CAPÍTULO 25
–Ya estamos cerca.
–¿En serio? –Preguntó ella, cansada, hambrienta y sedienta.
–Sí. Solo un poco más…
Ahora el camino era más ancho, las montañas dejaban de ser tan intimidantes, para convertirse en un paisaje más agradable a la vista, con pequeños corros verdes y con flores.
–No me extraña que nadie quiera vivir allí.
Eliseo se rio y giró la cabeza para mirarla, pero no dijo nada.
–¿Ves eso de ahí? –La preguntó minutos después.
–Ahá…
–Es el fin del sendero. A partir de ahí verás todo el lugar en su esplendor, ya veremos lo que opinas…
El comentario la dejó intrigada y con ganas de terminar de una vez con ese maldito viaje. ¿No tenía Eliseo otro lugar más cercano para mantenerla segura?
Al girar la última curva, la muchacha se quedó muda de la impresión y una sonrisa de suficiencia transformó la cara del Eliseo.
Ante ella se podía ver un valle, hermoso, fresco y vital, rodeado de montañas altas y árboles por todas partes. Un río caudaloso cruzaba todo el lugar.
Jamás había visto nada tan hermoso.
–¡Por todos los dioses!
Las carcajadas de Eliseo se hicieron más profundas.
–¿Te gusta? –Le preguntó.
–Es lo más maravilloso que he visto jamás.
–Eso es lo que pensaba. Ven, te llevaré hasta la cabaña. No sé si estará en buen estado, pero aún es de día y la podemos arreglar para que nos sirva.
Después de tantas horas andando casi a oscuras debido a la altura de las montañas, verse en campo abierto le pareció el paraíso.
Siguió a Eliseo, bajaron la colina y se adentraron entre los árboles que bordeaban el valle.
Caminaron durante varios minutos.
Durante la mayor parte del viaje, Eliseo los había guiado por caminos y senderos, en su mayor parte escondidos por árboles y maleza. Pero esta naturaleza era distinta, más fresca, más vital, más hermosa. Disfrutó del aire perfumado de las flores y de los cánticos de los pájaros que se callaban cuando les oían caminar.
Bordearon el valle, alejándose cada vez más del centro y bordeando las laderas de las montañas. Cuando los pies ya comenzaban a quejarse, el guerrero ordenó que parasen.
–Es aquí.
Ella miró a su alrededor y no vio cabaña alguna.
–Aquí, ¿dónde?
–Aquí…–Y señaló una abertura en la piedra –Ven, te lo mostraré…
Escéptica, pero sin otro lugar al que ir, siguió al hombre hasta el interior de la roca.
Ella pensó que sería un lugar frío, húmedo y oscuro, pero se encontró con un hueco en la piedra, de gran tamaño, con un agujero justo en el centro que aportaba claridad al lugar. Un sitio grande y espacioso, donde perfectamente cogían ellos, sus monturas y varias personas más.
–Esto no es una cabaña. –Le dijo.
–No… no lo es, pero en este lugar, donde el invierno dura la mayor parte del año, y las nieves son casi perennes, una construcción humana no duraría mucho tiempo intacta. Los antiguos encontraron este lugar y lo utilizaron para vivir aquí, pero al parecer no pudieron aguantar mucho tiempo, ahora esto es un refugio para los que se atreven a adentrarse en este lugar. Como puedes ver hay leña apilada, que utilizaremos y repondremos. Estaremos bien aquí, ya lo verás.
–Si tú lo dices…
Eliseo comenzó a preparar el lugar decentemente. Los catres estaban bastante destartalados, así que se ocupó de traer ramas nuevas y frescas para repararlos.
Laia lo vio hacer, ir y venir, ocupado en sus tareas. Pero estar quiera sin hacer nada no era lo suyo, así que sin quitarse las armas aún, se marchó con paso firme y se adentró en el bosque.
Eliseo no se había dado cuenta de su marcha, y cuando hubo terminado su tarea, la buscó con la mirada y no la encontró.
Su corazón se saltó un latido.
¿Dónde habría ido esa muchacha? Sin duda la vida con ella no sería fácil, no había sido capaz ni de anunciar su marcha.
El hombre salió de la cueva y miró a su alrededor. Aquél lugar había sido olvidado por el hombre, el lugar creía a su antojo, libre de ataduras producidas por los humanos, así que seguirla el rastro era fácil.
Siguió las huellas que ella había dejado hasta el bosque.
Si él se adentraba, podía ocurrir que ella no volviera por donde había entrado, lo cual le llevaría a él a pasear y seguir sus pasos hasta que ella decidiera volver a la cabaña.
Se enfadó.
No estaba acostumbrado a que la gente hiciera lo que le viniera en gana, sin consultar con él y mucho menos una mujer.
Dio marcha atrás, siguiendo sus pasos y se sentó en la entrada de la cueva a esperar.
Una hora más tarde, la vio aparecer tan fresca y contenta como una niña que no tuviera más problema que escoger la ropa que ponerse.
Su enfado creció hasta extremos insospechados.
Durante el tiempo que ella había pasado paseando por el bosque, él había tenido visiones de su hermoso cuerpo destrozado por alguna bestia salvaje, pero se obligó a permanecer en el lugar, sin duda ella no apreciaría que él se presentara por sorpresa y la regañara, cuando le había dicho hasta la saciedad, que ahí estaban a salvo.
Tratar con Laia no iba a ser fácil, no era como las demás mujeres. Ella tenía pensamientos propios y estaba más que habituada a cuidarse sola, pero eso chocaba brutalmente con la visión que él tenía del género femenino, necesitadas siempre de cuidados y protección.
–¿De dónde vienes? –Le preguntó malhumorado en cuanto pensó que ella le escuchaba bien.
–De buscar el desayuno.
–¿El desayuno?
–Sí. –contestó y le mostró lo que traía en sus manos. Un par de pájaros gordos. –También he dado un paseo para reconocer mejor la zona.
–¿Y no pudiste avisarme? Estaba preocupado.
Ella se detuvo en el acto y lo miró fijamente. La sonrisa que había brillado en sus labios mientras se acercaba a él, había desaparecido y ahora solo se mostraba un rostro serio y pensativo.
–Estabas ocupado preparando la cueva, pensé que si te decía que me iba, habrías querido acompañarme y no habrías terminado tu tarea.
–Crees bien, pero eso no es motivo para que andes sola por el bosque.
–Eliseo –dijo con paciencia infinita–, he paseado por los bosques desde que tengo uso de razón, no me ha pasado nada.
–Éste no es como otros bosques.
–¿Y en qué se diferencia?
–Los animales que habitan aquí son más feroces y más fuertes, no en vano están acostumbrados a sobrevivir a una vida dura. Su única necesidad es comer lo suficiente para soportar otro año de nieves y tú eres una magnífica presa.
Ella se quedó quieta, mirando al hombre, intentando averiguar sus pensamientos, descifrar su mirada fría.
–Cómo puedes comprobar, no me ha pasado nada.
Él se puso en pie.
–Espero que no se vuelva a repetir, de ahora en adelante debes decirme dónde estás en cada momento, ¿entendido?
Uy… así que esas tenía… pues ella no pensaba ponérselo nada fácil. Nunca había sido prisionera de nadie, y no iba a serlo ahora. Pero no tenía ganas de comenzar una pelea tan pronto.
–Entendido. –Dijo y caminó hasta la entrada, se sentó en el suelo y comenzó a desplumar a las aves.
Eliseo cogió una y la imitó en silencio.
Como cada mañana Eliseo abrió los ojos, se desperezó y miró a su alrededor… Laia no estaba.
¡Maldita mujer! ¿Cómo hacía para levantarse siempre antes que él? Esto no lo estaba dejando en muy buena posición. Como hombre, debía ocuparse de mantener el lugar caliente y comida en la mesa, pero esa mujercita se había empeñado en hacerle ver todo lo inapropiado que era. Dormía más que ella, Laia cazaba, lavaba la ropa, y era muy diestra en el manejo de las armas.
Se pensó muy seriamente quién era el mejor partido en esta relación.
No es que dudase de su hombría, era un hombre muy atractivo, casi irresistible, lo sabía porque muchas mujeres se lo habían dicho. Cuando lo deseó nunca le faltó una muchacha bonita y dispuesta en su cama. Era fuerte y valiente. El heredero de un reino y para colmo se consideraba buen amante, ¿cómo era posible que la única mujer que le interesaba no fuera capaz de ver todos sus encantos? En cambio, se dedicaba a pasar el mayor tiempo posible lejos de él.
El plan de traerla a un lugar tan solitario no estaba funcionando como él había previsto. En su mente había imaginado a Laia rendida a sus pies, solícita amante y enamorada de él.
Por el contrario, estaba solo en una inmensa cueva, bastante excitado, y al parecer estaba coladito por los huesos de la muchacha, tanto que una sonrisa era capaz de dejarlo totalmente atontado.
Se enfureció aún más. No estaba dispuesto a perder esta batalla. Era un guerrero, un soldado del rey, la guerra era su feudo y pensaba ganar, es más, haría todo lo posible por ganarse el corazón de la mujer.
Se puso en pie y se visitó. Para intentar adelantar las cosas, había decidido dormir solo con los pantalones, sabiendo que su torso desnudo incomodaba y atraía a Laia por partes iguales. Pero ella, después de haberle mirado con esos ojos de corderito, asustada por el rumbo que podía tomar las cosas al verlo desnudándose, se había girado en su catre y había pegado la nariz a la pared. Eso le hizo gracia, ella, a pesar de todo, era una muchacha inocente, una mujer bien educada, y no podía olvidarlo. Pero era una mujer, y él deseaba a esa mujer con todas sus fuerzas.
No era solo deseo, durante su vida como hombre adulto, había experimentado lo que era el deseo puro y duro, algo que quedaba totalmente satisfecho si encontraba a la mujer adecuada, después una vez saciado, la olvidaba y continuaba con su vida. Pero Laia… Laia era diferente. Estaba seguro de que podría tenerla un mes entero en su cama y jamás se vería saciado.
Salió dela cueva y se dirigió hacia el bosque, donde supuso que ella se encontraría. Las mañanas comenzaban a ser frías y una fina capa de rocío adornaba las hojas de los árboles y los pétalos de las flores. Supuso que no podría quedarse mucho tiempo en aquél lugar. Si empezaban las nieves, quedarían atrapados durante meses, y no es que a él esa idea no le resultaba atractiva, el problema era que estaba seguro de que podrían morir de frío o de hambre, y no estaba dispuesto a arriesgar tanto la vida de Laia.
Caminó durante unos minutos hasta que la escuchó caminar. Se quedó quieto, esperando apoyado en el tronco de un árbol. Ella siguió andado, sumida en sus pensamientos, hasta que lo vio. El corazón le dio un vuelco y comenzó a latir a mucha velocidad. Eliseo estaba apoyado despreocupadamente, mirándola con esos hermosos ojos de color chocolate. Llevaba solamente una camisa abierta, dejando a la vista gran parte de su musculoso pecho, y unos pantalones que se le ajustaban a la perfección. El pelo largo y rizado, le caía a mechones sobre la cara. Su sonrisa era felina, y a Laia se le cortó la respiración.
–Buenos días, mi señora. –La dijo en tono zalamero.
–Buenos días, mi señor. –Contestó ella mientras se metía algo en la boca y lo masticaba tranquilamente.
–Eres muy madrugadora.
–No consigo dormir bien, y para no despertarte pensé que era mejor salir a dar un paseo.
Eliseo se apartó del tronco y la miró con preocupación.
–¿Por qué no duermes bien?
–Bueno… no lo sé, supongo que es debido a todo lo que me está sucediendo. Druso, la guerra, el encontrarme aquí ahora… no sé.
–No debes estar preocupada, aquí no te sucederá nada, y llegado el momento, yo te protegeré.
Ella sonrió.
–No estoy preocupada. –Contestó, y volvió a meterse algo en la boca.
–¿Qué estás comiendo?
–Moras… ¿quieres una?
–Sí.
Ella se acercó y lo miró.
Él, como toda respuesta, abrió la boca.
Laia soltó una pequeña carcajada, cogió una mora del montón que guardaba en la mano y se la llevó hasta los labios de Eliseo. Él dejó que la fruta se posara en su lengua y con sus labios atrapó los dedos de la mujer. Se quedó muy quieta, impresionada por el acto y al sentir como la lengua juguetona acariciaba las yemas de sus dedos. La respiración se le cortó.
Una sonrisa perezosa asomó a los labios de Eliseo mientras dejaba que ella retirara los dedos.
Se miró la mano hipnotizada, una cosa tan simple, como la caricia de la lengua, le había resultado tremendamente sexy y se sentía muy excitada.
–¿Quieres más? –Atinó a preguntar.
–Teniendo en cuenta que soy un hombre bastante grande, que no he desayunado, aún, y que necesito mucha comida para mantenerme decentemente alimentado, fuerte y vigoroso, yo diría que sí.
Laia soltó una carcajada divertida. Le cogió por una mano y dejó caer las moras que tenía en la palma del hombre.
Él la miró divertido y se las metió todas de golpe. Las masticó con deleite sin apartar la mirada de los hermosos ojos de Laia.
–No es suficiente, aliméntame, mujer. –Le soltó cuando hubo tragado las frutas en un tono jocoso.
Con una sonrisa Laia le dijo:
–Creo, mi señor, que sois vos el que debe alimentarme a mí.
–¿Osáis negaros, mujer? –La preguntó mientras se acercaba a ella muy despacio.
Ella dio un paso atrás.
–Creo que sí, mi señor.
–Pues eso, señora mía, merece un castigo.
–¿Y cuál será el elegido para mí?
Se llevó un dedo a la barbilla, golpeándola mientras simulaba pensar.
–Veamos, si fueras uno de mis soldados, te mandaría azotar. Pero creo que ese no es el adecuado para una dama como tú. También podría castigarte sin comer, pero teniendo en cuenta que eres tú la que estás trayendo la comida, no creo que sea muy buena idea.
Laia no podía parar de reír.
–¡Ya está! Tengo el castigo perfecto.
–¿Y cuál será?
–Lo sabrás cuando te alcance. –Le dijo.
Ella dio un grito y salió disparada, huyendo de Eliseo. Durante varios minutos la persiguió por el bosque, escuchando su risa divertida y observando los movimientos de su bien formado trasero, moviéndose delante de él.
Cuando ya se cansó de correr, la sujetó por la cintura y la tiró al suelo cayendo sobre ella.
Laia no podía dejar de reír.
Eliseo tenía las rodillas pegadas a las caderas de ella, se sentó sobre sus talones y la levantó un poco la camisa. Comenzó a hacerle cosquillas en la cintura y la mujer solo podía gritar y reír.
–¡Para, para!
–¿Vas a volver a desobedecerme?
–No… no… para por favor.
Dejó de hacer las cosquillas, pero no apartó las manos de la piel de ella. La miró intensamente. El sol los iluminaba y los hermosos ojos color miel de Laia, tenían un tono más claro. Brillaban de alegría y él se sintió el hombre más feliz de la tierra.
No pudo resistirse, puso cada una de sus manos a los lados de la cabeza de la mujer y la miró. El cabello del hombre caía sobre su cara y la hacía cosquillas en la nariz, él se agachó muy despacio, prolongando el momento, sin dejar de mirarla a los ojos. Le pareció tremendamente apetitosa, con sus labios gruesos y del color de las fresas, su piel pálida y el leve rubor que cubría sus mejillas. La cosa más bonita que él jamás vio. Sintió como algo en su interior crecía desmesuradamente y el deseo por esa mujer lo ocupó todo, sin pensarlo más, la besó. Ella correspondió a su beso con pasión.
Eliseo se tumbó, con la mitad del cuerpo en el suelo y la otra mitad sobre la mujer, y besó con dedicación cada rincón del rostro de la mujer. Sus labios, su barbilla, sus ojos…
Laia suspiró entre sus brazos, excitada y confiada.
La lengua juguetona del hombre acarició las comisuras de los labios y Laia los separó, ansiosa por que la besara de nuevo, y él no se hizo de rogar.
Sus dedos hábiles acariciaban su suave piel, desde la cintura hasta la curva del pecho, encendiendo su sangre, alternado su cuerpo, sintiendo cosas que jamás pensó posibles, añorando algo que estaba lejos de su alcance, pero que necesitaba como respirar.
De pronto Eliseo se quedó quieto, alzó la cabeza y se puso a mirar a todos lados.
–¿Qué… que sucede?
–Chsss.
De pronto, ella lo sintió. La tierra temblaba.
Eliseo se puso en pie a una gran velocidad y le ofreció la mano para ayudarla a incorporarse.
–¡Rápido, son jinetes!
Laia cogió la mano fuerte de Eliseo y se puso en pie, después ambos, medio agachados, iniciaron una carrera en busca de un lugar seguro donde poder esconderse.
Antes de que los caballos llegaran hasta ellos, encontró un lugar donde podían pasar desapercibidos, escondidos entre unos troncos viejos.
Sin muchos miramientos la tiró al suelo y luego la cubrió con su propio cuerpo.
Ella podía sentir todo el peso del hombre, su calor, y su respiración en su nuca, pero no se movió ni un milímetro.
Su corazón seguía latiendo desbocado, pero ahora de miedo. Si Druso los encontraba allí, no tendrían escapatoria, estaba perdida.
Los ruidos se fueron alejando y Eliseo la habló.
–No hay nada que temer, son cazadores.
–¿Cazadores? Pero dijiste que aquí no venía nadie.
–Al parecer quieren aprovechar los últimos días que les queda antes de las nieves para conseguir buenas piezas. Supongo que las cosas cambian.
Se puso en pie y la ayudó a levantarse. Con una sonrisa pícara, la sacudió la ropa y el pelo, llenos de tierra, ramitas y hojas.
–Ven, en la cueva estaremos seguros.
–¿En serio?
–Allí están nuestras armas, ¿no?
Sin nada más que añadir, le siguió en silencio por el bosque hasta el lugar en el que creían que estarían a salvo.