Lo que Conrad recordaba

Sentado junto a la cama del hospital, con un bloc de notas en su gruesa manaza, D’Annunzio se disponía a preguntarle a Conrad qué había pasado, qué había hecho él exactamente. Y lo mismo harían otros agentes de la oficina del fiscal del distrito; también los abogados y los médicos del hospital, para saber cómo se habían producido aquellas heridas, claro está; pero, luego, Conrad tenía la sensación que sólo se las hacían para satisfacer su curiosidad. Incluso Frank Saperstein, un viejo amigo que era además el médico encargado de remendarlo como pudiera, le insistió para que tratase de recordar aquellos instantes decisivos. Y lo intentó, se esforzó por recordarlo. Pero se quedaba en blanco. El dolor y el shock los habían borrado de su cerebro. Su mente les había dado carpetazo, prefiriendo ignorarlos como secretos indeseables.

—Lo que yo quisiera saber —le diría posteriormente Saperstein— es de dónde sacaste la fuerza en aquel momento para clavarle el mango de la escoba en el riñón.

—Lo que yo quisiera saber —replicó Conrad farfullando, con su desencajada mandíbula sujeta por el yeso y el alambre— es cómo pude recordar lo que era un riñón.

Saperstein se echó a reír.

—A lo mejor es que te suspendieron en anatomía… —comentó.

Conrad asintió con la cabeza, tratando de no sonreír demasiado. Era su última palabra acerca de la cuestión. Lo había olvidado todo.

O puede que todo no. No exactamente. Había un fugaz instante que sí recordaba, que siempre recordaría.

En los últimos momentos, allí en la habitación con Maxwell, había sido incapaz de pensar. De lo que él consideraba pensamiento en unos momentos en que era totalmente incapaz de hacerlo. Yacía inconsciente donde Maxwell lo había lanzado y sentía que su hija agonizaba. Lo sentía en su interior. Era como el reverso de un embarazo: algo en su vientre —algo que amaba— era lentamente reducido a nada, a algo sin vida. Tenía que detener aquello, tratar de detenerlo. Dolía mucho, muchísimo. Así pues, Conrad se levantó del suelo una vez más.

No se había dado cuenta de que lo había lanzado contra el rincón del fondo de la habitación, donde también estaba el mango de la escoba. Tocó el mango mientras se rebullía en el suelo y luego lo asió. Se enderezó tratando de sobreponerse a la debilidad de su brazo bueno y de sus rígidas piernas. Pensó que iba a desplomarse de nuevo, pero la agonía de su hija que sentía en el interior parecía levantarlo. Parecía como si hubiese seguido alzándose después de que su fuerza física lo hubiese abandonado.

Pese a ello, no llegó a enderezarse del todo. Casi. Lo justo para avanzar tambaleándose a través de la pequeña estancia, semiagachado. De haber estado Maxwell de pie en aquel momento, no hubiese podido atacarlo eficazmente. Pero el gigante estaba de rodillas sobre el colchón, sujetando una pierna de Jessica con una mano y con la otra ciñendo ya su cuello para estrangularla. Conrad cayó a plomo sobre él. Levantó el palo, blandiéndolo como un puñal, y se lo clavó con una precisión quirúrgica.

Maxwell debía haberse desplomado de inmediato. Tenía que haber quedado muerto en el acto. Pero se revolvió sobre la cama rugiendo como una furia. Conrad rodó por encima de su cuerpo y quedó sobre el colchón. Palpó a su hija, la abrazó.

Jessie… Jessie…

… mientras Maxwell rugía amenazadoramente por encima de ellos. Jessica ya no gritaba. Estaba reclinada sobre el pecho de su padre, mirando el espectáculo y llorando.

Maxwell daba manotazos al aire, hacia atrás y hacia adelante, como si tratase de conseguir que se desprendiese lo que tenía clavado. Miraba al techo y gritaba, echando espumarajos por la boca. Al fin logró asir lo que tenía clavado en la espalda. Conrad oyó un húmedo sonido, como una ventosa al succionar. Maxwell dio varias arcadas de dolor cuando se desclavó el palo.

Muérete…, pensó Conrad.

Maxwell estaba irremisiblemente herido de muerte. Nada hubiese podido ya salvarlo. No tenía ninguna posibilidad, al haberse extraído el palo. Conrad rodeó el cuerpo de su hija con el brazo bueno, la apretó contra su pecho…

Jessie…

… y siguió sin apartar la vista de aquella mole rugiente.

Muérete…

Pero aquel hombre seguía de pie. Lanzó el mango de la escoba contra la pared. Gruñó como una fiera. Miró hacia abajo, hacia aquella ensangrentada figura que yacía sobre el colchón, a sus pies: aquella ensangrentada figura y la pequeña acurrucada bajo su brazo.

Jessie…, pensó Conrad, atrayéndola más hacia sí, sin apartar la vista de Maxwell.

Maxwell lo miraba meneando la cabeza compungido. Entonces giró en redondo. Sin decir una palabra se alejó pesadamente de ellos. Arrastrando los pies, se dirigió a la puerta.

Conrad y Jessica siguieron en el colchón, observando cómo se alejaba. Vieron que la oscura sangre le empapaba toda la camisa, las culeras de los pantalones. Maxwell alcanzó la puerta y la abrió. Con la cabeza gacha, la cruzó, hacia el pasillo. Luego desapareció.

Conrad no sabía cómo le había quitado a su hija las ligaduras de las muñecas y de los tobillos. Cómo había salido de la habitación, pasillo adelante, hacia la puerta de la entrada. Sólo sabía que tenía que salir, huir, llevarse a Jessica de allí en seguida. Localizar a Aggie. Tenía que encontrar a su esposa, tenía que localizarla.

Aggie…

Ella los socorrería. Ella los salvaría.

Fue arrastrándose pasillo adelante con la niña aferrada a la pernera de su pantalón mientras le acariciaba el pelo con su ensangrentada mano, apretándole la cara a su cadera. De pronto, se vio en el umbral, con luces por todas partes. Una brillante luz blanca y destellantes luces rojas que parecían amalgamarse en una única sustancia luminosa con las nubes rojas que danzaban frente a sus ojos.

Aggie…, pensó Conrad allí de pie en el umbral.

La estaba llamando, pero sin ser consciente de ello. Lo único que sabía era que debía mantenerse en pie. Seguir de pie. No detenerse hasta haber sacado a Jessica de allí, hasta localizar a Aggie.

Aggie…, pensó.

—¡Estoy aquí, Nathan!

Aggie…

—¡Mamá!

Nathan cerró los ojos, agitó la cabeza. Todo le daba vueltas.

Tengo que…

Seguir de pie. Tenía que mantenerse en pie, de pie. Abrió bien los ojos tratando de ver a través de la luz. Miró hacia los escalones. Entonces lo vio: el cuerpo de Maxwell que yacía allí. El cuerpo de Maxwell y…

Aggie…

Agatha. Aggie estaba allí y corría hacia ellos, tendiéndoles los brazos. Entonces la niña, su pequeña, se separó de su cuerpo, bajaba corriendo por la escalera, dejando atrás la inerme mole de Maxwell, muerto. Corrió hasta el borde de la acera, adonde Aggie había llegado ya, donde Aggie había caído de rodillas frente a ella, la rodeaba con sus brazos y la estrechaba contra su pecho…

Conrad, manteniendo el equilibrio a duras penas en el umbral, asintió levemente con la cabeza.

Mi esposa, Aggie…, pensó, Jessie, Aggie

Entonces se acabó. Comprendió que ya podía permitirse desfallecer. Que ya podía derrumbarse.

Se dejó caer hacia las tinieblas que se abrían a sus pies. Se dejó hundir en ellas. Pero aún no cayó. Su cuerpo no cayó. Había gente alrededor. Gente que lo sostenía. Que lo sujetaba del brazo. Que le gritaba al oído.

—Ya estás a salvo. Estamos contigo, tío. Te pondrás bien.

Un tío…, pensó Conrad, un seboso y hediondo tío

La bronca voz del seboso y hediondo tío atronaba en sus oídos.

—Saldrás de esta, chaval. Te pondrás bien. Aguanta, que te pondrás bien.

Y aquel fue el instante que Conrad recordaba… justo aquel instante. Justo al ir hundiéndose en la tiniebla que lo rodeaba tuvo un fugaz instante de lucidez, tan transparente y nítida como el cristal.

Lo vio todo: a los agentes que corrían hacia él, los coches en la calle, luces por todas partes, el cadáver que yacía en los escalones, su esposa abrazada a su hija en la acera. Lo vio todo, como en un meticuloso grabado engastado en la noche.

Y pensó: Voy a vivir.

Con total lucidez pensó: Voy a vivir para conocer a mis nietos.