Calle Houses 222

El vagón del metro estaba muy iluminado. Traqueteaba estrepitosamente, balanceándose en su marcha hacia el centro de la ciudad. Cuatro personas viajaban en el vagón. Había una pareja susurrándose en un rincón del fondo: un joven negro con una chaqueta de piel y una joven blanca con un decolorado pelo rubio. Un obrero de mantenimiento leía el News en uno de los asientos del centro: un fornido negro con su mono de trabajo, con su duro casco sobre el muslo.

Por último, había un hombre medio encogido en un rincón del fondo. Tenía la cabeza gacha. La calva le brillaba a la luz de los fluorescentes. Tenía los brazos cruzados, apoyados en las rodillas, sujetándose los antebrazos con las manos como si se sostuviese. Tenía la camisa desgarrada y con manchas de sangre. Se veían salpicaduras de sangre en el linóleo, entre sus pies.

El metro redujo la marcha al entrar en la estación Canal. El obrero de mantenimiento dobló el periódico y se levantó. Llevaba el casco bajo el brazo al dirigirse hacia la puerta más próxima a Conrad. En la otra mano llevaba una barra de hierro. Miró hacia aquella encogida y sangrante figura.

—¿Necesita usted ayuda? —le preguntó sin aspavientos.

El sangrante viajero no alzó la vista. Meneó la cabeza. Las oscuras ventanillas quedaron intensamente iluminadas cuando el vagón entró en la estación. Las amarillentas losetas de la pared de la estación se difuminaban al paso del vagón y se vieron luego con nitidez al detenerse este.

—Tendría usted que ir a un hospital —murmuró el obrero.

El sangrante viajero alzó los ojos y lo miró.

—Estoy bien.

—Usted mismo —dijo el obrero encogiéndose de hombros y suspirando.

Las puertas del vagón se abrieron. El obrero salió. Las puertas se cerraron. El metro arrancó de nuevo, traqueteando, balanceándose.

Conrad levantó entonces la cabeza y miró a través de la ventanilla, tratando de ver al obrero. ¿Se había dirigido hacia la salida? ¿Se habría detenido junto al teléfono para llamar a otros secuestradores? Conrad no acertó a verlo.

Luego, por un instante, divisó al obrero de pie en el andén, mirando a uno y otro lado. Pero el vagón enfilaba ya el túnel. Las ventanillas se oscurecieron. El obrero se perdió de vista.

Inclinado hacia delante, abrazándose, Conrad respiró dolorido. Dirigió una furtiva mirada a la pareja del rincón del fondo. Rojos destellos se la ocultaban. Entornó los ojos tratando de ver mejor. Vio que la joven le susurraba algo al oído de su pareja, acariciándole la mejilla con un dedo. El joven miraba hacia delante, sonriendo para sí.

Conrad se inclinó un poco más hacia delante.

—No me han visto —musitó. Sus palabras se extinguieron bajo el estruendo del metro—. He podido salir. Deja que siga. Por favor.

Se sujetaba con fuerza los antebrazos, restregándose las palmas en las mangas para limpiarse la sangre. Le pareció notar aún fragmentos de cristal que se le clavaban en la piel.

El metro entró en la estación Franklin. Conrad empezó a incorporarse.

Eran las doce menos veinte. Ya era imposible, pensó. Ya era imposible estar de vuelta en su consultorio a las doce. La única posibilidad que tenía de ayudarla era que estuviese allí, que la tuviesen en el 222 de la calle Houses.

Iba cojeando y tropezando por una callejuela, una pequeña y desierta calle en la zona de Tribeca. Largas hileras de altos edificios se elevaban entré las sombras hacia el cielo neblinoso. A lo lejos, asomaban las llamas de un fuego encendido en el interior de un cubo de basura. Veía las sombras de hombres encogidos alrededor del fuego, cogiéndose las manos para darse calor. Notó el helor, el húmedo frío de la noche, calándole los huesos.

Siguió calle adelante, cojeando, tirando literalmente del lastre de su pierna. Cualquier cosa podía detenerlo entonces, pensó: un Buen Samaritano; un policía. Podía echársele encima un navajero y dejarlo allí, muerto en la calle. Tosió, cojeando penosamente.

Tenía que haberlos esperado, pensó. Tenía que haber hecho lo que le habían ordenado, aguardar hasta las doce como le habían dicho. Tenía que haber llamado a la policía al salir. Tenía que haber confiado en aquel obrero, pedirle que fuese en busca de ayuda… Tenía que haber hecho algo…

Buena carrera, burro.

… algo, pero no aquello. Aquel último y terrible error.

La calle Houses. El barrio de Greenwich y la calle Houses. Alzó los ojos y allí estaba. A duras penas había encontrado el camino. Se quedó en la esquina, bajo una farola. Parpadeó, mirando el pequeño letrero de la calle. Ladeó la cabeza, mirando calle adelante. Dos pequeños y oscuros bloques. Una irregular hilera de edificios envueltos en la neblina, sin luz en ninguna ventana. La otra esquina daba a la autopista y al Hudson. Veía los coches que pasaban velozmente por allí. Veía cómo titilaban en el negro río las luces de la orilla. Allí estaba.

Enfiló la calle, dejando tras de sí el resplandor de la farola. Caminaba entonces más deprisa. Gruñía de dolor a cada paso. Su rodilla derecha no le respondía. Tenía la pierna rígida como una tabla. A medida que la farola quedaba atrás, la oscuridad de la callejuela se iba cerrando alrededor de él como las manos de un niño que atrapa una polilla. Hay una posibilidad, pensó. Siguió adelante, tirando de su pierna. Una posibilidad de que esté ahí. Tiene que estar ahí. Jessie. Envuelto por la neblina, con la oscuridad frente a él. Siguió adelante cojeando.

Pasó cojeando por delante de un solar lleno de maleza. Lo veía con toda claridad, asomando entre la niebla mientras él avanzaba tirando de su pierna. Entre la maleza se veían plateadas latas de refrescos, cascos y papeles que la gélida brisa del río hacia revolotear. Dejó atrás el solar, gruñendo de dolor, hacia el siguiente edificio, una silueta de aspecto amenazador: un desvencijado apilamiento de pardos ladrillos que parecía inclinarse, como si de un momento a otro pudiese venirse abajo y hacerse pedazos contra el suelo.

Al llegar al edificio, se detuvo enfrente, jadeando. Mirando con los ojos entornados a través de la oscuridad, a través de los rojos destellos de las nubes de sus ojos, consiguió leer el número en el desconchado dintel: 222. Alzó la vista un poco más.

—Oh —exclamó quedamente.

Se veía una débil luz en una ventana del segundo piso.

¿No era eso lo que ella había dicho?

El apartamento estaba en el segundo piso.

¿No había dicho eso Elizabeth? Sí. Sí, estaba seguro. El apartamento estaba en el segundo piso. Y el rostro del pelirrojo asomando por la ventana. Estaba allí como un espectro, colgando frente a la ventana, como un fantasma, como su Amigo Secreto.

Pero no era su Amigo Secreto. Era un hombre. Era Robert Rostoff, el hombre a quien Sport había matado. Y si Robert Rostoff había estado asomado a la ventana del segundo piso es que tenía que haber…

—Una escalera de incendios —farfulló. Volvió cojeando hacia el solar desierto.

Allí, de pie junto al borde del solar distinguía la silueta de la escalera de incendios, describiendo un zigzag en uno de los lados del edificio. Veía uno de sus tramos bajo el resplandor de la ventana del segundo piso.

Hay una posibilidad, pensó.

Se metió entre la maleza. Le llegaba a la rodilla. Miró hacia abajo cuando sus pies desaparecieron entre las zarzas. Dio otro paso… y las zarzas cobraron vida por todo el derredor.

Se detuvo. Las zarzas crujían y se abultaban. Ratas —podía verlas—, diez por lo menos, sobresaltadas, corriendo a ocultarse al fondo del zarzal.

Conrad empezó a caminar de nuevo, sin dejar de cojear. Avanzaba despacio, miraba sus pies.

Jodidas ratas, pensó.

Se estremeció. Apartó la vista de sus pies y la dirigió hacia el pardo edificio. Se lo quedó mirando durante un instante. Pisó algo…

Mierda ya, una serpiente…

… era algo que había entre la maleza. Saltó hacia atrás con la respiración entrecortada. Miró hacia el suelo, distinguió una forma alargada.

… una serpiente…

Pero era algo inerte. Se agachó a ver. No era una serpiente. Era el mango de una escoba partido por la mitad. Uno de los extremos era redondeado, suave. El otro estaba roto, astillado.

Conrad cogió el palo. Lo sopesó. Lo asió. Dejó escapar un sordo siseo al ceñir los dedos al palo, al rozar la áspera madera en su herida palma.

Se dirigió hacia el edificio, cojeando, con el palo en la mano.

Es una posibilidad, pensó.

Una posibilidad, Jessica.

La escalera de incendios estaba desplegada hasta abajo. Conrad se asió al primer peldaño. El oxidado hierro parecía morder su mano. Sin soltar el palo pasó la mano entre dos peldaños y apoyó la muñeca en el inferior. Dolía menos. Colocó el pie en el primer peldaño y aupó su rígida pierna derecha hasta que ambos pies quedaron sobre el mismo peldaño. Y así fue subiendo, peldaño a peldaño, primero el pie izquierdo y luego el derecho, a remolque. Una posibilidad. Era una posibilidad.

Llegó al primer descansillo, jadeando, con sibilantes resoplidos. El corte que se había hecho en el costado le dolía, pero notó que ya no sangraba. No tenía ninguna herida grave, pensó; no corría peligro de desangrarse. Sujetándose a la delgada barandilla empezó a subir las escaleras hasta el segundo descansillo. Alzó los ojos hacia la ventana iluminada. Incluso aquella tenue luz le hería los ojos a medida que se acercaba. Las nubes rojas, como antaño, como tan a menudo entonces, se interponían en su campo visual, se agrandaban y luego se extinguían. Llegó al descansillo, junto a la ventana.

Asomó la cabeza bajo la barandilla del descansillo. Se arrastró hasta el pequeño saliente del descansillo y se acurrucó en aquel minúsculo espacio; a continuación se arrodilló tosiendo y respirando con dificultad. Meneó la cabeza y miró hacia arriba, se acercó más a la ventana y miró a través del mugriento cristal.

Entonces la vio.

—Jessica.

Allí estaba. A seis o siete metros de él. Yacía en un colchón que había en el suelo. De costado, con su camisón de dibujitos por las rodillas. Al principio creyó que estaba muerta. Tan rígida, tan quieta. Se le vino el mundo encima. La siguió mirando a través de la ventana, conteniendo la respiración.

Debía de tener las manos atadas a la espalda. Una ancha tira de esparadrapo le tapaba la boca, una brutal mordaza. Su cabello —su bonito y rizado pelo pajizo, del mismo color que el suyo— estaba enmarañado y apelmazado sobre el lívido rostro. Entre la maraña de cabello podía ver sus ojos, muy abiertos, mirando inexpresivamente hacia algún lugar de la habitación que él no alcanzaba a ver. Y estaba tan pálida, tan pálida…

Oh, Dios, pensó. ¿Muerta? ¿Habría muerto así? ¿Con aquella mirada? Amordazada. Aterrorizada.

Esperando a su papá.

Se inclinó para ver mejor. La miró con más atención, olvidándose del dolor, de todo.

—¿Nenita? —susurró, musitó apenas—. Cariño.

Se le llenaron los ojos de lágrimas mientras la contemplaba. Le tembló la mano al levantarla, al apoyarla en la ventana. Trató de limpiar un poco el cristal, pero la sangre de sus dedos lo manchó más.

—¿Jessie…?

Y entonces su hija se movió.

Fue un movimiento brusco. Un súbito y repentino movimiento de todo su cuerpo, como si volviera a la vida. Tirando de su cuerpo sobre el colchón, hacia atrás, arrimándose a la pared, apretándose contra la pared como si tratara de retroceder más. Allí arrimada, incorporándose y pegando la espalda a la pared, pataleando sobre el colchón. Y sus ojos cada vez más abiertos, cayéndosele las lágrimas. Y meneaba la cabeza; no, no, no. Notaba que su boca se movía bajo la mordaza… Sentía sus gritos.

Estaba viva. Tenía que ayu… Aún estaba viva. Tenía que bajar de allí corriendo, llamar a la policía. Viva. Jessica. Estaba…

Entonces una sombra irrumpió en un ángulo de su campo visual y vio…

—Mierda. Hostia ya. Santo Dios. Santo Dios.

Vio a Maxwell, acercándose a ella.