CAPÍTULO 10

 

Todo el ejército estaba preparado, aunque el ataque fue por sorpresa. Eliseo tenía razón, no había bajado la guardia y eso les estaba salvando la vida.

Con la marcha del rey y el grueso de las tropas, la fortaleza bien podía quedar a merced de cualquiera que tuviera el valor y el número indicado de guerreros. Pero el hijo del rey lo tenía todo previsto. El asedio comenzó al anochecer, cuando las mujeres dormían plácidamente en sus lechos. Los gritos de los hombres despertaron a Laia de un sueño intranquilo. Se asomó por la ventana y vio el comienzo de la batalla.

No se lo pensó. Se ató las espadas a la espalda, sobre el camisón. Se puso las botas, ató un par de dagas a sus muslos. Cogió el carcaj y el arco y salió del cuarto a toda velocidad, dándose de bruces con la hija del rey.

–¿Qué hacéis? ¿Dónde vais? Hay una batalla ahí fuera.

–Voy a ayudar a los hombres.

–Pero no podéis, no sois un soldado, podrían heriros.

–Sé luchar, y las heridas se curan. –Dijo y continuó su camino hacia el muro de la fortaleza.

–¿Y qué hago yo? –Preguntó la joven asustada.

Laia se detuvo y la miró.

–Muchos hombres resultarán heridos. Preparad un lugar donde puedan ser atendidos. Calienta toda el agua que puedas y tened listas muchas vendas. Debéis ser fuerte, por vuestra familia y por vuestro pueblo.

La muchacha asintió, pálida como el mármol en el que posaban los pies y fue a llamar a todas las mujeres disponibles para preparar todo lo necesario.

Laia salió al exterior y miró con ojo crítico todo lo que la rodeaba. Corría una dulce brisa que arrastraba el olor del fuego, la sangre y la muerte. Los hombres corrían de un lado a otro siguiendo órdenes.

El palacio estaba rodeado por un muro alto que lo separaba de la aldea, y al final otro muro, más alto y más robusto, protegía todo el recinto. En el muro exterior es donde se concentraba el mayor número de hombres, defendiendo sin duda, la aldea. Vio a Eliseo en lo alto, disparando flechas y dirigiendo la defensa. Bajó las escaleras corriendo, cruzó el primer portón y siguió corriendo hasta las escaleras que daban acceso a lo alto del muro. Se movió lo más agachada que pudo, pues las flechas volaban por todas partes y no quería resultar herida antes de poder luchar.

Un hombre cayó a sus pies con una flecha incrustada en su pecho. Ella se arrodilló junto al él y comprobó que era muy joven.

–Tranquilo. –Le dijo mientras le apartaba las ropas para poder comprobar la herida– La flecha no ha afectado órganos vitales, habéis tenido suerte soldado –Le confirmó con una sonrisa– Viviréis para celebrar la victoria –Le dijo mientras ayudaba a que se acomodara tumbado lo más posible al muro.– No os mováis, la flecha puede desplazarse, en cuanto me sea posible os curaré, pero de momento permaneced quieto.

El chico afirmó con la cabeza y comprobó como esa bella mujer ocupaba el lugar en el que antes había estado él y sin pensarlo, comenzó a disparar flechas.

Eliseo comenzó a moverse por el muro, dando órdenes hasta que vio el pelo largo y suelto de una mujer arrodillada disparando con maestría un arco. Comprobó que las flechas daban casi todas en el blanco.

–¿Qué hacéis aquí, por todos los dioses? Volved dentro.

–Necesitáis toda la ayuda posible –Le contestó sin mirarle.

–No llevaré vuestra muerte sobre mi conciencia, Laia.

Ella lo miró y sonrió enigmática mientras cogía otra flecha, apuntaba y disparaba. Dio en el blanco.

–No os preocupéis, mi señor. Defended vuestra plaza, yo me ocuparé de mi persona.

Y sin más volvió a coger otra flecha, tensó la cuerda del arco, apuntó y disparó.

Eliseo se quedó pasmado al ver la certera puntería de la mujer.

–Sois una caja de sorpresas, mi señora.

Ella sonrió.

–No es la primera vez que me dicen eso.

Lucharon mano a mano durante horas.

–¡Escalas! –Gritó Eliseo al ver como intentaban llegar al muro a través de escaleras altas y precarias.

Los soldados dejaron los arcos para coger las espadas. El hombre no paraba de gritar órdenes sin alejarse de Laia, que se defendía con las dos espadas como si hubiera pasado toda su vida en una batalla. La admiración por ella creció en su interior y observó con la boca abierta el hermoso baile mortal de la mujer.

El amanecer estaba cerca, y con él la victoria, pues los hostigadores no hallaron riquezas ni poder. Solo muerte.

Los gritos de los supervivientes se clavaron en el pecho de Laia, que agotada, se dejó caer al suelo.

Eliseo preocupado se acercó a ella.

–¿Estáis bien, mi señora?

La miró con intensidad mientras ella alzaba la mirada y la fijaba en el hombre. Su camisón se pegaba al cuerpo, debido al sudor, la suciedad y la sangre, lo mismo que su hermoso pelo y su rostro. Tenía algunos cortes en los brazos y el camisón se había rasgado a la altura de las rodillas, dejando ver más piel de la que correspondía.

–Todo lo bien que puedo estar. Solo necesito un baño y dormir. –Contestó.

Él sonrió.

El hombre la cogió en brazos y ella se dejó hacer. Realmente estaba muy cansada, así que se acurrucó más al pecho y dejó que él la llevara.

–¡Recoged a los heridos, y entregad a los muertos a sus familias! Los traidores serán enterrados en una fosa común en la loma. –Gritó mientras avanzaba. Sus hombres se dispusieron a obedecer.

Entraron en el castillo y la llevó hasta su habitación.

La bañera tenía aún el agua del baño anterior. La tocó con un dedo. Estaba fría, pero tenía que valer, introdujo a la mujer muy despacio en la bañera. Ella se estremeció, pero el agua fría revitalizó su maltrecho cuerpo. Se mojó la cara con las manos y después se levantó un poco el destrozado  y empapado camisón, que se pegaba a su cuerpo y desató las dagas que llevaba sujetas en los muslos. Sin ninguna ceremonia se las dio al hombre que al verlas soltó una carcajada. Ella se quitó las botas mojadas y las tiró al suelo, después se recostó y se mantuvo inmóvil unos minutos.

–¿Me pasáis una toalla, por favor? –Le preguntó.

Él seguía arrodillado tras la bañera, ruborizado, esperando e intentando no mirar el hermoso cuerpo femenino que se dibujaba a través de la tela mojada. Se puso en pie y le acercó lo que había pedido, después se sentó en el borde de la cama y agachó la mirada, para que la mujer no sintiera vergüenza. Ella se despojó del camisón y se envolvió en la suave tela de algodón y salió de la bañera.

–Ha sido un descubrimiento memorable –Le dijo él, que ahora la miraba a la cara–. Jamás pensé que fuerais una guerrera tan formidable.

–Poca gente lo sabe. –Contestó secamente ella.

–Vuestro padre y hermano deben estar orgullosos de haberos enseñado tan bien.

Ella frunció el ceño.

–Pues ni una cosa ni la otra. Ninguno de ellos me enseñó y en cuanto  mi maestro, Shanador, murió, mi padre prohibió que siguiera practicando.

–Lástima... –murmuró él mientras se acercaba a ella.

Se detuvo a tan solo un paso de tocarla y la miró.

La muchacha era muy hermosa y a su lado sus instintos más bajos salían a la luz.

Ella se sentía atraída por el magnetismo del hombre, por su sonrisa y por esos ojos oscuros que la miraban con admiración y deseo.

Eliseo no era Eridion, en realidad era todo lo opuesto. Mientras que el elfo era elegante, sutil, poseía una belleza pura, casi irreal, mágica y mística, Eliseo era fuerte y poderoso, se notaba en cada movimiento de sus brazos, en cada gesto. Su atracción era más mundana, más mortal, más animal. Eliseo era de una belleza clásica, pero muy masculina.

El hombre se acercó ese paso que los separaba y enterró sus dedos entre el cabello suelto de ella, sujetando la nuca y atrayéndola hacia él sin piedad.

La besó.

La besó de una manera puramente carnal, degustando, poseyendo, marcando su territorio y ella lo disfrutó. Necesitaba sentirse viva después de ver tanta muerte y desolación y Eliseo conseguía hacerlo. Sus caricias no eran sutiles, ni fáciles de ignorar. Su lengua penetró en la dulce boca femenina y acarició cada rincón juguetonamente.

Ella respondió a su pasión con fuego. Se pegó más a él y paso sus brazos por el cuello del hombre, acariciando su cabello.

Eliseo no pudo soportarlo más. La cogió en brazos y la llevó hasta la cama. La piel de la muchacha estaba fría al contacto, pero pronto entró en calor. La recostó con cuidado y sin dejar de mirarla se quitó la coraza y después la camisa, quedando desnudo de cintura para arriba. Se acostó al lado de Laia y continuó besándola. Su cuerpo traicionero tomó el control. Se tumbó sobre ella, con las piernas de la mujer entre las suyas, la sujetó por la nuca y sin dejar de besarla la incorporó hasta que quedó sentada frente a él. La toalla cayó dejando al descubierto los dulces senos femeninos.

–Nunca vi nada más hermoso. –Comentó él, mirándola a los ojos, sin soltarla.

Sus labios acariciaron los de ella, que abrió la boca y sus lenguas comenzaron una batalla de caricias y roces que los excitaban. La pasión le nubló la razón. Sus manos fueron bajando lentamente mientras que las de ella acariciaban el duro, pero suave, pecho masculino.

Sus labios dejaron abandonados los de ella para centrarse en el cuello, esparciendo dulces besos húmedos hasta la clavícula. Después siguió bajando y tocaron con dulzura uno de sus pechos. La lengua jugueteó con el pezón y Laia creyó que perdería el sentido.

Eliseo la recostó en la cama sin apartar la boca del cuerpo de ella, jugando con el pecho, succionando y mordisqueando tan sensible zona.

Ella estaba a su merced. Él lo sabía. Estaba seduciendo sin ningún miramiento a la hija de un rey y eso tendría consecuencias.

En su turbada mente apareció el rostro de su hermana y el deseo de que ningún hombre hiciera con ella lo mismo que estaba haciendo él.

La razón volvió a su mente y se separó de ella a gran velocidad.

Laia no sabía lo que estaba pasando. Respiraba agitadamente y observó como el hombre clavaba su oscura mirada en ella y se bajaba de la cama. Unos segundos antes flotaba entre los brazos fuertes de Eliseo y ahora estaba sola y sentía frío. Calvó los ojos en el hombre, que sentado a los pies de la cama, se frotaba la cara y el pelo con desesperación.

–Esto está mal. –Dijo y se puso en pie– No puedo deshonraros, sois la hija de un rey, la prometida de Druso. No puedo aprovecharme de vos.

Ella suspiró frustrada. Su cuerpo anhelaba una liberación que no lograba entender pero que necesitaba y que le era negada una vez más. Sin decir nada se puso en pie y se vistió con el primer vestido que encontró. Rebuscó entre sus cosas, encontró la bolsa que buscaba y se dirigió hacia la puerta, entera y serena. Eliseo estaba apoyado en la pared, claramente afectado.

Ella se acercó hasta él. Sus ojos se encontraron, en los de él podía verse el arrepentimiento velado por el fuego de la pasión, en los de ella solo dolor.

–Huyo de mi padre, un rey, que me odia porque soy la prueba viviente de su fracaso y de la traición. Huyo de un prometido con el que no deseo casarme y lo seguiré haciendo hasta que encuentre un pequeño rincón en el mundo donde me sienta segura y a salvo. ¿En serio pensáis que dejaría a Druso que me besara como lo habéis hecho vos? ¿Creéis que me entregaré a él como una dama sumisa y obediente? No, lucharé, pelearé contra él y eso solo me traerá dolor y con suerte, la muerte. No os aprovecháis de mí, no me seducís como a una pobre ingenua e indefensa. Yo no os reclamaré nada, señor, porque no espero nada de vos.