D'Annunzio

Agatha estaba echada en el sofá. Miraba el techo. Había una larga grieta en forma de y en la pintura, justo encima de ella.

Agatha estaba echada con el brazo derecho sobre la frente. El brazo izquierdo lo tenía apoyado en el estómago. La vieja osita, Nebanca, descansaba en la articulación de su brazo izquierdo. Miraba el techo, imaginando a la policía.

Había transcurrido media hora desde que Billy Price había salido. Desde que le había dicho que llamase a la policía. Desde que lo había echado con malos modos y le había cerrado la puerta en las narices de su inexpresivo y estúpido rostro. Había transcurrido media hora desde que había estado allí de pie, en el interior del ropero, con la osita; desde que oyó sonar el teléfono una y otra vez en la estancia contigua.

Había oído el teléfono y había paladeado el sabor del miedo; acres partículas que le subían por la garganta hasta la lengua. Había tenido la certeza —la seguridad— de haberlo perdido todo. Sí que había micrófonos. Sí que podían oírla. La habían oído. Habían oído lo que ella le había dicho a Billy Price.

Y ahora llamaban para decirle que habían matado a su hija. Llamaban para hacer que oyese cómo gritaba Jessie mientras la mataban. Tuvo tiempo de pensar en todo esto mientras se dirigía al teléfono. Tuvo tiempo de pensar en mucho más. Aquellos pasos, de una estancia a otra, le parecieron como un viaje interminable. El teléfono seguía sonando sin parar. Aggie fue hacia él. Llevaba a la osita bajo el brazo. Pensaba en que de un momento a otro oiría gritar a Jessie.

¿Por qué se le había ocurrido pensar que no había micrófonos? ¿Por qué aquel hombre —aquel horrible y depravado hombre que Nathan había llamado Sport—, por qué aquel hombre no había oído el nombre de Billy Price? Por Dios bendito. ¿Por eso? ¿Bastaba eso para deducirlo? ¿Cómo no se le había ocurrido pensar que Billy Price podía ser uno de ellos? Tal vez querían probarla. O podía haberse producido un pequeño fallo en el equipo de escucha. Había muchas otras deducciones razonables que podía haber hecho. ¿En qué cabeza cabía decidir en unos instantes arriesgar la vida de su hija —perder a su hija— por un presentimiento, una intuición, como si fuese un juego?

El teléfono seguía sonando y Aggie estaba ya junto a él. Apoyó la mano en el auricular. Lo levantó. Oía llorar a Jessie llamándola: ¡Mamá! Oía sus gemidos mientras la estrangulaban. Oía todo aquello en su mente.

Se llevó el auricular al oído.

—Sí —susurró.

Era la misma voz de antes. La voz del secuestrador. Pero sonaba más suave. La furia de antes había desaparecido. Sonaba calmada, casi amistosa.

—Así me gusta, señora Conrad —dijo.

Agatba guardó silencio. Contenía la respiración.

—Ha hecho lo que debía —prosiguió el hombre.

—Sí —susurró Aggie—; lo que usted me dijo que hiciese.

—Muy bien. Eso está muy bien. Y su hija lo agradece, señora Conrad. Créame. Está contenta de verdad de que lo haya hecho.

—Oh… —se le escapó un quedo sollozo de alivio; había acertado. No había micrófonos. Los malditos micrófonos no existían.

—Así que siga jugando limpio, y todo irá bien, ¿entendido?

—Sí —jadeó Agatha—. Sí.

—Y, quién sabe… si se porta realmente bien, hasta puede que me acerque personalmente a hacerle una pequeña visita. ¿Qué le parece? ¿A que le gustaría?

Aggie oyó una breve y malévola risa y pensó que todo aquello era cosa de locos: como en una película, como el malo de la película. Como si aquel individuo estuviese representando un papel…

Entonces la línea se cortó de nuevo.

Aggie posó lentamente el auricular en la horquilla. Menos mal, pensó. Fue entonces cuando se echó en el sofá. Cuando se echó allí con un brazo sobre la frente. Mirando el techo. Aquel techo blanco con la grieta en forma de y.

Había empezado a imaginar a la policía.

Reconstruía la escena en su mente. Nathan estaba allí. Estaba de pie en el tejado de un ático. El secuestrador y sus cómplices sin rostro tenían a Jessie sujeta al borde del tejado. Amenazaban con echarla abajo. De pronto, se oía gritar y maldecir; la policía irrumpía por la puerta que daba al tejado. Nathan corría hacia ellos. Y, heroicamente, les arrebataba a los secuestradores la niña de las manos. Y entonces la policía disparaba.

No podía dejar de pensar en ello. Una y otra vez imaginaba a la policía disparando. Imaginaba a los secuestradores tambaleándose. El impacto de las balas los hacia bailar. Sangre y trozos de carne se desprendían de sus cuerpos. Habría dolor en sus ojos; dolor y aquel despiadado, incesante e insoportable terror. Caían, gritando, desde el tejado al vacío. Tardarían mucho en morir.

Aggie imaginaba todo esto echada allí en el sofá. Cuando llegaba a la escena final, la imaginaba de nuevo desde el principio. Volvía a reconstruir la escena lentamente. Volvía sobre ella hasta el momento en que irrumpía la policía y sonaban los disparos. Hasta que veía la sangre y el dolor de los secuestradores… y aquel mismo pánico que ella sentía en aquel momento.

Aggie estaba echada en el sofá y miraba el techo. Imaginaba a la policía, los disparos. Y sonreía levemente.

De pronto, alguien abrió la puerta de la entrada. Un hombre irrumpió en el interior.

Aggie se sobresaltó. Empezó a decir: «¿Nathan?», pero el nombre se le ahogó en la garganta. Ladeó la cabeza y vio entrar a un hombre, que acababa de cerrar la puerta tras de sí.

Era un hombre joven, de unos treinta años, o puede que menos. Llevaba un mono de color verde, y una caja de herramientas en una mano.

Al incorporarse Aggie, él se giró y la vio. Se detuvo, sobresaltado a su vez.

—Uff, eh… Perdone… —se excusó—. Yo… Roger, el portero, me ha dicho que no había nadie. Me ha dado la llave. Soy… Soy el fontanero.

Aggie lo miró fijamente, boquiabierta.

—El apartamento de los Coleman, abajo… —prosiguió él—. Tienen una gotera en el cuarto de baño. Puede que venga de aquí. Venía a comprobarlo. ¿Le importa? Roger me ha dicho que no había nadie.

Aggie siguió mirándolo. Ladeó la cabeza y miró el teléfono. Estuvo mirando el teléfono un largo instante. Pero el teléfono no sonó.

—Que… si le importa —insistió el fontanero señalando con el pulgar hacia el pasillo.

Aggie alzó los ojos hacia él. Escrutó aquella cara de asombro. No le pareció que tuviese cara de fontanero, pensó, sin saber por qué. Tenía una voz ronca, de obrero, pero no le pareció que tuviese cara de obrero. Aquel joven tenía la cara redonda y unas ficciones suaves y aniñadas. Era guapo y llevaba un flequillo que le caía sobre los ojos. Y a aquellos ojos: eran ojos inteligentes, vivos, observadores. No eran ojos de fontanero. De otra cosa.

Volvió a mirar el teléfono. No sonaba.

—Yo… Yo no… —balbuceó Aggie.

—Es un momento —aseguró el joven, que ya se dirigía al pasillo.

Agatha reaccionó entonces de inmediato.

—No han llamado. Siempre lo hacen. Los porteros.

—¿Qué es esto?

Agatha saltó del sofá. La osita se quedó donde estaba. Agatha cruzó los brazos sobre los pechos. Miró el teléfono.

—Es… muy tarde —dijo ella en voz alta, mirando su reloj—. Son más de las ocho.

—¿Qué es esto? —repitió el fontanero.

Se oyó un fuerte martilleo —metal contra metal— que llegaba del cuarto de baño.

Aggie cruzó la estancia. Fue hasta el fondo del pasillo. Se quedó allí mirando hacia la puerta del cuarto de baño. Vio la luz del interior. Oyó el martilleo metálico. Corrió llevándose la mano al pelo. Miró en dirección al teléfono. ¿Por qué no sonaba? ¿Por qué no llamaba?

El martilleo cesó. Agatha respiró. Se llevó la mano al pecho y dirigió la mirada hacia el pasillo.

—Señora Conrad —la llamó el fontanero.

Agatha no contestó.

—Perdone —dijo él, gritando más—. ¿Señora Conrad?

—Sí, sí —contestó Agatha con voz trémula—. ¿Qué pasa?

—¿Podría venir un momento, por favor, señora Conrad?

Agatha no se movió de donde estaba. Meneó la cabeza: no. Se secó el sudor de alrededor de sus labios.

—Yo… Yo no… Es que no me han llamado —dijo quedamente—. Siempre llaman antes si tiene que venir alguien…

Su voz se extinguió. Hubo un pausa, un silencio. Entonces oyó de nuevo al fontanero.

—Señora Conrad, creo que es mejor que venga.

El tono era inequívoco. Era una orden. No dejaba lugar a dudas: era una orden fría. Mientras Aggie seguía allí de pie, consciente de su propia respiración, un extraño retazo de recuerdos flotó en su mente. Su profesora de Ciencias Sociales —la señora Lindsay—; en séptimo, en el Instituto: una avejentada solterona con cara de sapo y el pelo teñido de color rojizo. Estaba allí de pie frente a una copia ampliada de la Constitución de Estados Unidos. Estaba fijada a un tablón de anuncios y la señalaba. Miraba a la clase con sus ojos saltones. Y proclamaba con acritud: «La libertad es más dura que la esclavitud. La ausencia de elección es la elección mis fácil».

Agatha estuvo apunto de reír al recordarlo. Dejó escapar un breve y nervioso bufido. Se llevó la mano a la boca para ahogar el penoso sonido que acababa de emitir. La ausencia de elección es la elección más fácil, pensó de nuevo. Avanzó por el pasillo hacia el cuarto de baño.

Al llegar a la puerta lo vio. Estaba arrodillado junto a la bañera. De espaldas a ella. Vio que tenía una llave inglesa en la mano. Golpeaba con ella el borde interno de la arandela del desagüe.

Ella se quedó allí mirándolo, sin decir nada. Entonces se fijó en la caja de herramientas.

La caja de las herramientas estaba sobre las blancas baldosas del suelo, junto a los pies del fontanero. Estaba abierta. Estaba vacía. No había dentro herramienta ninguna. Ni un destornillador, ni siquiera un alambre de esos que usan los fontaneros para desatascar las cañerías, como había visto otras veces. No había nada.

—Oh… —exclamó Aggie, tapándose de nuevo la boca y mirando a aquel hombre que seguía allí, tap, tap, tap.

Un instante después él ladeó la cara para mirarla de reojo. Se percató de que ella volvía a observar la vacía caja de herramientas. Le sonrió. Era una sonrisa amable. Casi chispeante.

—No se equivoca usted —dijo él—. No tengo ni idea de lo que estoy haciendo —añadió mientras volvía a aplicarse al desagüe—. El caso es que, en realidad, no soy fontanero.

Siguió allí, dale que te pego, atizándole a la cañería con la llave inglesa.

—Me llamo D’Annunzio —se presentó—. Detective D’Annunzio, del distrito Midtown Sur. Le enseñaría mi placa, pero su vecino, Billy Price, dice que esos tipos están mirando. ¿Es así?

Agatha no contestó. Meneó ligeramente la cabeza. Dirigió la mirada hacia el pasillo. El teléfono no había sonado. Miró al hombre arrodillado en el suelo. No era la misma voz, se dijo; no era la voz del secuestrador. ¿Y por qué iba a fingir ser agente de policía? Los secuestradores podían entrar allí cuando quisieran. Podían hacer lo que se les antojase. Tenían a su hija. ¿Por qué iban a fingir aquello?

—¿Es usted policía? —le preguntó ella al fin—. ¿Es usted…?

Agatha se interrumpió. De pronto lo había visto claro. Tenía pinta. Voz de obrero, la mirada inteligente, viva, alerta. No tenía cara de fontanero. Tenía cara de policía.

Él seguía dándole a la cañería.

—¿Quiere que le enseñe la placa o no?

—No —respondió ella con presteza—. No, no. No lo haga.

D’Annunzio soltó un gruñido y cambió ligeramente de postura.

—Joder. ¿Qué es lo que han hecho? ¿Poner cámaras por todas partes?

—Sí. Cámaras —dijo Agatha a la vez que asentía con la cabeza—. Nos dijeron que habían puesto cámaras.

No las veía. Agatha levantaba los ojos hacia el techo del cuarto de baño pero no las veía.

—Nos pueden ver —dijo. Volvió a mirarlo, a la vez que se frotaba la frente con los dedos—. No tenía usted que haber hecho esto. No tenía que haber venido así.

—Sí…, bueno… Teníamos que hacer algo —explicó D’Annunzio—. Me refiero a que por lo visto estos tipos van en serio. Cámaras y toda esa mierda. Perdone mi lenguaje. Pero ya me he encontrado con esto antes. Si se toman la molestia de instalar cámaras es que van en serio.

Agatha miró hacia el pasillo. Se retorció las manos.

—No tenía que haberlo hecho. Yo… Yo…

—Calma, calma, no se asuste —dijo D’Annunzio, quien soltó otro gruñido y se levantó para palpar la pared de la ducha como si buscase algo—. Tiene que parecer todo normal. Sonría. No es más que una cordial conversación con el fontanero.

Agatha no sonrió. Lo miró. Estudió su espalda. Sí, pensó. Podía ser un policía. Tal vez.

—No es conveniente que me quede mucho rato —dijo D’Annunzio—. Dígame todo lo que sepa tan deprisa como pueda.

Agatha seguía retorciéndose las manos; las tenía frías y entumecidas. Volvió a mirar hacia el pasillo. Respiró profundamente. De acuerdo, pensó. De acuerdo. La ausencia de elección es la elección más fácil. Asintió con la cabeza. Sonrió amablemente de la misma manera que le había sonreído a Billy Price. Tragó saliva.

—Han raptado a mi hija —dijo sonriendo—. Anoche. Entraron y… Nos están mirando. Pueden hablar a través de nuestro teléfono. Dicen que nos oyen, que han puesto micrófonos, pero yo creo que no. Lo que es seguro es que nos ven. Me tienen aquí atrapada.

—No se pare —dijo D’Annunzio—. ¿Qué aspecto tiene Jessica? ¿Qué edad tiene? —añadió sin dejar de tentar la pared. Agatha se esforzó de nuevo por sonreír.

—Tiene cinco años. Tiene el cabello rubio pajizo, los ojos azules, mofletuda. Es muy guapa. Llevaba un camisón con dibujitos estampados… —dijo, interrumpiéndose para no echarse a llorar.

—¿Y los secuestradores? —apremió D’Annunzio—. ¿Ha hablado usted con ellos?

—Sí. Con uno de ellos. Es muy… cruel. Colérico.

—¿Algún detalle que indique dónde puedan estar? ¿Algún ruido en la línea? ¿Algo que se le escapase al hablar?

Ella se quedó un instante pensativa. Dirigió la mirada pasillo adelante hacia el silencioso teléfono.

—No. Y mire: no puede quedarse aquí más. Tiene que marcharse. Lo digo en serio.

D’Annunzio ladeó la cara, mirándola con unos amables y melancólicos ojos de policía. Asintió con la cabeza…

—De acuerdo —convino. Se arrodilló y guardó la llave inglesa en la caja de herramientas, que tapó y cerró.

—Y su marido, ¿dónde está?

—No lo sé. Tuvo que salir. Me dijo que tenía que ir a hacer una cosa y que luego ellos nos devolverían a nuestra hija. No le dejaron… Le ordenaron que no me dijese adónde iba. Pero dijo que se encontraría con ellos —añadió Agatha, carraspeando—, a las nueve.

D’Annunzio asintió con un gesto. Le sonrió y le guiñó el ojo. Era como si le estuviese diciendo: «No hay ningún escape en la cañería aquí, señora. No pierde por ninguna parte. Perfecto».

Pero no fue eso lo que dijo.

—Bien. Lo localizaremos y lo seguiremos.

Agatha asintió con la cabeza, devolviéndole la sonrisa.

—Tengan cuidado. Por el amor de Dios, tengan cuidado.

D’Annunzio fue el primero en salir del cuarto de baño. Agatha lo siguió por el pasillo. Él abrió la puerta de la entrada y la saludó con la mano, sonriéndole.

—Haremos que se la devuelvan, señora Conrad. Le doy mi palabra. No haga nada que pueda parecerles sospechoso. Y trate de conservar la calma.

Los ojos de Agatha se llenaron de lágrimas. No dijo nada. Siguió con aquella estúpida sonrisa en la cara. Se acercó a la puerta cuando D’Annunzio puso el pie en el pasillo exterior.

Se asomó siguiéndolo con la mirada. Sólo un paso, pensó. Con sólo dar un paso y salir estaría libre.

Le sonrió de nuevo a D’Annunzio antes de cerrar la puerta, de encerrarse de nuevo en su apartamento.

Volvió hacia el teléfono. No sonó.