Se agota el tiempo
El anexo del Juzgado de lo Criminal era un edificio enorme de elaborada arquitectura. Un bloque entero, alargado, con su blanca fachada de mármol recortándose bajo el cielo purpúreo. En su largo muro asomaban ventanas de arco y cinceladas filigranas. En la parte superior, unas águilas de piedra se hallaban posadas en una terraza desde donde se veía el Empire State Building por el norte y, por el sur, las Torres Gemelas y Wall Street. Entre las águilas, emergiendo desgarbada y coronando el edificio, estaba la torre cuadrada, de deslucido color blanco, con dos esferas de reloj en dos de sus lados. Era la torre del reloj.
Conrad corrió hacia ella, cojeando, casi a brincos, El húmedo aire levantaba hacia atrás su abierto chaquetón. Notaba cómo se agotaban los segundos igual que se agota el oxígeno en una habitación cerrada. Dobló la esquina de la calle Leonard.
La estrecha calle estaba desierta. Los desgastados adoquines, hundidos unos y sobresalientes otros, brillaban o quedaban ocultos con el resplandor de la farola. Aquel edificio parecía venírsele encima. En todo aquel muro de arqueadas ventanas, en hileras que llegaban hasta por donde asomaba el cielo, no había una sola luz encendida. Parecía desierto; como si estuviese vacío. Cerrado.
Corrió hacia la puerta y la empujó. Se abrió fácilmente. Entró en el vestíbulo.
El amplio espacio estaba a oscuras. El majestuoso vuelo de dos escalinatas de mármol. Una estilizada balaustrada vencía a la oscuridad. Una aparatosa y esférica araña colgaba por encima da Conrad. Todo era silencio y frío. Conrad tenía la sensación de que el frío le llegaba en oleadas desde la piedra.
Corrió bajo las escalinatas hacia los ascensores. Aggie y él habían visitado con frecuencia el Museo de la Torre del Reloj antes de que Jessica naciese. Habían subido hasta arriba, a besarse y a pegarse el lote… Pero no podía pensar en eso entonces. Corrió.
Pulsó el botón del ascensor. Se abrió una puerta. La intensa luz del interior del ascensor inundó el suelo. Conrad entró y apretó el botón de la última planta, la doce.
El tiempo se agotaba mientras el ascensor subía. Consultó su reloj y vio la manecilla del minutero rebasando las doce. Se le formó un nudo en la garganta al verlo. Tenían que esperar.
Ni un minuto después de las nueve.
Sí, tenían que esperar.
Ni un segundo.
El ascensor subía deprisa. Sonaba una campanilla cada vez que llegaba a una planta. Siete… ocho… nueve… Conrad alzó la vista al techo y se llevó las manos a la cabeza.
A las nueve todo habrá terminado para usted y para su hija. Recuérdelo.
Por favor, pensó. Por favor.
La puerta del ascensor se abrió. Conrad salió corriendo.
Allí empezaba una escalera de caracol, una espiral de peldaños de madera. Conrad la enfiló arrastrando la pierna, subiendo rápidamente a oscuras. Al llegar arriba irrumpió trastabillando en un pasillo en el que se veían unas puertas grises, cerradas. Casi podía notar la manecilla del minutero dejando cada vez más atrás la hora fijada, como si el mecanismo estuviese en su interior. Jadeando, tosiendo, corrió hacia la puerta del fondo del pasillo. La puerta asomaba allí, destacándose entre las sombras. La capa de pintura gris había saltado en varios puntos. Un letrero decía PROHIBIDA LA ENTRADA. Empujó la puerta.
Allí empezaba un corto tramo de escalones de madera. Los subió; al final asomaba una puerta de hierro pintada de rojo. Más que el frío que desprendían las paredes de cemento, lo que notaba entonces era el frío del exterior, que le calaba los huesos. Respiraba con dificultad y tosía.
—Dios.
Abrió la puerta de hierro. Salió al tejado. Notó el aire y el ruido como un golpe en la cara. El murmullo del viento, el rumor del tráfico que ascendía desde las calles. El tenue e intermitente sonido de los cláxones.
Cruzó una pequeña rampa metálica que conducía a la terraza. Las águilas de piedra posadas sobre la barandilla lo rodeaban. Las luces blancas, rojas y verdes de la ciudad asomaban entre la neblina. La dorada corona de la torre del ayuntamiento se alzaba frente a él, bajo un cielo sin estrellas.
Jadeando, miró su reloj. Se le hizo un nudo en el estómago. Pasaban tres minutos de las nueve.
Avanzó un paso por la terraza. Oyó una campanada.
Sonó fuerte y solemne. El rumor del tráfico quedó ahogado con la vibración y se elevó de nuevo al extinguirse esta. Conrad alzó los ojos y vio la torre del reloj.
Estaba justo frente a él, justo encima. Un esculpido bloque de mármol con la iluminada esfera mirándolo. Y, sobre la esfera, las grandes manecillas negras sobre los números romanos. Y la manecilla de las horas estaba en las nueve y la del minutero exactamente en las doce.
El reloj de la torre atrasaba.
Sonó la segunda campanada.
¡Llegaba a tiempo! ¡Llegaba a tiempo!
Entonces, mientras miraba, una negra silueta —la negra silueta de un hombre— pasó por detrás del iluminado reloj. Sonó la tercera campanada.
Conrad corrió hacia la torre del reloj.
Otra campanada. Conrad abrió la puerta y penetró en la oscuridad de la torre. Una estrecha espiral de escalones caracoleaba hacia la nada. El reloj dio la quinta campanada, que hizo temblar el aire del interior de la torre. Conrad se apoyó en la barandilla y empezó a subir.
Tiraba de su cuerpo más que subir, apretando los dientes para no sentir el dolor. Otra campanada. Tiraba de su pierna derecha, que parecía un bloque de cemento con un rayo atrapado en el interior. La séptima campanada. Se oía con más fuerza conforme ascendía. Se le metía en la cabeza, que le dolía.
Ni un minuto. Ni un segundo.
¡Llegaba a tiempo!, exclamó mentalmente. ¡Llegaba a tiempo!
Sólo le quedaba una vuelta. Ya veía el paso que conducía a la torre del reloj. Sonó la octava campanada. Ya estaba, ya estaba en el paso. Siguió avanzando.
Allí, en el interior de la laberíntica cámara del mecanismo, la última campanada repicó en el aire como en los barrotes de una jaula. Conrad notó las vibraciones recorriendo todo su cuerpo. Las rojas nubes del crepúsculo irrumpieron en su campo de visión, reluciendo, flotando. Cerró el ojo derecho para ahuyentarlas. Lentamente, se extinguió el sonido de la última campanada. Conrad se quedó allí de pie, desmayadamente, jadeando. Frente a él, en el centro de la pequeña cámara, muelles, engranajes y volantes se movían, subiendo, bajando y girando en una maraña mecánica que emitía un zumbido y una sorda vibración. El eje que transmitía el movimiento a las manecillas del reloj giraba. La aguja del minutero rebasó la hora en punto con un clic y un breve zumbido.
Recortándose en el blanco de la esfera la sombra de un hombre asomó desde detrás del mecanismo.