Madre hogareña

El gran armario del cuarto de la niña era el coto privado de Jessica para sus juegos. Agatha le había despejado el fondo para que pudiese utilizarlo. A Jessica le gustaba sentarse allí cuando quería estar sola. Dibujaba o hacía rompecabezas. También jugaba con muñecos, absorta en sus historias prestando voz a los diálogos que imaginaba y pronunciaba quedamente.

En el interior, como si fuese el público, tenía sentados en derredor a sus animalitos de trapo o de felpa. Ositos, cocodrilos, marcianos, payasos. Goofy y la ranita Kermit estaban entre sus amigos, que así los llamaba ella, como en muchos cuentos.

Agatha estaba entonces frente a la puerta del armario. Miraba a los amigos de Jessica. Había muchísimos, docenas de ellos. A Jessica le daba mucha pena desprenderse de ellos. Y cuando la miraba con los labios temblorosos y le decía: «Oh, no tires a mi amigo, mamá»… pues, bueno, ¿qué iba a hacer ella? Aggie sonrió un poco al recordarlo, sonrió sin percatarse de ello, absorta en sus pensamientos. A decir verdad, se diría que nunca habían tirado ninguna de las criaturas que se habían ido acumulando. Goofy, él había sido el predilecto de Jessica durante casi seis meses cuando tenía tres años. Y la señorita Piggy, allí enfrente, había compartido la cama de Jessica durante la pasada primavera. Y, al fondo del armario, la osita.

—Nebanca —dijo Agatha en voz alta.

Era una osita de felpa, gris entonces, casi negra en algunas partes. Le faltaba un ojo anaranjado. De la zarpa derecha le salía espuma. Un purpúreo parche le afeaba un lado, había sido una emergencia y Aggie sólo tenía en aquel momento hilo de ese color. Pese a ello, era triste ver a Nebanca ahí arrinconada al fondo. Semienterrada bajo el Cangrejo Sebastián y Pound Puppy. Suplantada por una docena de personajes que Jessie había visto en la televisión o en casa de sus amiguitos.

Nebanca había sido la primera en llegar, estaba allí antes que los demás. Y la verdad es que era muy bonita. La madre de Aggie se la había llevado al hospital el día en que nació Jessie. La había colocado bajo el brazo de Aggie mientras estaba en cama. «Ya falta poco», le había dicho, asintiendo enérgicamente con la cabeza. Aggie sólo pudo asentir a su vez débilmente. Y es que ella había sido la única de la familia que había cursado una carrera universitaria; había renunciado a una oscura carrera como asistente social y había conseguido una cierta brillantez, dinero e incluso prestigio en el mundillo artístico; y se había casado con lo que constituía el ideal de respetabilidad de su madre: un médico judío, nada menos. Pero, sólo entonces, aquella desbrida y amargada mujer daba una ligera muestra de estar orgullosa, o medianamente interesada, por uno de los logros de su hija menor.

Una osita de felpa. Nebanca.

Por supuesto, Jess no le hacía el menor caso a la osita al principio, de recién nacida. Durante más de un año y medio, la fiel osita no hacía más que sentarse, ignorada y sin nombre, en un rincón de su parque. Pero un domingo, poco después de Navidad, cuando Jessica tenía diecinueve meses, llegó su momento. Nathan estaba sentado en uno de los sillones. Aggie se había echado en el sofá, para tratar de solucionar el crucigrama del Times. Jessica jugaba en el suelo, garabateando con un lápiz de color en uno de los blocs de dibujo de Aggie.

De pronto, la niña levantó la cabeza. Abrió mucho los ojos y se quedó boquiabierta. Levantó el índice señalando nerviosamente hacia las puertas del balcón.

—¿Es…? ¿Es…? —gritó—. ¿Eso es…?

Nathan miró hacia el balcón. Sonrió.

—¡Eh! Es nieve. Nieve.

—¡Neve! —dijo Jessie, con su lengua de trapo, perpleja.

Bajó la mano y se quedó mirando con fijeza los copos que caían del cielo.

—¡Neve! —repitió.

—Sí —dijo Nathan—. Y qué blanca, ¿eh?

—¡Neve! —exclamó Jessie, forcejeando por levantarse.

Fue hacia su parque tan deprisa como pudo. Agatha reía. Cuando se daba aquellas carreras parecía, según decía Nathan, un robot trastabillando cuesta abajo. Pero a trancas y barrancas había llegado al parque y había metido los brazos para coger la osita. La aupó en dirección a Nathan. Su voz vibraba de impaciencia.

—¡Neve! —gritó.

—Sí, eso es —dijo Nathan riendo—. Nieve. La nieve es blanca como la osita. Nieve blanca.

—¡Nebanca! —exclamó Jessica triunfalmente—. ¡Nebanca!

Estrechó a la osita entre sus brazos. La estuvo acunando y dando una tabarra tremenda sin parar de repetir «Nebanca, Nebanca». Desde entonces —y por lo menos durante un año— no se separó de la osita ni a sol ni a sombra. Le enseñaba a Nebanca cada nueva palabra que aprendía. Le mostraba los dibujos de sus cuentos. La metía en la cama con ella cada vez que le tocaba acostarse. Y, por la noche, se quedaba dormida con ella bajo el brazo. Aggie recordaba incluso haber tenido que darle un beso y las buenas noches a la osita al despedirse de «las dos» y dejarlas en su cuna.

Aggie se acercó al fondo del armario. Se arrodilló frente a Nebanca. Quería enderezarla un poco. Quitarle de encima al Cangrejo Sebastián y a Pound Puppy. Colocarla, quizás, un poco más adelante. No demasiado. No tanto como para que Jessica lo notase… Es decir, cuando volviese a casa… cuando Nathan la trajese de vuelta.

Agatha ahogó un sollozo y cogió a la osita ente brazos. La estrechó con fuerza. Restregó la mejilla en su raída y remendada felpa.

—Nebanca —le dijo a la osita.

Tenía los ojos anegados. La vista se le nublaba. Apretó a la tuerta osita contra su pecho. Recordaba el cálido peso de su recién nacida. El médico se la había dejado entre sus recrecidos pechos como un pescadito. Aggie todavía jadeaba tras el esfuerzo del parto. Y no paraba de decir: «Oh. Una niña. Oh. Una niña». Lo había estado repitiendo hasta la saciedad. Habían tenido que esperar mucho tiempo. Hasta que Nathan se recuperó. Hasta que se encarriló. Hasta que tuvieron dinero. Hasta que él se sintió seguro. Aggie había alzado los ojos y había visto a Nathan allí junto a ella. Él lloraba y reía a la vez. «Oh —le había dicho ella—. Oh, Nathan, una niña». Y luego, su madre había llegado al hospital y le había dado la osita. Nebanca.

Aggie se tragó las lágrimas con rabia. Se enjugó los ojos con la oreja de la osita. No tenía que dejar que la viesen llorar, pensó. Que esos hijos de puta se pudran en el infierno antes de verte llorar, Aggie. Notaba la presencia de sus cámaras por todas partes… encima mismo, como las manos de un extraño. Los imaginaba… amorfas figuras de ojos febriles, observándola. Vigilándola.

¿Pero quiénes sois hijoputas? ¿Por qué nos hacéis esto?

Tardó unos momentos antes de poder aflojar su abrazo a la osita. Luego, la dejó lentamente en el suelo, la devolvió a su sitio. A su sitio, allá abajo en un rincón. A su propio sitio. La dejó apoyada, sentada y bien erguida.

No te preocupes, se dijo pensando en la osita. Nathan la traerá a casa otra vez. La encontrará y la traerá, de verdad. Ahora mismo está en ello.

Se había repetido lo mismo cientos de veces, miles de veces en media hora tras marcharse él. Nathan había ido a eso, a recuperarla, en aquellos momentos estaba en ello. Él no le había dicho adónde iba. Ellos se lo habían prohibido, le había dicho él. Pero cualquier cosa que ellos quisieran que hiciese, él la haría; quienes quiera que fuesen, con independencia de lo que quisieran de él, lo haría y recuperaría a la niña. Se lo repetía una y otra vez. Pronto, pensaba ella —en un par de horas—, a las nueve y media como máximo, lo vería entrar por la puerta con su hija en sus brazos.

Miró una vez más a la maltrecha osita gris, todo irá bien, se dijo. Hay que aguantar. Nathan la traerá, todo irá bien…

Y justo en aquel momento sonó el timbre de la puerta.

Aggie se quedó sin aliento. Se quedó inmóvil.

No abras la puerta a nadie.

El timbre volvió a sonar.

Aggie alzó los ojos, paseó la mirada por el techo del armario, como invocando a las cámaras allí ocultas. ¿Qué hacer? ¿Qué querrían ellos que hiciese?

Entonces llamaron con los nudillos. Con suavidad, pero de manera regular, insistente. ¿Y si eran ellos? ¿Y si querían entrar? ¿Y si se enfurecían por no abrirles?

Cesaron un momento de llamar con los nudillos. Volvió a sonar el timbre. Insistieron con los nudillos.

—¿Señora Conrad?

Era la voz de un hombre, llamándola.

Lentamente, Agatha se enderezó. Salió del cuarto de la niña como en trance. Sus pies se movían hacia adelante como impulsados por una fuerza misteriosa. Sus ojos seguían escrutándolo todo nerviosamente. Buscando las cámaras. Dirigió una mirada al teléfono: llamad, hijoputas. Decidme qué he de hacer. Decidme lo que queréis. Por el amor de Dios, que lo haré, llamad.

—¿Señora Conrad? —insistió aquella suave voz sin dejar de llamar.

Agatha se acercó a la puerta. Se quedó allí delante, pasándose los dedos por el cabello. ¿Qué querrán que haga? No se decidía.

Muy lentamente, levantó la mano. Tan silenciosamente como pudo, deslizó la tapa de la mirilla. Se inclinó a mirar.

El hombre que había en el pasillo la saludó con la mano. Era un guapo joven con el pelo negro y liso.

—Hola, señora Conrad —dijo—. Soy yo.

No lo reconoció así de pronto. Entonces cayó, Price. Era el nuevo vecino, Billy Price, del 5H. No había cambiado con él una palabra excepto el saludo en el ascensor. Entre los vecinos se decía que era corredor de Bolsa, que tenía veinticinco años y que procedía de Topeka, Kansas. Soltero. Educado en Harvard. Tres hermanos menores. Sus padres aún vivían.

—Ah, hola —dijo carraspeando y acercándose más a la puerta—. ¿Podría volver más tarde, Billy? Me pilla en un mal momento. Voy sin vestir.

—Amí no me importa —dijo Billy Price riendo infantilmente—. Vamos, señora Conrad. ¿Agatha, no? Tiene que dejarme entrar. Ya sé que está sola, pero… vamos.

Aggie no contestó. Volvió a dirigir la mirada hacia el teléfono, y luego de nuevo a la puerta. Llamad, pensó. Decid algo. ¿Qué queréis que haga?

Tiene que dejarme entrar.

¿Por qué insistirá así? ¿Y cómo sabía él que estaba sola? Puede que hubiese visto salir a Nathan pero… la había visto en otras ocasiones con Jessica, sabía que tenía una hija. ¿Cómo podía saber él que Jessica no estaba entonces en casa?

—Vamos, A-ga-tha —pronunció su nombre en un tono cantarín; sonaba amenazador.

Pero si no era uno de ellos, ¿por qué no la llamaban?

—Déjeme en-trar, A-ga-tha.

Sin pensarlo más, Aggie abrió la puerta.

Billy Price entró rápidamente. Aggie tuvo que retroceder para dejarlo pasar. Él le sonrió con timidez y cerró la puerta tras de sí.

—Hola. ¿Se acuerda de mí? ¿Billy Price? ¿Abajo en el vestíbulo?

Sus ojos la recorrieron de arriba abajo. Ella seguía con los tejanos y la chaqueta del chándal. No se había puesto sostén. Cuando Price la miró, noto sus pechos desnudos bajo la tela. Él le dirigió de nuevo aquella tímida sonrisa, pero al fijar la mirada en sus ojos ella se percató de que no reflejaban timidez en absoluto. Eran ardientes; burlones.

—De verdad que siento molestarla —prosiguió él—. Sólo quería consultar las páginas amarillas porque aún no me han dado el listín. Y… bueno, sabía que estaba en casa y yo… bueno, como aún no he tenido ocasión de conocerla pues yo… se me ocurrió llamar. Eso es.

—Bueno, yo…

Aggie trató de completar la frase, pero su mente iba por delante. ¿Sería uno de ellos? ¿A qué venía aquel jueguecito con ella?

—… está en la cocina. El listín. Se lo traeré.

—Oh, no hay prisa —dijo Billy Price.

Avanzó un paso hacia ella. Estaba ya demasiado cerca, notaba su cálido aliento en la cara.

—De verdad. Pensé, ya sabe… Como la he visto algunas veces en el vestíbulo, pues he pensado… bueno, que al no estar su familia, podía ser una buena oportunidad, no sé, para charlar un poco. Conocernos.

Entonces, tan penetrante como el ruido de una taladradora, sonó el teléfono.

Aggie se sobresaltó. Contuvo la respiración.

—¡Dios santo! —exclamó girando en redondo.

El teléfono volvió a sonar.

Miró a Billy Price muy azorada. La miraba de hito en hito. Aggie sonrió forzadamente.

—Es el teléfono —dijo—. ¿Me perdona?

Notaba el corazón latiéndole con fuerza en el pecho. Le dio la espalda a Billy Price y cogió el aparato.

—Di… diga.

Una voz empezó a chillarle como una furia desde el otro lado de la línea.

—¿Quién es ese, so puta, más que puta? ¡Os había dicho que no debía entrar nadie! Se la voy a rajar de arriba abajo. ¡Le voy a abrir a la niña en canal, imbécil! Dígame quién es, pero ya, ya, ya, ya mismo.

—Yo… ¿Cómo voy yo a…? Yo…

—Muy bien, so puta: traedme a la niña —ordenó.

—No, yo…

Aterrorizada, Aggie oyó la voz de su hija.

—¡Suélteme! ¡No! Por favor. Por favor… —decía, y empezaba a llorar.

—Por favor —susurró Aggie—. No sé cómo se lo voy a decir…

La voz del hombre se calmó de pronto, dejó de chillar. Aggie seguía oyendo llorar a Jessica. Pero era un llanto de temor, Aggie lo notaba. No era un llanto de dolor. Todavía no.

—Jessie —susurró Aggie.

—Oiga —dijo jadeante el hombre que le hablaba desde el otro lado de la línea—. Soy una amiga. ¿De acuerdo? Soy su amiga Louise. Ya me entiende. Usted diga: «Ah, hola, Louise».

—Ah, hola… —dijo Agatha con voz quebrada. Lo intentó de nuevo—: Hola, Louise.

—Bien. Ahora diga: «Te llamo luego, Louise. Es que ha venido quien sea por la razón que sea».

—Yo… Yo…

—¡Dígalo ya, imbécil!

—Sí, sabes, ya te llamo luego Louise. Sí… Billy Price, mi nuevo vecino que vive al final del pasillo, acaba de pasar a consultar el listín. Sólo a consultar el listín.

—Bien —dijo el hombre—. Y ahora eche de ahí a ese miserable soplapollas inmediatamente, so puta. Le doy sesenta segundos. Uno más y se la rajo —añadió, y colgó el teléfono en el acto.

Agatha posó el auricular sobre la horquilla. Ladeó la cara y dirigió la mirada a Billy Price. Él seguía con los ojos fijos en Agatha.

—Voy a por el listín —musitó.

—Oiga…, de verdad —dijo Price un poco titubeante—. De verdad que no hay prisa.

—Sí que la hay —replicó Agatha—. Ya lo creo que la hay.

Lo dejó allí y fue corriendo a la cocina.

El listín siempre estaba allí. Aggie hablaba la mayoría de las veces desde el auxiliar de la cocina. Había dejado el listín en el alféizar de la ventana. Había quedado enterrado bajo una lata grande de galletas, una bolsa de ganchitos y una bolsa de pretzels que estaba por la mitad. Sujetó todo ello con una mano. Con la otra sacó el listín de debajo.

¿Quién es ese, so puta, más que puta? ¡Os había dicho que no tenía que entrar nadie!

Aún oía su voz. Aquella terrible voz. Le quemaba en los oídos, como si se la hubiesen marcado a fuego en la mente.

¡Dígame quién es, pero ya, ya, ya, ya mismo!

Al sacar el listín, la caja y las bolsas quedaron sobre la superficie del alféizar. Aggie se volvió; iba a llevar el listín a la sala de estar.

¿Por qué no lo sabía?

—Dios —susurró en voz alta. Pero no se detuvo. No podía. No había tiempo. Se dirigió a la puerta de la cocina con el listín.

Pero ¿cómo es posible?, pensó. ¿Cómo es que él no sabía quién era? Price lo había dicho, se había anunciado. Hola. ¿Se acuerda de mí? ¿Billy Price? ¿Abajo en el vestíbulo? ¿Por qué no lo había oído a través de sus micrófonos?

Salió de la cocina hacia el corto pasillo.

Puede que no estuviese escuchando en aquel momento. Puede que no estuviese junto a los aparatos…

Entró en la sala de estar. Allí estaba el pobre Price, con cara de perplejidad. Con las manos en los bolsillos, moviendo los pies como si los arrastrara, dejando vagar la mirada por las paredes.

El hombre del teléfono se había puesto histérico. Como presa del pánico. No sabía quién era porque…

Aggie levantó el pesado listín con ambas manos. Se lo tendió a Price cuando él se acercó. Se esforzó por sonreír amablemente.

—Téngalo —dijo.

¡Qué coño va a haber aquí micrófonos!, pensó. Cámaras sí hay, porque nos ve. Ha visto entrar a Billy Prfee. Puede ver todo lo que hacemos. Pero no nos oye. No nos oyó mientras hablábamos a través de la puerta… por eso no llamó entonces. Llamó al ver a Price. No ha tenido más remedio que llamarme, gritarme por teléfono para averiguar qué sucedía. No puede oírnos. No hay micrófonos.

—Pues, bueno, gracias —dijo Billy Price—. Gracias, eh…

Al llegar ella junto a él, Billy Price alargó la mano para coger el listín. La miró a los ojos intentándolo una vez más.

—Supongo que esto significa que no me invita a tomar el té.

Agatha sonrió de manera más franca. Hizo con la cabeza un gesto amable, de buena vecindad.

—Oye bien, cabrón —espetó ella—. Corta el rollo y ayúdame. Han secuestrado a mi hija. Mi apartamento está vigilado. Llama a la policía. Díselo. En seguida.

A Price se le heló la sonrisa en la cara. La miró desconcertado. Luego, lentamente, la sonrisa desapareció. Se quedó boquiabierto.

—No me pongas esa cara, hijo, que te pueden ver —dijo Aggie, sonriendo dulcemente—. Sonríe. Sujeta bien el listín.

Le plantó el listín en las manos. Él lo sujetó. Ella soltó una campechana risita.

—Ni por un momento creas que es una broma —prosiguió ella—. Ni se te ocurra pensar eso. Ve derecho a tu apartamento y marca el 091 como si la vida de una niña dependiese de ello.

Ella lo iba empujando hacia la puerta, echándose encima del listín de manera que él tuvo que retroceder. Price había logrado a duras penas esbozar una sonrisa y la miraba con ojos de pasmo.

Aggie se hizo a un lado para abrirle la puerta.

—Si la policía entra aquí, mi hija morirá. Díselo así. Asegúrate de que lo entienden bien. Y ahora di: «Gracias y adiós, señora Conrad».

—Gracias y adiós, señora Conrad —repitió Price escuetamente.

Ella lo empujó hacia el pasillo y le cerró la puerta en las narices.

Agatha se volvió en redondo y clavó la mirada en el teléfono. Si estaba equivocada —si había micrófonos—, si podían oírla… sonaría. Súbitamente, la asaltó la idea de que tenía que sonar, que tenía que estar equivocada. Había sucedido todo tan deprisa, que en realidad no había tenido tiempo de pensar. Había muchas otras posibilidades. Claro que estaba equivocada. Claro que llamarían. Iba a sonar en seguida y oiría otra vez aquella horrible voz, a aquel depravado. Oiría a su hija, llorando. Gritando. Siguió con la mirada fija en el teléfono. No sonaba. Pero si se había equivocado… Si no estaba en lo cierto…

Pero el teléfono seguía sin sonar.

Volvió sobre sus pasos. De puntillas, para no despertar a la bestia durmiente, al silencioso teléfono. Avanzó lentamente, conteniendo la respiración. En dirección al pasillo. Hacia el cuarto de la niña. Quería alejarse del teléfono lo máximo posible. Si se alejaba lo suficiente, tal vez no la atrapase.

Y el teléfono seguía sin sonar. Seguía sin sonar. Había acertado. No podían oírla. No había micrófonos. Sólo cámaras. Había acertado. Poco a poco, el atenazador terror se fue disipando. Su mente empezó a centrarse, a pensar con claridad. Fue al cuarto de la niña. Se acercó al armario. Sin saber por qué, allí se sentía más segura, entre los amigos de Jessie. Se sentía a salvo del teléfono.

Se agachó y cogió la vieja y gris osita. La meció.

Hemos dado en el blanco, Nebanca, pensó. Ya hemos avisado a la policía. Detendrán a esos hombres. Nos devolverán a Jessie. Seguro.

Estrechó a la osita más fuertemente contra su pecho.

—Dios mío —susurró audiblemente—, ayúdanos, por favor.

En la estancia contigua, el teléfono empezó a sonar.