Lewis McIlvaine y sus derechos constitucionales

—Bueno, señor McIlvaine… Lewis. Te lo puedes poner fácil o muy difícil —dijo el agente especial Calvin—. ¿Me entiendes, verdad?

El detenido que se llamaba Lewis McIlvaine estaba sentado en la cama. Llevaba aún las manos a la espalda, esposado. Miraba al agente especial Calvin. Asentía con la cabeza.

—Bien —continuó el agente especial Calvin, que estaba de pie, frente a McIlvaine, inclinándose hacia él, señalándolo con aquel mentón que parecía esculpido en piedra—. Quiero que me digas ahora mismo y con toda exactitud qué habéis hecho con la niña de Conrad.

Lewis McIlvaine siguió asintiendo con la cabeza. Sonreía.

—Agente especial Calvin —dijo con aplomo—, agente especial, es decir, maricón. Por centésima vez le digo que quisiera hablar con mi abogado, por favor. No voy a pronunciar ni una palabra hasta que no hable con mi abogado. Y cuando hable con mi abogado, lo que le voy a decir es: «Oh, señor abogado, por favor, tráigame los testículos del agente especial Calvin en una bandeja, que me los voy a comer». ¿Queda claro?

El detective D’Annunzio suspiró profundamente. Estaba apoyado en la pared del dormitorio, con las manos atrás, balanceando su enorme trasero sobre los nudillos. Sacó la mano izquierda de detrás. Miró su reloj. Eran las doce menos cuarto. D’Annunzio alzó de nuevo la vista y observó a Calvin echándose casi encima del sospechoso. Calvin tenía aspecto de ser un hombre con mucho temperamento, fibroso; llevaba un traje negro, sin duda hecho a medida.

D’Annunzio lo observaba y pensaba en la señora Conrad. Pensaba en aquellos ojos azules, inteligentes, llorosos. Pensaba en la forma de aquellos pechos que se insinuaban bajo la chaqueta del chándal. Al abrazarlo —cuando entró y ella se arrojó en sus brazos— había sentido el contacto de aquellos grandes pechos apretándose contra él. Este Conrad, pensó refunfuñando interiormente; vaya un tipo con suerte. ¿Cómo debía de ser tener una mujer así debajo? Una mujer sensible e inteligente como aquella, gritando y estremeciéndose debajo de uno, con aquellos pechos desnudos.

—Lewis —decía Calvin—. Lewis, seguramente te das cuenta de lo importante que es el tiempo en este momento. Si le pasa algo a la niña, ningún abogado podrá ayudarte, ¿me entiendes? ¿No te parece que te sentirías mejor si lo soltaras todo?

McIlvaine olisqueó el aire.

—¿Se ha tirado alguien un pedo? —preguntó ladeando la cabeza hacia D’Annunzio—. Eh, tú, gordo. ¿Eres tú quién corta el bacalao? ¿Qué diablos es esto? ¿Una nueva técnica de interrogatorio?

El agente especial Calvin puso los ojos en blanco. Lentamente, meneando la cabeza, fue hasta donde D’Annunzio estaba apoyado en la pared. Le habló en voz baja, por la comisura de la boca, para que McIlvaine no lo oyese.

—Creo que deberíamos hacer entrar a la señora Conrad —dijo.

—¿Qué? —se sobresaltó D’Annunzio al salir de sus eróticas fantasías—. Ah… Pero ¿para qué?

—Bueno… —le susurró Calvin— para que apele a él; una apelación personal.

D’Annunzio miró fijamente al hombre del FBI. No sabía qué decir.

El agente especial Calvin asintió con la cabeza, dando a entender que confiaba en aquello.

—Vamos —dijo—. Vamos hombre, tráela.

La señora Conrad estaba en la sala de estar. Seguía arrodillada en el suelo, con aspecto desolado. Elizabeth estaba arrodillada a su lado, tocándole el hombro. Cuando D’Annunzio entró contoneándose, la señora Conrad alzó los ojos hacia él. Le dirigió una mirada confiada, esperanzada. Hizo que a D’Annunzio se le pusiese la carne de gallina.

—¿Lo ha dicho? —preguntó ella, con la voz aún llorosa, temblorosa—. ¿Les ha dicho algo?

—No, señora —contestó D’Annunzio, respirando hondo—. El agente especial Calvin cree que sería conveniente que entrara usted y hablara con él. Que apelase usted a él —añadió, sintiéndose como un estúpido por expresarlo así.

Ella asintió con la cabeza sin mucha convicción, pero esperanzada. A D’Annunzio se le fueron inmediatamente los ojos hacia el chándal. Cómo debía de ser, pensó, una mujer así.

Se inclinó y la cogió del brazo. Notó su suave piel entre los dedos al ayudarla a levantarse.

Cuando D’Annunzio entró con la señora Conrad en la habitación, el detenido la miró desde la cama. Le sonrió.

—Anda, fíjate tú, la tetitas —dijo—. ¿Qué tal? Yo de ti no entraba, ¿sabes? Ese gordo no para de tirarse pedos.

D’Annunzio notó que se le encendía la sangre. Acercó el codo de la señora Conrad al agente especial Calvin. Volvió a la pared y se apoyó allí otra vez. Desde la pared miró a McIlvaine: sus risueños ojos, su blanca sonrisa.

D’Annunzio desvió la mirada hacia el agente especial Calvin, quien acercó a la señora Conrad hacia McIlvaine.

—Bien, Lewis —dijo con suavidad el agente especial Calvin—. Ella es la madre de la pequeña de quien hablamos. Sólo quiero que escuches lo que tiene que decirte, ¿de acuerdo?

Lewis McIlvaine le dirigió una amplia y estúpida sonrisa.

La señora Conrad se lo quedó mirando unos instantes sin decirle nada. Era evidente que se estaba esforzando por contener las lágrimas. McIlvaine seguía sonriendo, saltando en la cama como un mono.

D’Annunzio miró los pies de McIlvaine. Dios santo, pensó.

—Por favor, señor McIlvaine —dijo ella con la voz entrecortada—. Por favor, si nos dice dónde está mi hija, le juro… Haré lo que sea… Estoy segura de que podré hablar con el juez que lleve su caso o prestar testimonio en el juicio… Sólo con que usted…

McIlvaine soltó una estridente carcajada. Se echó hacia atrás en la cama con expresión jubilosa.

—Bomboncito… tetitas…, que no va a haber ningún juicio —dijo—. ¿Es que no lo has oído, angelito? La han jodido. ¿Entiendes? No me han leído mis derechos. No me han dejado llamar a mi abogado. Cariñito… que me van a soltar, que voy a salir derechito de aquí.

La señora Conrad lo miró. No pudo seguir. El agente especial Calvin dirigió a McIlvaine una dura mirada.

Respirando con dificultad, el detective D’Annunzio se separó de la pared. Con un audible bufido se fue derecho hacia la cama. Notó que los gases de su interior pugnaban por salir, pero no quiso dejarlos escapar con la señora Conrad allí.

¿D’Annunzio? —dijo el agente especial Calvin.

—Le voy a leer sus derechos al detenido —decidió el detective D’Annunzio, dirigiéndole una fugaz mirada a la señora Conrad, que lo miraba a su vez, mientras una lágrima le rodaba por la mejilla.

D’Annunzio se plantó delante de McIlvaine. Se inclinó hacia adelante y lo cogió por el brazo. Con un rápido y brusco movimiento puso al detenido en pie.

D’Annunzio… —fue a advertirle el agente especial Calvin. McIlvaine sonrió sin ganas.

—Cuidado, eh, pedorro. ¿No querrás tener más problemas de los que ya tienes? Sólo quiero que se me lean mis derechos, si no te importa.

D’Annunzio estuvo asintiendo con la cabeza un largo instante.

—Tienes el derecho a doblarte por la cintura y decir «ay» —le dijo.

McIlvaine se echó a reír.

—¿Pero qué coño…?

D’Annunzio echó la mano hacia atrás y luego la lanzó hacia adelante, hundiendo sus rígidos dedos en el plexo solar de McIlvaine.

McIlvaine se dobló por la cintura.

—¡Ay! —exclamó.

D’Annunzio —le dijo el agente especial Calvin—. D’Annunzio…

McIlvaine se había doblado de tal manera que D’Annunzio podía verle las esposas a la espalda.

—Tienes el derecho a desplomarte como un fardo —le dijo D’Annunzio, quien levantó el puño por encima de la cabeza y lo descargó como un martillo.

El puño dio de pleno en el cogote de McIlvaine, que se desplomó como un fardo, como si de pronto sus piernas se hubiesen vuelto de mantequilla. Quedó de bruces.

¡D’Annunzio! —le gritó el agente especial Calvin con la voz entrecortada—. ¡D’Annunzio!

El detective D’Annunzio se llevó la mano al Costado. Allí llevaba un arma reglamentaria, en la funda. La sacó. Parecía muy pequeña en su manaza.

¡D’Annunzio! ¡Pero bueno! ¡D’Annunzio! —gritó el agente especial Calvin.

Al oír gritar a Calvin, McIlvaine alzó los ojos. De bruces allí en el suelo ladeó la cabeza y miró aturdido a D’Annunzio. Se había quedado lívido y tenía los labios blancos como la cera. Sus ojos se movían de una manera extraña, como si fuesen a saltársele de las órbitas.

Luego descubrió la pistola. Sus ojos dejaron de moverse. Se le pusieron como platos. Miró el cañón.

—¡Ya basta! —insistió el agente especial Calvin quien se acercó a D’Annunzio.

Pero, de pronto, la señora Conrad se interpuso entre ellos. Se plantó entre Calvin y D’Annunzio. Llevó las manos a los hombros de Calvin. Lo cogió por las solapas de su elegante traje negro.

—¡No! —gritó.

El joven agente la miró. Sus labios se entreabrieron como si fuese a decir algo. Pero no dijo nada.

La señora Conrad se volvió y miró a D’Annunzio.

D’Annunzio miró a su vez aquellos ojos. Azules y llorosos, grandes y profundos. Sonrió levemente.

Luego, mientras el agente especial Calvin, se lo quedaba mirando, D’Annunzio se arrodilló junto a McIlvaine, con la pistola en su manaza.

Eso de arrodillarse… no era nada fácil. Tuvo que subirse los pantalones, agacharse trabajosamente. Respirando con dificultad debido al esfuerzo. Pero al fin se arrodilló junto a McIlvaine, que lo miraba boquiabierto, a él y al revólver.

D’Annunzio apretó el cañón del arma contra la rodilla izquierda de McIlvaine.

—Tienes el derecho de gritar con un insoportable dolor —le dijo—. Y luego el de retorcerte en el suelo y lloriquear.

Echó el percutor hacia atrás.

—Doscientos veintidós, calle Houses —dijo McIlvaine, con una voz tan apagada que pareció llegar, como un eco, desde lo más profundo de su ser—. Doscientos veintidós, calle Houses.

Eran las doce menos cinco.