En el cuarto de la niña

Cuando la policía entró con el detenido, Aggie y Elizabeth estaban en el cuarto de la niña.

—Las estrellas —señaló Elizabeth—. ¿Ha pintado usted las estrellas?

Estaban las dos solas en el cuarto de Jessica.

Todos los agentes estaban en la sala de estar.

Elizabeth miraba el techo, con la boca entreabierta.

—¿Ha pintado usted las estrellas? —preguntó de nuevo.

Aggie se limitó a asentir con la cabeza. Le resultaba difícil hablar de las estrellas de Jessica.

—Sí —logró decir al fin.

—Son preciosas —alabó Elizabeth.

—Gra…

Aggie no pudo terminar de dárselas.

Elizabeth la miró.

Vacilante, alzó la mano y tocó el hombro de Aggie. Luego, retiró la mano rápidamente y dejó el brazo colgando junto a su costado.

—Todo irá bien —dijo mirando hacia abajo—. La niña volverá. Estoy segura.

Aggie asintió con la cabeza, tratando de sonreír.

Elizabeth dio media vuelta.

Recorrió brevemente la estancia con la mirada. Las estrellas en el techo, el arco iris en la pared azul celeste, el palacio de cristal pintado allí entre nubes.

—Seguro que volverá —insistió animándola—. Tiene una habitación muy bonita.

Elizabeth llevaba entonces un vestido viejo de Aggie. Los agentes se habían llevado el suyo, manchado de sangre, al laboratorio en una bolsa de plástico. Habían tomado también muestras de las costras de sangre que Elizabeth tenía en las mejillas y bajo las uñas. Lo habían estado haciendo en el dormitorio mientras D’Annunzio y el agente especial Calvin la interrogaban.

Aggie había estado presente. Elizabeth le había pedido que se quedase con ella. Aggie había estado sentada en la cama, junto a Elizabeth, cogiéndole la mano. Había estado escuchando lo que Elizabeth contó acerca del hombre que la amenazó con la navaja en el coche y había pensado: Dios mío, y ella va y lo mata. ¿Dice eso, no? Va y lo mata. Con sus propias manos

Había dejado de darle cariñosas palmaditas en la mano entonces. Se había quedado mirando aquella mano. Se había quedado mirando aquella mano y había visto la imagen de su pequeña alzarse ante ella: Jessie, con sus pequeños labios temblando, sus ojos azules con expresión de terror y de desconcierto.

Aggie había tragado saliva, sofocando una sensación de náusea, mientras miraba la mano de Elizabeth.

Aggie había hecho salir a los agentes de la habitación antes de que Elizabeth se quitase el vestido. Luego le había pasado el vestido a uno de ellos a través de la puerta. Había sacado uno de sus viejos vestidos del armario, beis, con estampado de flores. Elizabeth había tenido que ajustarse mucho el cinturón y el dobladillo le quedaba por encima de las rodillas, pero le sentaba bastante bien.

Luego Aggie la había llevado al cuarto de baño. La había hecho sentar en la taza y le había limpiado la cara con una toallita húmeda. Le limpió bien las mejillas y el contorno de los ojos, quitándole las costras con suavidad mientras Elizabeth la observaba fijamente. Aggie pensaba en cuando le lavaba la cara a Jessica, que no paraba de hablar y de hacerle preguntas: «¿Qué me toca hoy? ¿Vendrá papá antes de que me haya acostado? ¿Podré ver la tele después de salir del colé?». A veces Aggie perdía la paciencia: «¡Jessica! ¡Cómo voy a lavarte la cara sino paras de moverla!». Jessica soltaba una risita, lo que no hacía si no empeorar las cosas.

Pero Elizabeth Burrows no hablaba ni se movía mientras Aggie le lavaba la cara. Estaba allí sentada, muy quieta, erguida, con las manos entrelazadas sobre el regazo. Miraba a Aggie. Miraba de hito en hito a Aggie con sus grandes ojos verdes, con la boca entreabierta. Aggie estaba por decirle: «Para ya», pero no lo hizo. Y Elizabeth seguía mirándola, sin apartar la vista de ella.

Cuando Aggie hubo terminado, dejó la toallita en el lavabo. Elizabeth seguía escrutándola, con la cabeza ligeramente ladeada.

Aggie reparó entonces en lo bonita que era. Como salida de un cuadro. Como una Venus de Botticelli. Dios, se dijo Aggie, lo que podría haber sido esta chica si… Allí frente al lavabo contempló a Elizabeth. Elizabeth seguía con la cabeza ladeada, mirándola a su vez.

O sea que ha despedazado a ese hombre con sus propias manos, pensó Aggie.

—Volvamos al dormitorio —le indicó amablemente.

—No… —dijo Elizabeth parpadeando, como si la voz de Aggie la hubiese despertado—. Es que… Es que… ¿Podría ver su habitación?

—¿La de quién?

—La de su hija.

Ahora estaba junto a la alta cama de Jessica, mirando con el mismo pasmado asombro las estrellas pintadas, el palacio de cristal, el arco iris pintado y las nubes. Iba ensoñadoramente de un lado para otro alrededor de Aggie. Hacia la estantería de los juguetes de Jessica, en un rincón. Tocó la cajita de música que tenía allí, un tiovivo en miniatura; tocó los caballitos, las banderitas de tela que ondeaban en sus doradas lanzas.

Aggie la observaba. Veía cómo sonreía a los pintados caballos. A través de las paredes percibía el débil murmullo de las voces de los agentes.

—Había pensado mucho en esta habitación —dijo de pronto Elizabeth—. En la habitación de su hija. Tenía ganas de verla.

—¿Ah, sí? —dijo Aggie, con un casi imperceptible estremecimiento, al imaginar a aquella joven, a aquella loca, encerrada en un manicomio y pensando en la habitación de su hija.

¡Por Dios, Nathan! ¿Acaso les cuentas nuestra vida privada?

—Sí —dijo Elizabeth—. Después de que aquel hombre…, allí estaba el hombre con la navaja y luego los policías. Me encontraron cuando estaba… Cuando ya estaba muerto, sabe, por lo del Amigo Secreto y… Y los policías me metieron en el coche y les dije, yo les dije: «Tienen que ayudar al doctor Conrad. Tienen que ayudarle». Y no paré de decírselo, y llamaron por radio y dijeron que iban a traerme aquí y yo… Yo estaba muy asustada. Estaba asustada, pero pensé… pensé: «Ahora veré su habitación». Eso es lo que me dije para no tener miedo. «Ahora veré cómo es su habitación», no paraba de decirme.

Aggie le dirigió una amable sonrisa tratando de dominar otro estremecimiento.

—Entiendo —asintió.

—Y entonces… —dijo Elizabeth, pero se interrumpió de pronto—. Oh —exclamó con un prolongado suspiro—. Fíjate…

Le brillaban los ojos y tenía la boca entreabierta con los labios ligeramente fruncidos. Miraba el interior del armario de Jessica.

—Fíjate. Tiene tantos… Oh —exclamó de nuevo haciendo expresivos ademanes—. Animales. Juguetes y animales.

—Ella los llama sus amigos —explicó Aggie, con un tono de voz más áspero que antes.

—Amigos —repitió Elizabeth—. ¡Qué monos! —añadió metiéndose en el armario.

Aggie vaciló. No se sentía con fuerzas de volver a entrar en el armario. Cuando, pese a ello, se acercó al ropero sintió una opresión en todo su cuerpo; en el pecho, en el estómago, en la garganta. Como si la hubiesen lastrado con plomo. Se asomó al interior del armario.

Elizabeth estaba allí con los animalitos de peluche, arrodillada, rodeada de todos ellos. Cocodrilos y marcianos; Goofy, Miss Piggi y la ranita Kermit.

Pero, claro, a quien tenía entre los brazos era a Nebanca, la vieja osita. La estrechaba contra su pecho.

Dios, pensó Aggie, parpadeando para que no asomasen las lágrimas. Esta se me lo queda.

Abrazando a Nebanca, Elizabeth la miró.

—Voy a desaparecer —dijo quedamente, con una voz que sonó extrañamente clara, extrañamente fuerte—. ¿No se lo ha dicho el doctor Conrad?

—No —logró decir Aggie—. No. Claro que no.

—Pues es verdad —aseguró Elizabeth contristada—. Estoy convencida —añadió, acunando a Nebanca—. Será como si estuviese aquí, sin poder moverme. Con todos estos amigos. Y los amigos me hablarán aquí y yo tendré que escucharlos. Tendré que escucharlos y luego, lentamente, lentamente… desapareceré.

Elizabeth alzó los ojos hacia Aggie. Ella vio entonces lo profundos y claros que eran.

—Los he visto así, sabe —prosiguió Elizabeth—. Otros que han desaparecido. En los hospitales. Se los ve allí sentados. Con la mirada perdida. Mirando a la pared —continuó con un estremecimiento—. Casi se puede ver; se los mira a las ojos y casi se puede ver. Es como un funeral: el velatorio está lleno de amigos, pero la persona ya no está allí. Sólo están allí los amigos, hablando y viviendo en su interior. Pero la persona ha desaparecido.

Esbozó una leve sonrisa y estrechó más a Nebanca entre sus brazos.

—Es peor que un funeral —apostilló—. Creo que tiene que ser peor que la muerte.

—No digas eso —dijo Aggie acercándose a ella.

Elizabeth estrujó a Nebanca contra su pecho, restregó la mejilla en la osita. Sus ojos se humedecieron. Sus inflamados labios dejaron escapar palabras como a borbotones.

—¡Es que es una habitación tan bonita! ¡Cómo me gustaría haber tenido una habitación así!

—¡Oh, Dios! —exclamó Aggie, estallando también en lágrimas. Se acercó a Elizabeth y se inclinó hacia ella. Le tocó la mejilla.

Entonces fue cuando entraron con el detenido.

Ambas lo oyeron cuando cruzó la puerta de la entrada. Chillaba.

—¡Cabrones! ¡Más que cabrones! Esto es ilegal, una cabronada. Es una cabronada de lo más ilegal. Maricones. ¿Que no es ilegal? ¿Creéis que vais a salir de rositas con esto? No hacéis más que joder a la gente. ¡Hijoputas! ¡Maricones! No me habéis leído mis derechos —siguió clamando—. Ya veréis en qué mierda os habéis metido. ¡Eh! ¡Eh! ¡Fuera las manos, cabrones! ¡Brutalidad policial! ¡Esto es brutalidad policial! ¡Dejad ya de joderme!

—Dios santo —susurró Aggie.

Había salido corriendo del cuarto de la niña. Pasillo adelante. Hacia la sala de estar. Allí entre el grupo de agentes de paisano con corbata y agentes de uniforme. Se separaron formando un pasillo en dirección a la puerta. Aggie miró por aquel pasillo que se había abierto ante ella y vio al detenido.

Era el hombre que se había hecho pasar por el detective D’Annunzio. Iba sujeto entre dos agentes uniformados. Lo aferraban por los codos. Iba esposado, con las manos a la espalda. Agatha lo vio porque el detenido no paraba de girar el tronco de un lado a otro. Su cabello castaño le resbalaba hacia adelante y hacia atrás al forcejear con los agentes. Le brillaban los ojos y sonreía de forma que su blanca dentadura emitía destellos bajo la lámpara del techo. Reía como un loco. Se le quebraba la voz al hablar.

—La habéis bien jodido. La habéis jodido tan bien que en la vida se os va a olvidar lo que significa la palabra «jodido». Pondrán vuestra foto junto a la palabra jodido en los jodidos diccionarios, soplapollas. Maricones. Nadie me ha leído mis derechos, nadie me ha dicho una jodida palabra, sólo…

Entonces, antes de que Aggie supiese realmente de qué iba, se abalanzó sobre él. Lo agarró de la chaqueta, tirando de sus solapas, cogiéndolo del cuello, tirándole del pelo. Las lágrimas rodaban por las mejillas de Aggie, calientes, abrasándole la piel. Su voz era como un áspero lamento. Apenas la reconocía como suya. Apenas se percataba de que estaba gritando, allí frente al perplejo rostro de aquel hombre.

—¿Dónde está ella? Por favor, por favor, ¡dígame dónde está mi niña! Oh, por favor, Dios, tiene que decirme dónde está, por favor. Le juro que soy capaz de hacer cualquier cosa…

Vagamente, notó que unas manos sujetaban las suyas, los brazos con los que apretaba el cuello del detenido. Vagamente también oyó que unas graves voces le gritaban: «Señora Gonrad». Y notó que tiraban de ella, de sus hombros, de su cintura.

Pero ella seguía aferrando al detenido. Seguía sin soltarlo y continuaba llorando, gritando.

—Por favor. Oh, por favor, por Dios santo, por el amor de Dios, dígamelo, por favor, por favor dígame que está viva, sólo dígame que está con vida…

Hasta que, al final, la separaron; los agentes la apartaron, tiraron de ella hacia atrás, alejándola del detenido, que no se lo había dicho; no le había dicho nada. Agatha forcejeó por zafarse de las manos que la sujetaban, forcejeó para volver a echarse encima de él.

—Por favor —repitió gritando, gimiendo—. Oblíguenlo a decirlo, por Dios. Por favor, oblíguenlo a que lo diga, oblíguenlo a que lo diga…

Pero se lo quitaron de delante.

—Llevadlo al dormitorio —gritó alguien.

Aggie oía sus propios y roncos sollozos. Sonaban lejanos, terribles, como si procediesen de otra persona. Sujeta por las fuertes manos de los agentes, alzó la vista y vio al detenido, conducido por los agentes pasillo adelante. Seguía riendo, con el flequillo caído sobre los ojos. Se volvía a mirarla y reía.

—Lo siento, tetitas, lo siento —le gritó él—. Lo siento, nena, estos amigos tuyos la han jodido. Se han equivocado de tío. No sé nada de niñas secuestradas. Lo único que quiero es ver a mi abogado. ¿Me oyes? ¿Por qué no se lo dices a tus amigos? Será mejor que dejéis que el señor McIlvaine llame a su abogado, chicos.

Aggie forcejeaba inútilmente, sujeta por los agentes.

—Por favor —repitió sollozando desconsoladamente.

Al desaparecer el detenido por la puerta del dormitorio, los agentes la soltaron, acompañaron su cuerpo lentamente hasta dejarla en el suelo con suavidad. Ella se arrodilló, con la cabeza gacha, con la melena caída sobre el rostro.

—Por favor. Oblíguenlo a que lo diga —se oyó gritar—. Oblíguenlo a que diga dónde está mi hija. Por favor.

Un instante después notó que unos cálidos brazos la rodeaban y la abrazaban. Noto unas suaves manos en su pelo, que se lo acariciaban. Oyó un suave y pastoso susurro.

—Ya está. Ya basta. Todo irá bien.

Llorando, Aggie reclinó la cabeza en el pecho de Elizabeth.

—Todo irá bien —repitió Elizabeth—. Ahora todos lo ven. ¿No lo entiende? Todos pueden verlo. Todo irá estupendamente.