La niña
Habían dejado a Jessica acostada en la cama. Le habían atado las manos a la espalda. Le habían atado los tobillos. La habían amordazado. Habían dejado encendida la televisión. «Así tendrá algo con lo que entretenerse», había dicho Sport. En la habitación no había más luz que la que proyectaba la pantalla del televisor.
La pequeña estaba de costado. Trataba de mantener los ojos abiertos, pero se le cerraban continuamente. El azul de sus ojos parecía nebuloso, como si su luz se fuese apagando. Su cara, sus mofletes parecían parcheados, con rodales rojos y otros blancos como la tiza. Su madre le había hecho una trenza para que no se le enredase el pelo por la noche, pero la trenza había empezado a deshacérsele.
Jessica se sentía mal, mareada. El cloroformo le había provocado dolor de estómago. Le daba miedo vomitar. Pensaba que tendría que tragarse el vómito por culpa de la mordaza. Se había hecho pipí en el colchón y eso también la incomodaba. No había podido evitarlo. Se había aguantado todo lo que había podido, pero al final se le había escapado. Y entonces tenía que estar en aquella cama mojada. Y también tenía pipí por todo su camisón de dibujitos, su favorito. Al cabo de un rato, rompió de nuevo a llorar. Era como si se ahogase. La aturdía. Se sentía somnolienta. Cerró los ojos.
Se durmió, pero incluso dormida se notaba ardiendo. Al despertarse tenía sudor en la frente. Eral como cuando tuvo la varicela, cuando tuvo tanta fiebre. Casi se dormía, pero se sentía tan mal que no podía conciliar el sueño.
Miró hacia el televisor. Dos hombres hablaban. Esperaba que su papá llegase pronto. Él se lo había dicho por teléfono: pronto estarás en casa. Pensaba que debía de estar al llegar. Pensaba que aporrearía la puerta tan fuerte que aquellos malvados se asustarían y lo dejarían entrar. Entonces aquellos hombres tan malos lo verían y se asustarían mucho porque él estaría muy, pero que muy enfadado. Pondría muy mala cara, como aquella vez que Jessica se subió al peñasco aquel de Central Park al que él le había prohibido que subiese. Y su papá les pegaría. (Su papá pensaba que pegar no estaba bien, y por eso nunca le pegaba a ella, pero en este caso haría una excepción). Les daría un puñetazo a los dos en toda la nariz. A aquel tan forzudo y alto tendría que darle con una estaca o dispararle con una pistola. Y entonces Jessica iría también a pegarles.
Ay, pero qué mal se encontraba. Se encontraba muy mal. Tendría que vomitar aunque no quisiera. Tenía la sensación de que la mordaza la ahogaba. Se le llenaban los ojos de lágrimas. ¡Mamá!, exclamó mentalmente. De pronto, como en un arranque causado por la impotencia, intentó desatarse las manos. Empezó a darse la vuelta de un lado a otro de la cama, frenéticamente. Lloraba. Apenas podía respirar. Se le nublaba la vista. Se quedó inmóvil. Se notaba ardiendo y como atontada.
Poco después volvió a despertarse. Aún se encontraba peor, como si tuviese más fiebre. Se echó a llorar de nuevo, sin poder respirar apenas. Oh, mamá, pensaba. Dio un fuerte tirón con uno de sus brazos hacia arriba.
La mano se soltó.
Por un instante, Jessica ni siquiera reparó en ello; no lo pensó. Simplemente se llevó la mano a la boca para quitarse la mordaza. Dolía pero le daba igual. Tenía que quitársela. Tenía que respirar.
Se quitó el esparadrapo. Se incorporó un poco. Pensaba que estaba a punto de vomitar. Sufrió una arcada. Tenía la lengua fuera, pero no vomitó. Volvió a echarse sobre el colchón, quedándose a un lado para evitar la parte mojada. Permaneció echada y respirando profundamente. Y entonces cayó realmente en la cuenta: tenía las manos libres.
Se miró los brazos. Los tenía entumecidos, llagados. Se restregó las muñecas. Seguía encontrándose mal, pero ya no le parecía tener tanta fiebre ni se sentía tan mareada como antes.
Al mirarse las manos empezó a preocuparse. Alzó la vista hacia la puerta. Quizá debía intentar volver a ponerse el esparadrapo, pensó. Aquellos malvados se enfadarían si veían que se lo había quitado. No lo había hecho a propósito, en realidad. Se había soltado. Porque no podía respirar. Pero a lo mejor no lo entendían. A lo mejor decían que se había portado mal.
Pero quizá podía esperar. Los había oído salir hacía un rato. Quizá podía esperar hasta que regresasen y entonces ponerse el esparadrapo muy deprisa antes de que la viesen. Aún tenía atada una mano. Así que sólo tenía que meter la otra por el lazo y volverse a poner el esparadrapo. O bueno… al revés.
Moe, el tortuguito, estaba echado a su lado la cama. Sport se lo había dejado allí. «Te hará compañía», le había dicho después de atarla y amordazarla. Jessica se acercó a Moe y lo cogió. Lo estrechó y descansó la mejilla en él. Empezó a chuparse el pulgar. Sabía que eso era cosa de niñas pequeñas, pero entonces no podía evitarlo. Miró hacia la pantalla del televisor. Pasaban un anuncio. Un grupo de niños y niñas que corrían por un patio. Uno de los niños caía y se ensuciaba la camisa. Su madre tendría que meterla en la lavadora.
Ojalá estuviese mi mamá aquí, pensaba Jessica.
Se había dormido un ratito; no sabía cuánto. Al despertarse pasaban más anuncios por la televisión. Se alegró, por un instante, de no sentir tantas náuseas como antes.
Pero entonces se paró a pensar. ¿Y si habían vuelto aquellos hombres mientras estaba dormida? Miró hacia la puerta. Escuchó con atención. No oía más que la televisión.
Primero pensó que debía volver a ponerse la mordaza por si acaso. Pero no quería volver a taparse la boca. Tal vez, si iba sin hacer ruido, pudiese asomarse a ver si de verdad no estaban.
Y eso fue lo que decidió hacer.
Se incorporó, sin perder de vista la puerta para asegurarse de que no entraba nadie. Se quitó lentamente las ataduras de los tobillos. También le habían puesto esparadrapo, aunque no dolía tanto como en la boca. Cuando se hubo soltado dejó las ataduras en la cama para poder volver a ponérselas cuando entrasen. Entonces saltó de la cama. Con Moe bajo el brazo y chupándose el pulgar, se acercó a la puerta.
Fue muy despacio, de puntillas. La azulada luz que proyectaba el televisor flotaba junto a la puerta. Notó el rodal mojado de su camisón contra las piernas. Le daba mucho asco. Y mira que se lo había aguantado. Su mamá lo comprendería cuando se lo dijese, pero le daba asco igualmente.
Al llegar a la puerta, se sacó el pulgar de la boca y asió el pomo. Lo giró lentamente, muy despacio… tan silenciosamente como pudo.
Se oyó un clic y la puerta se entreabrió. Jessica se asomó. La estancia estaba a oscuras. Allí no parecía haber nadie. Abrió la puerta un poco más, sin dejar de asomarse. Miró hacia la derecha, a lo largo de la estancia. Estaba a oscuras y silenciosa. Distinguió el tenue perfil de varias sillas. Vio las puertas de cristal que daban al balcón. Las cortinas estaban corridas.
Miró hacia la izquierda. Tampoco por aquel lado se movía nada. Estaba ya a punto devolverse hacia la habitación en la que ella estaba cuando se fijó en la puerta de la entrada.
Sabía que era la puerta de la entrada porque era exactamente igual que la puerta de la entrada de su casa. Era grande y recia, con cerradura, seguro y cadena. No estaba lejos. Podía llegar de una carrerilla. Podía. Podía abrirla y salir. Entonces podía bajar con el ascensor y pedirle ayuda al portero. El portero llamaría a su papá y le diría dónde estaba. Probablemente su papá aún no había llegado por eso, pensó. Probablemente no sabía dónde estaba. El portero podría decírselo.
¡Ya está!, pensó. (En los dibujos animados de la televisión siempre salían niñas que corrían aventuras y se metían en líos. Y cuando todo se ponía negro, siempre se les ocurría algo. Chasqueaban los dedos y decían: «¡Ya está!». Pero Jessica no sabía chasquear los dedos).
Así que se limitó a la exclamación: «¡Ya está!». Y salió del dormitorio.
Pero aquello estaba oscuro. Se detuvo en seco justo al lado de la puerta. Aquello estaba muy oscuro y era muy grande. Distinguía los contornos de los muebles en la oscuridad. ¿Y si aquellos hombres tan malos estaban allí?, pensó. ¿Y si se habían escondido en lo más oscuro? ¿Y si habían dejado algún perro suelto para vigilarla y se le echaba de pronto encima por detrás, gruñéndole y con los ojos rojos?
Abrazando a Moe, Jessica retrocedió un paso hacia el dormitorio, pero sin perder de vista la puerta de la entrada. Estaba allí mismo, a sólo unos pasos. Y puede que de verdad su papá no supiese dónde estaba. Porque, si lo supiera, ya habría ido a llevarla a casa.
Dejó de retroceder. Miró alrededor, hacia las sombras. Ya no sentía náuseas, pero algo tenía en el estómago que no sabía lo que era. Se estremeció y abrazó a su sonrosado tortuguito con más fuerza. Entonces, apretó los dientes y se agachó para hacerse más pequeña. Se acercó de puntillas hacia la puerta de la entrada.
Avanzó de puntillas muy lentamente. Como iba descalza, notaba la madera fría. Notaba que su estómago estaba frío y como vacío. Miró hacia atrás. Pensó que acaso algo la seguía por detrás en la oscuridad. Volvió a atisbar hacia la puerta de la entrada. Sin saber por qué, ya no le parecía que estuviese tan cerca. Parecía que le costaba mucho rato llegar. Y si miraba hacia atrás, hacia el dormitorio, se diría que estaba también más lejos que antes. Demasiado lejos para retroceder corriendo a oscuras.
Siguió de puntillas, pero más deprisa. Recorrió los metros que le quedaban. Llegó al fin a la puerta. El pomo quedaba justo a la altura de sus ojos. Sujetando firmemente a Moe bajo un brazo alargó el otro y asió el pomo con la mano. Lo hizo girar. Giró un poco y se bloqueó. Volvió a intentarlo con más fuerza. Pero nada. No se abría.
—Oh, no, —exclamó la pequeña con un bufido. La puerta estaba cerrada con llave.
Alzó los ojos. Miró hacia la parte superior de Puerta, la cadena colgaba allí. Las dos cerraduras estaban muy arriba. Una tenía una llave puesta. La otra era una placa grande de cobre con otro pomo. Eran difíciles de abrir, pero ella sabía hacerlo. Lo había hecho en casa algunas veces. Aunque casi siempre tenía que acabar ayudándola su madre.
Se aupó hasta la primera cerradura, la de la llave. Trató de darle la vuelta. Iba muy dura. No tenía bastante fuerza. Se agachó y dejó a Moe en el suelo. Intentó otra vez darle la vuelta a la llave, ahora con las dos manos. Y giró. Oyó el clic.
—Hala —musitó.
¿Sabía o no? Se aupó hasta la segunda cerradura. Los dedos le llegaban al borde inferior de la placa de cobre. Pero al pomo… al pomo no llegaba, estaba demasiado alto. Se quedó allí, inmóvil, sobre la punta de los pies. Con los dedos apenas lograba rozar la base del pomo. Hizo como para darle la vuelta, pero sin asirlo era imposible…
Entonces, al otro lado de la puerta, en el rellano, oyó el agudo zumbido de la puerta del ascensor que se abría. Oyó voces de hombres.
—… no te olvides de llevar el teléfono contigo, ¿entendido? No vayas a olvidarlo —decía uno de ellas.
Jessica comprendió que eran ellos.
Fue a darle la vuelta a la llave para que no lo notasen. Pero pensó que lo oirían. Tuvo que dejarla como estaba.
—Sí, no lo olvidaré —oyó que decía el otro.
Los tenía justo al otro lado de la puerta. Jessica dio media vuelta y corrió hacia el dormitorio. Tenía que volverse a atar y amordazar para que no notasen nada. Se enfadarían mucho si descubrían que se había portado mal. No lo había hecho a propósito. Pero no podía respirar…
Se deslizó hacia el interior del dormitorio, oyendo cómo metían la llave en la cerradura. Miró hacia atrás y le pareció ver cómo giraba el pomo de la cerradura grande.
Entonces dirigió la mirada hacia el suelo y vio a Moe. Su rosado tortuguito se había quedado allí en el suelo. Distinguía su contorno.
Levantó la cabeza. No sabía qué hacer. Ahora las dos cerraduras estaban abiertas y la puerta a punto de abrirse. Pero si veían a Moe allí tirado…
Volvió a salir del dormitorio corriendo. Fue avanzando de puntillas hasta Moe. Oyó cómo entraba la llave en la otra cerradura. Se agachó y cogió a su rosado tortuguito. Oyó que la llave giraba. Que empujaban la puerta.
Entonces oyó la voz de uno de ellos.
—¡Mierda! ¿Es que te olvidaste de cerrar esta?
El de la voz había vuelto a cerrar porque no sabía que Jessica le había dado la vuelta a la llave hacia el otro lado.
Jessica corrió de nuevo hacia el dormitorio. Volvió a oír cómo daba la vuelta la llave, abriendo de verdad esta vez. Miró hacia atrás mientras corría.
Entonces se dio con el canto de la puerta del dormitorio y cayó.
Se había dado en el tobillo. Se oyó un ruido sordo y cayó de bruces.
—¡Ay! —gritó.
Moe salió despedido hacia adelante. Jessica se había protegido con las manos y los brazos al caer al suelo.
La puerta de la entrada se abrió. Se encendió una luz. Llorando, boca abajo, Jessica ladeó la cabeza. Vio a Sport mirándola. Maxwell estaba detrás de él, mirándola también.
Pues ahora vendrá mi papá, pensó Jessica. Ahora vendrá mi papá y les pegará.
El rostro de Sport se contrajo. Sus ojos, por un instante, parecieron negros.
—¡Coño! —espetó—. ¡La mala puta… la mala puta de mierda…!
Avanzó hacia la niña.
Maxwell cerró la puerta.
Jessica lloraba desconsoladamente.
—Ha sido sin querer —decía.
Sport se agachó y la cogió de un brazo. Tiró de ella.
—¡Ay! —gritó Jessica.
La arrastró por el suelo. La abofeteó con violencia. Tal bofetón le dio que la tiró al suelo. Jessica chillaba y sollozaba.
Ahora entrará papá. Ven papá. Oh, papá, ven, pensaba.
—¡Tú y tu puta madre, putilla de mierda! —espetó Sport—. Bien jodida y bien muerta está, ¿que te parece eso? Muerta está ya tu madre, ¡puta, más que puta!
—¡No está muerta! —sollozó Jessica.
—Ya lo creo que lo está. Por andar jodiendo la marrana, por eso.
—¡Vendrá mi padre! —le gritó Jessica, ahogándose en lágrimas—. ¡Vendrá a pegarte una paliza! ¡Va a venir y te tirará por la ventana!
Sport ladeó la cabeza. Allí tenía a Maxwell. Miraba fijamente a Jessica.
—Trae el cloroformo —ordenó Sport.
—¡No! —gritó Jessica—. No… mami…
Luego sólo pudo sollozar, llevándose la mano a la boca al ver que Sport se le acercaba.