Buenos días, doctor Conrad
—Tengo que ser sincero contigo: no encuentro explicación.
Era viernes por la tarde. Conrad estaba de nuevo sentado en lo que ya había bautizado como La Silla Dolorosa. Sachs se las había arreglado para volver a hacerlo sentar allí. El curvo respaldo le segaba las paletillas. El duro asiento de madera se le metía entre las nalgas como hormigas rojas, Conrad no paraba de rebullirse como si bailase sentado.
Al otro lado de la mesa que tenía enfrente, Sachs asentía una y otra vez con su cabeza calva. Casi como si estuviese escuchando, pensó Conrad.
—Primero, contigo, no quería hablar en absoluto —prosiguió Conrad—. Y luego, de pronto, en dos sesiones, me lo está contando todo. Quiero decir que me está contando toda su vida con pelos y señales. Esquizofrenia, sí, pero ¿sabes?, coherente a su manera. Yo, yo no sé cuánto hay de cierto en lo que dice, qué hay de alucinatorio, y cuánto, si es que hay algo, que sea una pura patraña para librarse de la cárcel. Es decir… —añadió suspirando—. Vamos a ver, Jerry: con su historial, el diagnóstico de esquizofrenia paranoide parece inevitable, ¿de acuerdo? Cuánto hay de cierto en la historia acerca de su madre… —dijo encogiéndose de hombros—. Ya me entiendes. Lo que yo deduzco es que Elizabeth sufrió un grave trauma tras la muerte de su madre, que condujo a una primera manifestación de la enfermedad. En cuanto a haber quedado encerrada en el furgón con el ataúd de su madre… bueno, desde luego me suena a una fantasía, pero… Sólo puedo decirte que refleja muy bien todas sus fijaciones. Objetiviza su propia sexualidad en términos referidos al cuerpo de su madre. Y vincula todo intento de excitarse sexualmente como una exhumación del cadáver de su madre, como una confabulación para «desenterrar a su madre». Y esto a su vez parece ser el desencadenante de su furia, por el hecho de que su madre no hubiese sabido protegerla de los abusos sexuales de que fue objeto; y entonces esa furia se materializa en una madre muerta que al fin regresa para cumplir con su papel de protector: el Amigo Secreto.
Sachs volvió a asentir con la cabeza con talante grave, pe quitó las gafas de encima de la cabeza y gesticuló con ellas pomposamente. Conrad movió su dolorida espalda, rezando por terminar en seguida.
—Bueno, la gran cuestión es si está en condiciones de afrontar un juicio —dijo Sachs—. ¿Su memoria le responde?
—Sí parece ser excelente. Le he hecho repetir varias veces lo que cuenta y los detalles son siempre los mismos. Pero el sentimiento está totalmente erradicado, completamente inapropiado a los hechos; le brotan alucinaciones auditivas paranoides de los oídos…
Sachs se inclinó hacia adelante en el sillón.
—¿Puede ella ayudar a su propia defensa, Nathan?
Conrad abrió la boca para contestar, pero algo en el talante de Sachs —un cierto apremio— lo hizo vacilar. Se decidió al fin.
—No. Demonio, no —dijo—. Padece una esquizofrenia aguda, Jerry. Esquizofrenia paranoide. Este es mi diagnóstico. No.
—¿Y lo testificarías así?
Conrad volvió a vacilar. Pero se lo dijo.
—Sí. Sí, claro que sí. No puede afrontar un juicio. No hay medio ninguno.
Esa era, obviamente, la respuesta que el director de Impellitteri quería. Se recostó en el respaldo de su alto —su suave— sillón. Volvió a encajarse las gafas en la cúpula de la calva. Entrelazó las manos sobre la barriga. Una sonrosada sonrisa le asomó por la comisura de los labios.
—Bien —dijo—. Bien.
Conrad ya no lo podía soportar más. Se levantó. Espiró profundamente cuando sintió bullir la sangre en su dolorido trasero.
—Bueno, tengo que marcharme, pero…
Sachs se levantó prácticamente de un salto. Le tendió aquella mano que parecía una zarpa.
—Bien, excelente trabajo, Nate —dijo—. El gran Nate, así es como te llamamos.
Conrad esbozó una mueca al sentir su mano estrujada por la enorme zarpa.
—Porque el hecho es que la chica ha confiado realmente en ti, ¿no? Ya les habla a las enfermeras un poco. Toma sus medicamentos, come bien. En cuanto te descuides, te encontrarás con una romántica transferencia de la neurosis, todo un chollo —dijo riendo y dándole una palmada a Conrad en el brazo—. Que es bien bonita, Nate —añadió.
Antes de que Conrad pudiese responder, Sachs le había pasado su enorme brazo por los hombros y lo llevaba casi en volandas hacia la puerta.
En cuanto te descuides te encontrarás con una romántica transferencia de la neurosis, todo un chollo. Que es bien bonita, Nate.
—Dios, —pensó Conrad—, este tipo es despreciable.
Cruzó con su Corsica el puente de la Calle 59, de regreso a Manhattan. Los arracimados rascacielos de la Midtown resplandecían frente a él en la creciente oscuridad. Pasaban otros automóviles por su lado curioseando a través de su ventanilla abierta.
Una romántica transferencia de la neurosis…
Dios, Dios, Dios.
Se había metido en lo más denso del tráfico. Se mantuvo en el carril derecho. Miraba las luces traseras que parpadeaban, se encendían y se apagaban por delante de él. El frío aire otoñal le daba en la cara. Pensaba en Elizabeth.
Había hablado con ella todos los días aquella semana. El martes había alterado de nuevo su horario de consulta para poder ir a verla. El jueves había hecho lo mismo. Había estado escuchando a Elizabeth mientras ella hablaba de su infancia. Acerca de los orfanatos y las familias adoptivas. Acerca de la brutalidad de unos chicos que se burlaban de ella y le pegaban. Y acerca de las voces que le hablaban aunque nadie más pudiese oírlas.
Y la había estado escuchando hablar del Amigo Secreto, acerca de las cosas que el Amigo Secreto había hecho.
En el Centro Infantil de Manhattan, por ejemplo, se produjo un incidente. Elizabeth se encontraba allí muy sola, tan sola como en casa. Mantenía susurrantes diálogos con Billy, el pelirrojo de la imaginaria escuela Sunshine. Billy había, crecido, igual que ella. Su personalidad, sin embargo, no parecía haber cambiado gran cosa.
En el Centro había una niña negra que llevaba a Elizabeth a mal traer o, por lo menos eso decía Elizabeth. La niña negra había obligado a Elizabeth a hacer parte de sus deberes y le había quitado chocolate. Un día, la niña negra amenazó a Elizabeth con ordenar a los demás que le hiciesen lo que llamaban el «toca-toca». Esto hizo que Billy, el Amigo Secreto, se enfureciera. Billy cogió un cuchillo de la cafetería. Billy atacó a la pendenciera niña aquella noche y le rajó la mejilla. Elizabeth tenía entonces once años. Según el informe de su expediente, fueron necesarios cuatro celadores para reducirla y quitarle el cuchillo de la mano.
En otra ocasión, uno de los celadores intentó meterse en la cama de Elizabeth por la noche. Elizabeth dijo que el Amigo Secreto se había convertido en un león y le echó las zarpas. Cuando lograron reducir al león, la cara del celador era una máscara de sangre. Según el informe del Centro encontraron trozos de carne del celador en los dientes de Elizabeth.
En cuanto al marinero holandés, la madre muerta de Elizabeth había vuelto para darle una lección:
Le rompió los dos brazos y le dejó un testículo hecho migas. Hicieron falta tres agentes para arrancarla del marinero.
Conrad había estado escuchando todo esto. Había dedicado mucho tiempo a pensar en todo el asunto, a leer el historial de la joven. Intentaba separar la realidad de los espejismos o alucinaciones. Pero no lograba concentrarse. Pensaba en otras cosas. En el sonido de la voz de Elizabeth. En su aspecto.
Ella se mostraba un poco más animada con él entonces. Ya no hablaba siempre con aquel impersonal tono cantarín. A veces afloraba un tono grave como un murmullo. En ocasiones reía. Y cuando reía, sus blancos y altos pómulos se coloreaban y sus verdes ojos resplandecían. Su voz y su imagen le quitaban el aliento.
Que es bien bonita, Nate.
Cada vez que iba con el coche a Impellitteri, lo hacía ansiando oírla, verla de aquella manera, susurrándole, riendo.
Todo un chollo.
Y había vuelto a soñar con ella. El miércoles por la noche. Había soñado que ella estaba de pie en la entrada de una casa. Ella le hizo señas y él se acercó. Y, al hacerlo, vio que era la casa donde él había crecido. Sabía que había algo terrible en la casa, pero se acercó pese a todo. Ella entró y él comprendió que debía seguirla. Pero, antes de llegar a la puerta, se despertó. El corazón le latía con fuerza. Tenía la almohada empapada en sudor.
Luego, al día siguiente, jueves, ayer, había tenido una fantasía. Estaba totalmente despierto cuando la tuvo. Estaba con una paciente: Julia Walcott. Julia estaba en el sillón, hablando de la amputación de su pierna. Conrad respiraba con regularidad, en total sintonía con lo que ella le estaba contando. Y de pronto se desconectó. Empezó a pensar en Elizabeth. Pensaba que ella estaba desnuda echada en una cama. Le tendía sus blancos brazos. Estaba agradecida por haberla curado. Quería mostrarle lo agradecida que estaba.
«¿No quiere tocarme?», le susurró ella. Conrad tuvo que esforzarse mucho para hacer que su mente volviese a concentrarse en la señora Walcott.
Y entonces, en su coche, se agitaba en el asiento con incomodidad. Al recordar su fantasía notó la erección.
El Corsica llegó al otro lado del puente y se metió en el avispero de automóviles de la Segunda Avenida. Conrad hizo un rápido ademán y conectó la radio. Estuvo escuchando las noticias durante todo el resto del trayecto de regreso a casa.
Cuando Conrad llegó a su apartamento, encontró a Agatha sentada en la mesa del comedor. Tenía la cabeza apoyada en las manos, contristada. Su cabello castaño echado hacia delante.
—Maaa-miii.
Un desesperado lamento llegó a través de las paredes del cuarto de la niña.
—Anda, Cariño, duérmete —dijo Agatha, entre dientes.
—Pero no puedo dormir —protestó Jessica, llorosa.
—Pues entonces cierra los ojos y quédate echada y tranquila —dijo Aggie con más suavidad. (Una buena imitación de la paciencia, pensó Conrad).
Conrad cerró la puerta. Agatha alzó los ojos hacia él.
—Oh, gracias a Dios, el caballero andante —dijo ella provocando la sonrisa de Conrad—. ¿Quieres, por favor, entrar ahí y asesinar a nuestra hija? Llevamos así una hora y media.
Conrad asintió con la cabeza cansinamente. Dejó el maletín en el suelo y se dirigió al cuarto de Jessica.
El cuarto de la niña era la obra maestra de Agatha. Lo había pintado ella y le había quedado preciosa. Las paredes azul celeste. En una había pintado un arco iris, y un palacio de cristal en otra. Nubes y unicornios por todas partes. Las paredes se oscurecían conforme se acercaban al techo. El techo propiamente dicho era totalmente negro. Tachonado de estrellas y con los débiles y espectrales perfiles de las constelaciones.
Justo debajo de las estrellas estaba Jessica. Estaba encima de su alta cama, al nivel de la barbilla de Conrad. Al entrar él, Jessie estaba hecha un ovillo, de lado. La colcha se arrugaba hecha un guiñapo a sus pies. Llevaba un camisón de color rosa y tenía una tortuga de trapo del mismo color bajo el brazo. Era un tortuguito, como decía Conrad, y se llamaba Moe. Jessica estaba abrazando muy fuerte a Moe. Tenía el ceño fruncido. Le asomaban lágrimas en los ojos.
—Hola, papi —saludó consternada.
Conrad tuvo que sonreír muy a su pesar. Tiró de la colcha y la remetió bajo la barbilla de Jessie. La besó suavemente en la frente.
—¿Qué hace una niña despierta en mi casa? —le susurró él.
—No puedo dormir.
—Mira: es que mañana tenemos que levantarnos temprano. Vamos a ir con el coche al campo. A ver cómo cambian de colores todas las hojas.
—Ya lo sé. Pero tengo miedo —se lamentó Jessica.
—¿Y de qué tienes miedo?
Ella suspiró por la nariz lastimeramente.
—Me dan miedo los Frankensteins —contestó—. Hacían lo de las calabazas de los difuntos en el programa de Disney y había Frankensteins, y ahora me dan miedo.
—Aaajá —dijo Conrad.
—Y mamá ya me ha dicho que no hay Frankensteins en la vida real. Pero a mí no me dan miedo en la vida real.
—Ah. Bueno, ¿y dónde te dan miedo?
—En mi cabeza.
—Ah.
Una sola lágrima rodó desde el ojo de la niña. Se deslizó por su nariz y se detuvo en la felpa del fiel Moe.
—Mamá dice que están sólo en mi cabeza. Y al cerrar los ojos los veo dentro. Por eso me dan miedo.
Por un instante Conrad no supo hacer otra cosa que asentir con la cabeza.
—Vaya —exclamó al fin—. Menuda papeleta.
—Claro. Y no puedo dormir.
—Hummm… —dijo Conrad rascándose la barbilla a conciencia—. ¿Y si te canto una canción?
—Tú no sabes cantar.
—Ah, es verdad. Lo olvidaba. De acuerdo entonces. Déjame pensar —dijo rascándose un poco más la barbilla, mientras su hija lo miraba con expresión solemne y Moe absorbía otra lágrima—. Ya está —añadió Conrad—. Ya lo tengo. Echaremos a los monstruos.
Jessica volvió a suspirar por la nariz.
—¡Pero cómo vas a echar a los monstruos si sólo están en mi cabeza!
—Es muy sencillo —respondió Conrad—, pero te costará ciento veinticinco dólares por hora, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—De acuerdo, entonces. Cierra los ojos.
—Pero entonces veo monstruos.
—Hombre, tienes que ver los monstruos si quieres poder echarlos, ¿no te parece?
Ella asintió con la cabeza y cerró los ojos.
—¿Los ves? —preguntó Conrad. Ella volvió a asentir.
—Ahora —dijo Conrad—, imagina una antorcha.
—No sé lo que es —objetó ella, abriendo los ojos.
—Es un palo con fuego en la punta.
—Ah, sí, sí —dijo ella, volviendo a cerrar los ojos—. Ya está.
—Bien. Ahora agita la antorcha hacia los monstruos.
—¿Por qué?
—Porque los Frankensteins odian el fuego. Siempre huyen del fuego.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—He visto la película.
—Ah.
—Ahora dales con la antorcha en la cara. ¿Los ves correr? —Lentamente, con los ojos todavía cerrados, Jessica empezó a sonreír.
—Sí —dijo ella—. Sí.
Conrad se inclinó hacia adelante y la besó en la frente otra vez.
—Buenas noches, corazón —le susurró.
—Buenas noches, papi.
Él volvió a la sala de estar. Agatha levantó la cara; aún la tenía apoyada en las manos. Meneó la cabeza mirándolo.
—Eres mi héroe —dijo ella.
—¿Por poner en fuga a monstruos imaginarios?
—Ay, qué vida —dijo ella sonriendo con displicencia.
Hizo el amor con Agatha aquella noche con ardoroso anhelo. Nunca había hecho el amor con otra mujer. Se había fijado en bastantes por la calle. Había fantaseado, se decía a veces, acerca de todas ellas desnudas, gritando de placer con él. Algunos días, al comienzo de la primavera, había llegado a pensar que moriría si no podía poseer a alguna de aquellas jovencitas que pasaban junto a él con sus floridas faldas. Pero, a la hora de la verdad, era siempre Agatha. Eran sus ojos, acogedores y levemente divertidos. Sus pechos, él tacto de sus pechos, lo que le hacía añorar los viejos tiempos con ella. Era su manera de sisear al llegar al orgasmo, la tensión de sus ojos. A la hora de la verdad, con eso solía bastar.
Aquella noche, sin embargo, hizo el amor con ella pero ni la añoranza ni el ardoroso anhelo remitieron. La besaba, susurraba su nombre. Ella dejaba deslizar los dedos por su cuello, se los hundía en la espalda. Pero se había sentido vacío, como si la vida le hubiese timado. Algo que deseaba desesperadamente pero que nunca pudo tener.
Agatha arqueó la espalda, su respiración se convirtió en un siseo. La tensión apareció en sus ojos. Derramó unas lágrimas. Y Conrad, con un susurro que expresaba pánico, notó que no mantenía la erección.
Intuyó lo que debía hacer. Cerró los ojos. Murmuró: «Aggie, te quiero». Pero pensaba en Elizabeth. Pensó en la blancura de su piel, en el rubor de sus mejillas. La repentina desnudez de sus pequeños y deliciosos pechos al desabrocharse la camisa para mostrárselos. «¿No quiere usted tocarme?».
Marido y mujer llegaron juntos al orgasmo, entrelazados, con su siseante jadeo.
Eran poco más de las diez. Incluso con los ojos cerrados, Conrad lo sabía. Podía oír escupir al señor Plotkin.
Leo Ploddn era un obrero del textil, retirado, que vivía justo en el piso de arriba. Era un viejo judío gruñón, que no le dirigía la palabra a Conrad desde que lo había visto con un árbol de Navidad en el ascensor. Justo a las diez y un minuto, como un reloj, Conrad y Aggie lo oían escupir. Sus sonoras «arrancadas» les llegaban directamente a través del conducto de la calefacción desde su cuarto de baño. Conrad lo llamaba el Diezputo. Como un reloj.
Al oírlo aquella noche, Conrad abrió los ojos y miró a Agatha. Ella le devolvió la mirada y rio. Se arrimó más a él, acurrucándose, descansando la cabeza en su pecho. Él contempló su cabello un largó instante. Respiró su fragancia.
—¿Puedo hacerte una pregunta realmente estúpida? —dijo él al cabo de un momento.
Agatha seguía con la cabeza recostada en su pecho. Jugueteaba plácidamente con su pezón. Él respiraba la fragancia de su melena.
—Eso depende —susurró ella—. ¿Y yo podré tomármelo a cachondeo y ridiculizarte?
—Me decepcionarías si no lo hicieses.
—Entonces, suéltalo.
Conrad respiró hondo. Y se lo dijo.
—¿Crees tú…? Es decir, al margen de creencias religiosas y de todo eso de lo sobrenatural… ¿Crees que los seres humanos tienen alma?
—Ah, claro que sí —dijo Agatha—. Bueno, ya sabes que me paso la vida con gente del mundo editorial, pero creo que es una teoría posible. ¿Qué quieres decir exactamente?
—Pues, verás: ¿crees que es posible hablar con una persona, un psicótico, pongamos por caso, un paciente con una aguda enfermedad de Alzheimer, o sea, con múltiples personalidades, y sin embargo encontrar una individualidad esencial en ella? Un yo que permanece pese a todo.
—No.
Conrad rio.
—Ah —dijo.
Ella ladeó la cara para mirarlo y le dio un breve beso en la barbilla.
—Si te vuelves otra vez loco por mí —le susurró—, yo me quedo con el coche y el apartamento.
Él asintió con la cabeza, sonriente.
—El alma no existe —dijo suavemente Agatha—. Uno se muere y listo. Tienes cuarenta años. La vida es dura. Duérmete.
Ella volvió a besarlo. Luego se dio la vuelta. Al cabo de unos instantes la respiración de Agatha se hizo más profunda y él se percató de que estaba solo.
Dejó de sonreír. Miró al techo.
Si te vuelves loco otra vez.
Sucedía de una manera extraña, pensó él. Volverse loco, derrumbarse. Resultaba extraño ver de qué manera creía uno ir madurando, comprendiendo mejor las cosas. Que iba uno descubriendo algunos de los secretos del mundo. Que uno sufría, pero que accedía también a un cierto nivel de lucidez. Y durante todo ese proceso seguía uno en pie tranquilamente. Tranquilamente en pie mientras el garrote de tu neurosis se te apretaba alrededor del cuello.
El día siguiente a la muerte de su madre se notó muy entero. Fuerte, en realidad. El Nathan de aquel entonces —el estudiante de pelo largo y camisetas coloreadas— creía estar por encima de emociones tan básicas como la congoja. Claro que, por supuesto, no estaba por encima de las pequeñas emociones. Se enfadó un poco, por ejemplo, con su padre por haber tardado tantas horas en llamarlo. (Su padre le había dicho que no tenía objeto despertarlo para darle una mala noticia). Y, por supuesto, se entristeció por la muerte de su madre. Pero ¿congoja? Eso quedaba para la gente de pocas luces.
Su madre había ido tambaleándose a la cocina a hacerse una taza de té en plena noche, según le había contado su padre. Estaba borracha, claro. Llevaba un holgado camisón de seda. Nathan lo recordaba: era blanco con un estampado de crisantemos violáceos. Encendió el gas, le dijo su padre. Entonces se acerco a poner el pote a calentar. Al hacerlo, la azulada llama del quemador prendió en una de sus holgada mangas. Su padre le dijo que el camisón se había inflamado como si fuese de papel. Pero Nathan no podía evitar pensar que, quizá, de haber estado sobria, habría podido desembarazarse de él. Quizá si hubiese habido en casa otra persona y no su padre…
Su padre le dijo que su madre había estado de bar en bar y había regresado tarde. Nathan no quería pensar en eso. No quería pensar tampoco en cómo le sonó el llanto de su padre a través del teléfono. Aparte de esto, sin embargo, en términos generales, se sentía bien, fuerte. Se sentía en paz, le dijo a una incrédula Agatha. Estaba completamente sereno. A través de su meditación, a través de su estudio del Zen, transcendía el dualismo de la vida y la muerte, le dijo a Agatha. El propio tiempo, en el que su madre había perecido, era una mera ilusión. Cualquiera podía percatarse de ello.
Antes de coger el autobús de regreso a Nueva York subía a Seminary Hill a meditar.
Era el momento del día que más le gustaba. Justo al ponerse el sol. Caía el sol en la bahía sobre un colchón de nubes. Las nubes eran sonrosadas y verdes y de color lavanda. Rolaban y viraban y se alargaban con el viento. Nathan se sentaba sobre una roca grande y plana. Disponía los pies en posición de semiloto (el loto completo era demasiado duro para sus rodillas). Contaba sus respiraciones, ayudándolas con el abdomen. Ponía la mente en blanco. Miraba fijamente el sol. Se sumía en el samadbi, el estado de perfecta concentración.
Pasó media hora antes de que nadie pudiese localizarlo. Una profesora de literatura sureña, una atractiva joven, fue quien lo encontró. Había subido a la loma a ver salir las estrellas. Se detuvo en la pendiente cubierta de hierba al verlo. Supuso que estaba borracho. Iba tambaleándose por allí, bajo el crepúsculo, con las manos frente a la cara. Contrariada pero cautelosa, la profesora iba ya a darse la vuelta, a volver hacia la calle. Pero entonces lo oyó gritar. Fue un agudo grito de angustia. Se inclinó bajo el crepúsculo como si aguzara el oído y lo oyó sollozar. Avanzó otro paso hacia él.
—¿Te ocurre algo? —le gritó.
—¡Mis ojos! —le gritó él—. ¡Dios santo! ¡Mis ojos! La joven profesora dejó su cautela a un lado. Había corrido hacia él, lo había cogido por los hombros.
—Ay, madre mía —sollozaba Nathan—. Ay, Dios mío, Dios mío. Mis ojos.
Estuvo completamente ciego durante dos días. Asistió al funeral de su madre con la cabeza envuelta en vendas. Agatha tuvo que acompañarlo hasta la tumba de su madre llevándolo del brazo. Estuvo miando hacia la fosa abierta sin ver nada. Tuvo que imaginar el féretro. A su madre dentro del féretro. Los ojos abiertos de su madre, observándolo.
Sigo aquí.
Echado entonces en la cama, Conrad alargó la mano y le dio una palmadita en la cadera a su esposa. Pobre Aggie, pensó. Incluso entonces le había costado semanas convencerlo para que fuese a ver al psiquiatra. Cuando al final lo hizo, tardó seis meses en reconocer que se había derrumbado. Le costó diez años recuperarse. Ahora, sin embargo, el psiquiatra era él.
Y el ojo, como la rodilla, aún le seguía dando la lata algunas veces. Si trabajaba muchas horas, o dormía poco, le dolía. Veía destellos rojos, como reproducciones de las nubes que rodeaban al sol poniente.
Si te vuelves loco otra vez…
Dejó resbalar su mano retirándola de Aggie. Se quedó mirando al techo. Hasta qué sucedió, hasta que se derrumbó, no lo había descubierto. No había notado que le sucediese nada anormal.
Cerró los ojos. Respiró lentamente. Allí estaba ella. Allí estaba delante de él. Su largo y sedoso cabello dorado. Sus prominentes pómulos, su blanca, blanquísima piel. Su camisa desabrochada. Elizabeth.
¿No quiere tocarme?
Era tan hermosa, pensó Conrad. Empezó a quedarse dormido.
Qué hermosa era.
Su radiodespertador empezó a sonar a las ocho en punto. El locutor decía que un avión privado se había estrellado en una zona residencial cerca de Houston. Conrad apagó la radio. Se incorporó en la cama.
Había dormido profundamente. Tenía la rodilla dormida. La flexionó haciendo muecas. La acercó con cuidado haci el borde de la cama. Se levantó y fue cojeando con cuidado hasta el cuarto de baño. Se dio una ducha, dejando que el agua caliente cayese en su rodilla. Había tenido otro sueño, pensó. Algo referente a un hospital. Trató de recordarlo, pero las imágenes se alejaban como nubes. Salió de la ducha. Se secó y se ciñó la toalla a la cintura. Salió del cuarto de baño y allí estaba Agatha, aguardando. Ella le sonrió con los ojos entornados.
—¿Qué tal has dormido? —dijo él, besándola.
—Hmmm, bien. El sueño de los sexualmente satisfechos.
Pasó por delante de él hacia el interior del cuarto de baño. Él volvió al dormitorio. Ya notaba la rodilla aliviada.
Miró a través de las cortinas del dormitorio. El día estaba gris pero no llovía. Si no empeoraba, ya estaba bien. Fue a su ropero y se vistió mientras Agatha se duchaba. Se puso unos tejanos y una camisa vaquera de color melocotón con una larga hilera de botones. Quizás era mejor un chándal para un día de campo, pensó. Pero no se sentía cómodo con chándal. En realidad, sólo se sentía cómodo con trajes grises.
Cuando hubo terminado de abrocharse la camisa, volvió a la ventana. Descorrió las cortinas.
Aggie salía en aquel momento del cuarto de baño. Él se volvió y la vio fugazmente pasar por la puerta. Iba a la cocina, ciñéndose el cinturón del albornoz. Un instante después, oyó su voz:
—Despierta, turroncito. Arriba y a lavarse.
Él se dirigió a la sala de estar. Agatha estaba colocando las cajas de cereales sobre la mesa del comedor. Con pasas para él, mezcla para ella, y arroz hinchado y tostado para la niña. Aggie volvió a la cocina canturreando.
—Despierta, dormilona. Que no queremos que nos pille todo el tráfico.
Conrad se sentó a la mesa. Aggie regresó con los cuencos y la leche.
—Esos condenados Frankensteins la tuvieron despierta hasta demasiado tarde —se quejó ella—. Se nos va a hacer mediodía antes de qué salgamos. Volvió al cuarto de la niña.
—Venga, corazón, levanta ya.
Conrad sonrió. Se sirvió sus pasas en el cuenco.
—¿Nathan? —dijo Aggie desde detrás de él—. ¿Se ha levantado ya Jessie?
—¿Qué quieres decir? —preguntó él mientras cogía la leche. La olió como para asegurarse de que no estaba agria.
—No está en su cama —dijo Agatha.
Conrad echó la leche sobre las pasas.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que no está en su cama —repitió Agatha, quien cruzó la sala de estar hacia el cuarto de baño—. ¿Se ha levantado ya Jessie, o no?
Conrad dejó la jarra de la leche en la mesa y aguzó el oído. Oyó la voz de Agatha desde el cuarto de baño.
—¿Jessie? —llamó ella de nuevo.
Conrad echó la silla hacia atrás. Se levantó y fue hacia el cuarto de la niña.
—¿Qué quieres decir con que no está en su cama? —murmuró—. ¿Dónde va a estar?
Oyó a Aggie llamarla en el dormitorio.
—¿Jessie? ¿Estás ahí, cariño?
Conrad fue al cuarto de la niña. La alta cama estaba vacía. La colcha yacía a los pies de la cama. La tortuga de felpa tampoco estaba.
Ha debido de meterse en su ropero, pensó Conrad. A veces lo hacía para jugar allí con sus juguetes en privado.
Se acercó al ropero y miró dentro. En el centro había un espacio que se hacía ella corriendo las perchas. Rodeado de animales de peluche. Pero Jessie no estaba allí.
Volvió a la sala de estar. Agatha estaba allí, aguardando.
—¿La has encontrado? —le preguntó ella.
—No. ¿Has mirado en el dormitorio?
—Sí, y allí no está —respondió Agatha con una leve sonrisa de perplejidad—. ¿Dónde se habrá metido?
—Debe de estar en el dormitorio —insistió Conrad—. ¿Dónde si no va a estar?
Conrad fue entonces al dormitorio. Agatha lo siguió. En cuanto asomó comprendió que la habitación estaba vacía. Pese a ello, buscó en el ropero. Miró al otro lado de la cama junto a la ventana. Alzó los ojos para observar a su esposa, perplejo.
—¿Nathan? —dijo ella.
—¿Pero dónde está? —dijo Conrad. La boca de Aggie se abrió.
—¡Ay, Dios, el balcón! —exclamó.
—Ya sabe ella que ahí no ha de salir —objetó Conrad, aunque al ver que su esposa salía corriendo de la habitación fue tras ella.
Aggie llegó primero, abrió las puertas dé cristal. Salió al balcón. Conrad se asomó por detrás. Vio que ella contenía la respiración al arrimarse a la barandilla. Miró abajo, al patio. Conrad se quedó detrás. Aguardó a que ella se volviese, temiéndolo.
Al darse ella la vuelta, sintió un gran alivio al verla.
—No —dijo ella—. Menos mal. ¿Pero dónde…? —añadió mirándolo.
Volvieron los dos hacia la sala de estar. Fueron de un lado para otro, sin saber dónde mirar.
—Jessica —la llamó Aggie—. ¿Te has escondido?
—Jessica —la llamó Conrad a su vez.
La llamó con voz enérgica. Miró detrás de uno de los sillones. Aggie fue al armario del vestíbulo y miró. Cónrad notó que la cara de Aggie estaba entonces tensa. Arrugaba la frente. Los labios vueltos hacia dentro.
—Jessica.
Conrad, como movido por una inspiración, se agachó y miró bajo la mesa del comedor. Esperaba ver a Jessica allí en cuclillas, sonriendo, abrazada a su tortuguito. Esperaba oírla gritar: «¡Hu!», y reír jubilosamente.
Pero no estaba allí.
—Jessica —repitió Aggie.
Conrad advirtió que le temblaba la voz. Tragó saliva al oírla.
—Cariñito —dijo ella—, no te escondas. De verdad. En serio, cariñito, que me asustas.
Ella lo volvió a mirar. Se ciñó el cuello del albornoz.
—¿No andará por el recibidor, no…?
Ella se detuvo en seco. Sus ojos variaron de dirección: se dirigieron hacia la puerta. Conrad vio que sus mejillas palidecían. Descubrió en su cara una mirada de tan absoluto y paralizante terror que se le puso el corazón en un puño. Le temblaron las piernas.
—¿Qué? —dijo él—. ¿Qué es lo que…?
—Nathan —logró apenas balbucir—. Oh, Dios mío… Nathan…
Conrad ladeó la cabeza. Ladeó la cabeza, y siuió la mirada de Aggie. Miró hacia la puerta.
—Oh, Dios —exclamó.
La cadena colgaba suelta. En dos pedazos. La habían cortado por la mitad.
A Conrad se le formó un nudo en la garganta.
—Nathan… —dijo susurrando el nombre más débilmente que antes.
Conrad corrió hacia la puerta. Puso la mano sobre el pomo. La puerta se abrió. También habían forzado la cerradura y el pestillo. Se asomó al pasillo. No había nadie. Oyó gritar a Aggie detrás de él con un desesperado trémolo.
—¡Jessie! ¡Jessie!, ¡ven aquí inmediatamente, cariño! ¡Por favor, cariño! ¡Estás asustando a mamá! Por favor…
Con la mirada congestionada, Conrad se volvió hacia ella. Con una mano seguía ciñéndose el cuello del albornoz. Con la otra se tapaba la boca. Lo miró fijamente.
—Oh, Dios —dijo—. Oh, Dios, Nathan. Mi niña. Llama a la policía. Oh, Dios.
A Aggie se le doblaron las rodillas. Se enderezó en seguida. Se apoyó en el respaldo de una silla.
Conrad fue hacia el dormitorio. Corrió hacia el teléfono de su mesilla de noche.
—Oh, Dios —repitió Aggie.
Conrad cogió el teléfono. Pulsó los botones. Pero se detuvo. No había línea. ¿Pero qué coño pasaba con la línea? Pulsó, los botones nerviosamente Nada. ¡Qué coño pasaba con la…!
Y entonces oyó algo. Una voz. A través del teléfono, de su teléfono. Era una voz clara y potente. Le habló en un tono irónico y pausado. Una voz con mucho aplomo.
—Buenos días, doctor Conrad —saludó.