CAPÍTULO 27
Druso avanzaba altanero por el camino principal, seguido por un pequeño grupo de soldados, intentando dar muestra de amistad, no quería que nadie le viera como una amenaza. Se atrapaban más moscas con miel que a golpes.
Había recorrido gran parte del continente buscando a su prometida, y ella no parecía. Nunca había estado tan furioso.
Cuando entró en el salón del padre de Laia para reclamar lo que era suyo y el rey, tan estúpido como siempre, solo pudo atinar a decir que no estaba allí y que no sabía dónde buscarla, tuvo unas ganas inmensas de atravesar la garganta de ese mentecato con su espada. Pero se contuvo. Lo necesitaba con vida, al menos hasta que se casara con la muchachita.
Sonrió al recordarla. Desde la primera vez que la vio la deseó. Noches enteras se pasó, después del compromiso, pensando en todas las cosas que haría con ese dulce cuerpecito. Se excitó solo con pensarlo.
Pero ella, la muy descarada, había huido de él, y eso merecía un castigo y él se encargaría de dárselo, pero ahora tenía que encontrarla.
Se paró frente al portón de entrada del reino de Méridion. No tenía muchas ganas de estar aquí, pero tenía que buscarla por todas partes, en algún lugar tenía que estar, no podía haberse esfumado así sin más…
El portón se abrió ante él y ordenó con una señal de la mano, que avanzaran. Ya en el patio de armas, desmontaron y unos mozos de cuadra se ocuparon de sus monturas, mientras el rey lo esperaba en lo alto de la escalera de acceso al castillo.
–Druso, que sorpresa.
–Espero no ser una molestia.
–No hombre, ven, sígueme, que amenaza lluvia.
Entraron y el rey lo guio hasta el salón del trono, donde estaba la reina y su hija, sentadas al lado de un ventanal, hablando entre ellas. Al verlo se pusieron en pie y se acercaron a saludar.
Todo muy educado y cordial, aunque Druso era consciente de que no era una visita muy grata en aquél lugar.
–¿Puedo ofrecerte una copa de vino? –Le preguntó el rey después de los saludos de rigor.
–No me vendría mal.
Las mujeres ocuparon sus anteriores asientos y los hombres se acercaron al rincón opuesto mientras un criado les servía las copas.
–Dime, ¿a qué debo el placer de tu visita? No hace mucho que nos vimos en la reunión de los reinos libres y no me dijiste nada.
–Es que no lo sabía entonces. Estoy de paso, busco a mi prometida.
El rey se atragantó con el vino.
–¿Tu prometida?
–Sí. La hija Robert.
–No sabía nada. Tendré que felicitarte, entonces.
–Todavía no, amigo. Aún no me he casado.
–¿Y dónde está tu novia?
Druso frunció el ceño, claramente disgustado.
–Esto no es fácil. Al parecer la muchacha ha huido.
–¿Huido? ¿A dónde? ¿Por qué?
–Bueno… supongo que se le entró el pánico, ya sabes cómo son estas jovencitas de asustadizas… no se hacia donde huyó, su padre no supo decírmelo.
–¿Y cómo es que Robert la dejó huir? ¿A caso no la tenía vigilada?
–Eso me pregunto yo. Ya sabes que es un hombre algo inepto. Solo me dijo que había huido y que no sabía nada más. Yo deseo casarme, como comprenderás, así que la estoy buscando. ¿La has visto?
–¿Yo?... Bueno, no lo sé a ciencia cierta. Ya sabes que desde que se desató el rumor de guerra con los hombres de las montañas, por aquí pasa mucha gente huyendo, buscando un lugar seguro donde refugiarse. No he visto nunca a la muchacha, no la conozco, así que no sé si ella ha sido alguna de las mujeres que ha pernoctado en mis tierras.
–Lo comprendo… no está siendo una tarea fácil dar con ella.
–No te preocupes, estoy seguro de que darás con ella. Avisaré a todos mis hombres por si alguno recuerda haber visto a una muchacha sola viajando.
–Te lo agradezco.
–Supongo que estarás cansado, te mostrarán tus aposentos para que puedas recuperar fuerzas mientras estás aquí. Indicaré que a tus hombres no les falte de nada.
–Gracias por tu hospitalidad, pero no quiero abusar de ella, al alba partiré de nuevo.
–Como desees, Druso.
***
Eridion se había alejado del grupo. Le gustaba estar solo de vez en cuando, no era muy partidario de compartir su tiempo con humanos, sin contar a Marlock. Pero en ese momento se encontraba inquieto. Algo perturbaba su ser. Podían ser los nervios, la tensión de intentar evitar una guerra innecesaria, pero no estaba seguro. Miró el horizonte y mientras el sol se ponía, su mente fue invadida por una imagen. Él besando a Laia en el bosque, sintiendo su dulce cuerpo debajo del suyo.
La tensión creció por momentos y la desazón se apoderó de su corazón.
¡La estaba perdiendo! Lo sabía, lo podía sentir. Notaba como ella se alejaba más y más de él.
¿Pero no era eso lo que quería? Sabía que amarla era una locura, había tomado una decisión. Ella seguiría un camino distinto del suyo. Su amor era imposible, no podrían estar juntos jamás, lo sabía. Pero a pesar de eso no podía evitar sentir como su corazón se hacía añicos, se rompía en mil pedazos. El dolor lo atravesó como una espada afilada. Un nudo le oprimía la garganta y apenas le dejaba respirar.
Jamás se había sentido tan mal.
Se llevó una mano al corazón y procuró mantenerse erguido a pesar de que deseaba doblarse en dos por el dolor.
La mano de Marlock se posó en su hombro y se lo apretó amistosamente.
–¿Estás bien?
Eridion intentó respirar, lentamente, muy despacio. Llenando sus pulmones del oxígeno que le proporcionaba vida, aunque lo que más deseaba ahora mismo era morirse.
–Sí… no te preocupes.
–Los señores han vuelto. Vamos a escuchar su decisión.
El elfo asintió con la cabeza y siguió a su amigo.
Sintió, mientras caminaba, que ya no era el mismo, ya no era él, estaba muriendo por dentro…
***
Eliseo azuzó el fuego, añadió más troncos y se acercó hasta Laia que permanecía de pie, al lado de su catre.
–Debes cambiarte de ropa.
Los ojos de la muchacha se abrieron desmesuradamente.
El hombre rio ante el repentino pudor ella.
–No te preocupes, saldré fuera hasta que estés lista.
–No… no es necesario, solo con que te des la vuelta será suficiente.
El hombre obedeció diligentemente mientras una sonrisa juguetona asomó es sus labios.
Laia se sentía indecisa. En el bosque había estado a punto de perder la cabeza. A pesar de que minutos antes Eridion ocupaba su mente, su cuerpo y su corazón, había respondido al beso de Eliseo como si le fuera la vida en ellos. Lo deseaba.
Se sentía confusa.
No podía olvidar el sabor de los labios de Eridion, sin embargo deseaba con todas sus fuerzas a Eliseo.
Mientras se quitaba la ropa mojada y se vestía con la seca, tuvo ganas de llorar, se sentía sucia, traidora, un ser horrible y despreciable.
Sabía que no podía amar al elfo, él se lo había dejado bien claro, si los dos correspondían a sus sentimientos, el futuro de Eridion sería horrible. Ella no podía permitir eso, a pesar de todo.
Y veía a Eliseo, tan cariñoso, tan protector, tan atractivo y con una masculinidad que la desarmaba y no podía evitar soñar con estar entre sus brazos.
Pero, ¿era correcto amar a Eliseo?
Si ella sería la desgracia del elfo, estaba segura de que no sería mucho mejor para el hombre.
Estaba Druso, que según lo poco que lo conocía, podía asegurar que no pararía hasta encontrarla, y luego estaba el triste detalle de su nacimiento. Era una bastarda. Y una mujer con unos ascendentes tan turbios no podía ni siquiera pensar en ser reina.
Por su mente perturbada atravesó la idea de vivir estos días como si fueran los últimos de su vida.
Nadie los veía, nadie se enteraría de lo que sucediera entre ellos. Por unos instantes se convenció de que no pasaría nada, total, ambos eran adultos.
Pero después se arrepintió. No podía hacerle eso a Eliseo, le importaba demasiado. Lo pensó muy seriamente, no era solo que le importaba, estaba enamorada de él y eso la aterraba.
Si él se enamoraba de ella, si seguían adelante con esa locura y se dejaban llevar, cuando ella se marchara, él se quedaría destrozado. No deseaba hacerle ningún daño. Por eso terminó de vestirse, clavó sus ojos en las anchas espaldas del hombre y se prometió ser fuerte y no sucumbir a sus deseos.
–Ya está.
Él se giró, todavía seguía sonriendo y se acercó hasta ella. Pero la mujer dio un paso atrás.
–Quítate la ropa tú también, voy a tenderla.
Y con las mismas lo dejó plantado y se puso a preparar un lugar donde tender la ropa.
La furia se apoderó de Eliseo.
–¡Lo estás haciendo otra vez!
Ella se detuvo y se giró.
–¿El qué?
–Huir de mí, no lo soporto.
Ella suspiró y clavó sus bonitos ojos miel en los de Eliseo.
–Es mejor así.
–Te he dicho antes, que soy un hombre, hecho y derecho, no necesito que nadie cuide de mí. Y no me gusta.
–Tú lo haces constantemente conmigo.
–Es distinto.
–¿En qué?
–Eres una mujer, es mi deber protegerte.
–Soy una persona, y sé protegerme sola. No te enfades por recibir el mismo trato que das.
Se quedó estupefacto.
Durante unos segundos no supo cómo reaccionar. Sin duda, la vida junto a Laia no sería aburrida. Optó por intentar quitarle toda oportunidad de pensar, así que se acercó con paso rápido y enérgico, apoyó sus manos en la cara de la mujer y la acercó hasta él, tomando posesión de la boca de Laia como si fuera de su propiedad. La besó, acariciando los labios con la lengua hasta que ella se rindió y los separó, entonces intensificó el beso.
La agarró por la cintura y la apretó más contra él, sintiendo todo el cuerpo de Laia junto al suyo. Ella le abrazó por el cuello y se entregó.
El hombre notó como ella se adaptaba a sus brazos y metió las manos entre la camisa, acariciando suavemente la dulce piel. Ella se estremeció.
Continuó besándola mientras la tenía bien sujeta contra él, notando todo su cuerpo pegado al suyo. Recorrió su cara con los labios, bajando por la barbilla, jugueteando con el lóbulo de la oreja y recorriendo su esbelto cuello hasta el hueco de la clavícula.
De pronto le molestaba la ropa, tanto la suya, que aún estaba mojada, como la de ella, así que la acercó más hasta el fuego y se quitó la camisa.
Ella lo observó con deleite. Se sentía fascinada con el movimiento de los poderos músculos del hombre.
Eliseo intuía que ella no tenía experiencia con los hombres, por lo que resuelto a hacerla suya, sin posibilidad de arrepentimiento, procuró ir muy despacio, para no asustarla.
Cogió una de las mantas de su catre y la estiró en el suelo, junto a la hoguera, después le tendió una mano a Laia, que durante unos segundos dudó en coger, pero que al final aceptó y se dejó guiar.
El hombre la volvió a besar para intentar que todas las dudas que había en la cabeza de Laia, desaparecieran por completo. Sus manos se metieron entre la camisa y acariciaron suavemente la piel fría de ella.
–Laia, te deseo. –Le dijo, con los labios aún pegados a los de ella. –Pero no solo es deseo, es algo más, te deseo en mi vida, no solo en mi cama.
Laia tenía las manos sujetas en el cuello de él y por un momento tembló.
–Sabes que eso no va a ser posible.
Él suspiró.
–Me temo que debes hacerte a la idea, no pienso dejarte marchar. Sé que también me deseas y espero que con el tiempo también me ames.
–Creo que ya te amo, Eliseo.
El hombre se apartó un poco para mirarla fijamente a los ojos y sonrió.
–Entonces no veo motivo para no estar juntos.
–Hay cientos, sino miles.
–¿En serio? –Preguntó juguetón– Pues pienso ignorarlos todos.
Laia sonrió. No estaba convencida del todo.
Eliseo volvió a abrazarla fuerte y le dijo al oído.
–Aunque no lo creas, sé cuidar lo que es mío. Nadie te tocará.
La piel se le erizó con el roce del aliento de Eliseo, que continuó con los besos en el cuello, derribando todas las barreras que pudiera haber entre ambos.
Ella puso sus manos en sus hombros desnudos y se aferró con fuerza a ellos. Notó como le estaba levantando la camisa, muy despacio, y se la quitó por la cabeza, dejando su pecho descubierto ante él.
La miró con admiración, posesión y pasión.
–Eres preciosa, perfecta…
Se sonrojó de pies a cabeza mientras el pecho desnudo de Eliseo se pegaba al suyo propio sin impedimentos ni telas de por medio. Lo sintió por entero.
Su sangre comenzó a hervir cuando la boca húmeda y caliente del hombre se posó en uno de sus pechos y comenzó a jugar con la lengua en el pezón.
Sus piernas dejaron de sostenerla, si no hubiese sido porque la tenía bien sujeta, ella habría caído de rodillas al suelo.
Con cuidado la recostó en la manta y se tumbó junto a ella.
Las llamas de la hoguera hacían que la piel del hombre pareciera hecha de oro, brillante y puro.
La lluvia caía con fuerza fuera, pero en el interior el calor ocupaba la mayor parte de los cuerpos.
El hombre volvió a dedicar su atención a los pechos firmes y redondos de Laia, acariciándolos, con las yemas de los dedos y con la lengua. Los pezones se pusieron duros y extremadamente sensibles. El interior de Laia se tornó fuego líquido y sintió que podría explotar.
Se movió inquieta debajo de él.
–Tranquila, mi bien, quiero que esta noche sea memorable, debes tener paciencia.
–Eliseo… no sé lo que me está pasando.
–Me deseas, eso es lo que te pasa y yo te daré placer, hará que disfrutes cada segundo del tiempo que estemos juntos.
Las palabras calaron hondo en la mente de la mujer. Así que lo que estaba sintiendo, ese fuego que la poseía por dentro, esa ansiedad, esa espera de algo más grande, era puro deseo.
Se aferró a los hombros de Eliseo y con dulzura comenzó a acariciarle la espalda. Su cuerpo dejó de pertenecerla, tenía vida propia, deseos propios y se dejó llevar.
El hombre siguió saboreando el cuerpo de Laia, cada rincón, cada milímetro era besado, acariciado. Estaba dispuesto a dejar su huella marcada a fuego en el cuerpo de la mujer. La haría suya y ella jamás pensaría en otro hombre, solo en él.
Con destreza la desabrochó los pantalones y se los quitó despacio, dejando al descubierto sus largas piernas y se estremeció de anticipación al imaginarse esas piernas rodeando su cintura mientras él la penetraba.
Tiró la ropa a un lado y la contempló.
Las llamas ardían sobre su piel pálida y sus ojos brillaban al mirarlo.
Jamás pensó que algo así le podía pasar.
Sin pensarlo más se recostó sobre ella y volvió a la fascinante tarea de disfrutar del cuerpo de Laia.
Ella se entregó inocentemente, pero dio un respingo cuando sintió los dedos de Eliseo bajando por su estómago, en una caricia sutil, hasta sus caderas, y después siguió hasta el interior de sus muslos.
–Eliseo… no…
–Shsss… no temas. Solo disfruta.
Siguió recorriendo con sus dedos el muslo, hasta que tocó el centro mismo de su feminidad, el lugar más íntimo. Ella estaba húmeda y lista para él, pero pensó en alargar todo lo que fuera capaz el momento. La besó con pasión, y sus lenguas se rozaron en un baile frenético y excitante, mientras con los dedos acariciaba el pequeño botón que le proporcionaba placer a ella. Lo frotó con suavidad hasta que notó que ella estaba a punto de tener un orgasmo.
Se apartó de su lado y el frío se apoderó de Laia, que ansiosa añoraba las caricias que Eliseo le regalaba.
El hombre se sentó a su lado y se quitó las botas, y seguidamente el pantalón, quedando completamente desnudo ante ella.
La mirada de la mujer se desvió hasta la evidente excitación del hombre y por un momento sintió pánico. ¿Qué pensaba hacer con eso?
Eliseo leyó sus pensamientos al ver el miedo que apareció en los ojos muy abiertos de Laia.
–No te asustes, no te pasará nada.
Ella alzó el rostro y clavó su mirada en los ojos de él.
–¿Lo prometes?
El soltó una carcajada y se acostó sobre ella. La besó la comisura de los labios y después los acarició con la lengua.
–No te negaré que tal vez te duela un poco al principio. Pero te juro que no te volverá a doler, y espero que también sientas placer.
Ella se relajó debido a las caricias que volvía a prodigarle. Con cuidado se colocó entre las piernas de ella y siguió acariciándola hasta que ella se abandonó de nuevo.
Con cuidado introdujo la punta de su miembro en el hueco femenino y, poco a poco, la penetró, dándola tiempo para que se fuera amoldando a su miembro. Ella sintió como la invadían, como la poseía y la llenaba, y a pesar de que la situación era de lo más indecorosa, ella no deseaba otra cosa, lo deseaba a él, por entero.
Eliseo se topó con la barrera de su virginidad y se quedó muy quieto, sin saber muy bien cómo proceder. Era la primera vez que hacía el amor con una mujer virgen. Decidió que lo mejor sería acabar con ello cuanto antes.
–Creo que ahora es cuando te dolerá, te pido perdón, no desearía hacerte daño.
Ella lo miró con calma.
–Hazlo.
Él sonrió, estaba dispuesto a que ella no sintiera dolor, así que volvió a entretenerla con sus besos y sus caricias, haciendo que sintiera como podía tocar el cielo sin moverse del suelo, y con una embestida rápida la penetró hasta el fondo.
Ella se quedó quieta un segundo al sentir una punzada de dolor en su interior. Eliseo la besó de nuevo, sin moverse. Sus labios recorrieron su cuello y se posaron en uno de sus pechos. El fuego volvió a crecer en su interior.
Él comenzó a moverse muy despacio, entrando y saliendo de ella, aumentando el placer con el roce de su miembro. Olvidando cualquier rastro de incomodidad, Laia se entregó al momento más maravilloso de su vida, gimiendo de placer, aferrada a la espalda del hombre, sintió como su cuerpo entraba en ebullición y explotaba en mil pedazos, arrastrándola a un éxtasis inimaginable, mientras Eliseo aumentaba la velocidad de sus embestidas, notando como el cuerpo de ella se estremecía debajo de él. Con una última y profunda, alcanzó su liberación y se derramo en el interior de ella.
El momento vivido había sido tan intenso, que los dos quedaron agotados, abrazados al lado de la hoguera. Se sumieron en sus pensamientos, mientras Eliseo seguía acariciándola con la yema de los dedos, alrededor del ombligo. Laia, satisfecha, se acercó más al cuerpo de Eliseo y se quedó dormida.