Otra vez Maxwell
El coche de D’Annunzio dobló la última esquina a gran velocidad, bajo una noche cerrada que los brillantes faros vistieron de negro y rojo.
Aggie iba allí sentada muy rígida, presintiendo lo peor. Por un instante, cerró los ojos y contuvo la respiración. Los destellos se reflejaban entre sus párpados como nubes rojas. Tenía las sirenas metidas en las sienes y un oprimente latido en la garganta.
Los neumáticos del Pontiac rechinaron cuando D’Annunzio frenó. Aggie abrió los ojos. Había coches de la policía a ambos lados de la pequeña calle. Coches patrulla y turismos sin más distintivo que el haz destellante en el parabrisas. Los agentes iban bajando de los coches: unos de uniforme y otros de paisano, con traje y corbata. Todos iban agachados. Todos con la pistola en la mano. Todos alzando la vista hacia el mismo edificio.
Aggie miraba también hacia arriba. El edificio quedaba recortado como una oscura silueta en el marmóreo resplandor de un foco de la policía. Era un edificio de ladrillo de color parduzco, que daba a un solar, sin otros edificios contiguos. Desvencijadas y carcomidas, las negras ventanas miraban con asombro. Los desportillados ladrillos, el pandeado suelo del portal y la agrietada puerta —el abandono que respiraba— le daba el siniestro aspecto de una calavera humana.
Más que respirar, Aggie se estremecía.
—Espere aquí —indicó D’Annunzio.
Abrió la puerta de su lado. Gruñó quedamente al bajar con esfuerzo del coche.
Pero Aggie aguardó sólo un momento. Aguardó hasta echarle una ojeada al asiento trasero ladeando la cabeza. Allí iba sentada Elizabeth con expresión aturdida y desconcertada. Miraba las destellantes luces, como hipnotizada. Cuando Aggie volvió la cabeza, Elizabeth parpadeó y la miró a los ojos. Le sonrió dulcemente, abstraída.
Aggie trató de devolverle la sonrisa. Luego abrió la puerta de su lado. Bajó del coche en medio de una intensa oscuridad.
Le temblaban las piernas. Todo su cuerpo temblaba. Habría dado cualquier cosa porque aquello no hubiese sucedido. Cualquier cosa. Estar en casa con su marido y con su hija y que aquello no hubiese sucedido… Habría dado cualquier cosa porque todo fuese en aquel momento como hacía solo unas horas, el día anterior. Tenía una mano apoyada en el coche de D’Annunzio mientras observaba la escena.
Los otros coches estaban irregularmente distribuidos por la calzada, delante de ella. Otro coche patrulla acababa de unirse al resto y, por un instante, el rojo haz giratorio la cegó. Se cubrió los ojos con la mano. Tras la pantalla de su mano veía las sombras de los agentes. Estaban por todas partes, corriendo hacia adelante, agazapados detrás de los coches, mirando hacia arriba con la pistola en la mano.
Aggie no se agachó. Se quedó allí de pie junto al coche de D’Annunzio. Su mirada iba de los agentes al edificio y del edificio a los agentes.
—Oh —exclamó para sí—. Oh Jessie…
El corpachón de D’Annunzio pasó frente a ella. Iba agachado como los demás, hasta donde le era posible. Se acercó a la ventanilla del coche patrulla que estaba junto a ella.
—¿Es él? —preguntó.
Aggie vio que el rostro de McIlvaine se acercaba a la ventanilla. Lo vio mirar a D’Annuncio con expresión acobardada. Asentía con la cabeza.
—Sí, sí, sí —repitió con insistencia—. Pero está loco, eh, se lo aseguro. Puede haberla matado, puede haberlo hecho, no hay nadie capaz de detenerlo, se lo aseguro.
Entonces, Aggie y el agente especial Calvin corrieron junto a D’Annuncio. Calvin llevaba el megáfono en la mano.
—Vamos a llamarlo —dijo secamente, aunque en realidad lo preguntaba.
D’Annuncio lo miró y asintió con la cabeza.
—Sí —dijo—. Llámelo —añadió, volviendo a mirar a McIlvaine—. ¿Cómo se llama?
—Maxwell. Max Duvall —respondió McIlvaine.
D’Annunzio miró a Calvin y asintió con la cabeza.
Calvin asintió a su vez, con nerviosismo. Miró hacia los coches, hacia los brillantes faros, hacia el edificio. Se llevó el magnetófono a los labios.
Pero antes de que pudiese pronunciar una palabra, la puerta del edificio se empezó a abrir.
Nadie se movió. Los agentes se mantuvieron impertérritos en sus posiciones, apuntando con sus pistolas. Con la mirada alerta, sin parpadear pese a los destellos de los haces. Sus ojos y sus pistolas apuntaban a la puerta del edificio. La puerta del edificio se abrió más.
Aggie seguía allí de pie, rígida, con la mirada clavada en la puerta. Sus labios se movían silenciosamente. Llena eres de gracia, santa María, llena eres de gracia, santa María, lena eres de gracia, santa María… El mundo le parecía en aquellos instantes algo extrañamente nítido más allá del ensordecedor martilleo de los latidos de su corazón, de la nebulosa náusea de su temor.
El pesado portón de madera se abrió por completo. De allí, asomó, ante la atónita mirada de Aggie, un monstruo rodeado por el resplandor del foco.
Era una mole. Un ser enorme que parpadeaba con expresión estúpida. Llevaba los brazos colgando y avanzaba lentamente. Sus piernas eran como columnas. Sus hombros daban la impresión de rozar los lados del marco del portón al asomar al portal.
El portón se cerró tras él. No avanzó más. Los miró a todos. Su pequeño y pétreo rostro se contrajo como si no acertase a imaginar quiénes eran ni por qué habían venido. Seguía allí de pie, mirando con sus duros ojillos hundidos en las cuencas bajo su prominente frente. Entonces empezó a caminar hacia adelante.
—¡Quieto! —gritó un agente.
Se oyó otro grito desde más atrás:
—¡Quieto!
—¡Ni un paso más!
Los agentes estaban apostados detrás de los coches, apoyando la pistola en el techo de los coches, asomando desde detrás de los vehículos y arrodillándose, a la vez que sujetaban con firmeza el arma con ambas manos ante aquel hombre que avanzaba.
—¡Deténgase!
—¡Las manos en alto!
—¡Arriba las manos!
Se oyó farfullar a McIlvaine desde el interior del coche que estaba delante de Aggie.
—¡Lo ha hecho, claro! No pude detenerlo. ¡Nadie hubiera podido detenerlo! Es él. Está loco, se lo juro, yo…
Aggie seguía con la vista fija en el hombre que se erguía en el umbral. Hasta aquel momento, apenas se había percatado de que ya no albergaba ninguna esperanza; hasta aquel momento en que se le vino el mundo encima. Allí de pie tras el despliegue de agentes armados, mirando por encima de los techos de los coches hacia el portal, hacia aquella mole, sintió como si su cuerpo estuviese a punto de desgarrarse con un grito, como si a partir de aquel instante no pudiese haber para ella nada más que un indescriptible grito de lacerante congoja.
Sus labios no dejaron escapar el más leve sonido. Se llevó la mano al estómago. Lo oprimió levemente, con la vista fija en el hombre del portal.
El hombre del portal miró hacía las luces, hacía los agentes y a las pistolas que lo apuntaban. Sonrió vagamente. Asentía con la cabeza.
Entonces empezó a tambalearse. Cayó de bruces, a plomo, como un árbol talado; cayó cuan largo era sobre los escalones de piedra y quedó allí muerto.
Sin embargo, durante unos largos segundos nadie se movió. Durante unos largos segundos, nadie comprendió lo que estaba viendo. Aggie no lo entendía. Seguía mirando hacia el portal. Meneaba la cabeza y miraba.
Hacía un instante, aquel hombre estaba allí, una enorme mole allí de pie, casi desafiante ante todas aquellas luces, frente a los agentes armados. Un instante después, yacía tendido sobre los escalones, de bruces, con la cabeza ligeramente ladeada hacia la acera, los brazos inermes a lo largo del cuerpo. La espalda de su camisa, visible a la luz del foco, estaba completamente empapada de una espesa sangre negruzca.
Aggie lo miraba. Los agentes lo contemplaban sin moverse.
Entonces el portón del edificio volvió a abrirse.
Se entreabrió primero y luego, a pequeños impulsos, un poco más. A todo lo ancho de la iluminada calle los agentes se pusieron en tensión. Volvieron a apuntar con sus pistolas hacia la entrada. El portón seguía abriéndose. Aggie seguía el movimiento de la hoja meneando la cabeza, sin comprender nada.
El portón se abrió del todo y un hombre menudo asomó tambaleándose.
Aggie no lo reconoció de pronto. Tenía la mitad inferior del rostro completamente aplastada. Su boca era un informe agujero, la nariz aplastada. Sus ojos miraban al vacío, vidriosos a través de una máscara de sangre. Desde la frente al mentón, era un puro coágulo. Tenía la camisa y los pantalones empapados, impregnados de coágulos; no se veía más color que el rojo negruzco de la sangre.
—¿Ag… iii?
Oyó su voz. Profunda y hueca. Parecía un eco surgido desde el fondo de sus entrañas.
—¿Ag… iii?
Miraba cegado el haz del foco. Levantó una mano como tentando el camino. El otro brazo colgaba deforme a su costado.
—Ag… iiii —gritó de nuevo.
Entonces Agatha separó la mano de su estómago, la alargó temblorosa. Su boca se entreabrió.
—Ag… iiii.
—¿Nathan? —gritó ella con desespero—. ¡Nathan, estoy aquí!
—Ag… iii.
—¡Estoy aquí, Nathan! ¡Oh, Dios mío!
Aggie dio un vacilante paso hacia adelante.
De pronto oyó otro grito en derredor; gritos guturales de un agente a otro. Y, ahogando estos gritos, oyó la bronca voz de bajo de D’Annunzio.
—Bajen las armas, bajen las armas, por Dios, que la tiene, no disparéis, no disparéis…
Cogió entonces el megáfono de manos de Calvin. Su voz atronó como si surgiese de todas partes.
—No disparen, no disparen, que tiene a la niña; que nadie dispare…
Con la boca entreabierta y el brazo extendido hacia delante, Aggie vio el menudo cuerpecito que iba junto a Nathan. La niña se aferraba a sus ensangrentados pantalones con los dedos, apretándose a sus pantalones, con la mejilla arrimada a su pierna, mirando hacia las brillantes luces con ojos perplejos.
—¿Jessie? —susurró Agatha—. ¡Jessie! —repitió, avanzando más deprisa—. ¡Jessie!
La niña parpadeó. Frunció los labios, menudos y temblorosos, se inclinó hacia adelante un poco.
—¿Mamá?
Agatha corrió entre los coches, pasando por delante de los agentes.
—¡Jessie! —gritó con voz quebrada.
Aferrada a los pantalones de su padre con una mano, la pequeña alargó la otra hacia las deslumbrantes luces.
—¡Mamá!
Aggie corrió hacia ella.