¿Cuál es el número?

Conrad levantó la vista de su reloj.

—¿Qué?

Sentada allí frente a él, Elizabeth lloraba quedamente. Tenía la cabeza gacha. Las lágrimas le caían sobre las manos que tenía entrelazadas en el regazo.

Conrad meneó la cabeza, tratando de aclarar sus ideas, de concentrarse. Qué tarde es, se repetía sin cesar. Era en lo único que podía pensar. Las ocho y doce minutos ya. Sólo le quedaban dieciocho minutos. Tenía que preguntárselo. Tenía que conseguir el número. No podía centrarse en nada más, ni pensar en nada más.

Sin embargo, al terminar ella de hablar la miro parpadeando con talante perplejo.

—¿Cómo has dicho?

Elizabeth se lo repitió entre lágrimas.

—He dicho que era el pelirrojo y no Terry.

—Pero ¿cómo es posible? Creí que…

—Ellos me lo dijeron, la policía, quiero decir. Me dijeron que era un empleado, un empleado eventual del Metro. Me dijeron que había salido conmigo y que yo…

Sus lágrimas iban remitiendo. Irguió la cabeza. Lo miró fijamente con los ojos aún anegados.

—… traté de explicarles lo de Terry —prosiguió—. Los llevé al teatro de la calle MacDougal. Quise mostrarles su fotografía de la pared, ¿sabe? —añadió tragando saliva y meneando la cabeza—, pero no había ninguna fotografía suya. Y los demás, los que intervenían en la obra, no habían oído hablar nunca de él.

—Ay, Elizabeth —exclamó Conrad, absteniéndose de decir más.

Ella agachó de nuevo la cabeza.

—Entonces les dije que había estado en su casa. Les di las señas. Y ellos se limitaron a quedárseme mirando. Me dijeron que las casas de aquel bloque estaban todas abandonadas. Incluso me llevaron allí. Me lo enseñaron. Ahí está el edificio de ladrillo, dijeron. El número dos veintidós. Y la casa estaba… vacía. Dentro sólo había basura.

Conrad miró a la joven, meneó la cabeza.

—Siempre es alguien distinto —dijo ella lastimeramente—. El Amigo Secreto. Nunca es el mismo.

La estuvo observando unos segundos más. Tenía la vista baja. Su dorada melena le resbalaba sota las mejillas, casi hasta el regazo. Sus lágrimas caían más lentamente. Conrad la miraba y se le hacía un nudo en la garganta. Notaba su propio pulso en las sienes. Sabía que ya no disponía de más tiempo.

—Elizabeth —dijo suavemente, a la vez que dejaba la silla y se ponía de pie, frente a ella.

Sin alzar la vista se llevó una mano a los ojos y se secó la mejilla. La oyó sollozar quedamente. Carraspeó.

—Elizabeth —repitió—. Tengo que hacerte una pregunta.

Lentamente, Elizabeth alzó los ojos hacia él. Incluso a través de las lágrimas, sus grandes ojos parecían llegar hasta el fondo de su propio corazón. Le suplicaban. Él desvió la mirada.

—Mierda —musitó Conrad, respirando profundamente y volviendo a mirarla—. Óyeme. Puedo ayudarte. ¿Entiendes?

—¿De… de verdad? —exclamó ella. Tendió los brazos hacia él y le cogió las manos entre las suyas—. ¿De verdad?

—Sí. Y voy a ayudarte, Elizabeth.

—Ya sé que he hecho mucho daño. Pero podría también hacer bien —dijo ella—. Estuve bien una temporada. Después del tratamiento en el hospital del Estado. En el Centro Liberty. Estaba mejor. Lo estaba. Traté de explicárselo al doctor Holbein: que siempre es alguien distinto. Puede volver porque siempre cambia. ¿Entiende? Él no me creía. Usted sí me cree, ¿verdad?

Conrad apretó sus manos firmemente. Se acercó más a ella.

—Oyeme. Por favor.

—Usted no dejará que vuelva. Estoy segura. También podría hacer bien. Estoy segura…

—Elizabeth.

Pronunció su nombre con aspereza. Ella dejó je balbucear, pero siguió mirándolo, expectante. Él prosiguió con tanta suavidad como pudo.

—Elizabeth —repitió sin soltarle las manos—. Puedo ayudarte. Y te ayudaré. ¿Entiendes?

Ella asintió con la cabeza entregadamente.

—Pero hoy —prosiguió Conrad—, hoy tengo que pedirte que me ayudes tú a mí. Tengo que hacerte una pregunta, Elizabeth. Es muy importante que trates de contestármela lo mejor que puedas. ¿Comprendes lo que te digo? Necesito que me respondas pensando bien lo que dices, ¿de acuerdo?

Ella asintió de nuevo.

—¿Qué? —dijo—. ¿Qué es?

Conrad volvió a respirar hondo, algo nada fácil tal como le latía el corazón.

—Elizabeth —le dijo al fin—, ¿cuál es el número?

La suplicante mirada de Elizabeth siguió fija en él. Las lágrimas rodaron lentamente por sus blancas mejillas. Una tenue sonrisa de esperanza le asomó en la comisura de los labios.

—¿Cuál es el número? —repitió él.

Entonces ella reaccionó. Se quedó lívida. Se echó hacia atrás, recostándose en el respaldo. Su mirada se enturbió, se oscureció de pronto. Se quedó boquiabierta. La oía jadear.

—¿Elizabeth? —dijo él.

—¡Dios mío! —susurró ella, retirando sus manos de él—. Dios mío.

Buena la hemos hecho, pensó Conrad.

—Óyeme, Elizabeth…

Ella se llevó los dedos a la boca. Meneó la cabeza.

—Oh, no. Oh, Dios mío, no —dijo—. ¡No! —añadió inmediatamente, gritando.

Saltó hacia atrás y derribó la silla, que dio en el borde de la cama y rodó estrepitosamente por el suelo.

Conrad se le acercó, con las manos por delante.

—No pasa nada, Elizabeth. Por favor…

Pero ella retrocedió, apartándose de él, meneando la cabeza, acercándose a la ventana.

—No, Oh, no, oh Dios, oh Dios —iba diciendo.

—Por favor, Elizabeth, ¿quieres escucharme?

El enrejado metálico vibró cuando su cabeza golpeó la ventana. Ella miró a derecha e izquierda, como si tratase de escapar de él, de encontrar una salida; con las manos por delante como para mantenerlo alejado.

Conrad se acercó un poco más a ella.

Cuando Elizabeth volvió a hablar, a él se le heló el corazón. El sonido de su voz era distante y trémulo. Sus ojos se movían nerviosamente como si buscara en el aire un rostro invisible.

—No, no es él —dijo Elizabeth, arrastrando las palabras—. Él es bueno. Él es bueno. De verdad.

Hablaba con su Amigo Secreto.

Ay, pensó Conrad, quedándose inmóvil, mirándola fijamente. Ay, ahora sí que la hemos jodido.

Elizabeth empezó a balbucir, susurrante.

—Oh no, oh Dios, déjalo, oh no, por favor…

Parecía no poder despegarse de la ventana. Movía la cabeza atrás y adelante frenéticamente. Echaba espuma por la boca. Un espumarajo le asomaba por la comisura de los labios a cada movimiento de cabeza.

—Oh Dios, por favor, no. Yo sólo, Dios, no… uno de ellos… vete… vete… Todos sois… sois de ellos. Todos lo son. Todos lo son, tienes razón. Lo sé.

Se le venció la cabeza hacia atrás. Los ojos le quedaron en blanco. Gruñó.

Conrad miró hacia atrás…

En una ocasión le dio una paliza a un marinero holandés. Le rompió los dos brazos y le dejó un testículo hecho migas. Y es tan menudita…

Conrad calculó que estaba a unas cuatro zancadas de la puerta. Y además tendría que abrirla.

—¡Todos! ¡Todos! ¡Todos estáis metidos! —gritaba Elizabeth. Se separó de la pared. Lo fulminó con la mirada. Los espumarajos rezumaban de su labio inferior y goteaban sobre el suelo.

Conrad retrocedió, levantando las manos.

—Eh… por favor. Tienes que escucharme.

—Por favor. Tienes que escucharme —repitió Elizabeth con un espeluznante susurro, mirando a izquierda y derecha, gesticulando furiosamente—. Tengo que escuchar. El doctor Conrad. Él me ayudará. Él va a ayudarme…

Pero a la vez que lo decía le gruñía como un animal, agazapándose, tendiendo sus manos hacia él como garras.

—No. No. No. Él es igual que el otro. Igual que el otro. ¿Cuál es el truco? Primero fingen, primero te dicen: «Sí, Elizabeth, habla con el médico», luego te preguntan, te preguntan… Todos están metidos.

Elizabeth se le fue acercando lentamente. Él retrocedió un paso más. Miró hacia atrás de nuevo, hacia la puerta. Con uno o dos pasos más podría llegar e incluso meter la llave. Se llevó la mano al bolsillo.

—Elizabeth —dijo—. De verdad que quiero ayudarte. Estoy tratando de…

Se interrumpió titubeante. Siguió retrocediendo, pero más despacio. La miró a los ojos.

—¿El otro? —preguntó él.

¿Y ella cómo lo sabía? ¿Cómo sabía ella que yo iba a venir?

—Igual que el otro —repitió Elizabeth, acercándosele más, levantando las manos hacia él, con una mirada resuelta y dura.

—¿El otro médico? —le preguntó Conrad.

Que se bahía vestido para mí. ¿Y ella cómo lo sabía?

—Dicen que son médicos —prosiguió ella, con la voz quebrada por el dolor y la aflicción—. Ah, sí, dicen ser buenos. Lo dicen, lo dicen: que son buenos. Luego te preguntan. Te preguntan.

—¿Te preguntó otro médico por el número? —dijo Conrad.

—«¿Cuál es el número?» —dijo ella acercándosele más, arrastrando las palabras con un gruñido.

Él podía olería. Notaba el calor de su aliento.

—«¿Cuál es el número?», me preguntó él.

Conrad se detuvo a un paso de la puerta.

—¿El otro médico? —repitió él—. ¿El doctor Sachs? ¿El doctor Jerry Sachs?

—Sachs, sí —contestó ella—. «¿Cuál es el número?».

—Él te lo preguntó, ¿verdad? ¿Él, verdad? Fue él, ¿no? Por eso te enfureciste tanto. Por eso no querías hablar al principio. Claro, Dios mío, como que tenías razón. Sachs sí que es uno de ellos.

Y Elizabeth empezó a chillar de nuevo.

—¡Voy a matarlo! ¡Voy a matarlo!

Conrad dio otro paso hacia atrás y llegó ya a la puerta. Tenía la espalda apoyada en la madera. Elizabeth estaba ya casi encima.

—¡Esto no se lo perdono! —gritó—. ¡Esto no se lo perdono! ¡Lo odio!

—¡No, Elizabeth, coño!

Pero ella no estaba dispuesta a detenerse. Alargó los brazos para cogerlo por el cuello.

—¡Elizabeth! —gritó él, protegiéndose desesperadamente con las manos, aferrándose al delantero de su vestido—. ¡Por favor! ¡Por el amor de Dios! —gritó—. ¡Socorro! ¡Ayúdame! ¡Han secuestrado a mi hija!

Ella lo tenía ya. Ya le había echado las manos al cuello. Conrad notaba sus calientes dedos oprimiéndole la garganta. Le clavaba las uñas. Trató de apartarla. La zarandeó, con el rostro pegado al suyo. Con los ojos anegados.

—¡Por el amor de Dios, por el amor de Dios! —gritaba él—. ¡Ayúdame, por favor!

Elizabeth parpadeó. Clavó la mirada en él.

—Han secuestrado a mi hijita —jadeó Conrad—. Tienes que comprenderlo. Por favor. Tienes que comprender lo que te digo. Se han llevado a mi hija.

Elizabeth se quedó inmóvil, con la cabeza baja, la mirada perdida. Movía los labios en silencio, confusa. Alargó el brazo y llevó la mano bruscamente a la boca de Conrad.

—Por favor —murmuró él, sintiendo sus dedos entre los labios.

—¿Su hija? —dijo Elizabeth.

—Por favor. Necesito tu ayuda.

—¿Mi ayuda?

—Sí.

—¿Contra esos malvados?

—Sí.

Ella retrocedió, apartándose de él, tropezando.

—¿Quiere decir que son reales? —preguntó Elizabeth, quien se llevó las manos a las mejillas como si quisiera sujetarse la cabeza—. Yo no… Yo no… Yo no… ¿Que son reales, quiere decir?

Sin resuello, Conrad se tambaleó hacia adelante. Se apoyó desmayadamente en el borde de la mesa.

—Sí —respondió él, con un susurro casi inaudible—. Por favor. Tienes que decirme quiénes son. Tienes que decirme qué andan buscando.

Elizabeth se estremeció; se abrazó.

—No lo entiendo. No entiendo lo que está pasando. Nada. No entiendo nada.

—Mi hijita… —dijo Conrad, mirando a su reloj, que marcaba ya las ocho y veintiséis—. Oh, Dios, mi hijita.

Alzó los ojos hacia ella. Elizabeth lo miraba también, abrazándose, meneando la cabeza. Estaba tratando de entenderlo, pensó él. Necesitaba más tiempo, más tiempo para hacerla comprender.

De pronto, se oyeron fuertes golpes en la puerta. Una voz los llamaba.

—¿Nate? ¿Nate? ¿Pasa algo?

Conrad se volvió en redondo. Vio la cabeza de huevo de Sachs tras el estrecho ventanillo de la puerta.

Conrad cerró los ojos.

Oyó girar el pomo de la puerta y a Sachs metiendo la llave en la cerradura.