CAPÍTULO 35
Los soldados de Eliseo arremetieron contra los de Druso con una carga tan potente como letal. Los cuerpos caían sin vida a sus pies, pero él solo pensaba en una cosa, eliminar a Druso el terrible, para poder liberar a Laia.
Los dos hombres se miraron a través de la batalla que estaba teniendo lugar a su lado y con las espadas en alto, fueron al encuentro uno del otro.
Vio a Eridion y le gritó.
–¡Ve a por Laia!
El elfo afirmó con la cabeza y se internó en el bosque. El sonido de las espadas chocando, le indicaron el lugar exacto en el que se encontraba su amada.
En cuanto la vio supo que estaba al límite de sus fuerzas. Apenas podía sujetar la espada con una mano.
Y el desgraciado de Robert se estaba aprovechando de la debilidad de la mujer para herirla o matarla.
Eridion sintió como la rabia crecía en su interior y explotaba. Lo vio todo rojo.
Con paso decidido se acercó hasta ellos, cogió a Robert por un hombro y lo obligó a volverse.
El hombre sorprendido giró para darse de bruces con el puño cerrado de Eridion.
–Veamos si eres tan hombre con un igual.
Laia dejó caer la espada a la vez que su cuerpo caía sobre el duro suelo. Las fuerzas la abandonaron.
Vio como su padre caía sobre su trasero y se ponía de pie lo más rápido que podía.
Luego miró a Eridion, sus ojos habían cambiado de color y su expresión mostraba tanto odio y tanta rabia que ella se asustó. Jamás lo había visto así.
–Esto es un asunto familiar. Nada tiene que ver con los de tu raza. –Le escupió Robert mientras se limpiaba la sangre de la boca, con la manga de la camisa.
–Todo lo que tenga que ver con ella, tiene que ver conmigo. Coge tu arma, mortal. Jamás volverás a amenazar su vida.
La lucha no duró mucho tiempo, Marlock apareció junto a ellos en el momento en el que Eridion iba a matar a Robert.
Laia, en el suelo, miraba pálida la escena con lágrimas en los ojos.
–¡Para Eridion! ¡Detente!
El elfo, con el filo de la espada acariciando la fina piel del cuello del hombre, le contestó.
–Tenemos que terminar con esto Marlock. Si lo dejo con vida, volverá tras ella.
–No dejes que el odio te ciegue. Piensa Eridion, piensa, ¿qué debes hacer?
Laia comprobó como las facciones del elfo cambiaban muy sutilmente. El odio daba paso a la razón. Sus ojos se fueron aclarando por momentos.
–¿Druso?
–Muerto. –Contestó Marlock.
Eridion apartó la espada del cuello de Robert, que respiró aliviado.
–Vivirás, pero si te acercas a ella, te mataré.
Se giró al oír los pasos de los otros hombres, que se acercaban hasta ellos, sorteando la maleza y goleando las ramas con sus cuerpos.
Todo pasó demasiado rápido. Nadie lo vio venir.
Un grito desgarrador salió de la garganta de Eliseo cuando casi estaba junto a ellos, al ver que Robert corría con la espada en alto hasta Laia, que seguía sentada en el suelo, casi sin fuerzas.
Eridion y Marlock empezaron a correr, pero ya era tarde, no llegarían a tiempo. Ni con la rapidez inusual del elfo.
Solo podía ver, con horror, como el cuerpo del hombre caía sobre el de su amada.
El dolor le atravesó el corazón. Sintió como en ese mismo instante dejaba de respirar y moría.
Eliseo avanzó a toda velocidad mientras gritaba. Sus ojos estaban abnegados de lágrimas y su corazón latía a gran velocidad. No podía creer que pudiera perderla cuando la tenía tan cerca.
Laia, al ver venir a su padre, se había puesto en pie, pero ahora estaba en el suelo, con el cuerpo del hombre sobre ella.
Eridion fue el primero en llegar y cayó de rodillas.
Sin saber qué hacer, se quedó quieto, mirando sin ver.
Seguidamente notó la mano de Marlock apretando su hombro.
–Mira. –Le susurró.
Y él lo hizo. De inmediato el peso del dolor por la muerte de Laia, desapareció. Del cuerpo de Robert sobresalía la punta de una espada. Laia se había defendido. Fue tal el alivio que se sintió flotar.
Se acercó más hasta ella y la llamó, mientras agarraba el brazo del hombre y tiraba para quitarlo de encima de Laia.
Eliseo cayó al suelo al otro lado y sin ningún miramiento, apartó el cuerpo de Robert, empujándolo hacia un lado.
Posó sus manos sucias por la sangre de Druso, en la cara fría y pálida de Laia.
–Laia, Laia, amor mío, ¿estás bien?
Ella abrió los ojos y miró a su alrededor, clavando la mirada en Eridion.
–¡Laia! ¿Estás bien? –Volvió a preguntar Eliseo mientras le movía la cabeza para despejarla.
–Sí… sí. –Contestó ella, débilmente.
Apretó las manos del hombre con las suyas y le sonrió.
–Estoy bien Eliseo, no te preocupes.
Él la abrazó muy fuerte, feliz y contento.
–Y dices que no me preocupe. –Dijo, mientras la besaba en los labios con delicadeza. –Has estado a punto de morir y dices que no me preocupe. –Susurró en sus labios.
La dejó recostada contra el suelo y comenzó a buscar heridas con sus manos.
–Para, para Eliseo –le pidió ella, sujetando sus fuertes manos con las suyas–, estoy bien, solo quiero irme a casa.
Eridion permaneció en el mismo sitio, con la mano de su amigo apretando su hombro, sufriendo lo indecible al comprobar como Eliseo la tocaba, de la misma forma que él deseaba hacerlo. Pero ella no le pertenecía, ya no eran nada, él se había ocupado de eso.
Se puso en pie, con el corazón sangrante y la miró una última vez. Después desapareció.