Escaleras
D’Annunzio cogió a McIlvaine por las solapas. Lo levantó del suelo. A McIlvaine se le doblaban las piernas como si fuesen de goma. D’Annunzio lo enderezó. Arrimó su curtido rostro al del detenido.
—En el penal de la isla de Rikers hay celdas que ningún abogado ha visto todavía —le espetó entre los ojos—. Yo sí que las he visto. Y allí te voy a ver si me estás mintiendo.
—Calle Houses, 222 —repitió McIlvaine nerviosamente—. Se lo juro. En el segundo piso. La va a matar. Está loco. La va a matar.
—Oh, Dios —gritó Aggie Conrad. D’Annunzio miró al agente especial Calvin.
—Vamos —le dijo.
El gordo irrumpió en la sala de estar gritando.
—Necesitamos hombres en el 222 de la calle Houses, en Tribeca. Que tengan cuidado, posiblemente nos encontremos con un tipo con un rehén; va armado y es peligroso.
D’Annunzio miró a uno de los agentes de uniformé al pasar. Señaló hacia el dormitorio.
—Traed aquí al detenido para que pueda machacarle los cojones si me ha mentido.
—Bien —asintió el agente.
Sí, pensó D’Annunzio. Sí. Se sentía bien. Como una locomotora. A por aquel tipo. Ya lo creo que sí. Notaba la presencia de Aggie Conrad a su espalda. La notaba pegada a sus talones como un cachorrillo perdido.
Al volver la cabeza, allí estaba ella, por supuesto. Corriendo de un lado para otro detrás de él, con sus pechos bailándole bajo la chaqueta del chándal. Algo fantástico.
—Puede venir conmigo —dijo él.
Ella asintió con la cabeza y siguió pegada a sus talones.
D’Annunzio fue con rápidos pasos pasillo adelante, con la cabeza erguida, sacando tripa. Bufaba y resoplaba al compás de sus pasos. Detrás seguía un pequeño cortejo. Aggie Conrad al frente, Elizabeth Burrows tras ella. El agente especial Calvin tratando de alcanzarlos. Un agente de uniforme, esforzándose por seguirlos, llevaba casi a rastras a Lewis McIlvaine.
D’Annunzio iba orgullosamente al frente. Jadeaba tanto como si fuese tirando de los demás con una soga.
Llegó a los ascensores. Ambas puertas estaban cerradas. Un agente había llamado a uno de los ascensores, pero otro lo tenía abajo. D’Annunzio se detuvo. Soltó un taco. Iba a alargar el brazo para apretar el botón de llamada.
Pero notó que los ojos de la señora Conrad estaban fijos en él. Se aclaró la garganta.
—Pues bueno —espetó entrecortadamente—. Tendremos que bajar por las escaleras.
Dios santo, pensó.
Y fue al frente de su cortejo hacia la puerta de las escaleras.