenían fronteras más nítidas, menos movedizas. Otras personas no sabrán si él está vivo o está muerto. Se envían cartas y postales y no se sabe si llegarán a su destino, y si cuando lleguen estará vivo el que debía recibirlas, o seguirá viviendo en esa misma dirección. Se marcan números de teléfono y nadie contesta al otro lado, o la voz en el auricular es la de un desconocido. Se levanta un auricular con la urgencia de decir o de saber algo y no hay línea. Se abre un grifo y el agua puede no salir. Los antiguos actos automáticos quedan cancelados por la incertidumbre. Calles usuales de Madrid terminan de pronto en una barricada o en una trinchera o en el alud de escombros que ha dejado la explosión de una bomba. En una acera, al doblar una esquina, se puede ver con la primera luz del día el cuerpo ya rígido de alguien a quien empujaron contra la pared la noche anterior, convirtiéndola por impaciencia en paredón de fusilamiento, los ojos entornados en la cara amarilla, el labio superior contraído en una especie de sonrisa, mostrando los dientes, la mitad superior de la cabeza volada por un disparo demasiado próximo. Estalla el timbre del teléfono en mitad de la noche y a uno le da miedo levantar el auricular. Suena el motor del ascensor o el timbre de la puerta en mitad de un sueño y no se sabe si es una amenaza verdadera o sólo una pesadilla. Tan lejos de Madrid y de las noches de insomnio y miedo de los últimos meses Ignacio Abel aún recuerda en presente. El tiempo verbal del miedo no lo cancela la distancia. En la habitación del hotel donde ha pasado cuatro noches lo despertaba el estruendo de los aviones enemigos; abría los ojos y era el fragor de un tren elevado. Las voces siguen alcanzándolo: quién ha dicho su nombre, ahora mismo, cuando yo lo he visto quedarse inmóvil con su gabardina abierta y su maleta en la mano, con la expresión ansiosa de quien mira relojes e indicadores temiendo perder un tren, qué voz ausente se ha impuesto por encima del estruendo de la vida real, llamándolo, no sabe si urgiéndolo a que huya más rápido aún o a que se detenga y dé media vuelta y regrese, Ignacio, Ignacio Abel.

Ahora lo veo mucho mejor, aislado en ese instante de inmovilidad, cercado por gestos bruscos, por miradas hostiles, la prisa contrariada de los que saben seguro adónde van, cansados del trabajo en las oficinas, apresurándose para tomar trenes, acuciados por obligaciones y atrapados por telarañas de vínculos de los que él ahora carece, como un vagabundo o como un lunático, aunque lleve en un bolsillo su pasaporte en regla y un billete de tren en la mano izquierda, la que no sostiene la maleta, la maleta europea maltratada por los viajes pero todavía distinguida, con etiquetas de colores vivos y nombres de hoteles y de transatlánticos que también podré ver si mi atención actúa como una lente de aumento, como los ojos fatigados y ávidos de Ignacio Abel. Veo la mano que aprieta el asa de cuero, percibo la tensión excesiva con la que se cierra sobre ella, el dolor de las articulaciones que vienen repitiendo ese gesto desde hace más de dos semanas, cuando esta misma silueta de un hombre alto de edad intermedia que ahora casi se confunde entre la multitud avanzaba solitariamente de noche por una calle de Madrid en la que los faroles estaban apagados o tenían los cristales rotos o pintados de azul y sólo se filtraba luz bajo los postigos cerrados de algunas ventanas. La misma silueta, recortada de la fotografía de la estación de Pennsylvania y pegada en la perspectiva de una calle de Madrid, Alfonso XII, tal vez (le cambiaron el nombre y se llamó algún tiempo Niceto Alcalá—Zamora; ahora se lo han cambiado otra vez y se llama Reforma Agraria), la acera de los portales frente a las verjas del Retiro quince o veinte días atrás, bajando hacia la estación de mediodía, tan cerca de las paredes que la maleta choca a veces contra las esquinas, queriendo borrarse en la sombra, sobre todo si en el silencio del toque de queda se oye acercarse el motor de un automóvil que sólo puede ser una señal de peligro, aunque se lleven todos los papeles en regla, todos los certificados con sus firmas y sellos. Habría que saber la fecha exacta de la partida, pero ni él guarda la cuenta de los días que lleva de viaje, y el tiempo se aleja muy rápidamente en el pasado. Una ciudad a oscuras, sitiada por el miedo, estremecida por el rumor de una batalla, por motores de aviones que se aproximan pero que todavía no son más que un eco de tormenta lejana. Ha mirado uno de los relojes colgados de los arcos de hierro y ha calculado que desde hace varias horas es de noche en Madrid, ahora mismo, cuando él se ha detenido porque una voz lo llamaba, cuando la aguja de los minutos ha avanzado con un espasmo idéntico en todas las esferas luminosas, saltando del ocho al siete, un golpe de tiempo como un latido de urgencia en el corazón, el paso que se da en el vacío al entrar en el sueño: las cuatro menos siete minutos; a las cuatro sale el tren que debe tomar y aún no tiene idea de hacia dónde debe ir, cuál entre los caminos que se entrecruzan en la multitud como ondulaciones o corrientes en la superficie del mar es el que lo llevará a su punto de destino. Como en un sueño lúcido puedo ver ahora su cara que se vuelve, ya muy de cerca, igual que él la veía esta mañana después de limpiar con la palma de la mano el vapor en el espejo frente al que iba a afeitarse, en la habitación del hotel donde ha pasado cuatro noches y a la que es consciente de que no volverá nunca. Ahora las puertas se cierran para siempre tras él y su presencia desaparece sin huella por los lugares que atraviesa, como cuando avanza por un corredor del hotel y dobla una esquina y ya es como si no hubiera estado nunca. Lo he visto afeitándose, frente al espejo del lavabo, esta mañana, en la habitación que por fin sabía que iba a abandonar, porque hace unas horas recibió el telegrama que ahora estaba abierto sobre la mesa de noche, junto a su cartera y sus gafas de cerca y la carta que le entregaron ayer por la tarde, y que estuvo a punto de romper una vez leída. Apreciado Ignacio espero que al recibo de la presente estés bien tus hijos y yo bien y tranquilos a Dios gracias que no es poco en estos tiempos aunque tú no parece que te hayas preocupado mucho por saber de nosotros. El telegrama contiene una petición sumaria de disculpa por los días de espera y las indicaciones sobre el tren y la hora de salida y la estación de destino a la que vendrán a recogerlo. La carta fue escrita y enviada hace casi tres meses y ha llegado hasta él en este hotel de Nueva York gracias a una sucesión de azares que no acaba de explicarse del todo, como si la hubiera guiado en la persistencia de su búsqueda la densidad misma del rencor que alienta en sus palabras (el rencor o algo más que por ahora prefiere o no sabe nombrar). Nada es ya como fue y no hay motivos para pensar que después del trastorno las cosas volverán a su curso anterior. Una carta enviada a Madrid desde un pueblo de la Sierra se pierde en el camino y tarda no dos días sino tres meses en llegar y ha pasado por una sede de la Cruz Roja de París y por una oficina de Correos española en la que alguien ha estampado varias veces un sello: Desconocido en esta dirección.

Tan poco tiempo hace que falta Ignacio Abel de su casa de Madrid y ya es un desconocido. Veo el sobre bajo la lámpara encendida en la mesa de noche, en la habitación interior y sombría, a la que llegaba regularmente el ruido de un tren elevado. Ignacio Abel preparaba una vez más su maleta, abierta sobre la cama, y se afeitaba con más cuidado que estos últimos días, ahora que sabía que lo esperan, que hacia las seis de la tarde habrá alguien en un andén queriendo distinguir su cara entre los pasajeros que bajen en una estación con un raro nombre germánico que ahora está impreso en su billete, Rhineberg. Bajará del tren y alguien estará esperándolo y al decir su nombre le devolverá una parte de su existencia suspendida. Le importa mucho no ceder, no abandonarse; cuidar cada pormenor de resistencia íntima contra el deterioro de la soledad y el viaje; igual que se cuidan detalles en la práctica innecesarios al dibujar el proyecto de un edificio o al tallar y pulir el bloque de madera de una maqueta. Hay que afeitarse cada mañana, aunque vaya faltando el jabón y la cuchilla esté perdiendo su filo y la brocha de tejón sus pelos, uno por uno. Hay que procurar que el cuello de la camisa no aparezca oscurecido. Pero él no tiene más que tres y se van gastando de tanto lavarlas. Se gastan los puños y el cuello, las superficies más sujetas a la fricción, al roce de la piel irritada o sudada. Se deshilacha el filo del pantalón, se van deshaciendo los cordones de los zapatos y llega una vez en que al hacer el lazo uno de ellos se rompe del todo. Estaba abrochándose la camisa esta mañana y descubrió que uno de los botones se había caído, y si lo encontrara no sabría cómo volver a coserlo. Veo a Ignacio Abel como si me viera a mí mismo, con su atención maniática a todos los detalles, su deseo incesante de captarlo todo y su miedo a pasar por alto algo decisivo, su angustia por la velocidad del tiempo, por su lentitud abrumadora cuando se convierte en espera. Se palpa la cara después de afeitarse frotándola con un poco de loción del frasco casi vacío que ha traído consigo desde que salió de Madrid y yo noto el roce de mis dedos en la mía. A lo largo del viaje las cosas se deterioran o se pierden y no hay tiempo de reemplazarlas o uno no sabe cómo y tampoco sabe cuántos días le faltan para llegar a su destino, cuánto tiempo más deberá hacer que le dure el dinero cada vez más escaso, los billetes en la cartera, las monedas que se confunden en los bolsillos con calderilla de otros países, las cosas menudas que se guardan sin motivo y se acaban perdiendo en el curso de un viaje: fichas de metro o de teléfono, un billete de tren, un sello que no llegó a usarse, la entrada de un cine en el que se refugió de la lluvia viendo una película sin entender lo que decían las voces. Quiero enumerar estas cosas, como él lo hace, muchas noches, al regresar a su habitación, cuando vacía metódicamente sobre la mesa el contenido de sus bolsillos, como lo hacía en el escritorio de su despacho de Madrid, en su oficina de la Ciudad Universitaria; buscar en el fondo de los bolsillos de Ignacio Abel con el tacto de sus dedos, en el forro de su americana, en la cinta interior del sombrero; escuchar en el bolsillo de la gabardina el tintineo inútil de unas llaves que son las de su casa de Madrid; saber cada objeto y cada papel que ha ido dejando en la mesa de noche y sobre el aparador de la habitación del hotel, los que habrá guardado al salir a toda prisa hacia la estación de Pennsylvania y los que se queden atrás y sean arrojados a la basura por la limpiadora que hace la cama y abre la ventana para que entre un aire de octubre con olor a hollín y a río, a vapores de lavandería y de cocina grasienta: cosas fugaces en las que está contenido un hecho, un instante indeleble, el nombre de un cine, el recibo de una comida rápida en una cafetería, una hoja de calendario que tiene una fecha exacta en una cara y en la otra un número de teléfono garabateado a toda prisa. En el cajón de su despacho que cerraba siempre con llave guardaba las cartas y las fotografías de Judith Biely pero también cualquier objeto mínimo que tuviera que ver con ella o le hubiera pertenecido. Una caja de cerillas, un lápiz de labios, un posavasos del cabaret del hotel Palace, con el cerco del vaso del que bebía Judith. El alma de las personas no está en sus fotografías sino en las cosas menudas que tocaron, las que tuvieron el calor de las palmas de sus manos. Con la ayuda de las gafas de cerca buscó su apellido en las columnas diminutas de la guía telefónica de Manhattan, conmoviéndose al reconocerlo entre tantos nombres de desconocidos, como si hubiera visto una cara familiar en medio de una multitud, escuchado su voz. Variantes cercanas complicaban la búsqueda: Bily, Bialy, Bieley. En una de las cabinas de madera alineadas al fondo del vestíbulo del hotel solicitó el número que venía junto al apellido Biely y escuchó la señal con el corazón sobresaltado, temiendo que colgaría en el momento en que alguien contestara. Pero la operadora le dijo que no había respuesta y él se quedó sentado en la cabina con el auricular en la mano, hasta que unos golpes irritados en el cristal lo sacaron de su ensimismamiento.

Importa la precisión extrema. Nada real es vago. Ignacio Abel trae en la maleta su título de arquitecto y el diploma firmado por los profesores Walter Gropius y Karl Ludwig Rossman en Weimar en mayo de 1924. Conoce el valor de las medidas exactas y de los cálculos de resistencia de los materiales, del equilibrio entre fuerzas contrarias que mantiene en pie un edificio. Qué habrá sido del ingeniero Torroja, con el que le gustaba tanto conversar sobre los fundamentos físicos de la edificación, aprender cosas inquietantes sobre la insustancialidad última de la materia, la agitación demente de partículas en el vacío. Los dibujos esbozados en el cuaderno que lleva en uno de los bolsillos no serán nada si no se someten a la disciplina esclarecedora de la física y de la geometría. ¿Cómo eran esas palabras de Juan Ramón Jiménez que parecían la síntesis de un tratado de arquitectura? Lo neto, lo apuntado, lo sintético, lo justo. Ignacio Abel las tenía anotadas en un papel y las leyó en voz alta en la Residencia de Estudiantes, en la conferencia que dio el año pasado, el 7 de octubre de 1935. Nada sucede en un tiempo abstracto ni en un espacio en blanco. Un arco es una línea trazada sobre una hoja de papel y la solución de un problema matemático; peso convertido en ligereza por el juego de fuerzas contrarias; especulación visual que se transmuta en espacio habitable. Una escalera es una forma artificial tan necesaria y tan pura como la espiral de una caracola, tan orgánica como la arborescencia de los nervios de una hoja. En ese lugar donde Ignacio Abel todavía no ha estado se levantará en la cima de una colina boscosa el edificio blanco de una biblioteca que ya existe en su imaginación y en los bocetos de sus cuadernos. Bajo los arcos de hierro y las bóvedas de cristal de la estación de Pennsylvania, en el aire tamizado de polvo y humo, estremecido por un clamor de espacios cóncavos, los relojes marcan una hora precisa: la aguja de los minutos acaba de avanzar en un rápido espasmo que el ojo apenas percibe hasta las cuatro menos cinco. El billete que lleva Ignacio Abel en la mano izquierda, ligeramente sudada, es para un tren que sale a las cuatro en punto de un andén que él todavía no sabe dónde está. En el bolsillo interior de su gabardina guarda el pasaporte que esta mañana estaba sobre la mesa de noche, cerca de la cartera y de una postal ya escrita y franqueada que olvidó luego echar en el buzón del vestíbulo del hotel y que ahora lleva en un bolsillo de la americana, junto a la carta que no se decidió a romper en pequeños pedazos. Dos hijos criándose sin padre en la edad más difícil y en esta época que nos ha tocado vivir y yo sola teniendo que sacarlos adelante. La postal es una fotografía coloreada del Empire State Building, visto de noche, con hileras de ventanas encendidas, con un zepelín amarrado a su espléndido espolón de acero. Cada vez que ha hecho un viaje ha mandado postales diarias a sus hijos. Esta vez lo ha seguido haciendo, aunque no sabe si llegarán a su destino; escribe los nombres y la dirección como repitiendo un conjuro, como si su obstinación en enviar las postales bastara para evitar que se perdieran, como el impulso y la puntería con que se lanza una flecha o el rencor minucioso con que su mujer enumeró por escrito cada una de sus quejas. Querida Lita, querido Miguel, aquí tenéis el edificio más alto del mundo. Hubiera querido ver Nueva York desde el cielo subido con vosotros en un zepelín. En el cielo azul de tinta de la postal hay una luna llena amarillenta y reflectores que alumbran con sus haces cónicos la silueta futurista del dirigible. Las postales y las cartas se extravían ahora en la geografía convulsa de la guerra; o se retrasan y llegan cuando el que las esperaba ha muerto o cuando ya no vive nadie en la dirección escrita en el sobre. La carta de Adela y el telegrama han rescatado transitoriamente a Ignacio Abel de su gradual inexistencia en la habitación del hotel donde a lo largo de cuatro días el teléfono no ha sonado y nadie ha dicho su nombre y ni siquiera ha entablado con él la conversación más circunstancial. Los lleva también en algún bolsillo de la gabardina o de la americana, el telegrama de bienvenida tardía del profesor Stevens, director del departamento de Architecture and Fine Arts de Burton College, la carta en la que por un engaño visual del deseo reconoció durante unos segundos la letra de Judith Biely con la misma claridad con que ha escuchado en la estación de Pennsylvania una voz que podría ser la suya. Pero la caligrafía no se parece en nada: anoche, antes de apagar la luz, Ignacio Abel leyó entera la carta de Adela y volvió a guardarla en el sobre, dejándola sobre la mesita, junto al pasaporte y la cartera, y a las gafas de cerca, descartando sin esfuerzo la tentación de romperla en pedazos muy pequeños. En la oscuridad imperfecta de la habitación, sumergido en la ronca vibración de la ciudad, que lo envolvía como el temblor sin pausa de las máquinas del barco durante su viaje de seis días a través del Atlántico, Ignacio Abel veía deslizarse delante de sus ojos la anticuada caligrafía femenina de su mujer y las palabras de la carta adquirían en el insomnio su voz monótona de enumeración y reproche y al mismo tiempo de una especie de ternura indestructible contra la que no tenía defensas.

Después de varios días de espera el tiempo de nuevo se acelera angustiosamente. Eran casi las tres y media cuando miró el reloj antes de abandonar la habitación y a las cuatro sale el tren para Rhineberg. Se le ha hecho tan tarde que ha cerrado de golpe la maleta sobre la cama y sólo cuando ya abría la puerta ha caído en la cuenta de que se dejaba el pasaporte sobre la mesa de noche. Le ha dado un escalofrío pensar que ha estado a punto de marcharse sin él. En el descuido de un segundo está contenida entera una catástrofe. Faltaba tal vez menos de un minuto para que lo mataran esa noche de finales de julio con la que sueña muchas veces y una voz que decía su nombre en la oscuridad lo salvó. Don Ignacio, tranquilo, que no pasa nada. El pasaporte de tapas azules con el escudo de la República Española fue expedido a mediados de junio; el visado de un año para los Estados Unidos lleva fecha de principios de octubre (pero todo tarda tanto tiempo que no parece que vaya a llegar nunca). La foto es la de un hombre más fornido y no exactamente más joven, pero sí menos receloso y de expresión menos insegura, con una mirada en la que siempre habrá algo de furtivo pero que se detiene con serenidad en el objetivo de la cámara, incluso con un punto de arrogancia, acentuado por el corte excelente de la chaqueta, que muestra un pañuelo bien doblado y el capuchón de una estilográfica en el bolsillo superior, por el brillo de seda de la corbata, por la calidad muy visible de la camisa hecha a medida. En cada puesto fronterizo que Ignacio Abel ha cruzado en las últimas semanas los guardias han comparado cada vez más despacio la cara del pasaporte con la del hombre que lo ofrecía con un gesto de docilidad gradualmente más nervioso. En este tiempo acelerado las fotografías tardan muy poco en volverse infieles. Ignacio Abel mira la suya en el pasaporte y encuentra la cara de alguien que se le ha vuelto un extraño, y que en el fondo no le provoca simpatía, ni siquiera nostalgia. Nostalgia, o más bien una añoranza tan física como una enfermedad, tiene de Judith Biely y de sus hijos, no de quien era hace unos meses, y menos aún de ese tiempo anterior a la guerra, normal mientras se estaba viviendo, irrespirable en el recuerdo. La diferencia no está sólo en el estado de la ropa, sino en la mirada. Los ojos de Ignacio Abel han visto cosas que el hombre de la fotografía no sospecha. Su seguridad es petulancia; peor aún: ceguera. A un paso de la irrupción del porvenir que lo trastornará todo no intuye su cercanía y no sabe imaginar su espanto.

Detalles exactos: el pasaporte ha sufrido el mismo proceso de deterioro que la ropa y la maleta, ha pasado por demasiadas manos, ha recibido el impacto inútilmente enérgico de muchos tampones de caucho. El sello de salida de España tiene malamente impresas las iniciales en tinta roja y negra de la Federación Anarquista Ibérica, y si se mira la hoja con cuidado se advertirá la huella de unos dedos sucios. Las manos del gendarme francés que lo inspeccionó sólo unos metros más allá eran pálidas y huesudas y tenían las uñas brillantes. Los dedos manipulaban el pasaporte con el escrúpulo de quien teme un contagio. En el lado español el miliciano anarquista había mirado fijamente a Ignacio Abel con un brillo de amenaza y sarcasmo, con desprecio, haciéndole saber que lo consideraba un emboscado y un desertor, y que aunque lo dejara pasar no renunciaba hasta el último momento a la potestad de arrebatarle el pasaporte que para él no valía nada; el gendarme francés, la cabeza tiesa sobre el cuello duro del uniforme, lo había estudiado largamente sin mirarlo en ningún momento a los ojos, sin concederle ese privilegio (requiere adiestramiento examinar la cara de alguien sin cruzar una mirada). El tampón francés, con un mango de madera bruñida, se abatió sobre el pasaporte abierto con un chasquido de resorte metálico. En cada frontera habrá alguien que se tomará su tiempo para estudiar un pasaporte y cualquier otro papel que se le ocurra exigir, que alzará los ojos por encima de unas gafas con aire de recelo y se volverá hacia un colega para murmurar algo o desaparecerá detrás de una puerta cerrada llevándose consigo el documento de pronto sospechoso; alguien que se erige en guardián, en dueño del porvenir de los que esperan, admitiendo a algunos, rechazando inescrutablemente a otros; o que se toma su tiempo para encender un pitillo o intercambiar un chisme con el empleado de la mesa contigua antes de volver hacia la ventanilla y examinar de nuevo al que espera, al que se sabe a punto de la salvación o la condena, del sí o del no.

Quizás hoy mismo el enemigo ha entrado en Madrid y el pasaporte no sirve ya de nada. En el suelo de la habitación del hotel, cerca de la cama, Ignacio Abel ha dejado al marcharse un periódico desordenado que las mujeres de la limpieza tirarán a la bolsa de basura sin mirarlo siquiera insurgents advance on Madrid. La noticia está fechada hace tres días, incendiary bombs on a battered city. En la radio que hay sobre el aparador escuchó a altas horas de una noche de insomnio un boletín de noticias leído por una voz nasal y aguda y demasiado rápida que sólo le permitía entender la palabra Madrid. Entre la música de los anuncios y los silbidos estáticos de la sintonía el nombre sonaba como el de una ciudad remota y exótica iluminada por los resplandores de las bombas. Quizás a estas horas su casa es un montón de ruinas y el país al que pertenece el pasaporte y del que depende su identidad jurídica ha dejado de existir. Pero al menos la palabra España o la palabra guerra o Madrid no estaban en las primeras páginas que ha visto de soslayo recién desplegadas en uno de los puestos de periódicos de la estación. Mira flechas, indicadores; escucha al pasar ráfagas de conversaciones triviales que se le vuelven transparentes y que parecen referirse a él o contener vaticinios; examina una por una las caras de todas las mujeres no porque espere reconocer de pronto a Judith Biely sino porque no sabe no buscarla. A pesar de la urgencia, del miedo a perder el tren, aprecia las formas y las dimensiones de la arquitectura, el impulso ascensional de los pilares de hierro, el ritmo de los arcos. Lo neto, lo apuntado. La luz madura de la tarde atraviesa en diagonal los vitrales de la bóveda y traza sobre las cabezas anchos rayos paralelos tamizados de polvo. Quiere preguntarle algo a un mozo de uniforme azul oscuro y gorra roja pero su voz no suena con claridad en el tumulto y su gesto no es advertido. Una columna de gente se apresura en dirección a un corredor sobre el cual hay un gran letrero y una flecha, departing trains.

Cuánto tiempo hacía que no escuchaba a nadie diciendo en voz alta su nombre. Si nadie te reconoce y nadie te nombra poco a poco vas dejando de existir. Se ha vuelto sabiendo que no podía ser verdad que alguien lo llamara pero durante unos segundos un impulso reflejo ha seguido afirmando lo que negaba su conciencia racional. Las voces del pasado, las que lo alcanzan en la huida, se congregan en un rumor tan poderoso como el que resuena bajo las bóvedas de hierro y cristal de la estación de Pennsylvania. La lejanía en el espacio y en el tiempo es su cámara acústica. Se ha quedado dormido después de comer un domingo de julio en la casa de la Sierra y las voces de sus hijos lo llaman desde el jardín desde donde se filtraba en su sueño el ruido del columpio oxidado. Le avisan de que se hace tarde, de que muy pronto pasará el tren hacia Madrid. Ha levantado el auricular del teléfono en mitad del largo pasillo de su casa y la voz extranjera que pronuncia su nombre es la de Judith Biely. Ha ingresado con alivio en la sombra del toldo del café que hay junto al cine Europa en la calle Bravo Murillo y hace como que no escucha la voz que está llamándolo a su espalda, que es la de su antiguo maestro en la Bauhaus de Weimar, el profesor Rossman. No tiene ningún motivo para escabullirse de él pero prefiere no verlo; no sabe que ésta es la última vez que lo verá vivo, esta mañana de septiembre; la última vez que el profesor Rossman lo llamará por su nombre en medio de una calle de Madrid. La voz se pierde entre una explosión coral de himnos marciales acompañada rudamente por tambores y cornetas que sale de las puertas abiertas del cine, junto a la bocanada de umbría y olores de desinfectante. Pero suena de nuevo, repitiendo el nombre, cuando la mano del profesor Rossman se posa en su hombro, mi querido profesor Abel, qué sorpresa encontrarlo, yo pensaba que usted estaría ya en América.

Espejismos acústicos (pero la voz que decía su nombre al otro lado de la puerta cerrada no la había soñado: Ignacio, por lo que más quieras, ábreme, no dejes que me maten). Ignacio Abel conjetura que tal vez en el cerebro humano hay un instinto que exige escuchar voces familiares para que la conciencia no pierda su anclaje en la realidad; que segrega simulacros de voces cuando el nervio acústico no envía sus señales durante mucho tiempo. Las escuchó este verano, de noche, en Madrid, en su casa a oscuras, más grande al estar deshabitada desde principios de julio, la mayor parte de los muebles y las lámparas cubiertos por los lienzos blancos que extendieron las criadas para protegerlos del polvo, y que él, solo durante varios meses, no se molestó en quitar. Creía oír la radio al fondo de la casa, en el cuarto de la plancha, y tardaba unos segundos en comprender que no era posible, o que el sonido de otra radio en la vecindad su memoria lo había manipulado para convertir en sensación presente el eco de un recuerdo. Se imaginaba que oía a Miguel y a Lita, peleando a gritos en su cuarto, tras la puerta cerrada, o que Adela acababa de entrar en la casa y la puerta se cerraba pesadamente tras ella. La brevedad del engaño lo hacía más intenso, igual que su irrupción inesperada. En cualquier momento, sobre todo cuando empezaba a abandonarse a un sueño intranquilo, la voz de Judith Biely murmuraba su nombre tan cerca del oído que sentía el roce de su aliento y sus labios. En París, en su primera mañana lejos de España, todavía con la extrañeza de encontrarse en una ciudad en la que no había ninguna huella de la guerra, al sobresalto de las voces empezó a sumarse el de las fugaces apariciones visuales. Veía una figura de lejos, la silueta de alguien tras el cristal de un café, y durante un segundo estaba seguro de que era un conocido de Madrid. Sus hijos, de los que llevaba tanto tiempo sin saber nada, jugaban al fútbol en un sendero arenoso de los jardines del Luxemburgo; el día antes de emprender su viaje había ido a despedirse de José Moreno Villa, que estaba solo y envejecido en una oficina diminuta del Palacio Nacional, inclinado sobre un legajo antiguo: y sin embargo lo vio caminar unos pasos por delante de él por el bulevar Saint—Germain, de nuevo erguido, más joven, con su sólida elegancia burguesa de unos meses atrás, con uno de esos trajes de lana inglesa que le gustaban tanto y el sombrero de fieltro ligeramente ladeado. Un segundo después se deshacía el espejismo al llegar más cerca de la persona que lo había suscitado y a Ignacio Abel le costaba comprender que hubiera sido posible el engaño de sus ojos: los chicos que jugaban en el Luxemburgo eran mayores que sus hijos, y no se les parecían en nada; el hombre idéntico a Moreno Villa se había detenido ante un escaparate y tenía una cara embotada y vulgar, una mirada sin inteligencia, y su traje era de un corte mediocre. En el ventanuco redondo que daba a la cocina de un restaurante vio durante un segundo, y se quedó paralizado, la cara de uno de los tres hombres que se presentaron en su casa para hacer un registro una de las últimas noches de julio.

Pero la experiencia del engaño no lo volvía más cauto: al poco tiempo de nuevo veía a lo lejos, en el velador de un café o en el andén de una estación, a un conocido de Madrid; incluso a alguien a quien sabía muerto. Al principio las caras de los muertos se imprimen intensamente en la memoria y vuelven en los sueños y en los espejismos diurnos, poco antes de desvanecerse en la nada. La cabeza ovalada y calva del profesor Karl Ludwig Rossman, que había visto y reconocido con dificultad en el Depósito de Cadáveres de Madrid una noche de principios de septiembre, a la luz funeraria de una bombilla colgada de un cordón en el que se arracimaban las moscas, se le apareció un día fugazmente entre los pasajeros que tomaban el débil sol de octubre en la cubierta del barco donde viajaba a Nueva York: un hombre calvo, mayor, probablemente judío, recostado contra la lona de una hamaca, la boca abierta, la cabeza torcida hacia un lado, durmiendo. Los muertos parece que se quedaron dormidos en una postura extraña, o que se reían en sueños, o que les vino la muerte sin que se despertaran, o que abrieron los ojos y ya estaban en la muerte, un ojo abierto y otro medio cerrado, un ojo negro o convertido en pulpa por una bala. Recuerdos súbitos se proyectan ante su mirada en el presente como fotogramas insertados por error en el montaje de una película, y aunque sabe que son falsos no tiene manera de disiparlos y eludir así su promesa y su veneno. Caminando por el bulevar que desembocaba en el puerto de Saint—Nazaire —al final de una perspectiva de castaños de Indias se levantaba el muro curvo de acero de un transatlántico, en el que brillaba al sol un nombre recién pintado en letras blancas, S.S. Manhattan—, vio a un hombre de cara ancha y pelo muy negro, vestido con un traje claro, que estaba sentado al sol junto a la mesa de un café: por una trampa de la memoria había vuelto a ver de pasada al poeta García Lorca en el paseo de Recoletos, en Madrid, una mañana de junio, desde la ventanilla de un taxi en el que se dirigía a toda prisa hacia uno de sus encuentros secretos con Judith Biely. Uno de los últimos. La lejanía avivaba los pormenores del recuerdo con una inmediatez de sensaciones físicas: el calor de junio dentro del taxi, el olor a cuero reblandecido del asiento. Lorca fumaba un cigarrillo junto al velador de mármol con las piernas cruzadas y por un momento Ignacio Abel pensó que lo había visto y lo reconocía. Luego el taxi dio la vuelta en Cibeles y subió muy despacio por la calle de Alcalá, la circulación detenida por algo, tal vez por el cortejo de un entierro, porque había guardias armados en las esquinas. Miraba la hora en su reloj de pulsera, en el del edificio de Correos; calculaba avariciosamente cada minuto de su tiempo con Judith que le robaba la lentitud del taxi, la muchedumbre agrupada para el entierro, con banderas y pancartas, con gestos crispados de duelo político. Ahora piensa en García Lorca muerto y se lo imagina con el mismo traje claro de verano que tenía esa mañana, con la misma corbata y los zapatos de dos colores, muerto y encogido como un guiñapo, en esa actitud como de replegarse para el sueño que tienen algunos cadáveres de fusilados, como de echarse de lado y contraer las piernas y apoyar la cara en un brazo extendido a medias, durmientes tirados en una cuneta o junto a una tapia picoteada de disparos, salpicada de borbotones secos de sangre.

La misma prisa de entonces lo sigue empujando, ahora hacia lo desconocido, un lugar que es sólo un nombre, Rhineberg, una colina sobre un río de anchura marítima, una biblioteca que no existe, que a estas alturas del viaje no es más que una serie de bocetos a lápiz y una justificación para la huida. La prisa que lo llevaba a sus obligaciones conduciendo a toda velocidad su pequeño automóvil por Madrid; la que lo hacía despertarse todavía de noche, impaciente por que amaneciera, atribulado por el paso del tiempo, por el desperdicio irreparable de tiempo que imponía la inepta lentitud española, la desgana, la hosca resistencia inmemorial a cualquier clase de cambio. Ahora la prisa perdura despojada de cualquier finalidad, como el dolor fantasma que sigue acuciando a quien sufrió una amputación, como un impulso reflejo que lo lleva hacia un destino inmediato en el que no va a encontrar a Judith Biely y más allá del cual no ve nada: las voces soñadas y reales, la aguja de los minutos que avanza de golpe en todos los relojes de la estación de Pennsylvania: una escalera de peldaños metálicos que desciende hacia las bóvedas resonantes de donde parten los trenes, su maleta en la mano, el dolor en los nudillos, el pasaporte en el bolsillo interior de la americana, palpado un segundo por la mano que sostiene el billete, un revisor que asiente cuando le dice a gritos el nombre de su estación de destino, la voz ahogada por la vibración de la locomotora eléctrica, hermosa como el morro de un aeroplano, dispuesta a partir con una puntualidad sin misericordia, rugiendo como las máquinas y las sirenas del S.S. Manhattan cuando empezaba a apartarse muy despacio del muelle. De vez en cuando se apacigua la prisa, pero no llega a borrarse su punzada. La única tregua es el momento de una partida; la absolución de unas pocas horas o de unos días en los que uno podrá abandonarse sin remordimiento a la pasividad del viaje; o tenderse con los ojos cerrados y sin quitarse siquiera los zapatos en la habitación de un hotel; tenderse de lado, con las piernas encogidas, queriendo no pensar en nada, no tener que abrir de nuevo los ojos. Pronto se acabará el plazo, volverá el desasosiego: hay que hacer la maleta de nuevo o que bajarla de la red de los equipajes, hay que preparar los documentos, que asegurarse de que nada queda atrás. Pero por ahora, recién subido al tren todavía inmóvil, en el asiento que le corresponde, Ignacio Abel se ha recostado con alivio infinito junto a una ventanilla, protegido, a salvo, al menos durante las próximas dos horas. Ha dejado la maleta en el asiento contiguo y sin quitarse todavía la gabardina palpa uno por uno todos los bolsillos, las yemas de los dedos reconociendo superficies, texturas, la tapa y la flexibilidad del pasaporte, el grosor de la cartera, donde están las fotos de Judith Biely y de sus hijos y el fajo escaso de dólares que todavía le queda, el telegrama que sacará dentro de poco para comprobar de nuevo las instrucciones del viaje, el sobre con la carta de Adela, hinchado de cuartillas que tal vez debió romper en pedazos antes de salir de la habitación del hotel o dejar simplemente olvidadas sobre la mesa de noche. Algo que no reconoce de inmediato, un filo de cartulina, en el bolsillo derecho de la americana, la postal del Empire State Building con un zepelín amarrado a su cúspide, la que no se ha acordado de echar en los buzones de la estación, sobre cada uno de los cuales está escrito en letras doradas el nombre de un país del mundo. Advierte ahora, al cruzar los pies, lo sucios y cuarteados que están sus zapatos, que aún tienen en las suelas polvo de las calles de Madrid, las suelas cosidas a mano que ya están desgastándose, igual que el filo del pantalón, que los puños de su camisa. Lo más interesante de una construcción empieza a ocurrir cuando ya está terminada, decía sonriendo el ingeniero Torroja, que revisaba los cálculos de estructuras en los edificios de la Ciudad Universitaria y había diseñado un puente de arcos estrechos y altos como los de un cuadro de Giorgio de Chirico: la acción del tiempo, el tirón de la gravedad, las fuerzas que siguen actuando entre sí en ese equilibrio precario que suele llamarse estabilidad o firmeza, que en realidad no tiene más sustancia que un castillo de naipes y más pronto o más tarde acabará sucumbiendo. Bien a sus leyes internas, decía Torroja, ayudando la enumeración con los dedos, bien a una catástrofe natural —inundación, terremoto—, bien al entusiasmo humano por la destrucción. La puerta al fondo del vagón se abre y una mujer rubia y joven aparece en ella, delgada, sin sombrero, buscando a alguien con la vista, con cara de urgencia, como si tuviera que bajar del tren antes de que se ponga en marcha, dentro de menos de un minuto. Por un momento, apenas el tiempo entre dos latidos, lo que dura un parpadeo, Ignacio Abel reconoce con toda exactitud a Judith Biely, inventa con la pura precisión de un dibujo lo que no sabía que permaneciera así de intacto en su memoria, lo que existe y se borra sin rastro en la presencia de una mujer desconocida que no se parece en nada a ella: el óvalo de su cara, sus cejas, sus labios, los rizos entre rubios y castaños del pelo que ha acariciado y olido tantas veces, sus manos con las uñas pintadas de rojo, sus hombros de nadadora, su figura delgada y sinuosa como la de un maniquí en el escaparate de una tienda o una modelo en una revista ilustrada.