El mariscal Dillon
Conrad paseaba de un lado para otro, ignorando el dolor de su rodilla, mirando al vacío de la estancia, con el magnetófono en la mano derecha. Quizá se equivocaba, se repetía continuamente. La descripción podía encajar con otras muchísimas personas, millones. Quizás estuviese completamente equivocado en todo…
Pero miraba el vacío de la estancia y veía la cara de Sport. Aquel joven y atractivo rostro con ojos de artista. La misma cara que había estado riéndose en sus narices, insultándolo y escupiéndole. Y paseaba de un lado a otro de la estancia oprimiendo con fuerza el magnetófono. No, no creía estar equivocado en absoluto.
Tenía que haber sido Sport. Tenía que haber sido Sport desde el principio. Sport tenía que haber sido Jerry, el aspirante a actor. El hombre que había besado a Elizabeth. El hombre que había asesinado al pelirrojo, Robert Rostoff, en el apartamento de Elizabeth. Eso debió de pasar, pensó. Así debió de suceder. Ella había llegado a convencerse de que había sido una alucinación, su Amigo Secreto; pero se trataba de una persona real. Era una persona real y había intentado seducirla. Pero, quién sabe por qué, el pelirrojo se había interpuesto. El pelirrojo debió de saber que Sport pretendía ir al apartamento. Se habría ocultado allí y habría hecho que Elizabeth se metiese en el cuarto de baño, para encerrarla. Habría tratado de alejarla de Sport. Puede que incluso tratase de protegerla. Entonces, mientras Elizabeth estaba encerrada en el cuarto de baño, confusa, histérica y puede que alucinando de verdad, Sport debió de irrumpir allí y dar cuenta del pelirrojo. Debió de asesinar a aquella persona que se las había arreglado para interrumpirlo mientras besaba a Elizabeth, que la había asustado, ahuyentándola después de que Sport hubiese logrado atraerla hasta su casa, haciendo que volviese a…
Conrad dejó de pasear. Se le pusieron los ojos como platos. Miró al magnetófono que seguía en su mano.
… su apartamento.
… al apartamento de Sport. Sport se la había llevado a su apartamento. Ella se lo había dicho así. Eso es lo que ella le había dicho. Lo recordaba…
Fue con dos rápidos pasos hacia su sillón. Se sentó con talante enérgico. Puso el magnetófono sobre sus rodillas. Apretó el botón de rebobinado rápido. Taconeaba nerviosamente mientras la cinta giraba.
La detuvo. Le dio al play.
… puso cara de pocos amigos. Me dijo que, en adelante, me esperaría en la misma puerta del centro…
—Mierda —masculló Conrad.
Volvió a rebobinar. Miró su reloj. Eran las once y cinco. Notó el apremio del tiempo en su estomago. Durante un rato no lo había sentido; no había sentido aquella opresión, aquella urgencia. Durante un rato, allí en su despacho, había sido como si el tiempo se hubiese detenido o, simplemente, hubiese dejado de importar.
Pero de nuevo corría, corría demasiado deprisa. Lo notaba, ardiendo en su interior.
Apretó el botón del play.
… Debía de ser ya bastante tarde —proseguía la voz de Elizabeth—. Sobre las once o así. Fuimos a un barrio que no tenía muy buena pinta.
Eso era. Ahí estaba. Dejó que la cinta siguiese.
… nos detuvimos frente a un viejo edificio de ladrillo a sólo una manzana del Hudson, en una callejuela que se llama Houses…
—La calle Houses —musitó Conrad.
Hizo girar el sillón, y dio una vuelta completa hasta quedar de nuevo mirando hacia la mesa. Apartó un montón de papeles, cogió un bolígrafo. Tiró de la punta de un sobre viejo que había en un montón. La cinta seguía.
No había farolas y la casa de enfrente, el edificio de ladrillo, era la única que tenía una luz…
Impaciente, Conrad le dio de nuevo al rebobinado. Dejó girar la cinta un buen tramo. Tuvo que volver a darle al stop otra vez. Al fin, a la tercera, localizo lo que buscaba.
Incluso me llevaron allí. Me lo enseñaron. Ahí está el edificio de ladrillo, dijeron. El número dos veintidós.
Conrad le dio al stop. Garabateó las señas en el dorso del sobre viejo: 222, calle Houses.
Impulsó el sillón para separarlo de la mesa. Se levantó.
Podía tratarse de un error, pensó.
Dejó el magnetófono encima del escritorio. Se inclinó sobre el mueble y rebuscó entre los papeles. Tenía un plano por alguna parte. En uno de los compartimientos. Allí estaba. Un plano de la ciudad. Lo desplegó. Buscó el índice y fue pasando el dedo por la relación alfabética de calles.
—¡Ajá! —Tuvo que menear la cabeza y cerrar los ojos para ahuyentar las nubes rojas de su ojo.
Volvió a mirar. Calle Houses. Pasó al sector del plano de Manhattan. Allí estaba, en Tribeca. La línea de Broadway lo dejaría cerca.
Pero podía ser un error, podía ser un error. ¿Acaso la policía no había registrado el edificio? ¿No le habían mostrado que estaba abandonado…?
Se enderezó. Se dio la vuelta. Miró hacia el otro lado de la estancia. Fijó la mirada en las ventanas cerradas.
No cruce esa puerta, mariscal Dillon, que lo tendremos a tiro.
Palpó bajo la sombra de la lámpara del escritorio. La desenchufó. Miró hacia la ventana.
No cruce esa puerta…
Se acercó al sillón que tenía para sus pacientes. Apagó la lámpara de pie que estaba junto al sillón. Le daba pinchazos la cabeza mientras las nubes rojas danzaban frente a su ojo derecho. Fue hacia la puerta, hacia el interruptor que estaba junto a la puerta.
Podía tratarse de un error, pensó. No podía llamar a la policía porque podía tratarse de un error, y si Jessica no estaba allí, si Sport los veía sin que Jessica estuviese allí…
Apagó también aquella luz. El consultorio quedó a oscuras. Incluso entonces, en la oscuridad, las manchas rojas se dilataron y contrajeron frente a su ojo. Miró hacia la ventana.
Si estaba equivocado, tendría que volver a tiempo, además. Si estaba equivocado, si todo era un error… tendría que ir y volver antes de las doce. Tendría que ir y volver sin que lo descubrieran, regresar a tiempo de confiar en la última, en la pequeña probabilidad de que los secuestradores le devolviesen de verdad a su hija como habían prometido. Y aunque estuviese en lo cierto… Bueno…
Si estaba en lo cierto, si Sport tenía allí a Jessica, entonces Conrad debía llegar hasta ella de inmediato, sin perder un instante. Debía llegar hasta ella antes de que Sport pudiese comprobar el número, antes de que Sport tuviese tiempo de decidir que ya no necesitaba ningún rehén. Sólo así, si la encontraba allí a tiempo, sólo entonces podría llamar a la policía y conseguir que alguien… le ayudase.
Pero el tiempo corría y lo apremiaba, lo devoraba por dentro. Tanto en un caso como en otro, tenía que hacer algo. Tenía que hacer algo y pronto.
Dio unos pasos. Sin más que un leve masaje a su débil pierna, como para confortarla, avanzó lentamente a oscuras. Las nubes rojas se adelgazaron ante él, fueron haciéndose más tenues, hasta extinguirse. Siguió avanzando a tientas, con las manos por delante. Rodeó el sofá. Sus dedos tocaron la pared, fueron resbalando por la pared hasta que rozaron los postigos de madera de la ventana.
Soltó los pestillos. Se asomó a aquella ventana que no daba más que a un hueco del respiradero.
Aquello no lo estarían vigilando, vaya, pensó. Con los postigos cerrados, seguro que ni siquiera abrían reparado en que allí había una ventana.
No cruce esa puerta, mariscal Dillon.
Además, aunque hubiesen reparado en ello, no daba más que a un respiradero, y a un callejón sin salida entre su edificio y el que daba a la Calle 83. La pared de aquel edificio contiguo era muy alta; veinte pisos tenía por lo menos. Y, aunque en aquel edificio también había ventanucos como aquel, los de la parte baja estaban todos cerrados. Iba a ser muy difícil. Sólo pasar por su ventana iba a resultar muy penoso. Y luego, ir a meterse de alguna manera por una de las ventanas del edificio contiguo sin que lo vieran, sin que lo atraparan… Los secuestradores no habrían caído en aquello, pensó.
Se humedeció los resecos labios. Le ardía el estómago. Pensó en la sangre del asiento de su Corsica. En la sangre de Elizabeth. Tampoco entonces creyó que los secuestradores estuviesen vigilándolo.
Se quedó allí frente a la ventana. Inmóvil. Respiró por la boca y se asomó al respiradero.
Podía tratarse de un error, pensó de nuevo.
Se quedó allí de pie a oscuras, mirando el respiradero. Vio a Jessica. La vio tirada en el suelo con su camisón de dibujitos. Vio su pelo —del mismo color que el suyo— enmarañado, desgreñado, sobre su cara. Vio sus ojos vidriosos mirándolo a través de los mechones de cabello.
¿Por qué no viniste, papá?
Pensó en la sangre de Elizabeth.
¿Papá?
Conrad asintió con la cabeza.
—Allá voy —musitó.