Skeeter y McGee
—Ahora —indicó D’Annunzio.
Un melenudo agente de paisano abrió la puerta y saltó hacia atrás. D’Annunzio se arrimó a la pared para no ser visto. Detrás de él, el agente de paisano llamado Skeeter lo imitó. Los tres habían desenfundado las pistolas y las sostenían en posición de disparo.
Aguardaron, escuchando. Del interior del apartamento no salían más que sombras y silencio.
—Listo —dijo D’Annunzio con un áspero susurro.
Respirando trabajosamente, cargó hacia el interior del apartamento. Llevaba su 38 a la altura de los ojos. Skeeter y el melenudo de paisano —McGee— entraron tras él. Skeeter fue hacia su izquierda y McGee hacia su derecha. Ambos barrieron el vacío describiendo un arco con la pistola. Sujetaban el arma con ambas manos. Miraron hacia la oscuridad.
Las formas que veían en la estancia estaban inmóviles. Sombras erectas o agazapadas: parecían estar escrutándolos con la mirada a su vez.
—Encended las luces —susurró D’Annunzio.
McGee retrocedió hasta dar con un interruptor. Se abrieron las luces, que los deslumbraron. Parpadearon los tres mientras mantenían las pistolas en la misma posición.
Pero sólo vieron muebles. Una mesa, dos sofás, butacones. El parqué brillaba bajo la luz del techo. Estaba descolorido en parte, como si hiciese poco que hubiesen retirado alfombras.
D’Annunzio avanzó más hacia el interior, resoplando y jadeando. Skeeter y McGee se separaron simétricamente de él yendo cada uno hacia un lado del apartamento.
Se fijaron en una puerta de la pared del lado derecho. D’Annunzio hizo una señal en dirección a la puerta. Skeeter se apostó. Era un chico joven de ojos grandes y un poco saltones. Iba harapiento y con barba de tres días. Estaba de servicio en la terminal Grand Central, disfrazado de vagabundo, cuando McGee pasó a recogerlo.
Skeeter empujó la puerta con los dedos. Luego cargó hacia ella y desapareció en el interior. D’Annunzio y McGee aguardaron.
—No hay nadie —informó Skeeter en voz alta.
D’Annunzio enfundó la pistola nada más oírlo. McGee tardó un poco más. Echó otra ojeada a la estancia antes de guardar la pistola bajo el chándal, a la altura del ombligo. Era también joven pero parecía avejentado y muy reposado. Tenía el cabello negro muy largo, y un bigote recto. Llevaba tejanos y una cazadora color caqui encima de la chaqueta del chándal. Iba al volante de un taxi cuando Moran lo había llamado por el radioteléfono.
Después de enfundar la pistola, McGee esbozó una mueca y se tiró de la nariz.
—Uff —dijo—. Aquí huele a pedo.
D’Annunzio carraspeó y miró hacia otro lado.
Hasta aquel momento había actuado con mucha prudencia. Incluso después de haber encontrado el cuerpo de Billy Price, había tenido buen cuidado en no destapar la caja de los truenos. Había salido del apartamento de Price y había vuelto al de Plotkin. Había llamado a Moran desde el teléfono de Plotkin.
—Sólo quiero un par de hombres para echar un vistazo —había dicho—. Nada de uniformes. Y sólo radioteléfonos. No sé lo que tienen esos tipos.
No había dicho nada acerca del apartamento de Sinclair. No quería que se le presentase allí Moran para entrometerse.
Tras colgar después de hablar con Moran, D’Annunzio fue al edificio de enfrente. Mantuvo una pequeña charla con el portero de la casa de Sinclair. Hasta que D’Annunzio mencionó el apartamento de Sinclair, el portero era un negro alto y delgado con mala dentadura. Después siguió siendo alto y delgado, pero verde y sudando a mares.
—No tengo ni puñetera idea de lo que pasa ahí —dijo—. No tengo ni puñetera idea, y no quiero tener ni puñetera idea. Me importa tres puñetas. ¿Vale? Porque es una puñetera mierda. Una mierda.
—¿Hay alguien arriba ahora? —le preguntó D’Annunzio.
—No, y aunque hubiese alguien me seguiría importando tres puñetas. A ver si lo entiende. A mí me importa tres puñetas que haya alguien. Todo es una puñetera mierda.
—Deme la llave —ordenó D’Annunzio.
—Mierda —masculló el portero—. Le daré la llave. Puede quedarse con la jodida llave. Mierda ya.
D’Annunzio cogió la llave. Y entonces fue cuando Skeeter y McGee aparecieron en el taxi. Luego fueron los tres arriba a echar un vistazo.
De pie allí en el apartamento, D’Annunzio se percataba entonces de que iba a tener que llamar a la caballería. La mera idea hizo que se le torciese la boca. En cuanto Moran se enterase, saldría disparado como una bala y se les presentaría allí. Y era capaz de hacerlo con los antidisturbios, los geos, banda, bombo, platillo y trajes de gala. Eso sin contar con los federales, que eran los peores. D’Annunzio había trabajado con los federales después del asesinato de Castellano. Dejaron que los agentes hiciesen todo el trabajo de calle para no estropearse la manicura arreando a los chorizos. Y luego, cuando llegó el momento de las conferencias de prensa, allí estuvieron chupando cámara en el programa «FBI». D’Annunzio meneó la cabeza y fingió un estremecimiento. Moran, los federales y toda la tropa: sólo les faltaba eso.
A su izquierda, McGee acababa de abrir la puerta de un pequeño armario. Había asomado la cabeza.
—Aquí hay un montón de ropa —anuncio.
D’Annunzio dirigió la mirada hacia allí. Vio fugazmente un montón de ropa para la lavandería en el suelo del armario, vacío por lo demás.
—No toques nada —dijo.
Desvió la mirada. Ante él, frente a las puertas de cristal que comunicaban con el balcón, había una silla de lona. Al acercarse a ella, D’Annunzio vio unos prismáticos en el asiento. Fue pesadamente hacia allí. Se detuvo a observarlos sin tocarlos, mirándolos solamente. Un bonito par de prismáticos, toda una joya. Debían de haberles costado varios cientos de dólares, si no más, pensó.
Subiéndose los pantalones, empezó a inclinarse para cogerlos.
—Eh, D’Annunzio.
El gordo se enderezó y se dio la vuelta. Skeeter había salido de la otra habitación. Llevaba en la mano un animalito de peluche de color rosado. Lo dejó colgar divertido de una pata, sujetándolo con el índice y el pulgar.
—Estaba en la cama. La tortuga Tot, me parece que se llama. Mi hija también tiene una.
D’Annunzio asintió con la cabeza.
—Ah, estupendo. Vuelve a dejarla allí. Lo vas a revolver todo y les vas a joder el trabajo a los de la brigada de inspección ocular.
—Sí —convino McGee mirándolos desde el armario—. Una hebrita de peluche y los del laboratorio te dirán hasta quién es el padre de la tortuga.
Skeeter rio. Volvió a dejar el tortuguito en la otra habitación.
—Bueno, veamos ahora qué tenemos aquí —dijo D’Annunzio quedamente.
Con un ligero gruñido, volvió a subirse los pantalones por encima de la cintura. Así pudo inclinarse de nuevo a coger los prismáticos. Los levantó con cuidado, con dos dedos, pero habían lijado los negros tubos; no iban a encontrar huellas. Los levantó hasta la altura de sus ojos y miró a través de las puertas de cristal del balcón.
—Fíjate tú si serán potentes estos jodidos chismes.
Se había visto de pronto mirando el interior del apartamento de Conrad. Supo que era el apartamento de Conrad porque leyó la dirección en un sobre que había en la repisa de la ventana. Sosteniendo los prismáticos con suma delicadeza, los desvió un poco hacia la derecha.
—Ajá —musitó para sí—. ¿Es lo que yo imaginaba o no, señora Conrad?
Al enfocar directamente el dormitorio la vio del pie en el pasillo. Estaba en el vano del cuarto de baño. Probablemente aguardaba a que él regresase a hablar con ella a través del conducto de la calefacción, pensó.
Estaba de pie con un brazo levantado asiendo con la mano el marco de la puerta. Tenía la cabezal gacha, y húmedos mechones de su pelo rojizo le ocultaban el rostro.
D’Annunzio apretó los labios al mirarla.
—Bonitas tetas —comentó.
Skeeter se acercó corriendo desde el dormitorio.
—A ver, a ver.
McGee salió del armario y se acercó también a D’Annunzio.
—Trae a ver —pidió.