CAPÍTULO 11
Entró con paso firme en el salón del rey, el más amplio de todos los que había en el castillo y el mejor lugar para atender a los heridos. Inmediatamente sintió el olor de la sangre, el sudor y el miedo.
La princesa iba y venía sin saber muy bien qué hacer y al verla se le iluminó la cara. Todas las mujeres que andaban por ahí se quedaron quietas en el mismo momento en el que se dieron cuenta de que Laia había entrado en el salón.
Ella lo miró todo con ojo crítico. El curandero estaba agachado cosiendo la herida de un pobre hombre.
–Bien señoras, –dijo Laia– será mejor que nos pongamos a trabajar. Coged gasas y agua limpia, me gustaría que fuerais limpiando las heridas de los soldados, para ahorrar tiempo. Cada soldado deberá ser lavado con agua limpia, una vez finalizado, ese agua se tirará y se volverá a llenar con el agua, que espero, se haya hervido. Con las gasas pasará igual, no se utilizarán las mismas para hombres distintos sin haber sido lavadas primero.
Las mujeres asintieron y comenzaron con su nueva tarea.
Laia se agachó ante el primer hombre herido. Dejó su bolsa a un lado y se preparó.
–Bien, tú será el primero. –Le dijo con una bonita sonrisa.
El hombre a su vez, sonrió, a pesar del dolor que le producía la herida.
Ella le ayudó a despojarse del casco y de la coraza. Después comprobó la herida, un buen corte en el muslo.
Cogió un cuchillo y rasgó la tela del pantalón para poder maniobrar con libertad. Alzó el rostro, miró a su alrededor y vio a una mujer quieta, mirando a todos lados y sin saber qué hacer.
–Tú, buena mujer, trae una palangana con agua y varias vendas.
Ella asintió gustosa de poder ayudar.
–Todas aquellas mujeres que sean más sensibles a la sangre o a las heridas, es mejor que abandonen esta sala y se ocupen de hervir agua y lavar las vendas. No debemos pedir más de lo que se puede dar. –Dijo Laia en voz alta.
Ninguna se movió. Eso era una buena señal.
La mujer trajo la palangana con agua limpia y varias telas y se lo colocó justo al lado de sus piernas.
Laia le sonrió.
–Gracias, ¿cuál es tu nombre?
–Ana, mi señora.
–Hoy serás mi ayudante.
–Será un placer.
Cogió las telas, las empapó en el agua que aún estaba tibia y comenzó a limpiar la herida del hombre. Después observó el tajazo y estudió la mejor forma de coserlo.
–Ana, tráeme una botella de licor, el más potente que tenga el rey en sus bodegas.
La muchacha la miró alarmada.
–Ve. –Le ordenó la hija del rey.
La muchacha salió corriendo de la sala y regresó al rato con lo pedido.
Laia cogió la botella, le quitó el corcho con la boca y se la acercó al herido.
–Toma, un trago no te hará mal.
El hombre bebió y tragó suspirando.
Entonces, la mujer se puso encima de sus piernas y le dijo a Alina que sujetara el pecho y sin mediar palabra dejó caer un chorro del potente líquido encima de la herida.
El soldado gritó e intentó levantarse, pero las mujeres se lo impidieron.
–Calma hombre, esto es lo pejor, ahora todo será más fácil. Debes estar contento, vivirás y tu pierna no te dará problemas. Quizá te duela un poco la cicatriz con los cambios, pero nada más.
El hombre sudaba profusamente, pero no dijo nada, solo la miró y volvió a recostarse.
Laia bajó de las piernas y comenzó a coser la herida. Una vez terminada la tarea, untó la cicatriz con el ungüento que llevaba en el bolso y se la vendó.
Ordenó a Ana que cambiara el agua y las vendas. Se puso en pie y antes de dirigirse hasta su próximo herido, le dio un pequeño puñetazo en el pecho al soldado.
–No ha sido para tanto, ¿o sí?
El hombre soltó una carcajada.
–Y lo sería menos si tuvierais la bondad de dejarme dar otro trago a esa botella.
El siguiente era el muchacho que había sido herido en el muro. Estaba recostado. Ella se acercó y lo reconoció.
–Ven, túmbate con cuidado, voy a mirar bien tu herida.
La flecha seguía incrustada en su carne. Ella cogió un cuchillo y cortó el palo por la mitad. Luego suspiró.
–¿Qué pasa, mi señora? –Preguntó la voz de Eliseo a su espalda.
–La flecha no parece haber dañado órganos vitales, pero no la puedo extraer tirando, pues rasgaría más la carne y cabe la posibilidad de que la punta se separe. Tengo que hacer que salga por detrás, pero no poseo suficiente fuerza, me temo.
El hombre se arrodilló al otro lado del herido.
–Yo os ayudo.
Ella cogió la botella y le dio un trago al joven.
–Esto te va a doler, pero es lo que tengo que hacer.
–Lo que sea, mi señora. –Contestó él.
Ella lo incorporó un poco y apoyó la espalda sobre su pecho. Después miró a Eliseo, le hizo un gesto afirmativo y él empujó la flecha con todas sus fuerzas, la cual salió por la espalda y casi se le clava a Laia.
El soldado apretó los dientes, pero no hizo sonido alguno.
Ella lo volvió a recostar con cuidado y lo curó.
Cuando ya estaba vendando la herida, los gritos de uno de los guerreros inundaron el salón.
–¡No me cortarás la pierna, maldito bribón! ¡Antes te mataré yo con mis propias manos!
Eliseo, que había permanecido al lado de Laia todo el tiempo se incorporó y se acercó hasta el soldado para calmarlo.
–¿Qué sucede aquí? –Preguntó.
–Mi señor, solo queda una opción. La pierna no tiene solución. Debo amputarla.
–¡No, no y mil veces no! –Gritó el herido.
Laia se acercó y comprobó por sí misma la herida. La pierna estaba muy mal, pero ella era capaz de curarla.
–Siempre he dicho –comenzó mirando al soldado– que una pierna inútil es más gratificante que la falta de ella, por lo de presumir de las heridas de batalla junto al fuego, en las frías noches de invierno. ¿Qué pensáis vos? –Le preguntó al hombre herido.
–Lo mismo, lo mismo...
–Pues bien, yo te puedo arreglar este estropicio, te dolerá, mucho, y posiblemente seguirá siendo así durante muchos años más, depende de ti, amigo.
–Haced todo lo que está en vuestra mano para que mi pierna siga en su sitio, yo sé como acallar el dolor, mi señora.
–Solo espero que en el futuro no me maldigas. –Le dijo con una media sonrisa en sus labios.
–¡Esto es inaudito! –Gritó el curandero– Esta pierna está inservible, es una pérdida de tiempo que se puede emplear en los otros heridos. Mi señor, –dijo dirigiéndose a Eliseo– una señora de alta alcurnia no debería estar aquí intentando hacer el trabajo de un hombre, y mucho menos contradecir mis órdenes. Yo soy el curandero.
–No os quito de vuestro tiempo, maese curandero, tenéis más soldados a los que ayudar, si es que a eso se llama curar– contestó ella mientras le mostraba el desastre de sutura que había realizado en el hombro de un guerrero– Sois algo desastroso para ser curandero, ¿no? ¿Quién fue vuestro maestro?
El aludido se puso rojo de furia.
–¿Vais a dejar que esta mujer me ofenda?
–Os ha hecho una pregunta, curandero.
Los ojos del hombre se abrieron desmesuradamente al comprobar que su señor estaba del lado de la mujer.
–Esto me ofende, mi señor. –Respondió conteniendo su enfado.
–Nadie te obliga a estar aquí, yo bien puedo ocuparme de estos hombres, y será mejor así, visto sus suturas, tendré que volver a abrir las heridas de esos pobres hombres para que no les quede una terrible cicatriz.
El hombre miró a Eliseo una última vez, pero al no encontrar lo que buscaba cogió sus bártulos y se marchó.
–Este hombre no es más que un carnicero. Me pregunto de dónde lo habéis sacado, un reino como éste debería tener un curandero en condiciones.
Ni Eliseo ni su hermana abrieron la boca.
Laia volvió a arrodillarse en el suelo y prestó atención a las heridas del soldado, pensando la mejor manera de curar la pierna y que quedara mejor.
Una mujer alta, esbelta y morena, se presentó ante ella.
–Mi señora...
Laia apartó los ojos de la pierna y los fijó en la persona que estaba ante ella.
–¿Sí?
–Veo que usáis un ungüento para proteger las heridas.
–Sí, es lo mejor para proteger de infecciones.
–Si lo deseáis puedo hacer más.
Clavó más sus ojos color miel en los oscuros de la mujer y adivinó sus deseos.
–Eso estaría bien –contestó–, lo necesitaremos a lo largo de la próxima semana.
La mujer sonrió complacida y salió de la estancia a toda velocidad.
–Laia, dicen que esa mujer es bruja... –Le dijo Eliseo.
La mujer volvió a su tarea sin hacer mucho caso del comentario.
–Laia...
No alzó la vista de la pierna, pero su voz era alta y clara.
–Las brujas no existen, Eliseo. Son adjetivos que utilizan algunos mortales cuando están asustados por la superioridad y sabiduría de algunas mujeres.
–¿Qué estás diciendo?
–Cuando yo era pequeña, no tendría más de seis o siete años, era un torbellino, según me contaba mi madre. No paraba quieta y en cuanto podía me escapaba de la supervisión de mi maestro Shanador. Un hombre paciente donde los haya... –murmuró mientras limpiaba la pierna del hombre y curaba sus heridas– me encantaba el bosque, adoraba el silencio ruidoso que encontraba allí, me entretenía viendo a los animales y corriendo tranquilamente. Un día me di de bruces con una mujer. Estaba cubierta por una capa de pies a cabeza, apenas se veía su rostro. Yo no era muy impresionable, la verdad, soy curiosa de nacimiento, así que me paré frente a ella y le sonreí.
–No debéis estar aquí. –Me dijo– Vuestra madre estará muy preocupada.
–Ella sabe que estoy bien. –Le contesté jovial y contenta.
Ella se quitó la capucha dejando ver un hermoso pelo rojo. Recuerdo que me fascinó el brillante color, pero lo que más me impresionó, fueron sus ojos. Su mirada era profunda, diferente. Mostraba la sabiduría de años, el conocimiento, la seguridad de que hay mucho más. Le pregunté, ¿eres una bruja del bosque? Y ella rio.
–Las brujas no existen mi querida princesa, solo el temor al saber. Solo hay personas, unas más sabias que otras, y cada uno elige el camino que desea seguir, el del bien o el otro. Yo soy sanadora.
–¿Y vives tu sola en el bosque?
–Sí.
–Me encantaría vivir en el bosque.
–Oh... no lo creo, pequeña, es muy aburrido, estaríais mucho tiempo sola.
–¡No!– Le respondí yo– El bosque está plagado de vida, ¿no lo ves?
Sus ojos se volvieron a clavar en los míos durante unos segundos y yo me adentré en ellos, como hacen los niños en el río en el caluroso verano.
Llegó Shanador y me agarró por la oreja, me echó una buena regañina y me arrastró hasta el castillo.
–No debes hablar con extraños, y menos con mujeres como ella. –Me dijo.
–¿Por qué? Me ha parecido muy simpática.
–Dicen que es bruja. –Me contestó muy serio.
–Las brujas no existen Shanador, solo es una mujer.
Días después en la aldea, la gente caía una a una enferma. Unas fiebres muy malas que acababan con la vida del enfermo. Por desgracia yo enfermé. Recuerdo que mi consciencia iba y venía, mi madre llorando a los pies de mi cama, poniéndome paños fríos en la frente y en el cuerpo... nada daba resultado. Llamó a los mejores curanderos del reino, todos decían lo mismo, que mi destino estaba en manos de los dioses y que solo me podían sangrar. Mi madre se negó y los echó a todos. Desesperada ordenó a Shanador que trajera a la sanadora. Muy a su pesar obedeció. A mi memoria viene el recuerdo de abrir los ojos y ver sus curiosos ojos verdes y sonreírme mientras oía llorar a mi madre. Un rizo de su pelirrojo pelo se le había escapado del peinado y yo, aunque muy débil, lo cogí y lo acaricié. Le dije:
–Ellos te llaman bruja, pero yo creo que eres un hada.
Su sonrisa se hizo más ancha y después me obligó a beber un terrible brebaje que sabía a rayos, solo de pensarlo me estremezco. El caso es que me curé. En pocos días la fiebre remitió y en menos de una semana ya estaba dando guerra. Desde aquél día supe que no debía cerrarme ni hacer caso de las habladurías de los envidiosos, de aquellos que inventan historias por odio, celos o venganza... –Alzó el rostro y miró a su alrededor, todos, heridos y ayudantes, la miraban ensimismados– Todos los días mi madre me obligaba a practicar con la espada y a pelear por las mañanas y por las tardes me escabullía en el bosque y me iba con aquella mujer. Ella me enseñó todo lo que sé sobre cómo curar heridas, suturar, evitar el dolor y las infecciones. Era una mujer muy sabia, pero muy mortal. No había nada de mágico en su sabiduría ni mucho menos algo malvado.
–¿Qué fue de esa mujer? –Preguntó Ana que estaba a su lado.
–Un día se despidió de mí y se marchó.
–¿Así, sin más?
–Así, sin más. Me dijo que ese bosque ya se le estaba quedando pequeño y que necesitaba la libertad que otorga el conocimiento y que eso solo lo podría conseguir si avanzaba en su camino. Así que se marchó.
–Qué increíble historia... –Murmuró la hermana de Eliseo.
–Pero tan cierta como que estamos aquí hoy. Por eso no juzgo a nadie por lo que me dicen, sino por sus actos. Eso es lo que nos define.
Cogió el pie del hombre y lo colocó, él se quejó, pero ella no tuvo piedad.
–Necesitaré algo con lo que inmovilizar la pierna.
–Me encargo yo. –Contestó Eliseo, que salió del salón pensativo y meditabundo.