Isla en la niebla
La neblina flotaba a la deriva rizándose sobre el agua de la ría. El agua estaba negra por allí, negra y agitada. El frío aire de octubre convertido en viento azotaba las olas haciéndolas cabrillear. Sport las oía batiendo los pilotajes del viejo muelle.
La garita del penal estaba en un solar contiguo al muelle. Era un desvencijado remolque azul, del que no salía más luz que el tenue resplandor de un televisor que había junto a una ventana. Enfundado en su cazadora, Sport estaba de pie frente a la puerta y llamaba con los nudillos suavemente.
En el interior se apagó el televisor. Las ventanas de la garita quedaron a oscuras. Sport aguardó, oyendo unos cansinos pasos en el interior.
Un instante después se abrió la puerta de la garita. Un corpachón de considerable estatura apareció entre las sombras; un hombre con el pelo cortado a cepillo y con una cara cuadrada, plana, brutal. Llevaba los pantalones gris azulado del uniforme, pero la camisa la tenía desabrochada y la camiseta se hinchaba bajo su prominente panza.
Sport se estremeció a causa del frío viento que soplaba desde la ría.
—¿Listos ya tus chicos? —preguntó.
—Claro, Sporty —respondió el hombre que salió a abrir.
—Pues vamos —indicó Sport, asintiendo con la cabeza.
Subieron a la lancha del penal: Sport, el vigilante y el piloto. El piloto se sentó en el interior del la cabina. Era un hombre menudo de hombros caídos. Su cara era toda arrugas y surcos, como la de un basset. Iba allí sentado, fumando nerviosamente un cigarrillo.
El vigilante iba al timón, pilotando la lancha entre las olas, a lo largo del breve brazo de mar que conducía a la isla de Hart. Sport se había quedado fuera, junto a la barandilla de la popa. Miraba con los ojos entornados a través del viento, con la vista fija en el punto de partida, allá en el muelle de City Island, mirando sus blancas casas, el desigual y negro contorno de las frondas de árboles que se difuminaban en la neblina. Sport golpeaba la cubierta nerviosamente con el pie. Entrelazaba y desentrelazaba los dedos. La torva y desenvuelta mirada de sus ojos, su fácil sonrisa habían desaparecido. Miraba con suma fijeza la orilla que iba desapareciendo también. El viento le alborotaba el flequillo.
—O todo o nada —canturreaba tenso para sí—. La-la-la. La-la-la-lala…
Calló. Respiró hondo. Se limpió la boca con la mano.
O todo o nada, pensó. O todo, o que le den por el culo a todo…
Farfulló la vieja canción hasta que no fue más que un inarmónico ruido perdido bajo el estruendo del motor del ferry y el siseo del viento.
—… lala, lala… o nada.
Qué hijoputa. Qué hijoputa, pensó.
El hijoputa del Monstruo, pensó. Había sido culpa del hijoputa del Monstruo; todo. No tenían que haber llegado a aquello: toda esa mierda de la niña; matar y la leche… Todo había sido una simple idea, sólo una broma, eso había sido…
Sport tarareó otra vez el estribillo de la canción. Luego dejó escapar silenciosamente el aliento. Meneó la cabeza.
—El hijoputa del Monstruo —musitó.
Todo había sido culpa del Monstruo. Había sido culpa suya que las cosas se hubiesen puesto tan feas. También culpa suya y sólo suya había sido que Maxwell hubiese tenido que matarlo. Primero, empezó tonteando con Dolenko. Y luego, con Elizabeth, perdió la cabeza. Todo había sido culpa suya desde el principio.
Todo lo que tenían que conseguir de ella era el número, nada más. Habría podido ser divertido. Un pasatiempo. El plan era que Sport lo dispondría todo para conocerla y desplegar entonces sus célebres mañas de guaperas con ella. Todas las gatitas caían en las redes del guaperas. Luego, irían al viejo edificio abandonado que Dolenko conocía. Dolenko decía que él y unos amigos iban allí a divertirse. Sabía cómo conectar la electricidad allí; lo había hecho otras veces. Prepararían una habitación para que pareciese que era el apartamento de Sport. Entonces Sport podría volver a llevar allí a Elizabeth y joderla hasta volverla loca. Luego la haría hablar, le preguntaría por su pasado… Luego podría preguntarle, como quien no quiere la cosa, por su madre y por el número. Cuando hubiesen terminado, él tendría ya lo que quería y ella ni siquiera se enteraría de que lo había conseguido. Después, cuando ella tratase de localizarlo, desaparecería sin dejar rastro.
Incluso aunque no consiguiesen el número, se iban a partir de risa.
Y esa era la idea. Hasta ahí querían llegar, nada más. Pero entonces el Monstruo la vio. Y, a partir de aquel momento, todo se torció.
La localizaron por el listín telefónico. Sport y el Monstruo fueron hasta la modesta casa donde vivía Elizabeth en el barrio de Upper West Side. Aguardaron en la acera de enfrente durante una hora. Todo lo que sabían de ella era el color de su pelo.
Pero, en cuanto asomó por la puerta, supieron que era ella.
—¿Es ella? —preguntó Sport.
—Cristo —musitó el Monstruo—. Mírala. Cristo, mírala, tú.
—Tiene que ser ella.
—Cristo bendito —dijo el Monstruo—. Dios… Dios. Mírala. Un ángel parece la tía.
No hizo falta más. Vislumbrarla. Después, el Monstruo no podía dejar de hablar de ella. La siguieron hasta el Village, hasta el Centro de Acogida donde ella trabajaba. Incluso después de volver a casa, el Monstruo seguía con lo mismo.
—Cristo, qué mirada. Qué cara…
Sport se encrespó.
—¿No irás a decirme que te has enamorado de ella? —le espetó.
El Monstruo meneó la cabeza. Se pasó los dedos por su poblado cabello rojizo.
—Mira —dijo—. No lo veo nada claro. ¿Vale? No estoy muy seguro de querer hacerlo. Óyeme bien: puede que todo esto no sea más que un cuento. La historia que nos contó Eddie el Polvos… Tú piénsalo, Sporty. Es decir: que había sido quien mangoneaba todo lo de la droga en el Penal. Vale. ¿Pero no irás a decirme que ese borracho de mierda tiene una fortuna de… medio millón de dólares? ¿Que la escondió antes de que los federales lo atrapasen y que sigue allí? ¿Por qué no va a buscarla él? Eso es de novela, hostia ya. Tendríamos que olvidarnos del asunto. Eso creo.
—Pues yo no —replicó Sport—. Lo que pasa es que tú ves un coñito y te da el telele. Eres un mariconazo, ¿sabes?
El Monstruo no había replicado. Durante buena parte del día no había replicado. Estuvo dando vueltas por la casa todo el día, mohíno, irritable. Luego, por la noche, se lo soltó.
—Mira, olvídate del asunto. ¿Vale? Conmigo no cuentes. No quiero tomar parte en esto.
Sport lo había insultado llamándolo asesino de mierda. Dejar en la estacada a los amigos por un coño. Dejar en la estacada a su propio compañero por puro encoñamiento. Pero el Monstruo siguió en sus trece. Al trasladarse a Manhattan y empezar las operaciones en el edificio, el Monstruo se quedó al margen.
O, por lo menos, eso les había dicho. En realidad, mientras Sport trataba de pensar en algún procedimiento para conocer a la chica, el Monstruo la visitaba en secreto, tratando de ponerla en guardia ante todo el asunto. Por desgracia para el Monstruo, Sport tuvo un golpe de suerte.
Un día, a punto de doblar la esquina de la calle donde ella trabajaba, la chica pasó a todo correr frente a él, tropezó y casi se mete debajo de un taxi. Sport la sujetó para apartarla: un encuentro casual perfecto. No habría podido urdirlo mejor. Entonces empezó con aquel rollo de que era actor y todo lo demás. Incluso la llevó a un teatro cercano y le mostró su fotografía en la pared (previamente había entrado y pegado una de las fotografías publicitarias que se había hecho para su carrera de cantante). Ella en seguida confió en él.
Al decirle Elizabeth que un hombre había estado molestándola, Sport no pensó ni remotamente que pudiera tratarse del Monstruo. El Monstruo quería salirse del asunto, pero no iba a traicionarlos, por Dios. El Monstruo no les haría eso. No iba a hacerles eso por un encoñamiento.
Pero al decir la chica que aquel tipo se había vuelto a dejar ver, Sport sí empezó a pensar que podía haber alguien tratando de entrometerse. Entonces fue cuando sucedió la tierna escena de amor entre Sport y Elizabeth en el edificio abandonado de la calle Houses. Elizabeth se había puesto como loca. Había empezado a chillar, a decir que Sport estaba en peligro. Y había salido huyendo de allí en plena noche.
Eso también preocupó a Sport. Lo preocupó y lo dejó bien jodido. ¿Qué coño estaba pasando? ¿En qué peligro iba a estar él? ¿Peligro por parte de quién?
Sport llamó a Maxwell, que se había quitado de en medio y estaba arriba. Fueron juntos al barrio de Upper West Side, al apartamento de Elizabeth.
Les había costado Dios y ayuda que la chica abriese desde arriba. Cuando al fin lo hizo, Sport se encaminó a la puerta de su apartamento mientras Maxwell aguardaba en el pasillo. Sport llamó con los nudillos. La puerta se abrió… Y Sport se quedó con una boca de palmo.
El Monstruo estaba allí. El hijoputa del Monstruo. Allí de pie en el apartamento de la chica. Tenía un cuchillo de carnicero en la mano, y una mirada como si le ardiesen las tripas.
—Pues ya lo ves, Sporty. Punto —masculló—. Estoy con ella. Dondequiera que ella esté, ahí estaré yo. ¿Vale? Así que me haces el jodido favor de dejarla en paz. ¿Entendido?
Mientras tanto, había hecho que la chica se parapetase en el cuarto de baño, con una silla detrás de la puerta. Ella golpeaba la puerta y gritaba. Y el Monstruo no paraba de dar cuchilladas al aire y de advertírselo.
—Lejos de ella, Sport. Está conmigo. Así que fuera.
Sport se cabreó, se puso furioso. ¿Así le hablaba el Monstruo a él? ¿El hijoputa del Monstruo?
Fue a por él y trató de sujetarle el brazo. El Monstruo le soltó un viaje. El Monstruo se le vino encima con el cuchillo en la mano. Por poco no le corta el brazo a Sport en dos trozos.
Pero entonces apareció Maxwell.
El gigantesco Maxwell irrumpió por la puerta. Cogió al Monstruo por la muñeca y Sport oyó crujir el hueso. En un instante, Max tuvo el cuchillo en su mano. Soltó tal cuchillada al cuello del Monstruo y le abrió tal tajo en el cuello que la cabeza del Monstruo cayó hacia atrás como si examinara el techo. Un géiser de sangre brotó en la habitación.
Pero ni con todo eso paró Maxwell. Qué va. Una carnicería. Sport se quedó allí, boquiabierto, mirando lo que hacía Maxwell. Igual que con el gatito: Max estaba excitado como un loco. No había forma de detenerlo.
La verdad, Sport no estaba seguro de querer que se detuviera. El Monstruo lo había traicionado, al fin y al cabo. Por un encoñamiento. Sólo porque aquella cachonda tenía aquella caída de ojos. Sport pensaba que le había hecho una putada.
El caso es que aquello fue visto y no visto. El Monstruo cayó al suelo pataleando y retorciéndose. Su brazo golpeó la puerta y derribó la silla de detrás de la puerta del cuarto de baño. Y allá que se vino encima la chica, cayendo sobre el Monstruo que agonizaba.
Pero Sport y Max no se quedaron allí para darle las buenas noches a la chica. Para entonces, se habían despertado todos los vecinos. Gritaban por los pasillos. Había cundido el pánico. Sport comprendió que debía salir de allí, y deprisa. Tenía que volver a la casa abandonada y desalojarla antes de que llegase la policía. Tenía que ir al teatro a quitar la fotografía de la pared. Y tenía que volver rápidamente a su casa de Flushing para que, cuando fuese la policía a decirle que su compañero de cuarto —Robert Rostoff, alias el Monstruo— estaba muerto, estuviese profundamente dormido, como hacen los niños buenos por la noche.
Sport tuvo prácticamente que arrastrar a Maxwell hasta la ventana para salir por la escalera de incendios. El muy burro se quedaba allí pasmado viendo cómo agonizaba el Monstruo. Cascándosela mientras miraba al Monstruo patalear y estremecerse hasta morir.
Así las cosas no tenían más remedio que conseguir el número. Era la única manera de poder escalar, de salir de estampida del país. Con el número —con el dinero, en definitiva— todo iría bien, podrían hacer lo que quisiesen. Lo habló con Dolenko y con Maxwell y estuvieron de acuerdo. Pero, leche, estaban más asustados que él. Maxwell se había vuelto medio loco de miedo. Se cagaba con sólo pensar en volver a la cárcel. Y Sport se lo dijo bien claro a ambos: su única oportunidad de salir de aquello con bien era conseguir el número. Con el número, serían libres.
Pero incluso entonces parecía que todo iba a ser fácil. A la chica la metieron en el manicomio y cuando Sport tanteó al director, Sachs, el tipo se enrolló en seguida. Algo a tocateja, y la promesa de mucho más, fue todo lo que necesitó para meterlo en el asunto.
Por desgracia, el tipo resultó ser un cretino de mierda. Cuando le preguntó el número a la chica, ella se puso como loca, como en la casa. Se cerró en banda sin querer hablar con nadie, les dijo Sachs. Muda se quedó.
Sport estaba encabronado. Fue con Maxwell a ver a Sachs. Mejor será que la chica hable y pronto, lo emplazó Sport. Sachs estaba aterrorizado. Dijo que el único tío que conocía capaz de hacer que ella volviese a querer hablar, y pronto, era el famoso psiquiatra Nathan Conrad…
—¡Eh!
El sordo grito del vigilante devolvió a Sport al presente. Ladeó la cabeza para mirar hacia atrás y vio al vigilante al timón de la lancha. El vigilante inclinó la cabeza ligeramente hacia adelante. Sport se acercó a la cabina y miró al otro lado de la barandilla de proa.
Respiró hondo ante lo que vio. Se llevó un cigarrillo a los labios pero no lo encendió. Se quedó allí de pie, con el cigarrillo colgándole de los labios, con una mano en el bolsillo y otra apoyada en la barandilla. Vio que la neblina se abría ante la proa de la lancha conforme las negras sombras de la isla de Hart se iban acercando.