Espectro

Aggie no esperaba oír el interfono. Había estado allí de pie en la puerta del cuarto de baño, aguardando a que D’Annunzio empezase a hablarle a través del conducto de la calefacción otra vez. Aún seguía allí plantada cuando oyó el timbre de abajo. Continuaba en la misma postura, con el brazo levantando y la mano asiendo el marco de la puerta. Allí de pie con la cabeza gacha y el pelo enmarañado caído sobre la cara. Miraba el marco de la puerta, ya sin llorar, sólo mirando, como si la hubiesen vaciado. Su ansiedad —una ansiedad tan intensa que la oprimía por dentro— la atormentaba. Ya no podía llorar. Sólo podía mirar, sólo esperar, mientras seguía aquella tortura. Y entonces oyó el timbre de abajo.

Cerró los ojos al oírlo. Meneó la cabeza. Desmayadamente, parpadeó y alzó la vista. Miró hacia el rincón superior de la pared del fondo en el cuarto de baño, a la rejilla del conducto de la calefacción, como si fuese el cielo. Le temblaron los labios, pero sus ojos estaban secos.

Instantes después de sonar el timbre oyó que llamaban a la puerta insistentemente con los nudillos.

—Señora Conrad. Soy el detective D’Annunzio. Tranquila. Puede abrir.

Aggie tragó saliva pero el nudo que tenía en la garganta no se deshizo. Le latía el corazón con tal violencia que temía que le fuese a reventar. Se irguió, dejando resbalar la mano por el marco. Se retiró el pelo de la cara. Miró alrededor como si no supiese dónde estaba.

Fue alejándose despacio de la puerta del cuarto de baño, casi arrastrando los pies por el pasillo.

D’Annunzio seguía llamando con los nudillos insistentemente.

—¿Señora Conrad? —insistió D’Annunzio con su áspera voz, una voz que ella reconoció pese a haberle llegado a través del conducto de la calefacción.

A pesar de la insistencia con que la llamaba D’Annunzio, ella vaciló un largo rato. Se quedó allí mirando un buen rato como si la puerta fuese un enemigo. La miraba con el ceño fruncido, recelosa.

D’Annunzio no paraba de golpear con los nudillos ni de llamarla por su nombre.

—¿Señora Conrad? Le digo que puede abrir. Tranquila.

Sólo al cabo de un buen rato, y muy despacio, alzó Aggie la mano. Se miró la mano que avanzaba, como si no le perteneciese. Quería gritarle a la mano, decirle que se detuviera, que tuviese cuidado. Pero la mano asió el pomo.

Giró el pomo y tiró de él. La puerta se abrió.

Estaba allí mirando a un hombre, a un hombre que aguardaba en el pasillo. Obeso; aparatosamente gordo, con grasa por todas partes, como si lo hubiesen cebado hasta casi reventar. Camisa a cuadros y pantalones azules como globos deformes, avanzaron hacia ella casi a punto de estallar. Los faldones de la chaqueta parecían alas batiendo el aire.

Aggie le dirigió una mirada escrutadora. Parpadeó y entornó los ojos, con la boca abierta y la cabeza ladeada. Vio su redondo y curtido rostro y sus ojillos. Lo olió: sus vapores, la pringue del sudor, de sus miserias.

El hombre estaba allí quieto delante de ella, pero respiraba tan dificultosamente como si hubiese corrido. Vio que alzaba su rollizo brazo. La chaqueta se le levantó también al hacerlo. Llevaba una placa en su manaza, una placa y un carné.

—Soy el detective D’Annunzio, señora Conrad —dijo—. Los secuestradores se han marchado del apartamento de Sinclair. Ya no la espían. Ya puede salir.

Aggie no se movió. Volvió a parpadear, a mirarlo.

—¿Salir? —preguntó con una voz que a ella le pareció muy débil; muy débil y lejana.

El gordo asintió con la cabeza. Aggie dio un vacilante paso hacia él. Traspuso la entrada. Salió al pasillo. Ladeó la cabeza y miró pasillo adelante. Vio la hilera de puertas marrones de la derecha. Las puertas del ascensor a la izquierda. Volvió entonces a mirar al gordo.

Estaba muy cerca de él entonces. Los vapores de sudor y de los pedos formaban una densa nube que la rodeaba. También olía su aliento, caliente y agrio. Lo miró a los ojos. Le pareció un tipo mezquino.

Dio otro paso y recostó la cabeza en su pecho. Su olor corporal la rodeó. Era cálido. Cerró los ojos.

Notó la manaza de D’Annunzio dándole unas cariñosas palmaditas en la cabeza.

Había ido a sentarse en un sillón. Había varios hombres a su alrededor, y voces de hombres. Sostenía un vaso con agua entre las manos. Se lo habían dado y ella lo sujetaba con fuerza. El fresco tacto del vidrio en su palma le resultaba agradable. Iba bebiendo algún que otro sorbo. Le resultaba agradable el contacto del hielo en los labios.

Escuchaba el runrún de las voces de los hombres. Eran voces profundas y sólidas. Todo un consuelo. Le recordaban cuando era niña, cuando se sentaba frente al televisor en la sala de estar y oía a los mayores hablar sentados a la mesa de la cocina. Su madre, su padre, el tío Barry y la tía Rose. Veía a Tom y Jerry correteando delante de ella en la pantalla del televisor, y oía el sordo runrún de las voces de los mayores, intuyendo las cosas importantes y sumiéndose en la serenidad de su impotencia. Pasase lo que pasase, bien que lo sabía ella, ellos lo solucionarían…

Tomó otro sorbo. Recorrió vagamente con la mirada a todos aquellos hombres que la rodeaban. Los observó mientras hablaban. Veía el grave rictus de sus labios, sus marcados mentones, las oscuras sombras de sus barbas. Dos de ellos eran agentes de uniforme. Entraban y salían. Eran los dos muy jóvenes, casi niños, pero su talante era muy serio, responsable, fuerte. Llevaban aparatosos cinturones y pesados revólveres en las fundas que les colgaban de las caderas. Todos los demás iban con chaqueta y corbata, lo que les daba aspecto de eficiencia. Aggie ladeó la cabeza para mirar a uno de ellos que se llevaba la mano a la cadera, echando hacia atrás la chaqueta y mostrando la pistola que llevaba al cinto.

Sus ojos se posaron luego en D’Annunzio, que estaba de pie junto a la puerta del cuarto de la niña. Uno de los faldones de la camisa le asomaba casi totalmente fuera de sus pantalones. Aggie le vio un rodal de blanca piel a la altura del ombligo. Su dorada corbata tenía el nudo totalmente deshecho y dejaba ver un grueso y peludo cuello. Aggie recordó su hedor y la caliente humedad de la camisa en su mejilla. ¿Cómo sería aquel tipo? ¿Un hombre que olía así, que no se preocupaba por oler así? Lo miraba y pensaba: le da igual. Viviría solo, prescindiría de todo el mundo y no se preocuparía. Imaginaba que debía de hacer guarradas sin que ello le preocupase lo más mínimo: ir de putas, e incluso puede que robar. Quizás incluso habría matado a alguien. Habría matado a alguien y luego habría escupido en el suelo, pensó.

Confiaba en que no la dejase sola. Necesitaba verlo. El hecho de tenerlo cerca la hacia sentirse un poco más sosegada.

D’Annunzio hablaba con otro hombre, un hombre alto que llevaba un traje negro. Era el agente especial, recordó ella. El agente especial Calvin. Recordaba que D’Annunzio se lo había presentado y que él le había hecho preguntas. Se había mostrado como una persona muy inteligente y fría, pero era demasiado guapo. Tenía el cabello rubio y ondulado y un marcado mentón que parecía cincelado en piedra. D’Annunzio estaba hablando con él y Aggie imaginaba que le estaría contando cómo estaban las cosas.

Entonces alguien sacó una fotografía en el cuarto de la niña. Aggie vio el destello del flash. Vio el arco iris que ella había pintado en la pared intensamente iluminado. Por un momento, se reprodujo su ansiedad. La recorrió de arriba abajo. La sofocaba. Quizá los secuestradores siguiesen aún vigilándola, pensó, quizás habían visto todo lo que ella había hecho, había llamado a la policía y quizá…

Se inclinó hacia adelante, se estremeció y trató de normalizar la respiración.

Oh, Jessie. Oh, Nathan, nuestra pobre hijita.

Expulsó lentamente el aire de los pulmones. Se enderezó. Se llevó el vaso de agua a los labios. El borde del vaso repiqueteó en sus dientes de tanto como le temblaba la mano. Tomó un sorbo. Escuchaba las voces de los agentes. Dejó que el denso murmullo la envolviese, el persistente runrún que sólo de vez en vez afloraba en palabras.

—… ¿sólo con las manos?

—… es lo que dice el médico.

—… una especie de monstruo…

—… parecido al caso Sinclair. Recuerdo que dijeron que…

—Mirad lo que hemos encontrado.

Esta última frase se oyó un poco más fuerte. Aggie alzó los ojos hacia la voz. Había un hombre joven de pie en el vano de la puerta. Sostenía una bolsita de plástico con algo dentro.

—Es un transmisor. Estaba conectado a la caja de abajo —dijo—. ¿Se puede tocar ya el teléfono? Probad a ver, si han terminado con las huellas.

Otro agente levantó el auricular. Escuchó.

—Funciona.

—No se van a poner —dijo el agente que estaba junto a la puerta y rio, meneando la cabeza con expresión de fingida incredulidad. Luego fue hacia el pasillo, fuera del campo visual de Aggie.

—¿Señora Conrad?

Adivinó por el agrio hedor que era D’Annunzio. Se volvió a mirarlo, sonriéndole levemente.

El gordo intentaba arrodillarse trabajosamente junto a la silla de Aggie. Resoplaba debido al esfuerzo. Al fin lo consiguió y su cara quedó al mismo nivel que la de Aggie. Ella se fijó en sus repliegues y en sus marcados surcos. D’Annunzio llevaba un pequeño bloc de notas en una de sus manos. Lo miró. Al hacerlo, ella advirtió que sus marmóreas pupilas le recorrían fugazmente los pechos y se desviaban de ellos rápidamente. Notó como si algo le subiese por la garganta.

—Uf… oiga a ver, uf, señora —jadeó—. ¿Conoce a un médico que se llama…, uf, a ver: Jerald Sachs? Es el director del Hospital Psiquiátrico de Impellitteri.

Aggie asintió con la cabeza.

—Sí. Nathan lo conocía. Lo conoce. ¿Por qué?

—¿Era amigo de su marido?

—No. No, a Nathan no le…, no le caía bien. Demasiado politiquero, dice.

—Y ¿qué hay de una tal… a ver, lo tengo aquí: Elizabeth Burrows? ¿Ha oído hablar alguna vez de ella?

Aggie negó con la cabeza.

—Es una paciente de Impellitteri —le aclaró D’Annunzio.

—No —respondió—. Es que Nathan nunca me dice los nombres de los pacientes. Pero… no sé, me suena un poco.

—Claro. Es probable que lo leyese usted en los periódicos.

—Ah, sí. Es verdad. La asesina que salió en los periódicos.

La redonda cabeza de D’Annunzio se movió arriba y abajo. Se pasó una mano por el mentón y miró el bloc.

—No tengo ni idea de qué relación puede existir entre una cosa y otra, ¿está claro? Pero le voy a decir lo que ha sucedido hasta aquí. Encontraron al doctor Sachs hace una media hora. Estaba atado debajo de una cama de Impellitteri. Era la cama que ocupaba la tal Elizabeth Burrows, en el pabellón de aislamiento del manicomio. Habían golpeado a Sachs dejándolo inconsciente, con una silla al parecer. Y vieron a su esposo saliendo del hospital con la señorita Burrows; —le explicó D’Annunzio, interrumpiéndose un instante en aquel momento para mirar el reloj que le ceñía fuertemente la gruesa muñeca—. Son ahora las once, es decir que hace más de dos horas.

Aggie volvió a menear la cabeza.

—Nathan no golpearía a nadie con una silla. Es incapaz de pegarle a nadie.

—Bueno…, en fin… Bueno, entendido —dijo D’Annunzio cerrando el bloc y metiéndoselo en el bolsillo, a la vez que carraspeaba y se echaba el cabello hacia atrás—. El caso es que el tal Sachs se niega a hablar. Se niega a decirnos ni así, ni media palabra. Aún está un poco atontado, pero de todas maneras ya ha pedido un abogado. Así que es poco probable que le saquemos algo esta noche. Comprende lo que le digo, ¿no?

Dejó que su voz se extinguiese y permaneció en silencio unos instantes. Luego, emitiendo un bronco resoplido, se enderezó y se levantó.

—¿Quiere decir que en su opinión Nathan la ayudó a escapar? —preguntó de pronto Aggie.

—Bueno, nosotros no…

—¿Piensa que raptaron a Jessie para que Nathan ayudase a escapar a una asesina?

—¿Y yo qué sé? —replicó D’Annunzio, encogiéndose de hombros—. Podría ser. No lo sabemos.

Aggie se lo quedó mirando. De nuevo vio que los ojos del detective se habían posado fugazmente en sus pechos. Se sostuvieron mutuamente la mirada durante unos momentos. Él daba la impresión, pensó Aggie, de saber algo acerca de ella.

—Lo haría, ¿sabe usted? —dijo ella tranquilamente.

—¿Cómo dice usted?

—Golpear a alguien con una silla —explicó ella—. Si tuviese que hacerlo. Mataría si se viese obligado, haría cualquier cosa.

—Entiendo, señora, entiendo —dijo D’Annunzio asintiendo con la cabeza.

¿D’Annunzio? —se oyó.

Era el agente especial Calvin, que lo llamaba desde el cuarto de la niña. Su mirada era penetrante, los ojos le brillaban. Indicó a D’Annunzio que se acercase. El gordo fue para allá cansinamente.

Aggie ladeó la cabeza. Se desentendió de él y volvió a su ensimismamiento. Siguió allí sentada, inmóvil, tratando de no estremecerse, tratando de que el pánico no volviese a apoderarse de ella. Sostenía el vaso de agua con firmeza. Oía las voces de los agentes: un runrún incesante, profundo, hipnótico.

—… el portero de enfrente…

—Sí, sudaba como un cerdo.

—Fíjate con lo que sale: «Creí que eran sólo traficantes de drogas».

—… pues lo vas a lamentar, te lo digo…

—… ayudar al doctor Conrad…

—… ¿y cómo sabes eso…?

—… han encontrado otro fiambre en el centro de la ciudad…

—… ¿en el centro…?

—… sólo lo que ha dicho la radio…

—… hay que ayudarlo… al doctor Conrad…

—… creen que tiene relación con esto. La niña, la paciente…

—Hay que ayudar al doctor Conrad.

—y el tío se echa a llorar, ¿qué te parece…?

—… totalmente destrozado…

—… al doctor Conrad. Hay que ayudarlo.

—… ¿y el cadáver…?

—… en un camión de la basura…

—… que haya una relación…

—¡Alguien tiene que ayudar al doctor Conrad! ¡Tienen que ayudarlo! ¡Por favor!

Las voces de los agentes cesaron de inmediato. Aquel desesperado clamor seguía flotando en el aire. Eran los gritos de una mujer. Hicieron que Aggie levantase la cara, que mirase alrededor, sobresaltada, a través de las figuras de los agentes.

—¡Por favor! —les gritó de nuevo la mujer—. Por favor. Por favor, escúchenme. Alguien tiene que ayudarle. Al doctor Conrad. Han raptado a su hija. Y ahora quieren desenterrar a mi madre. Por favor.

Entonces Aggie la vio. Pasaba entre ellos como un espectro. Tambaleándose hacia adelante muy rígida, con lentos y fantasmagóricos pasos. Los agentes no se movieron ni dijeron una palabra, impasibles. La miraban mientras pasaba entre ellos como por un pasillo. Llevaba las manos a la espalda, como si se las hubiesen atado. Su mirada era tan desorbitada que los ojos parecían ocupar todo su rostro. Iba ensangrentada, se percató entonces Aggie. Manchada de sangre de arriba abajo. La sangre le había empapado el arrugado vestido rosa que llevaba; también tenía sangre en las mejillas, densos coágulos en mechones de su rubia melena.

—Tienen que hacerlo. Tienen que ayudarlo. Por favor. Alguien… Tienen que ayudar al doctor Conrad. Es Terry. Es real. Van a desenterrar a mi madre. Por favor.

—Quieta ahí, coño; ahí quieta.

La orden —el grave y varonil sonido de la voz— hizo que todos los que estaban en la estancia prestasen atención. El runrún de voces empezó dé nuevo.

—¿Por qué la trae aquí?

—Ahí quieta, nena.

—Detenedla. Que alguien la sujete.

—Cómo se le ocurre entrar de esta manera.

El pasillo que había parecido abrírsele se cerró de pronto. Varios agentes se movieron a ambos lados de ella y le sujetaron los desnudos y ensangrentados brazos. Con las manos aún a la espalda, forcejeó con ellos. Aggie vio cómo le ponían las esposas.

—¡No! ¡Tienen que escuchar! ¡Tienen que ayudarle! —gritó la mujer.

—De acuerdo, de acuerdo, pero tranquila, señora. Y no se mueva.

Sujétenla.

—¡Por favor! —clamó con un grito que parecía arrancado de lo más profundo de su garganta—. Por favor —volvió a gritar con la cabeza echada hacia atrás, mirando al techo mientras los agentes la sujetaban fuertemente por los brazos a ambos lados—. Por favor.

—Quietos —intervino Aggie tratando de dejar el vaso en la mesa, que dio en el canto y se hizo añicos contra el suelo—. ¡Hagan ustedes el favor de dejarla, por el amor de Dios! —los conminó, ya de pie y extendiendo la mano—. ¡Quietos!

Su enérgico tono y el estrépito del vaso al romperse hizo que todo el mundo se quedase quieto. Reinó un silencio absoluto. Los agentes ladearon la cabeza. Aggie notó sus duras miradas. Contempló a D’Annunzio, que también la observaba expectante.

Aggie dirigió entonces la mirada hacia los demás, a todos.

—Déjenla hablar —les pidió suavemente—. Suéltenla y déjenla hablar.

Los agentes apartaron la vista de Aggie y miraron a la otra mujer. Lentamente, las manos que le sujetaban los brazos se relajaron. La soltaron y se echaron un poco hacia atrás. Ella siguió tambaleándose con la cabeza aún vencida hacia atrás y sin dejar de mirar al techo.

Luego su mentón fue descendiendo lentamente. Miró a Agatha entre el grupo de agentes.

Agatha se apartó el pelo de la cara. La miró. Vio que sus ojos se fijaban en ella confusos; boquiabierta; que su cabeza se movía crispadamente.

—¿Quién es usted? —preguntó ella.

Agatha contestó sin acritud.

—Soy su esposa. ¿Y tú quién eres?

La aludida volvió a menear la cabeza con la misma crispación.

—Soy su Elizabeth —respondió entonces.

Y cayó redonda al suelo.