Eddie el Polvos

La lancha del penal rebotó contra el muelle de la isla de Hart. Sport saltó a tierra con un cabo en la mano y mantuvo la embarcación con el casco bien arrimado al muelle. El mecánico asomó en cubierta. Saltó torpemente por la barandilla. Ya en el muelle, junto a Sport, lanzó el cabo al interior a la lancha. El vigilante lo saludó con la mano desde detrás del timón.

—A las once y diez, como muy tarde, Sport —le gritó el vigilante con una voz bronca—. Tengo que estar allí de vuelta para el cambio de turno.

Sport le devolvió el saludo con la mano.

—Una hora y media. Allí estaré. No temas.

La lancha se alejó del embarcadero. Volvió a surcar el agua hacia City Island. Un minuto después, la neblina la ocultó. El sonido de su motor se extinguió.

La isla estaba silenciosa. No se oía más que el batir de las olas en la playa.

Sport sacó una linterna del bolsillo de la cazadora. Paseó brevemente el haz de luz alrededor. A lo lejos, detrás de una arboleda, adivinaba casi más que veía la silueta de los módulos: los destartalados barracones grises detrás de la alambrada de espino. En los viejos tiempos, cuando Sport estuvo allí, los reclusos que decidieron trabajar voluntariamente en la isla vivían en aquellos módulos que se levantaban alrededor del reloj. Ahora, el ayuntamiento había optado por ahorrar dinero transportando reclusos del penal de Rikers sometidos a trabajos forzosos.

A aquellas horas de la noche la isla de Hart estaba completamente desierta.

Una estrecha carretera asfaltada partía en zigzag desde el muelle. Sport y el mecánico fueron caminando por la carretera. En otoño, los árboles, cuyas hojas crepitaban con el viento, se iban adensando junto a las cunetas. Grandes y viejos edificios, con sus paredes de ladrillo semiderruidas, asomaban de entre los árboles, dejándose ver entre las ramas. La linterna de Sport iba descubriendo los rotos cristales de las ventanas en aquellas estancias vacías.

—Buen sitio para los fantasmas —comentó.

El mecánico no dijo nada.

Siguieron caminando bajo los árboles.

Sport conocía el camino que iba al cementerio, Tenía el lugar grabado en la memoria… igual que su patria chica, como las calles de Jackson Heights, el bochornoso calor del verano entre los árboles, el cortante viento que en invierno llegaba desde el mar. Notaba todo aquello a veces, como un recuerdo que se le hubiese grabado en la piel. Podía ver el plomizo cielo —neblinoso y amorfo de día, sin estrellas por la noche—, lo veía cerniéndose sobre él en las largas zanjas, las blancas mojoneras. Veía a los reclusos, sus verdes uniformes de presidiario, saliendo de los grises barracones para recibir el último cargamento de féretros en el muelle. Los oía reír, contentos por estar allí al aire libre. Contentos de librarse de Rikers, del aburrimiento y del hedor del sudor, allí picando piedra. Unos privilegiados eran aquellos sepultureros; pero tenías que llevar dentro un año y no tener nada más pendiente para que te eligieran. Sí, aquellos tipos tenían el privilegio de descargar los ataúdes y bajarlos a las tumbas; de amontonar los cuerpos de putas destrozadas y borrachos vagabundos, de recién nacidos cuyas madres tenían el bombo demasiado atiborrado de drogas… Era todo un honor y un privilegio, y se sentían felices y orgullosos de estar allí.

Pero no Sport.

Aquello —aquel lugar— había sido para él el abismo de su vida. Aquel lugar y el penal de Rikeis. Allí había tocado fondo. Sin otra preparación que años imitando las cintas de Frank Sinatra que ponía en su magnetófono, aquel había sido el único empleo decente que había tenido. Y sólo gracias a que su madre tenía un amigo (aquel pene andante que le había estado dando dinero para empinar el codo durante los últimos cinco años de su vida) que trabajaba en el Cuerpo de Prisiones.

Así que Sport, el futuro Sinatra, el futuro Julio, se había convertido a los veintiséis años en uno de los vigilantes del penal de la isla de Rikers. Un funcionario de prisiones, como preferían que los llamasen. Y, como era tan buen chico, pronto pudo pasar al Servicio de Apoyo Civil en la isla de Hart, en el camposanto de Field. Había empezado a trabajar como enterrador de quienes las normativas del Ministerio llamaban «indigentes y no reclamados».

Desde luego que recordaba aquel lugar. Siempre lo recordaría. No eran sólo los muertos, recordaba haber pensado, quienes quedaban enterrados allí. Allí, en la isla de Hart, había visto su propia vida desplegarse ante él; una vida que podía perfectamente estar sacada de una de las siniestras profecías de su madre. Allí, entre las tumbas, Sport le había oído a su madre una triunfal carcajada de camino a la eternidad.

Y entonces, como por arte de magia, el accidente lo salvó.

Sucedió en un instante. Había estado supervisando el trabajo. Uno de los reclusos estaba allí, enganchando una cadena a la pesada plataforma móvil que utilizaban para amontonar, y dejar allí durante la noche, los ataúdes que habían llegado durante el día anterior. El conductor del camión estaba situando el remolque al nivel de la plataforma para poder levantarla con un gancho mecánico y descargar. Entretanto, otros dos reclusos utilizaban un rastrillo y una pala para achicar el agua que se filtraba continuamente en el fondo de la fosa. El resto de los reclusos estaban detrás de Sport, transportando ataúdes hasta la fosa.

Aquel día, muchos de los muertos eran niños. Sus cajas eran poco mayores que las de zapatos. Los reclusos bromeaban mientras sacaban los ataúdes del camión.

—Así es como terminaron mis pobres zapatillas.

—Eh, regalo de casa, el cartón de cigarrillos que pediste.

—Qué va, hombre, es el nuevo estuche del burguer.

Y cuando uno de ellos se giró para gritarle a otro, se le cayó el ataúd. Dio en el borde de la fosa, aterrizó en el lodazal del fondo y se abrió.

El ataúd quedó de lado. La pequeña plancha que servía de tapa se había soltado. Una bolsa blanca de plástico había salido del interior y había quedado en el lodazal.

Los reclusos se quedaron mudos. No se oía más que el zumbido del motor del remolque abatible del camión. Los reclusos que estaban junto al borde del la fosa observaron la bolsa blanca de plástico. Había quedado junto a los pies del tipo que había estado achicando con el rastrillo.

—Vamos —dijo uno de los que estaba junto al borde de la fosa—. Métela dentro otra vez, Homes, que no es nada. Está muerto.

El recluso que estaba en el interior de la fosa meneó la cabeza. Miró fijamente la bolsa blanca y siguió meneando la cabeza.

—Vamos, moreno —le gritó otro recluso.

—Que es tu almuerzo, hombre, recógelo —dijo otro.

Todos los reclusos se echaron a reír mientras gritaban al colega que estaba en la fosa. Y el recluso que estaba en la fosa seguía allí mirando pasmado y meneando la cabeza.

—Vamos, hombre, que no muerde. Vamos, recógelo.

—Hostia ya —terminó por exclamar Sport.

Saltó al interior de la fosa. Los reclusos le aplaudieron: «El deportista al rescate. Bravo, Sport».

Sport se agachó, con agua hasta los tobillos. Levantó la bolsa de plástico. No pesaba nada; se balanceó en sus manos como si estuviese llena de tallos menudos. Metió la bolsa en la caja. Luego volvió a colocar la tapa y ajustó los clavos con la palma de la mano.

Y, mientras lo hacía, el conductor del camión accionó el gancho mecánico, levantó la plataforma cargada de féretros situándola por encima de la fosa y soltó la carga. El anegado fondo de la fosa cedió bajo el peso de todos los féretros.

Agachado allí como estaba, Sport quedó aplastado bajo el cargamento de féretros. Aprisionado entre el barro y los ataúdes. En el primer instante no sintió nada, sólo que el barro y el agua le entraña por la boca, el ahogo, el pánico…

Y entonces sintió un intenso dolor en el interior de su cuerpo; se atragantó al intentar gritar.

Se le había reventado el apéndice. Los médicos del hospital municipal del Bronx dirían después que se había salvado por los pelos, ya que llegó justo a tiempo para poder operarlo.

Sport buscó inmediatamente un abogado, que puso el grito en el cielo, acusando al ayuntamiento de una negligencia que no se pagaba con una rutinaria indemnización al trabajador. El ayuntamiento ofreció a Sport una indemnización de treinta mil dólares adicional a la de accidente laboral. Sport aceptó y dejó el empleo de inmediato.

Decidió entonces probar fortuna en serio en el mundo del espectáculo. En serio de verdad, nada de ir por ahí tonteando. Ni siquiera las groserías de su madre que lo llamaba por teléfono en plena noche lograron disuadirlo. Se hizo un nuevo book de fotografías. Y estaba ya a punto de alquilar un estudio de grabación.

Entonces se le calentaron los cascos. Entonces tuvo la gran idea con lo de Eddie el Polvos.

Durante los tres meses previos al accidente, aquel borracho exvigilante y expresidiario había estado contando su historia, allí en el bar Harbor donde Sport solía encontrarse con los funcionarios con quienes tenía amistad. La historia era siempre la misma: que Eddie había controlado el tráfico de drogas en el interior de la cárcel; que se había hecho con medio millón de dólares en metálico; que los federales le habían puesto la proa y que él los había burlado, convirtiendo el dinero en diamantes y escondiéndolos.

—Fue hace nueve años —decía el viejo— investigación me iba estrechando el cerco. Pero yo seguía teniendo los diamantes. Medio millón de dólares de entonces, que no sé yo cuánto valdrían ahora.

Inclinaba la cabeza y la luz de la tasca dejaba ver los amarronados rodales de su calva. Arrugaba la cara de tal modo que su enorme ojo derecho parecía ir a caérsele en la mesa.

—Yo me estaba haciendo un plano detallado del cementerio de Potter, allí en la isla de Hart por entonces, ¿sabéis? Y me decía, me dije: sólo con que pudiese estar dos minutos a solas con uno de esos féretros, guardaría dentro la bolsita con los diamantes, que quedarían allí enterrados y bien seguros hasta que pasase la tormenta. Y entonces, un día, ¿qué es lo que pasó?, pues una oportunidad de esas, demasiado bonita, demasiado perfecta para dejarla pasar. Una niña —Elizabeth Burrows se llamaba— se había metido en el furgón de los fiambres. Como lo oís. Quería ver el entierro de su madre; eso quería la pobrecita, así que hicimos como si una cualquiera de aquellas muertas fuese su madre y organizamos una pequeña ceremonia para ella. Fue conmovedor de verdad. Vaya que sí. Pero la cuestión es, el caso es que mientras todos los demás estaban pendientes de la niña, yo subí al camión, abrí la tapa del féretro elegido y dejé caer mi paquetito dentro. Quedó enterrado allí a la vista de todos y nadie se enteró de nada.

Apoyaba el índice en su coronilla calva, guiñaba su enorme ojo derecho y decía:

—En cuanto tenga alguien que me apoye, iré a desenterrar esos diamantes. Nadie más puede hacerlo, porque yo soy el único que sabe cuál es el número del féretro. —Y entonces reía a carcajadas y decía—: Sólo yo y Elizabeth Burrows. Sólo yo y la niña.

¿Cuándo, concretamente, se le habría ocurrido a Sport prestar oídos a aquello? No lo recordaba. Sólo que, de pronto, le parecía que él estaba en inmejorables condiciones para desenterrar los diamantes, hacerse con una verdadera fortuna, una sólida base para encarrilarse en su carrera artística. Tenía dinero, tenía contactos entre los funcionarios de Prisiones, y conocía el sistema de enterramientos que se seguía en el cementerio de Potter.

Poco después de salir del hospital, fue a darse un garbeo hasta el bar Harbor. Eddie el Polvos ya no estaba. Había muerto, le dijo el tabernero. Mientras Sport estaba en el hospital, el corazón del viejo había fallado y había muerto en la cama de un hotelucho que estaba a la vuelta de la esquina.

Sport podía haberse olvidado del asunto, sin más. Ojalá lo hubiese hecho, por Dios. Pero… ah, no. Localizó a Elizabeth Burrows a través del teléfono. Luego consiguió que un amigo le sacase copias de los archivos de los entierros que se habían efectuado en la isla de Hart durante el año que Eddie estuvo internado.

En aquel instante sacó una de aquellas copias del bolsillo de su cazadora. Él y el mecánico habían llegado ya al cementerio.

Las tumbas estaban justo junto a la carretera, en una pequeña franja de tierra negruzca. Pequeñas lápidas blancas, que relucían pese a ser una noche neblinosa y sin luna, asomaban a intervalos de unos veinticinco metros. En el borde de la franja más próxima a ellos, justo enfrente de Sport, estaba la nueva fosa, abierta. Había féretros sin utilizar en el borde. Sport sabía que uno de aquellos féretros estaría lleno de herramientas para cavar. También había allí una pala mecánica, junto al borde de la fosa. Entre las sombras, parecía un animal que estuviese bebiendo.

Sport permaneció inmóvil unos instantes. Encogió los hombros y sintió un escalofrío. El gélido viento del mar le calaba los huesos. Oía las olas batiendo la orilla, haciendo sonar la alfombra de caparazones de moluscos que la cubrían. El viento arreciaba y hendía la neblina que coronaba las lápidas. El viento seguía soplando y, al otro lado de la negruzca franja, la densa fronda de árboles desnudos se cimbreaba y crujía.

—Bien —musitó Sport.

Dejó al mecánico allí, de pie en la carretera y se adentró entre las tumbas.

Sport había visto muchas exhumaciones. Se hacían por lo menos un centenar todos los años en la isla de Hart. Como el espabilado de Eddie se había asegurado de que el féretro de su elegida quedase en lo alto, le sería relativamente fácil llegar a él, pensó. Sólo tenía que localizar el punto exacto.

Sport avanzaba lentamente entre la neblina, inclinándose hacia adelante de vez en cuando para enfocar con la linterna las lápidas. Cada lápida indicaba una fosa y cada fosa contenía los cuerpos de ciento cincuenta parias. Estaban enterrados entres secciones de cuarenta y ocho, cuarenta y ocho, y cincuenta y cuatro féretros, y cada una de estas secciones estaba dispuesta en dos pilas de a tres; por lo tanto, las secciones tenían que ser múltiplos de seis.

Siguió avanzando, alejándose cada vez más de la carretera, acercándose progresivamente a las frondas del otro lado. Al llegar junto a una de las frondas se detuvo. Los enormes árboles quedaban justo a su espalda. Oía crepitar las hojas secas en la oscuridad. Enfocó el haz de la linterna hacia la lápida que asomaba a sus pies. Leyó el número. Ya había encontrado la fosa que buscaba.

Sport situó sus tacones alineados con la lápida y empezó a contar los pasos. El número que Conrad le había dado remitía a otro que figuraba en la copia de los archivos: 2-16. El féretro que le interesaba era el número 16 de la segunda sección. Esto le permitió calcular el número de pasos que tenía que dar.

Una vez localizado el punto, se agachó y trazó una cruz en el suelo con el dedo. Volvió entonces hacia la carretera, hacia donde estaba el taciturno mecánico.

—La cruz indica el lugar —dijo.

El mecánico asintió con la cabeza. Sin pronunciar una palabra, fue hacia la pala mecánica que estaba junto a la fosa abierta. Subió a la cabina.

Al instante, el motor de la pala se puso en marcha. Sus faros se encendieron. Se alejó atronando de la fosa abierta.

Sport pasó por encima de los féretros sin utilizar que había junto a la fosa. Se sentó en la tapa de uno de ellos y observó las maniobras de la pala. El mecánico situó la pala en el lugar que Sport había marcado con una cruz. Sport oyó cómo se hundía la pala en la tierra.