El cementerio
Por la tarde, Conrad fue al cementerio. Era pequeño y desvencijado. Sus viejas esculturas y sus cruces célticas se veían torcidas y desportilladas bajo el crepúsculo púrpura. Una gélida neblina, como la de la ciudad, tejía sus zarcillos entre las tumbas.
El lugar que él buscaba estaba al fondo, junto a la inclinada cerca de hierro. Lo presidía una estatua de una plañidera. La encapuchada figura miraba hacia el túmulo, con una mano dirigida hacia él. Conrad avanzó hacia la figura, caminando a través de la neblina, entre las lápidas.
Cuando estuvo ya cerca, vio que la tumba que había bajo la estatua no estaba rellenada. Ya lo había imaginado. Pese a ello, al llegar junto al borde, se le formó un nudo en el estómago. Miró hacia el interior de la fosa y vio un féretro al fondo. Era un pesado ataúd de color gris con una cruz grabada en la tapa. Alzó los ojos y por primera vez descubrió algo raro en la estatua. La plañidera sonreía. Lo miraba con una sonrisa de loca, con los ojos saltones. Al verla, el nudo que se le había formado a Conrad en el estómago creció. Notó sus miembros debilitados y apelmazados.
Entonces oyó un ruido que procedía del interior del féretro.
Conrad quiso correr. Pero no pudo. No quiso mirar. Pero no logró evitarlo. Dirigió la mirada hacia la tumba abierta. De nuevo el ruido: un distante y extraño rumor. Conrad estaba seguro de que el féretro estaba a punto de abrirse: lo había visto en las películas docenas de veces. Y pese a ello no pudo correr, ni siquiera consiguió darse la vuelta. Permaneció allí de pie, indefenso, mientras la tapa se levantaba lentamente. Empezó a gemir de puro miedo. Empezó a temblar.
El féretro se abrió y la vio. Se le ahogó un grito en la garganta. Ella alzó los brazos hacia él: dos muñones de carne podrida. Le sonrió a la vez que sus ojos se resquebrajaban como huevos y asomaban reptando las arañas.
—Sigo aquí, Nathan —le susurró—. ¿No quieres tocarme?
Con un grito, Conrad se incorporó en la cama. El corazón le golpeaba el pecho. Jadeaba, falto de aire. Tardó unos instantes en percatarse de que había sido un sueño. El perfil del televisor sel recortó en la oscuridad. El vuelo de las cortinas, el olor de la lluvia de octubre. Vio a su esposa bajo la ropa y reposó la mano en la curva de su cadera.
—Mi… mierda —dijo quedamente. Se reacomodó en su almohada, notando su sudor—. Mi… mierda.
El sueño anduvo rondándole toda la mañana. El sueno… y la chica. Era sábado; le correspondía llevar a Jessica a tocar el violín con su grupo. Mientras la arreglaba, mientras hablaba y bromeaba con ella en el autobús hacia la Calle 11, mientras la oía jugar con los demás, pensaba en el sueño, en Elizabeth.
A Conrad le gustaba llevarla con el grupo. Le gustaba la vieja música del colegio. Le gustaba caminar por los pasillos y oír el rumor que llegaba de las aulas. Los vacilantes pianos, los chirriantes violines. Le gustaba mirar las salas de danza y ver a las chicas con sus leotardos, haciendo ejercicios de pierna en la barra. Niños y niñas aprendiendo música, danza: hacía que sintiese calidez y melancolía.
Él nunca había aprendido a tocar un instrumento. Recordaba que siendo adolescente su madre le había dicho una vez: «¿Por qué no aprendes a tocar algún instrumento?». La recordaba sentada en el sillón del cuarto de estar en la parte trasera de la casa. La ventana detrás de donde ella se sentaba. El cerezo de enfrente la acolchaba con una floración sonrosada y blanca. Sorbía mosto de un vaso —mosto furtivamente mezclado con vodka— y le fruncía el ceño. Le decía: «¿Por qué no aprendes a tocar algún instrumento?» con el mismo tono de voz que utilizaba siempre para darle aquel consejo. El mismo tono, vagamente crispado, con el que le decía: «¿Por qué no practicas algún deporte?», o «¿Por qué no té haces de algún club para ir después del colegio?». Aquella débil, distante y huera vocecita.
Y luego su padre, sentado en el sofá, mirándolo por encima del periódico. Metía baza: «Siempre me ha parecido que si no puedes hacer algo bien no tiene sentido hacerlo en absoluto». Sí, y aquel era el tono con el que prodigaba sus consejos; su profunda voz de hombre sabio. Era la voz con la que a veces le decía a su esposa: «Bueno, por supuesto que quiero que dejes de beber, querida. Simplemente creo que no debes intentarlo de golpe, eso es todo. Poco a poco, ese es el secreto». Un hombre rico en buenos consejos había sido su querido papá.
Pero la verdad era que de nada habría servido lo que dijesen ni cómo lo dijesen. Nada habría cambiado, ni tanto así, que su madre le hubiese comprado un Stradivarius y le hubiese puesto el instrumento en las manos con sus bendiciones, o que su padre le hubiese pasado un brazo por el hombro y hubiese gritado: «Adelante, hijo, quien se lo propone lo logra». Nathan habría seguido sin aprender a tocar; tampoco habría practicado ningún deporte ni se habría inscrito en ningún club. No habría hecho ninguna de estas cosas porque eso hubiese significado alejarlo más de casa. Habría dejado a su mamá más sola. A solas con sus nada secretas botellas de vodka y ginebra. ¿No sería básicamente por eso por lo que ella le hacía aquellas tímidas sugerencias? ¿Para desembarazarse de él? Así lo creyó entonces, sea como fuere.
Así que —sea como fuere— se alegraba de estar allí en el colegio ahora con su hija. Se alegraba por ella; y la envidiaba también un poco, pero complacido y orgulloso. Se sentaría allí con las piernas cruzadas, en el suelo de madera de la sala de danza de arriba, un amplio espacio con espejos a lo largo de la pared. Formarían todos un círculo con sus violines alrededor de la sonriente joven que les enseñaba. Se arrancarían al unísono con aires populares, conocidas melodías. Y Conrad miraría a su hija y asentiría con la cabeza en señal de aprobación. Procuraba que ella no lo viese, no obstante, porque, de vez en cuando ella lo miraba mientras tocaba. Lo miraba furtivamente y se esforzaba por reprimir una sonrisa al verlo a él asentir con un gesto.
Pero aquel día tenía la cabeza en otra parte; iba del sueño a la joven. Aún recordaba el paralizante terror que se había apoderado de él estando allí junto a la tumba. Lo recordaba, y acto seguido pensaba en el escalofrío que sintió cuando Elizabeth Burrows le describió a su madre.
Estarían sus ojos vacíos con gusanos dentro.
Aquella comezón de duda irracional. El pánico a enfrentarse con la locura.
Asintió con la cabeza y sonrió al ver que Jessica le dirigía un parpadeo. El grupo estaba interpretando una de las piezas más difíciles para los principiantes. Obligaba a un doble movimiento ascendente del arco por varios puntos. La semana anterior, Jessie había sido una de las que tuvo que sentarse mientras los estudiantes más adelantados la interpretaban. Pero había estado ensayando toda la semana. Ahora, mientras otros seguían teniendo que sentarse, ella podía tocar con los demás. Conrad le guiñó un ojo al ver que ella lo miraba. Pero Jessie reprimió su sonrisa y volvió a concentrarse en el violín.
Conrad seguía observándola, pero con la mirada ausente. Estaba de nuevo pensando en Elizabeth.
Querían llevarse a mi madre. Enfureció a mi Amigó Secretó. Hizo algo malo.
A Conrad siempre le sucedía lo mismo —el pequeño escalofrío, el estremecimiento— al entrar por primera vez en el enloquecido mundo de una persona. Era como bordear territorio ajeno, internarse poco a poco y, de pronto, dar con arenas movedizas…
Oh, ahora tendría gusanos saliéndosele de las órbitas. Y unos huesudos dedos que asomarían de la carne…
Se encontraba uno en una selva subterránea, en un lugar de sombras y formas amenazadoras, de envolventes vampiros que emergían del pantano…
Y su carne estaría hecha jirones con los huesos saliéndosele, y tendría los ojos vacíos con gusanos dentro…
Sin embargo, ese mundo, esa selva, estaban hechos con los mismos materiales que el propio mundo de uno. Tan íntimo e interiorizado como el otro. Su lógica no era menos completa. La mano que lo modelaba era tan autoritaria, tan poco de fiar y desconocida como la que modelaba el mundo propio. Te hacía estremecer, porque te recordaba que también tú vivías en una ignorancia que podía ser locura.
El Amigo Secreto hizo algo malo. Por esa estoy aquí.
El grupito terminó de interpretar la melodía. Conrad reaccionó justo a tiempo de alzar el pulgar mirando a Jessica. Ella saltaba sobre los dedos de los pies y sonreía, más que pimpante con su logro.
—Cuéntame más —le pidió a Elizabeth—. Cuéntame más acerca de tu Amigo Secreto.
No tenía intención de volver a ver a Elizabeth hasta el miércoles. Pero el señor Blum, su sesión dé las cuatro treinta, le había salido con otra de las muchas indisposiciones que le ayudaban a explicarse por qué su esposa lo había traicionado y lo había abandonado. Había llamado por la mañana para anular la visita. Conrad, movido por un impulso, telefoneó de inmediato a la señora Halliway, la de las cinco treinta. Le cambió la hora para las siete de la tarde del martes y así le quedó parte de la tarde libre. Casi con sorpresa, se encontró al volante en dirección al psiquiátrico de Impellitteri.
Encontró a Elizabeth igual que la había visto el viernes. Con la misma ropa, sentada en su silla junto a la ventana, con las manos en el regazo, la mirada perdida en la lejanía. Sachs le dijo a Conrad que no había vuelto a hablar desde su sesión con ella. Pero había comido sin ayuda de nadie y se había levantado para ir al lavabo, aunque siempre regresaba de inmediato a su silla. Sachs no había querido arriesgarse a contrariarla de nuevo. Ordenó a las enfermeras que la vigilasen pero que, por lo demás, la dejasen sola a menos que ella pidiese algo. A Conrad esto le pareció una medida que mostraba gran sensibilidad e inteligencia por parte de Sachs. Era evidente que aquel memo deseaba con locura que aquello saliese bien.
En cuanto a Conrad, sin embargo, Sachs no esperaba gran cosa. Estaba encantado de que la paciente hubiese salido de su mutismo con él, pero suponía que le aguardaban unas semanas de hacer de esparring de la paranoia, de erráticos espejismos. Dudaba de que consiguiese gran cosa de ella.
Sin embargo, al entrar Conrad en la celda, Elizabeth lo miró furtivamente. Sin llegar exactamente a sonreírle, a Conrad le pareció advertir un complacido destello en sus ojos.
Sacó el magnetófono del bolsillo, pulsó el botón rojo y lo dejó sobre la mesa. Luego, colocó la silla frente a ella y se sentó a horcajadas como la otra vez. Le sonrió.
—¿Qué tal estás hoy, Elizabeth?
Ella volvió a mirarlo y luego apartó en seguida la vista. No le contestó.
—Bonito pelo —comentó él, al advertir que se lo había cepillado. El rubio rojizo de su melena resplandecía, se notaba suave.
De nuevo se percató de que le había complacido el halago. Pero seguía sin querer hablar.
Al cabo de unos instantes volvió a hacerlo él.
—No quieres hablar conmigo, ¿verdad?
Entonces la mirada que ella le dirigió fue más sostenida; todavía cautelosa, pero Conrad pensó que había en ella algo festivo.
—Puede ser usted uno de ellos —dijo suavemente, casi en un susurro—. Cualquiera puede serlo. Yo qué sé.
—¿Por eso no has dicho nada durante todo el fin de semana?
Ella dejó vencer ligeramente el mentón.
—El doctor Sachs es uno de ellos. Lo sé. Y los demás… no lo sé —dijo haciendo una pausa y apretando los labios como si tratase de no proseguir—. Pero él sí que lo sabe —añadió.
—¿Quién?
—Él. Ya me entiende.
—Tu Amigo Secreto.
Ella asintió con la cabeza.
—¿Y qué te ha dicho tu Amigo Secreto de mí? —preguntó Conrad.
Entonces ella sí que sonrió. Hizo que Conrad recuperase un poco el aliento. El sonrosado color de la cara interna de sus labios, el ligero rubor bajo su blanca piel. La luminosidad que irradiaban sus menudas y perfectas facciones. Elizabeth bajó los ojos con timidez.
—Usted no me tocó —dijo ella.
—Claro.
—Él no viene cuando usted está aquí. Usted no lo enfurece. Usted no…
Alzó los ojos hacia él pero su voz se extinguió.
—Yo no ¿qué?
—Usted no quiere llevarse a mi madre.
—Claro. ¿Así que no soy uno de ellos?
—No. No… no lo creo.
Conrad meneó la cabeza arriba y abajo unos instantes. Tanteando el terreno. Tratando de calibrar hasta dónde podía llegar. Luego, movido por un impulso, se inclinó un poco hacia adelante.
—Cuéntame más. Cuéntame más acerca de tu Amigo Secreto.
Ella tardó mucho en contestar. Mucho. Lo miraba escrutadoramente. Conrad aguardaba a ver por dónde le salía. Lo más seguro, pensó, es que siguiera en plan de tanteo con él un poco más. O, probablemente, guardaría silencio; sonreiría con malicia, guardaría sus alucinaciones para sí, protegiéndolas de él como si fuesen sus hijos.
O quizá…
Conrad sintió una pequeña descarga de adrenalina al mirarla. Puede que su pregunta la hiciese abrirse, pensó. Y hasta puede que conjurase a su Amigo Secreto en persona.
Por un instante la imaginó saltando sobre él. Enseñándole los dientes, con las garras extendidas, agarrándolo con sus manos por el cuello. Él siguió respirando con regularidad, ayudándose a expulsar el aire con el abdomen.
Y entonces Elizabeth hizo lo único que él no esperaba en absoluto.
Empezó a contar su historia.